martes, 17 de noviembre de 2015

UNA CITA,UNA BODA: CAPITULO FINAL




Mucho más tarde, cuando el sol se ponía sobre Melbourne, se encontraban junto a la ventana contemplando las luces de la ciudad. Pedro rodeaba a Paula por la cintura y tenía la barbilla apoyada suavemente en su cabeza. Estaban felices. 


Estaban enamorados.


–Lo que he dicho antes iba en serio –dijo Pedro.


–Eso espero… porque, si no, no te habría dejado hacer nada de lo que acaba de pasar en el sofá.


Sintió la risa de Pedro retumbando por su cuerpo.


–Eres la primera mujer que he amado y serás la única. El destino no será amable conmigo una vez más.


Ella le dio una suave palmada en la cara.


–Más te vale.


La abrazó con más fuerza y acarició sus caderas por debajo de su sudadera.


–Tengo una propuesta que hacerte.


Ella se giró al oír el serio tono de su voz.


–¿Es algo a lo que voy a acceder?


–Espero que sí, porque seguro que las leyes australianas prohíben el matrimonio entre dos personas si una se niega.


–Perdona, ¿qué has dicho…?


–Que ahora que te he encontrado no veo motivos para esperar y que me gustaría que te casaras conmigo.


Paula apenas podía hablar, la emoción se lo impedía.


–Vamos, ¿de verdad crees que vamos a encontrar a otra alma gemela que fuera a aguantarnos?


–Mi hombre, el último de los grandes románticos.


Pedro le dio una vuelta de baile al más puro estilo hollywoodiense.


–¿Esto no te parece romántico?


–Me sirve.


–Paula Chaves, ¿puedes decirme de una vez que vas a casarte conmigo?


–¿Lo dices ahora que puedes dejarme caer al suelo?


–Sabes que yo jamás te dejaría caer –la tomó en brazos–. Te quiero. Para siempre. Si tú me quieres a mí… 


–Sí.


–Y ahora el mundo ya puede seguir girando.


La besó lenta y delicadamente y cuando ella se apartó tenía los ojos empañados de felicidad. Fue a la cocina a buscar propaganda de comida a domicilio y desde ahí contempló a su guapísimo Pedro Alfonso. Ya no era su jefe. Ahora era simplemente su hombre.


–¿Te das cuenta de que algún día uno de mis documentales ganará a uno de los tuyos?


Pedro le quitó los menús y los tiró a la basura.


Sacó unos huevos de la nevera y una sartén.


–¿Es eso un desafío?


Paula enarcó una ceja.


–Es una promesa.


Y, por alguna razón, esa noche nunca llegaron a cenar…





Fin







UNA CITA,UNA BODA: CAPITULO 29





Alguien llamó a la puerta de Paula y apenas había abierto la boca para pedirle a Sonia que abriera cuando se dio cuenta de que era media tarde y que su amiga estaría en el trabajo.


Se puso los pantalones del pijama, la gigante sudadera y fue hacia la puerta calzada con sus botas UGG. La abrió y allí se encontró a…


–¿Pedro?


Chaqueta de cuero. Vaqueros. Aroma a jabón y a aire de invierno. El corazón le dio un vuelco.


–Tenemos que hablar.


–¿Sí? ¿Ahora? Envíame un e-mail –le dijo cerrándole la puerta en la cara.


Él la detuvo con una mano firme.


–No sé el nuevo.


–De acuerdo –claro, su viejo e-mail había sido eliminado del sistema–. Pues entonces será mejor que pases.


Dejó la puerta abierta y fue hacia el sofá. Sacó una porción de pizza fría de una caja y le dio un mordisco como si eso fuera mucho más interesante que lo que él tuviera que decir.


–¿Cuánto tiempo tiene esa cosa? –preguntó olfateando en dirección a la caja de la pizza.


–No estaba en la nevera antes de marcharme a Tasmania, así que no será tan vieja. ¿Qué estás haciendo aquí, Pedro? Si has venido a pedirme que vuelva al trabajo… 


–No.


–Oh –se le cayó el alma a los pies; tal vez había ido a hacerla sentirse peor todavía.


–A menos que quieras volver.


–No –se dio cuenta de que había sido demasiado brusca en su respuesta y decidió suavizarla con un «gracias».


–Te gustará saber que las cosas están hechas un desastre sin ti.


–Sobreviviréis.


–Lo sé. Sonia dice que has estado ocupada con el ordenador.


–Sí. Voy a abrir mi propia productora. Empezaré con algo pequeño, documentales sobre la zona. Creo que tengo dotes para hacerlo bien.


Se quedó asombrada al ver en sus ojos un atisbo de algo que parecía respeto hacia ella, y eso le dio valor. Soltó la pizza y se echó hacia delante.


