sábado, 1 de julio de 2017

EN LA OSCURIDAD: EPILOGO





Tres meses después…


Paula usó su llave para abrir la puerta de la casa que Pedro había comprado hacía poco. Se trataba de la segunda operación en la nueva carrera elegida por él, después de que la primera saliera muy bien y le dejara un sustancial beneficio al revenderla una semana atrás… a la vez que a ella le aportaba una agradable comisión.


Desde el sótano le llegó el sonido rítmico de una clavadora industrial. Sonrió. Sabía exactamente el aspecto que tendría Pedro: lleno de polvo, el pelo revuelto y un aire maravilloso y sexy. El corazón se le aceleró al pensar que en menos de un minuto estaría en sus brazos.


Cuando tres meses atrás decidieron comprobar adónde los conducía la atracción que sentían el uno por el otro, ella había esperado que las cosas salieran bien. Pero no había imaginado que podrían ir tan extraordinariamente bien. La relación había florecido en una unión de respeto y admiración mutuos. La percepción y fuego sexuales que ardían entre ambos seguían tan encendidos como siempre.


Jamás había sabido que podría ser tan feliz. Estar tan satisfecha. O que se enamoraría tan profundamente. Una vez más. Del mismo hombre. Con la salvedad que en ese momento lo amaba aún más que la primera vez.


Abrió la puerta del sótano y bajó las escaleras. El ruido de la clavadora cesó y Pedro debió de oír sus pisadas, porque fue al pie de los escalones. El corazón se inflamó de placer al verlo.


—Hola, preciosa —le sonrió.


Pero ella notó que la sonrisa no le llegó a los ojos.


—Estaba a punto de decirte lo mismo.


Él enarcó las cejas y bajó la vista a la camiseta llena de polvo y a los viejos vaqueros con multitud de manchas.


—Estoy hecho un desastre.


Bajó el último escalón y, sin pensar en su traje negro, le rodeó el cuello con los brazos y se pegó contra él.


—Un desastre magnífico y sexy al que más le vale besarme ahora. Si no, desconozco las consecuencias.


Le dio un beso de esos que nunca fallaba en dejarla sin aliento. Pero había algo… diferente. Como si estuviera distraído. Sus sospechas se confirmaron cuando él se echó para atrás y las miradas se encontraron. Por lo general, cuando ella lo saludaba, Pedro la miraba o bien con cálida diversión o bien con manifiesta pasión. En ese momento, no vio ninguna de esas cosas. De hecho, parecía muy serio.


—¿Estás bien? —le preguntó.


Algo centelleó en sus ojos que Paula no descifró. Tampoco la alivió que él la soltara y retrocediera un paso.


—Tenemos que hablar —dijo él.


Por lo general, esas palabras no la habrían preocupado, pero algo en su actitud le produjo un escalofrío por la espalda.


Apoyó una mano en su brazo.


—¿Qué sucede, Pedro?


Él se mesó el pelo polvoriento.


—He estado pensando… en nosotros. Y la cuestión es, Paula… que ya no soy feliz.


Todo en ella pareció detenerse. Su respiración, su corazón, su sangre. Las rodillas se le aflojaron.


Se preguntó cómo era posible que ya no fuera feliz. ¿Desde cuándo? Deseó hacerle ésas y más preguntas, pero no pudo expresarse. Lo miró fijamente mientras las palabras de él reverberaban en su mente. Cuando al fin consiguió hablar, solo consiguió murmurar:
—¿No eres feliz?


Él movió la cabeza.


—No. Y necesito hacer algo al respecto. Es por lo que te he traído eso —con la cabeza indicó el rincón lejano del sótano a medio acabar.


Paula se volvió y frunció el ceño en expresión desconcertada.


—¿Una maleta? —musitó.


¿Era su modo de decirle que se marchara? ¿O lo había malinterpretado? Quizá la maleta estaba llena de ropa… ¿su forma de decirle que quería establecer una fecha para su viaje a Europa? Se aferró a ello, ya que la alternativa le impedía respirar.


Él fue al rincón, agarró el asa de la maleta y la llevó hasta dejarla frente a ella.


—Ábrela —se puso de cuclillas y con suavidad tiró de su mano.


