miércoles, 6 de diciembre de 2017

PRINCIPIANTE: CAPITULO 3




Pedro Alfonso estaba sentado en la segunda fila de su clase de Psicología Comunitaria y observaba a la profesora, la doctora Paula Chaves, frotarse la parte inferior de la espalda con un movimiento sutil que apenas se notaba, teniendo en cuenta que la mano derecha oscilaba en el aire con la gracia de un bailarín exótico para enfatizar lo que ella decía.


Le gustaba también observarle la boca. Los labios sensuales, pintados con un tono neutro, que se movían con la misma gracia que la mano. Sus ojos eran verdes y almendrados, un complemento perfecto al pelo castaño oscuro que le caía recto hasta los hombros.


Pero lo mejor de ella eran los pechos.


Maduros. Llenos. Tesoros sensuales que llenarían las manos de un hombre y contribuirían a sus fantasías.


Con el frío del invierno, ella llevaba jerséis de lana que enfatizaban el tamaño y la forma de sus pechos.


Pedro respiró hondo y en silencio.


Su profesora de psicología estaba muy bien.


Embarazada y prohibida, pero muy bien. Y no llevaba anillo en la mano izquierda. Había oído que el embarazo solía unir más a la pareja, pero aquella mujer parecía estar sola. 


¿Dónde estaba su compañero? ¿Era aquel embarazo el accidente de una aventura pasajeras ¿Los restos de un divorcio? ¿El último recuerdo de un marido muerto?


—Señor Tanner.


Pedro se encogió al oír su alias, pero, aunque ya llevaba un mes y medio en la universidad, tardó un segundo en asumir la personalidad de Pedro Tanner y pensar como un estudiante.


—¿Qué opina usted? —dijo la profesora.



Aunque ya había cumplido los veintiocho años, Pedro sintió un momento de pánico juvenil. Sonrió para ganar tiempo.


—Estoy de acuerdo con usted.


Su respuesta arrancó algunas risitas en la clase. La doctora Chaves levantó la mano para acallarlas.


—¿Usted cree que educar en la música clásica y en las artes es un modo de ayudar a los adolescentes a no meterse en bandas? —preguntó.


Pedro se movió en su silla. La suerte estaba de su parte aquel día.


—Claro. Si les interesa el arte, desde luego. Para otros serán los deportes. Algunos quieren ayudar a chicos más jóvenes. Les gusta esa sensación de responsabilidad —apoyó los codos en el pequeño trozo de formica que hacía de pupitre y se inclinó hacia delante—. No hay un modo único de llegar a todos los chicos, pero cada uno responde a una cosa y es sólo cuestión de encontrar tiempo, paciencia y dinero para descubrir esa cosa.


Empezaba a mover las manos con la misma fluidez que ella.


—Si no tienen nada por lo que vivir o por lo que trabajar, acabarán en bandas y con drogas. Todos quieren conectar con algo positivo. Por desgracia, suele ser más fácil encontrar problemas que eso.


Unos aplausos y unos silbidos de apreciación le dieron la excusa para mirar a su alrededor. Saludó con la cabeza a Kelly, la chica rubia sentada dos puestos más allá y que, a pesar de ser nueve años más joven que él, le sonreía con evidente coquetería. Pedro le devolvió la sonrisa.


Miró a Joel King, un chico solitario de pelo largo, situado dos filas por detrás de ella y al lado del pasillo.


A la izquierda de Pedro estaba Daniel Brown, el rey de la clase, rodeado de dos atletas de cuello grueso, un chico con aire de empollón y alguna chica guapa siempre cambiante. 


La de ese día era pelirroja.


Detrás de él, seguramente adormilados, estaban Larry, Moe y Curly.


Pedro los observaba a todos. Poco a poco aprendía a conocer a cada alumno. Había más en la clase, por supuesto. Reconocía ya todos los rostros y sabía los nombres de todos. Pero los primeros eran los que quería conocer mejor.


Y había uno de ellos al que quería conocer más todavía.


Porque ése, en concreto, podía llevarlo hasta un asesino.


Pero no ese día.


Ese día tenía que mantener su tapadera intacta.


—Creo que no puedo superar ese discurso —la doctora Chaves dio una palmada para pedir su atención—. No olviden que el viernes hay un examen. Procuren leer todas las lecciones y revisar los apuntes.