–Bueno, si no estás aquí para convencerme de que vuelva, ¿para qué has venido?


–Estaba esperando que me dieras la oportunidad de decirte unas cosas. Unas cosas que probablemente debería haberte dicho hace unos días.


Ella comenzó a sentir un calor por los dedos de los pies que fue ascendiendo por la pierna. No quería volver a empezar, no podía. Podía echarlo directamente, podía…


Pero tenía que aclarar las cosas bien y dejarlas cerradas si quería empezar de cero.


–De acuerdo. Habla.


Él se quedó mirándola mientras ella intentaba calmar el acelerado latido de su corazón. Le había hecho daño, pero lo amaba y probablemente seguiría amándolo durante mucho, mucho, tiempo y no podría amar a nadie más así.


Pedro sacudió las manos, estaba nervioso. Resultaba asombroso ver al gran Pedro Alfonso reducido a un puñado de nervios. Se cruzó de brazos y esperó a que le dijera lo que había ido a decirle.


–De acuerdo, allá voy. Llevo mucho tiempo siendo un hombre independiente y me gusta poder elegir lo que hacer un domingo por la mañana. Me gusta ser el dueño del mando a distancia. Me gusta que las cosas se hagan a mi modo.


«¿En serio?», pensó Paula mientras se sentaba sobre el brazo del sillón y lo dejaba hablar. Cuanto antes se lo dijera, antes se iría y antes ella podría tomarse una botella de vino.


–Mientras que tú… Tú eres una sabelotodo y tu familia es un culebrón andante. Eres una influencia alterante para mí.


Paula no lo seguía.


–Muy bien, pero me gustaría que fueras tan amable de no poner eso en una carta de recomendación si te la pido en el futuro.


Él la miró con el primer atisbo de humor que había mostrado desde que había llegado.


–Intento decir que has sido una inesperada fuerza en mi vida.


–¿Ah, sí?


–Desde el día en que te plantaste en mi despacho hasta el día en que aterrizamos en Tasmania no te he visto venir. Y es en ese sentido en el que tengo que pedirte un favor. –¿Qué es? –preguntó ella con la voz quebrada.


–Que lo que pasó en Tasmania nos lo hemos dejado en Tasmania.


–Creía que eso era lo que pretendías hacer.


–No me refiero a lo que pasó entre los dos allí. Fui un tonto al pensar que con alejarme todo sería muy sencillo.


Soltó aire por la boca intentado controlarse para no decir más de la cuenta.


–De acuerdo.


–Me refiero a ese último día, al modo en que actué, a las cosas que te dije y a las cosas que no te dije cuando me dijiste que me querías…


Paula deseó que hubiera empleado un eufemismo porque oírlo en voz alta resultaba demasiado doloroso. Se levantó y comenzó a caminar de un lado para otro.


–Paula, me pillaste por sorpresa precisamente porque todo eso me lo estabas diciendo tú.


–De acuerdo… –dijo aun sin saber qué estaba queriendo decir con eso.


–Te conozco, Paula. Sé que sabes lo que es perder a alguien. Sé que también te has enfrentado al rechazo por parte de alguien que te importa. Sé que eres una persona seria, cauta y considerada. La idea de que una mujer así fuera tan fuerte como para renunciar a todo y amarme… amar a un hombre que nunca deja que en su vida entre algo que no puede permitirse perder. Nunca, jamás en vida, he visto a alguien con tanta valentía.


Pedro, yo…


Él alzó una mano, necesitaba terminar.


–Por eso me quedé paralizado cuando me dijiste que me querías. No estaba nada preparado y me lo tomé mal. Me siento avergonzado por solo haber pensado en ello. La mirada en esos ojos… tanto dolor. Me apoderaría de todo ese dolor para sufrirlo yo si pudiera.


Pedro


–Por todo eso, lo siento.


El corazón de Paula pareció echarse a bailar y ahora esas palabras ya no parecían una despedida; era un nuevo comienzo.


–Pedro…


Prácticamente, él la hizo callar poniéndole una mano en la boca.


–Sé que me ha llevado un tiempo ser capaz de decirlo, pero la verdad es que ahora sé que estar solo es una miseria comparado a lo que sentí cuando me dijiste que era tu hombre y solo espero no haber llegado demasiado tarde.


Dio dos vacilantes pasos hacia ella y finalmente el cuerpo de Paula se inclinó hacia el como una flor hacia el sol.


–Paula –dijo con un tono de voz absolutamente adorable.


–¿Sí, Pedro?


Y entonces, por primera vez desde que había llegado, sonrió. Fue una lenta y sexy sonrisa.


–He venido a decirte que tú eres la mujer que quiero.