Paula se agachó junto a él y con manos trémulas tiró de la cremallera de la maleta. Respiró hondo y al final no le quedó más remedio que abrirla.


Y se quedó mirando el interior fijamente.


Una maleta entera llena de…


—¿Bombones? —observó con asombro las delicias envueltas en papel de plata—. Tiene que haber cientos.


—Diez mil —aclaró él.


—¿Diez mil? —lo miró y vio que la observaba con la misma expresión seria—. ¿Me das diez mil bombones?



—Sí —la tomó de las manos y la ayudó a ponerse de pie—. Y a cambio te pido diez mil besos. Si me das uno cada día, tardarás un millón de años en pagarme. En ese punto, supongo que rellenaré la maleta con otros diez mil bombones y podremos volver a empezar.


Muda, lo miró. La garganta se le había cerrado y las lágrimas querían salir, y no estuvo segura de lo que haría primero… si reír o llorar. Antes de poder descubrirlo, él le tomó la cara entre las manos con suma gentileza.


—Te amo, Paula. Y ya no soy feliz siendo solo tu novio. Quiero más. Te quiero a ti. Para el resto de mi vida. ¿Te casarás conmigo?


Lo rodeó con los brazos y le llenó la cara de besos, riendo y llorando al mismo tiempo. Luego se echó para atrás y lo miró con ojos centelleantes.


—Me has dado un susto de muerte.


—¿Yo asustarte a ti? —le pasó los dedos pulgares por las mejillas húmedas—. ¿Tienes idea de lo estresante que llega a ser pedir en matrimonio?


—Ninguna. Así que deja que lo pruebe. ¿Te casarás conmigo?


Él enarcó las cejas.


—Yo te lo pedí primero.


—¿Eso significa que yo no te lo puedo pedir?


—No, significa que se supone que debes contestar antes de pedirlo tú.


—¿Y si te dijera que sí y tú me dijeras que no?


Le rodeó la cintura con los brazos y la pegó a su cuerpo.


—No es posible, cariño.


—Muy bien, entonces, sí. Me casaré contigo.


—Muy bien, entonces, sí. Yo también me casaré contigo —riendo, la alzó del suelo y le hizo dar vueltas hasta que la mareó y la dejó riendo entre dientes—. Parece que nuestra sincronización al fin ha funcionado a la perfección.


—A la perfección.


La dejó otra vez de pie, bajó la cabeza y le dio un beso ardiente que la mareó aún más.


Cuando terminó, dijo:
—Ya sé lo que quiero que me des como regalo de bodas.


—¿Regalo? ¿Qué te hace pensar que vas a recibir un regalo? —suspiró con gesto exagerado—. Santo cielo, llevamos prometidos dos minutos y ya estás pidiendo.


—Quiero un book de fotos de dormitorio de mi hermosa y sexy esposa.


—Ah. ¿Y tú serás el fotógrafo?


—Diablos, sí. Como si fuera a dejar que otro te sacara esas fotos.


—Parece apropiado, y más cuando fue mi entrada en Picture This lo que nos reunió —sonrió y añadió—: ¿Qué te parece si vamos a comprar un helado Rocky Road para celebrar nuestro compromiso?


Él sonrió, volvió a alzarla en vilo y comenzó a subir los escalones.


—Otra vez en la misma onda.







EN LA OSCURIDAD: CAPITULO 20




Lunes, 11:55 horas



Paula miró el reloj de la pared de su oficina y fingió que no pensaba en Pedro. Menos mal que su madre iba a llegar en unos minutos. Comer con ella y contarle lo que había decidido haría que las horas hasta que fuera al aeropuerto pasaran más deprisa. Tenía unas cosas que decirle a él antes de que despegara el avión.


No había dormido mucho la noche anterior, pero al menos había buceado en su interior y descubierto al fin lo que quería. Lo único que le quedaba era contárselo a él.


Al ser la única agente en la oficina, apoyó el bolso en la mesa y hurgó en busca de las llaves para cerrar cuando se fuera a comer. Acababa de encontrarlas en el fondo del bolso cuando sonó la campanilla que había sobre la puerta de cristal.


Pensando que sería su madre, alzó la vista con una amplia sonrisa en la cara.