Una mezcla de gemidos y gruñidos hizo sonreír a Pedro


Añadió su protesta al coro y levantó la mochila para guardar los libros y el bolígrafo.


—¿Daniel? —la profesora llamó al cabecilla de la clase—. ¿Podemos hablar un momento en mi despacho?


Daniel Brown era un joven delgado de unos veinte años, pelo castaño oscuro y ojos marrones. Era una cabeza más bajo que cualquiera de sus seudo guardaespaldas, aunque Pedro sospechaba que poseía la fuerza explosiva de un boxeador entrenado. Su rostro no era nada especial, pero la pelirroja parecía muy apegada a él, por lo que Pedro sospechaba que Daniel debía ser un buen partido por alguna otra razón.


Mientras Pedro cerraba la mochila y buscaba su chaqueta de cuero, Daniel Brown empujó a su novia del día escaleras arriba e hizo una seña a sus amigos.


Cuando la doctora Chaves hubo recogido sus cosas y salió por la puerta de atrás, los tres jóvenes empezaron a bajar las escaleras, pero antes de que la puerta se cerrara tras ellos, Pedro notó la seña que les hizo Daniel.


Extraño. ¿Qué estudiante universitario necesitaba la protección de dos atletas colocados al extremo del pasillo?


Se subió la cremallera de la chaqueta y buscó los guantes en el bolsillo para hacer tiempo. Tomó después la mochila y salió detrás de ellos.


Empujó la barra redonda de la puerta y entró en la parte más antigua del edificio, al que habían añadido con posterioridad el salón de conferencias. Los dos atletas paseaban como centinelas ante la fuente situada enfrente del despacho de la doctora Chaves.


Para probar su teoría, Pedro se acercó a beber agua y los otros dos siguieron en su sitio en lugar de alejarse a una distancia cortés.


Decididamente, tenía que descubrir lo que ocurría. 


Retrocedió, sacó unos papeles de la mochila y cruzó el pasillo de mármol hasta el despacho de la profesora.


Consiguió girar el picaporte antes de que el primer atleta le diera una palmada en el hombro.


—No puedes entrar ahí.


El segundo se colocó al otro lado.


—No. La profesora está con alguien.


Pedro sonrió.


—No importa, puedo esperar.


Se sentó en un banco al lado de la puerta y evaluó a los presuntos guardaespaldas. Eran fuertes, sí, pero no muy observadores. Él había dejado la puerta entreabierta para oír lo que decían dentro y no se habían dado cuenta.


—No puede expulsarme de la clase por eso —decía Daniel Brown con voz inesperadamente quejica.


Pedro miró a sus dos amigos. Habían oído la misma protesta y se miraron confusos. Quizá era la primera vez que alguien retaba así a su líder.


—Sí puedo —dijo la doctora Chaves—. Es la política del centro. Léete el manual.


—Pero necesito esa clase para graduarme.



La protesta de Daniel fue seguida de un ruido de madera contra madera, una silla deslizándose por el suelo. Pedro se puso tenso y contó en silencio hasta diez.


—Tú no lo entiendes, Daniel. Plagiar un trabajo es una ofensa que puede llevar a la expulsión de la universidad. Voy a informar al decano y te pedirán que te presentes ante una junta de revisión. Si tienes suerte, te permitirán seguir aquí.


—Eso ya lo veremos. Hablaré con mi consejero. Él escuchará mi versión de la historia.


—Hazlo.


El temperamento de Daniel pareció disiparse tan rápidamente como había llegado.


—¿Eso es todo? Tengo que ir a la siguiente clase. Supongo que puedo continuar con el horario normal hasta que oiga algo, ¿no?


Se abrió la puerta del todo y Pedro se enderezó en el banco, más receloso de ese cambio de humor repentino que de la primera explosión de enfado de Daniel. Uno de los guardaespaldas que había al lado de la fuente se adelantó un poco. Pedro se puso en pie y le bloqueó el paso como el que no quiere la cosa.


—Por supuesto —repuso la profesora—. Te llamarán del despacho del decano.


—Entendido.


Daniel pasó al lado de Pedro y se alejó por el pasillo en dirección a la salida, seguido por sus amigos. En el vacío súbito del pasillo, Pedro oyó una respiración profunda.