El recordatorio de la canción de Grease la hizo querer estallar en carcajadas. Y entonces comprendió que aquel momento del karaoke tal vez había sido una demostración de amor por su parte, y que él era un hombre de acción más que de palabras. ¿Cómo podía un hombre que nunca se había sentido querido saber cómo expresar el amor? Pero ella se lo enseñaría y se lo mostraría cada día durante el resto de sus vidas. Empezando desde ya.


Pedro Alfonso, mi guapísimo y terco hombre, tú eres a quien yo quiero. Debería haber sabido que necesitabas más tiempo. Siempre he sido más rápida que tú a la hora de ver el potencial que tienen las cosas.


Y él se rio con el comentario.


–Eres la mujer más descarada que he conocido nunca.


Ella se encogió de hombros.


–Es uno de mis mejores rasgos.


Lo acercó a sí y lo besó para demostrarle todo el amor que sentía por él. Él la tomó en brazos y la llevó al sillón.


–Esa cosa está tan blanda que me da miedo tumbarme y no poder volver a levantarme nunca.


–¿Y te parece un problema?


Él coló la mano bajo su sudadera y la acarició.


–En absoluto.



****


Separaron sus cuerpos empapados en sudor y cubiertos de calor y de pura felicidad. Pedro la besó en la nariz.


–Jamás pensé que diría esto y mucho menos que lo sintiera, en toda mi vida, pero gracias a ti puedo decir: «Te quiero». Te quiero, Paula Chaves.


¡Qué agradable era oírlo!


Lo rodeó con sus brazos y le susurró al oído:
–Yo también te quiero, Pedro Alfonso.


–Me alegra oírlo.


–¿Quieres volver a oírlo?


–Luego –respondió volviendo a besarla.









UNA CITA,UNA BODA: CAPITULO 28




Unos días después, Pedro estaba sentado en una cafetería de Brunswick Street mirando a un músico callejero que estaba tocando una canción que no lograba identificar del todo.


Como un mosquito cerca del oído, Sebastian no dejaba de hablar sobre el viaje a Argentina, sobre lo emocionado que estaba, sobre lo que iba a llevarse de equipaje y las vacunas que su madre había insistido en que se pusiera antes de volar, y sobre el hecho de que Paula lo había organizado todo de un modo tan brillante que no sabía qué más tendría que hacer él.


–Perdona, ¿qué has dicho? –le preguntó Pedro volviendo al presente bruscamente.


–Paula –dijo Sebastian y Pedro sintió como si el nombre se clavara en su pecho como una bala.


Nadie se había atrevido a mencionar su nombre cuando había entrado en la oficina el martes por la mañana con la noticia de que había dejado de trabajar para Producciones Pedro.


–Que ha hecho un trabajo fantástico organizando el viaje – dijo Sebastian y cerró la boca de golpe como si acabara de darse cuenta de que había dicho algo que no debía. En ese momento sonó su móvil y lo agarró como si fuera una tabla de salvación–. Es del aeropuerto. Voy a hablar a un sitio más tranquilo.


Pedro volvió a mirar al músico, que ya estaba recogiendo. 


¡Qué decepción!


–Aún no ha encontrado otro trabajo.


Era Sonia. Había olvidado que estaba sentada a la mesa con ellos.


–Paula –dijo refrescándole la memoria por si acaso no era ella en quien su jefe estaba pensando mientras había estado escuchando al músico.


Pero esa canción le había hecho recordarla, recordar la increíble luz de sus ojos mientras habían bailado su melodía; le había hecho revivir aquel momento estelar en que lo había mirado a los ojos y le había dicho que estaba enamorada de él.


–Ha tenido ofertas, claro, las tiene todos los días, pero se pasa el día en su habitación haciendo quién sabe qué con el ordenador. ¿Qué pasó en Tasmania?


Él apretó los dientes. Lo que había sucedido en Tasmania tenía que quedarse en Tasmania, aunque se sentía como si fuera un gran peso que no pudiera quitarse de encima.


–No me ha dicho nada. Llegó como si la hubiera atropellado un autobús. Es más, parece tan ilusionada con la vida como tú ahora mismo.


Pedro no dijo nada mientras en su interior una bola de furia iba haciéndose cada vez más grande.


–Bien, los dos podéis ser unos cabezotas y negaros a hablar conmigo, pero ya que estoy viviendo con ella y trabajando para ti, tenéis que hablar para no volverme loca con
vuestro abatimiento. Así que sea lo que sea que le hiciste para que se haya marchado, más vale que vayas a verla y te disculpes y nos ahorres a todos este drama.


–¿Qué te hace pensar que la razón por la que se ha marchado tiene algo que ver conmigo?