Y se quedó completamente quieta.


Pedro se hallaba en el umbral. Grande, fuerte, magnífico, con un traje azul marino de rayas finas, camisa blanca y corbata ocre. Portaba un ramo enorme que como mínimo debía de contener tres docenas de rosas lavanda, del mismo tono delicado que le había regalado el sábado por la noche.


Tuvo que tragar saliva para encontrar la voz.


—Hola.


—Hola —fue hacia ella.


Como las rodillas habían empezado a aflojársele, apoyó las caderas en el escritorio y luchó por parecer exactamente lo que no se sentía: serena y ecuánime.


—¿Qué haces aquí? —preguntó, orgullosa por lo normal que le sonó la voz.


Él se detuvo a medio metro y le entregó las flores.


—Quería dártelas.


Sus dedos se tocaron cuando ella aceptó el ramo y un hormigueo le subió por el brazo.


—Son preciosas —acercó la cara para olerlas. Luego alzó la cabeza y lo miró—. Faltan meses para mi cumpleaños.


—Son para darte las gracias. Por una noche hermosa.


—En ese caso, yo debería haberte comprado flores a ti.


—Y también quería verte otra vez.


—¿Cómo sabías dónde estaba mi oficina?


—Llamé a tu madre.


—¿A mi madre? Yo te lo habría dicho.


—¿Y qué clase de sorpresa habría sido ésa? Además, tu madre y yo mantuvimos una buena charla.


Su radar cobró vida al instante. ¿Una charla? ¿Con su madre? ¿Su madre, que sabía que Pedro había pasado la noche del apagón con ella? ¿Su madre, que era una experta en sonsacar detalles sin que uno siquiera lo sospechara?


—La verás de un momento a otro —le dijo, tratando de no sonar cautelosa—. La espero para ir a comer —miró su traje—. Pareces más preparado para una reunión de negocios que para un vuelo.


—Espero mantener una reunión de negocios.


—¿Antes de que despegue tu avión? Cielos, sí que tienes una agenda apretada.


—De hecho, lo que tengo es mucho tiempo —la miró con una sonrisa juvenil en el rostro.


—¿Qué? —preguntó Paula.


—He de hacer una confesión.


—No soy sacerdote.


Miró alrededor de la oficina vacía.


—Como parece que no hay ninguno disponible, imagino que tendrás que servirme. Me he apropiado de tu cita para comer. Tu madre no va a venir.


—¿Cómo lo sabes?


—Cuando le dije que esperaba llevarte a comer, con amabilidad se ofreció a reprogramar su almuerzo. Te llamará más tarde para averiguar qué día de la semana te va mejor.


—¿De modo que ahora eres tú mi cita para comer?


—Si a ti te parece bien.


Temía considerar de cuántas maneras le iba bien.


—Claro —sonrió—. Pero tenía ganas de mantener una charla de chicas con mi madre acerca de las rebajas de Victoria's Secret.


—Será un placer hablar de lencería. ¿Sujetadores y braguitas? Soy tu hombre.


«Si de verdad lo fuera…».


—Bueno, ya que estamos en un momento de confesiones, yo tengo otra que hacerte —respiró hondo antes de continuar—: Dijiste que querías volver a verme, y lo habrías hecho. Aunque no te hubieras presentado aquí.


—Oh. ¿Y eso?


—Esta noche pensaba ir al aeropuerto a despedirte. A desearte buen viaje —«a contarte que me había quedado despierta toda la noche pensando en ello».


Algo titiló en los ojos de él.


—Me siento halagado.


—Bueno, ¿adónde quieres ir a comer?


—¿Qué te parece tu casa?


Brrrooooom. Su libido, que se había puesto firme nada más verlo, se revolucionó como un coche de carreras. Y de pronto las piezas del rompecabezas encajaron. Vestido con un traje, reunión de negocios, ir a su casa…


¿Intentaba hacerle realidad aquella fantasía que le había contado?


Se preguntó quién diablos había subido la temperatura.


Cruzó los brazos, más que nada para no agarrarlo, y enarcó las cejas.


—¿Así que «almuerzo» es la palabra clave para «cama»? —«eso espero, eso espero».