Se volvió y miró la palidez de las mejillas de la profesora. La energía vibrante que la había animado durante la clase había desaparecido. Parecía cansada, exhausta, como si necesitara un hombro en el que apoyarse. Y él tenía dos muy grandes y estaba encantado de ofrecérselos.


Pero entonces ella rompió el contacto visual y retrocedió hacia su despacho.


Pedro se quedó un momento en el umbral, dudando si decir algo.


—¿Quiere algo, señor Tanner?


—Ah, no, señora. Puede esperar.


—Cierre la puerta antes de irse, ¿vale?


—Desde luego.


Pedro se acomodó la mochila en el hombro, cerró la puerta y se alejó por el pasillo. Le parecía mal dar la espalda a una mujer en apuros, pero en ese momento tenía otro trabajo.





PRINCIPIANTE: CAPITULO 2




Dra. Chaves.
Estoy vigilando.
Quiero lo que es mío.
El niño que llevas dentro me pertenece.
Cuídalo bien.
Papá.


La doctora Paula Chaves miró el trozo de papel que tenía en la mano mientras por su cabeza pasaban imágenes de todos los chicos con los que había salido durante el instituto y la universidad. Por supuesto, ninguno podía ser el padre. Se había casado a los veinticinco años y, a diferencia de su esposo, ella sí había sido fiel. Y desde el divorcio, dos años atrás, no había sentido ganas de intimar tanto con un hombre.


O quizá era que ya no se fiaba de los hombres.


En cualquier caso, aquel anónimo era una broma cruel. No había un padre propiamente dicho, ningún hombre que pudiera reclamar el milagro que crecía en su interior.


—¡Imbécil! —arrugó la nota escrita a máquina que había encontrado sujeta con el limpiaparabrisas y la metió en el bolsillo del abrigo. Seguramente era sólo una broma estúpida y de mal gusto, pero no pudo evitar inspeccionar el suelo gris y los edificios de cemento que la rodeaban para ver si la observaba alguien.


Aunque por el momento había dejado de nevar, aquella mañana de febrero transportaba todavía la humedad fría de un invierno en Missouri. Los estudiantes y profesores corrían a sus clases de las diez desde el aparcamiento o los transportes públicos con la cabeza baja y envueltos en gorros y bufandas.


No vio a nadie que le llamara la atención.


Movió la cabeza. Sin duda sería un estudiante descontento.


Abrió la puerta del coche y se inclinó a sacar el montón de exámenes que había dejado dentro del Buick. Se enderezó y cerró el coche con cuidado.


Apoyó la mano enguantada en el techo del vehículo y un escalofrío repentino, que no tenía nada que ver con la temperatura, bajó por su columna. Se volvió a mirar más allá del aparcamiento de Holmes Street, hacia el corazón de Kansas City.


Alguien la observaba.


—Contrólate, Paula —se riñó a sí misma.


Se frotó el vientre y el bebé dio una patada contra su mano. 


Paula sonrió y respiró hondo para aliviar la tensión.


No había ningún padre en sus vidas.


Por lo que a ella respectaba, el padre de su hija era el número 93579. Un hombre de pelo castaño, de raza blanca, con historial de buena salud, coeficiente intelectual alto y al que le gustaban la música clásica y el baloncesto.


El pelo oscuro y los gustos intelectuales eran para que hicieran juego con los de ella. El historial de buena salud era para evitar la necesidad de contactar en un futuro con el donante del esperma que había elegido en la clínica de fertilidad Washburn.


Había pagado mucho dinero para asegurarse el anonimato. 


Aquella estúpida nota no significaba nada. La niña era suya y de nadie más.


No era así como ella había pensado siempre tener familia.


Pero era lo que había y punto.





PRINCIPIANTE: CAPITULO 1





Pedro Alfonso se agachó detrás de un montón de cajas en el viejo almacén y examinó las sombras en busca de alguna indicación de movimiento mientras escuchaba la conversación tensa que sonaba en el transmisor que llevaba dentro del oído.


Su pantalón negro y la chaqueta del uniforme se fusionaban con la noche. Las únicas señales que podían traicionar su presencia eran la placa de bronce que llevaba clavada encima del corazón y el bulto de la pistola de acero que sostenía con las manos enguantadas.