Sonia lo miró como si fuera lo más estúpido que hubiera oído en su vida y lo peor de todo era que tenía razón porque él era el culpable de todo. Si no la hubiera seguido y seducido, ella habría vuelto de sus vacaciones renovada y dispuesta a incorporarse al trabajo, y ahora estaría sentada ahí mismo, riéndose con él, iluminando un día que ahora estaba turbio.


Y él seguiría extinguiendo la atracción que sentía por ella muy en su interior, donde no podía hacerle daño a nadie, y nunca habría llegado a saber que había alguien que pudiera amarlo. ¡Esos sí que habían sido días felices!


Apartó la silla.


–Voy a la oficina –dejó su tarjeta de crédito sobre la mesa–. Paga esto.


Sonia asintió.


–Dile a Sebastian que volveré… luego.


Se metió las manos en los bolsillos de la chaqueta y echó a andar y en ningún momento nadie lo paró para pedirle un autógrafo. Estaba pasando totalmente desapercibido.


Paula. No podía dejar de pensar en ella.


Haberla perdido había puesto patas arriba la oficina porque era ella la que había logrado que un ambiente cargado de tanta presión resultara divertido, la que le había permitido crear, la que lo había inspirado para tener las mejores ideas de su vida.


Por otro lado, había dirigido su empresa durante muchos años antes de que ella llegara y estaba seguro de que su negocio sobreviviría a su pérdida. Pero saberlo no impedía que no la echara de menos. Que no echara de menos esa actitud con la que encandilaba a sus colegas de profesión por teléfono, el modo en que siempre le tenía un café preparado cuando más lo necesitaba, el modo en que siempre sabía cómo terminar sus pensamientos.


Echaba de menos ver sus pies sobre la mesa de su despacho, el bolígrafo constantemente detrás de su oreja o la forma en que apretaba los dientes. Su sentido del humor tan mordaz, su risa, su sonrisa, su boca…


Echaba de menos su sabor, su piel, sus dedos jugueteando con su pelo, la suave piel de su cintura, el modo en que podía hundir los dientes en la suavidad de su hombros; echaba de menos despertarse con su cálido cuerpo junto al suyo.


¡La echaba de menos a ella!


Y mientras caminaba por la abarrotada calle los sentimientos que tanto tiempo había tenido enterrados se negaron a seguir estándolo y se rebelaron contra él. Lo que sentía por ella era tan dulce, tan arrollador, tan intenso, que sabía que solo había cabida para una respuesta.


Se había enamorado por primera vez en su vida.


La amaba. Amaba a Paula.


¡Claro que la amaba! ¿Cómo no? Tendría que ser una pura roca para no amar su sentido de la diversión, su amabilidad, su rectitud y, sobre todo, el modo en que lo amaba a él, por sorprendente que pareciera.


Esa era la verdad, pero bueno, ¡qué más daba! De todos modos, no habría durado, así que mejor así, que todo se hubiera acabado antes de haber empezado.


«¿Eso quién lo dice?», le preguntó una insistente voz dentro de su cabeza.


«Es un hecho», siguió diciéndose a sí mismo. «Las relaciones nunca duran y ella tenía razón, tus relaciones nunca han durado porque siempre las has saboteado antes de que pudieran comenzar».


Pedro sintió cómo iba aminorando el paso a medida que el resto de verdades comenzaban a abrirse paso dentro de él; le hacían daño, pero no se resistió.


«Se ha marchado», le dijo a la voz que estaba metida en su cabeza.


«Tú la apartaste, pero ella insistió porque pensó que merecías la pena. Tu amistad merecía la pena, tu amor merecía la pena. Pero tú nunca has luchado por ella. Ella no te ha dejado. Tú la has dejado a ella».


Se detuvo en seco mientras la multitud seguía avanzando a su alrededor. Él la había dejado, justo cuando más lo había necesitado. Justo cuando ella había reunido valor y le había abierto su corazón, su alma, su confianza; cuando le había tendido el amor en sus manos. La había dejado porque todo ello le había resultado duro.


Pero ahora estar sin ella era más duro todavía. Mucho más.


No era el drama lo que había evitado toda su vida, era el rechazo. El infernal vacío que surgía cuando amabas a alguien que no te correspondía. Para tratarse de un hombre que se esforzaba físicamente al máximo, que se enfrentaba a cada desafío que la vida le lanzaba, cuando se trataba de relaciones sentimentales había sido un absoluto cobarde.


Pero ya no más. No esa vez.


Sentía que el mayor desafío de su vida se encontraba a la vuelta de la esquina y solo había un modo de saberlo con seguridad. Alzó la mirada, se dio media vuelta y echó a andar con un destino muy claro en mente.