—No —contradijo con expresión seria—. Hay algunas cosas que me gustaría hablar contigo y prefiero hacerlo en privado.


La decepción de que no tuviera en mente su fantasía, se vio sustituida por la curiosidad. ¿De qué querría hablar? Fuera lo que fuere, era perfecto. También ella tenía una lista de cosas para decirle y prefería hacerlo en la intimidad de su casa antes que en un aeropuerto atestado.


—Me temo que tengo la nevera bastante vacía.


—No hay problema. El almuerzo está en mi coche. Dos menús para llevar de «lo de siempre» del Stardust Diner —sonrió—. Por los viejos tiempos.


—Vaya. Desde luego, sabes cómo sobornar a una chica.


La sonrisa de él se amplió.


—Eso espero. Entonces… ¿tenemos una cita?


—Tenemos una cita.


Se acercó y le tomó la cara entre las manos. La respiración de Paula se volvió entrecortada. Acariciándole las mejillas con los dedos pulgares, musitó:
—¿Alguna posibilidad de que pueda darle a mi cita un beso de bienvenida?


Ella se preguntó si llegó a asentir. Quería hacerlo, pero no estaba segura de poder lograr algo tan complicado. Debió de hacerlo, porque él bajó la cabeza y le rozó los labios con los suyos. Suave, gentilmente, de un modo que hizo que todo el cuerpo le suspirara de placer. Y anhelara más.


Finalizó el beso y Paula tuvo que apretar los hormigueantes labios para evitar pedirle que volviera a besarla.


—¿Lista? —preguntó Pedro.


¿Es que no se daba cuenta? Si prácticamente la tenía jadeando.


—¿Necesitas ayuda con tus flores? —añadió él.


Paula parpadeó y recobró la cordura. Dios santo, un beso y le había desenchufado todos sus circuitos. ¿Cómo podía esperar contarle todo lo que quería decirle si la dejaba incoherente con un simple beso?


—Eh, no. Me arreglo, gracias —recogió el bolso y las flores y caminó con paso vivo a la puerta.


Cuando diez minutos después llegaron a la casa, Paula encendió el aire acondicionado para refrescar el interior, y luego se dirigió a la cocina, donde sacó su jarrón predilecto de cristal.


—¿Mesa o barra? —preguntó él.


Sus ojos se encontraron y durante varios segundos se miraron. Por la mente de ella pasaron varias diapositivas de imágenes sensuales.


—Barra —dijo ella.


Él le dedicó una sonrisa.


—Gallina.


«Y con G mayúscula». Después de añadirle agua al jarrón, comenzó a arreglar los capullos en flor.


—Son preciosas, Pedro.


—Me alegro de que te gusten. Como ya he dicho, me recuerdan a ti.


La atención de ella se vio distraída cuando por el rabillo del ojo captó que se quitaba la chaqueta. Las manos le temblaron y el corazón le dio un vuelco antes de desbocársele. Lanzándole miradas furtivas, lo observó sacar con una mano los recipientes del almuerzo, mientras con la otra se aflojaba la corbata y se desabrochaba el botón superior de la camisa.


En ese instante las manos se le paralizaron y tuvo que tragar saliva. Él no dijo nada, no la miró, simplemente continuó sacando la comida. Si se remangaba la camisa, no estuvo segura de que pudiera mantener las manos alejadas de él.


Volvió a centrarse en arreglar las flores, pero sin quitarle un ojo de encima. Después de que terminara de colocar el almuerzo, la miró y despacio se subió las mangas de la camisa, revelando unos antebrazos fuertes con un vello oscuro.


Dándose una sacudida mental que no le sirvió para nada, añadió al ramo la flor solitaria que le había dado antes, y puso el jarrón en el centro de la mesa.


Se sentó en el taburete y estudió la corbata floja y las mangas subidas y le costó mucho no gemir. Era obvio que en todo momento él había sabido lo que hacía. ¿Cómo se suponía que podía concentrarse en la comida, en lo que quería decirle, cuando se lo veía tan delicioso? No lo sabía. 


Le había mencionado que quería hablar algo con ella. ¿Sería cierto? ¿O simplemente lo había dicho para preparar ese escenario para una ronda de sexo de despedida? Fuera como fuere, no pensaba precipitar las cosas diciendo «desnudémonos».