—Me dijiste que podías hacer la entrega —decía A.J. Rodríguez, antiguo compañero de Mauro, el hermano mayor de Pedro. Llevaba tres semanas haciéndose pasar por un traficante de drogas que quería ampliar su negocio a la zona de la Cuarta Comisaría—. Y ahora que vengo con los brazos y el maletín abiertos, ¿me quieres quitar veinte bolsas?


—Es arriesgado confiar mucho en vecinos nuevos —gruñó la voz dañada por las drogas de Randall Pittmon.


Aquel hombre había estado en la cárcel muchas veces, pero Pedro quería que ésa fuera la definitiva. Esa vez no habría tratos ni retirada de cargos. El caso estaba muy claro.


O lo estaría en cuanto Randall pusiera las cartas sobre la mesa. Cartas llenas de anfetamina lista para venderse en la calle. Cristales preparados para fumarse, derretirse o inyectarse. La misma droga que se había llevado, un mes atrás, a uno de los chicos que entrenaba Pedro en el gimnasio local.


Reprimió un bufido de impaciencia y cambió de postura. El suelo de cemento le helaba el trasero y aquel tipo quería ponerse a filosofar. Giró la barbilla hacia el micrófono que llevaba prendido en el hombro y susurró:
—Midler.


—¿Alguien más cree que este tipo quiere ganar tiempo?


—Silencio, Alfonso—dijo la voz del teniente Cutler.


Pedro asintió con la cabeza y fijó la vista en la oscuridad, intentando averiguar la posición de los demás agentes asignados a apoyar a A.J. Nadie. Nada. Estaba atrapado como una rata en el fondo de un agujero cenagoso, esperando ciegamente a que atacara el depredador. Sólo podía escuchar y esperar la orden de Cutler.


Un día, pronto, llegaría a inspector y podría llevar el mando en casos como aquél. A sus veintiocho años, estaba más que preparado. Había pasado el examen, era licenciado universitario y tenía experiencia.


Sólo necesitaba un apellido distinto.


En su calidad de hermano pequeño de una larga lista de defensores de la ley y el orden, tenía una reputación legendaria que defender. Y aunque se sentía orgulloso de los logros de su familia, no era fácil estar a la altura. No podía ser un agente más, tenía que ser mejor que nadie para llegar a inspector en la Comisaría Cuarta.


Tenía que calcular muy bien la distancia entre aceptar órdenes y correr riesgos, y demostrar que era el mejor.


A.J. intentaba forzar a Randall a decidirse.


—Mi oferta no seguirá en pie mucho más tiempo. Si tienes la mercancía, bien. Si no, me llevaré el negocio a otra parte.


Pedro se colocó en cuclillas, manteniéndose siempre escondido detrás de las cajas. Aventuró un susurro, casi con los labios pegados al micrófono.


—Teniente.


No hizo caso de la maldición de su jefe y comunicó lo que le decían su instinto y su oído, aunque sus ojos no pudieran verlo.


—Pittmon espera a alguien. ¿Lo sabe A.J.?


El detective Rodríguez había sido registrado a conciencia, por lo que no llevaba micrófonos ni armas. Por lo menos que Pittmon supiera. A.J. podía ser un blanco fácil.


—Se acerca una furgoneta azul por la parte de atrás —dijo la voz de otro agente—. Matrícula local.


Cutler maldijo por todos ellos.


—¿Alguien puede ver lo que ocurre? Pittmon acaba de salir del alcance de la cámara.


Pedro se acercó al extremo de la pila de cajas y apretó el vientre contra el suelo. Se mantuvo alineado con las sombras y se arrastró hacia delante.


—Pittmon se dirige a la puerta del garaje —susurró—. A.J. está en la mesa. El único paquete es el maletín con el dinero. Un momento. Entra alguien.


El ruido de voces en su oído dio paso al silencio. Randall se echó a reír y dio una palmada en el hombro al tercer hombre. 


El recién llegado era más bajo de estatura y llevaba vaqueros y deportivos.


Y una chaqueta de cuero.


—Mierda, es sólo un crío —susurró Pedro—. Unos dieciocho años. No oigo lo que dicen.


Al parecer, A.J. tampoco lo oía. El inspector se puso en pie con calma.


—¿Hay algún problema?


—Tengo la matrícula —dijo un agente desde el puesto de mando—. Tyrone Justiss. Está en libertad condicional.


—¿Tienes la mercancía, sí o no? —preguntó A.J. con impaciencia.