Quizá lo sugiriera después de comer.


Levantó la tapa del contenedor de su almuerzo y aspiró la deliciosa combinación de beicon, cheeseburger y aros de cebolla, contenta de poder centrarse en otra cosa que no fuera él. Se llevó la pajita del batido de chocolate para beber un buen sorbo de algo fresco.


El silencio creció entre ellos, vacío que, debido a los nervios que le atenazaban el estómago, Paula se vio impulsada a llenar. Decidida a continuar con el juego planteado por él, preguntó:
—¿Qué clase de reunión de negocios tienes?


—Una concerniente a mi carrera.


—Oh. ¿Dónde? ¿Haciendo qué?


—Aquí. En Long Island. Haciendo exactamente lo que tú mencionaste. Comprando casas necesitadas de arreglos serios para revenderlas luego. De hecho, ésta… —agitó la mano entre ambos —es la reunión que esperaba tener. Para hablar de los detalles contigo. Ver si estarías interesada en mostrarme algunas casas.


Ella dejó el batido y giró en el taburete para mirarlo.


—¿Hablas en serio?


—Muy en serio. ¿Estás interesada en mostrarme casas?


—Me encantará. ¿Cuándo lo decidiste?


Hizo a un lado la comida que no había tocado y también giró para mirarla.


—Ayer por la noche. Durante toda la noche. Estuve reflexionando mucho. ¿Quieres saber qué decidí?


—Si quieres contármelo —manifestó con una indiferencia calculada que merecía un premio de la Academia de Cine.


Él le tomó las manos. El corazón de Paula aleteó ante el contacto, una sensación que se intensificó con la expresión seria de Pedro.


—Decidí que quiero ser feliz.


Ella parpadeó.


—No te ofendas, pero ésa es una deducción muy fácil. Todo el mundo quiere ser feliz.


—Estoy de acuerdo. Pero yo tuve que descubrir qué me iba a hacer feliz. Verás, creía saberlo. Pensé que viajar por Europa y exprimir mi soltería era lo que quería. Resulta que estaba equivocado. Trabajar con mis manos, construir cosas, arreglar cosas… eso me hace feliz. Me relaja. Invertir dinero y ver unos beneficios… eso me hace feliz. Y también es un campo en el que tengo mucha experiencia. La idea de comprar una casa destartalada y arreglarla para revenderla me hace feliz. De un modo carente de estrés que mi médico aprobaría. Así que voy a hacerlo.


Ella le apretó las manos.


—Creo que eso es estupendo, Pedro. No me cabe ninguna duda de que lograrás un gran éxito.


—Muchas gracias. Pero no es todo —bajó la vista a sus manos unidas, y la miró a los ojos—. Tú me haces feliz, Paula. Estar contigo. Hablar contigo. Reír contigo. En la cama, fuera de la cama. Simplemente mirarte me hace feliz. Siempre lo ha hecho. Desde el primer día que te conocí.


El corazón no dejó de aletearle. Santo cielo, como eso continuara, iba a tener que pedir cita con un cardiólogo. 


Supuso que debería decir algo, tipo «a mí me sucede lo mismo», pero la emoción le atenazaba la garganta y las palabras no quisieron salir.


—Todo eso me lleva a lo que no quiero. A lo que no me hace feliz. No quiero poner un océano entre nosotros. No quiero estar tres meses sin verte. Resumiendo, ya una vez dejé que la vida nos separara y fue un gran error. Quiero quedarme aquí. Contigo. Entre nosotros hay algo. Bueno y especial y quiero ver adónde conduce. Ahora. No dentro de tres meses.


El corazón le latía con tanta fuerza, que podía oír la sangre correr por sus venas. Después de carraspear, logró decir:
—Pero ¿y tu viaje?


—No lo haré.


Santo cielo, necesitaba sentarse.


—Abandonas tu sueño…


—No, no lo abandono. Solo lo reviso. En cuanto dejé de engañarme acerca de mi capacidad de alejarme de ti, todo encajó en su sitio.


Se levantó y fue a la silla donde había colocado la chaqueta; luego sacó un sobre del bolsillo interior. Se plantó delante de ella y extendió el sobre.


—De camino aquí, pasé por el aeropuerto. Cambié mi billete por dos abiertos. La idea de pasar tres meses solo en Europa ya no tiene ningún atractivo. Pero ir de visita durante una o dos semanas, contigo, sí.


—¿Quieres que vaya a Europa contigo?


—Sí. Cuando podamos hacerlo encajar en nuestras agendas.


—¿Estás seguro?


—Decididamente. ¿Conoces la antorcha olímpica? Es una cerilla comparada con lo que porto yo por ti —alargó las manos y la tomó por los hombros, notando que no tenía las manos muy firmes. Nervioso, carraspeó y dijo—: Estás inusualmente silenciosa. ¿Quieres contarme qué piensas?


Ella parpadeó varias veces, y luego lo miró con esos ojos enormes y líquidos que jamás dejaban de provocar un impacto visceral.


—Pensaba que resulta más bien… irónico.


—¿Irónico? ¿Eso es… bueno? Porque he de reconocer que yo esperaba algo más próximo a «fabuloso» o «magnífico».


En el rostro serio de ella no se vio ni un rastro de diversión, y Pedro sintió un nudo muy desagradable en el estómago.


—Igual que tú —comenzó ella en voz baja—, pasé toda la noche pensando. Explorando mi alma. Tratando de descubrir exactamente lo que quería. E igual que tú, al final lo averigüé, y pensaba decírtelo esta noche en el aeropuerto. Hace nueve años, cometí un error al no poner todas mis cartas sobre la mesa, y ahora no quiero cometer el mismo error —respiró hondo y continuó—: Entonces, me hiciste sentir cosas que no había soñado que fueran posibles. Cosas que nunca había sentido hasta ese punto con nadie más. Y que no pensé que alguna vez pudiera volver a experimentar. Casi llegué a creer que había imaginado semejante… magia. Pero lo de anoche me demostró sin lugar a dudas que no había sido un invento de mi imaginación.


Le apretó las manos y él le devolvió el gesto.


—Lo que me acabas de decir me resulta irónico porque se aproxima mucho a lo que yo quiero decirte. Quiero comprobar adónde puede llevar esa magia, y estoy dispuesta a hacer lo que sea necesario para darle una oportunidad.


—¿Qué significan esas palabras?


—Entiendo que quieras y necesites dejar Manhattan, y si lo nuestro muestra señales de funcionar, bueno, no permitiría que una casa se interpusiera entre nosotros.


Él se quedó completamente quieto.


—¿Estás diciendo que venderías tu casa? ¿Qué te trasladarías?


—Si llegara a eso, sí. No quiero dejar que la vida vuelva a separarnos sin saber con certeza lo que podríamos tener juntos. Porque deseo, y mucho, ver adónde puede llevarnos. Porque me haces feliz. En la cama, fuera de la cama. El solo hecho de mirarte me hace feliz. Siempre lo ha hecho. Desde el día que te conocí.


Lo invadió una oleada de alivio y soltó el aire que no sabía que había estado conteniendo. Soltó una risa de júbilo y la tomó en brazos, abrazándola fuerte.


—¿Sabes?, desde el primer día de nuestra amistad, era casi sobrenatural lo a menudo que funcionábamos en la misma onda.


—Es evidente que seguimos haciéndolo —convino ella con una sonrisa radiante.


—Gracias a Dios —le dio un beso profundo y posesivo, sintiendo vivas todas las células del cuerpo. Una vez que satisfizo su necesidad de explorarle esa boca lujuriosa, abandonó los labios para darle besos encendidos por el cuello suave.


Ella lo arqueó para brindarle mejor acceso y gimió. Le pasó los dedos por el pelo y susurró con voz ronca:
—Te voy a dar cinco horas para parar eso.


—¿Cinco?


—De acuerdo, seis. Pero ni un minuto más.


—Estupendo —dobló las rodillas, la alzó en brazos y avanzó con celeridad por el pasillo—. Voto porque sellemos esta ocasión con otra de tus fantasías.


Su sonrisa podría haber iluminado una habitación durante el apagón.


—Volvemos a estar en la misma onda.