—Sí, señor —Tyrone esperó una señal de Randall y llevó la bolsa de deportes hasta la mesa—. Está aquí —abrió la bolsa y mostró los bloques de anfetamina.


Pedro reprimió su rabia y empezó a contar mentalmente los segundos hasta que A.J. estuviera a una distancia segura y pudieran detener a Pittmon y al chico.


El inspector revisó la mercancía y cerró la bolsa.


—Me parece bien —se echó la bolsa al hombro—. La próxima vez no me hagáis esperar.


—La próxima vez no te instales tan pronto en mi patio de atrás.


Pittmon llevó una mano al interior de la chaqueta y todos los sentidos de Pedro se pusieron en alerta.


—¡Pistola!


Los segundos siguientes transcurrieron con toda la claridad de una película que se pasara a cámara lenta, fotograma por fotograma.


Randall apretó el gatillo. A.J. torció los hombros, gruñó con el impacto de una bala y cayó hacia atrás contra un montón de cajas. Una lluvia de balas de la policía cortó en dos la mesa vieja y golpeó el cemento a los pies de Randall.


Pedro se lanzó hacia delante y el chico sacó una pistola del bolsillo. Apuntó con ella a A.J. y luego a Pedro. El sudor le cubría la frente y en sus ojos se leía pánico.


—¡Tiren las armas! —gritó el teniente Cutler, entre el enjambre de agentes que rodeaban a Pittmon.


Randall, que comprendió que no podía hacer otra cosa, dejó caer su pistola al suelo y levantó las manos. En cuestión de segundos estaba boca abajo sobre el cemento, con las manos esposadas a la espalda.


Pero el chico empezó a retroceder.


—¡No volveré a la cárcel!


—Tira la pistola antes de que alguien te dispare —le advirtió Pedro.


—¿Me vas a disparar tú? —apuntaba al pecho de Pedro—. Dispararé yo antes.


Un agente de las Fuerzas Especiales, vestido de negro desde el chaleco antibalas hasta las botas, se colocó detrás de él.


Pedro retiró la mano derecha de la pistola e intentó calmar al chico. Indicó con los ojos al agente especial que se apartara. El chico estaba ya bastante nervioso. Un movimiento brusco y podía apretar el gatillo.


—Dame la pistola —le dijo con voz firme y tranquila—. Dámela y no te pasará nada.


Algo alertó al chico de la presencia del otro agente. Se volvió.


—¡Eh!


Pedro se lanzó sobre él, le agarró la muñeca y se la retorció con el brazo levantado.


La bala golpeó las vigas de acero del techo del almacén y aterrizó en alguna caja.


Pedro tiró al chico al suelo y le arrancó la pistola. El agente especial y otros dos más lo apuntaron con su rifle.


—¡Atrás! —dijo Pedro, como si tuviera derecho a dar órdenes a tres oficiales


—¡Alfonso! —gritó el teniente Cutler.


Pedro respiró con fuerza y esposó al chico.


—No discutas con estos hombres —le susurró al oído—. Acabo de salvarte la vida.


—No me hagas favores.


Los agentes especiales se llevaron al chico y Pedro enfundó su arma y se enderezó la gorra antes de mirar a Cutler.


—Te dije que mis hombres se ocuparían de esto. Tu trabajo era ofrecer apoyo y asegurar la zona.


—Estaba protegiendo al chico.


El teniente puso los brazos en jarras y lo miró de hito en hito.


—Es tan culpable como Pittmon. Su pistola es igual de mortífera.


Pedro le sacaba una cabeza a Cutler. Sacudió la tensión de sus hombros. Sabía que el otro tenía razón.


Había actuado guiado por el instinto de proteger más que por la tarea que le habían asignado.


—Sí, señor.


—No sea duro con él, teniente —intervino Antonio José Rodríguez, que apretaba una compresa sangrienta sobre la herida que tenía en el hombro izquierdo—. Es probable que me haya salvado la vida.


Cutler pareció considerar el comentario de A.J.


—Supongo que es una deuda de gratitud más que tenemos con los Alfonso.


Pedro pasó la vista de la mirada dorada de A.J. a la expresión de sarcasmo de los ojos azules de Cutler.


—Sólo cumplía con mi deber, señor.


Era lo único que quería hacer siempre. Siempre que el teniente Cutler, su jefe directo, se lo permitiera.