lunes, 21 de noviembre de 2016

UNA NOCHE...NUEVE MESES DESPUES: CAPITULO 11





—Theé mou, ¿qué haces levantada? Deberías estar en la cama, descansando —la voz llegaba desde la puerta y Paula se secó las lágrimas de un manotazo, aliviada al ver que había vuelto de una pieza.


No había hecho algo tan absurdo como lanzarse con el coche por un acantilado. Estaba vivo, no tenía su muerte sobre la conciencia. Ahora podía enfadarse con él sin ningún problema.


Pero al verlo tan pálido, despeinado y con la camisa arrugada pensó que tal vez sí había sufrido un accidente.


En cuanto le dio la noticia de que estaba embarazada había salido corriendo como un atleta olímpico. Pero había vuelto. 


Y, a juzgar por su aspecto, estaba peor que ella.


Aun así, seguía siendo un hombre espectacularmente atractivo.


Paula tuvo que contener el impulso de consolarlo, recordando que aquella situación ya era lo bastante complicada.


Además, Pedro la había dejado plantada el día de su boda y acababa de decirle que no quería tener hijos.


¿Por qué quería abrazarlo?


—No te esperaba tan pronto. Normalmente tardas cuatro años en reaparecer —Paula se dio la vuelta para guardar un vestido en la maleta. Daba igual lo que hiciera o lo que dijera, seguía siendo el hombre más guapo que había visto nunca y estar en la misma habitación con él era demasiado
turbador—. Jannis me dijo que te habías ido en el Ferrari. ¿Qué haces aquí?


—Vivo aquí —respondió él—. Y sobre el niño…


—Mi hijo, no «el niño» —lo interrumpió Paula, intentando meter un zapato en la maleta—. ¿Quién ha sacado mis cosas? ¿Y por qué ahora no cabe nada?


—Porque no has colocado las cosas de manera ordenada.


—La vida es demasiado corta para ser ordenada. La vida es demasiado corta para muchas cosas y estar contigo es una de ellas. ¡Ojala nunca hubiera vendido el maldito anillo! ¡Ójala no hubiera venido a Corfú después de terminar la carrera y ójala no te hubiese conocido nunca! Y ójala no
estuviera esperando un hijo tuyo. Todo en mi vida es un desastre. La mayoría de la gente piensa y luego actúa… —Paula consiguió cerrar la maleta—. Yo hago las cosas y luego pienso.


—Estás muy disgustada y lo entiendo, pero olvidas que cuando te dije… bueno, lo que te dije, yo no sabía que estuvieras embarazada.


—¿Y eso qué más da?


—No estaba intentando hacerte daño.


—Da igual. En cualquier caso hablabas en serio y ése es el problema —Paula se dio la vuelta y, al hacerlo, se sintió mareada—. Vete de aquí, Pedro, antes de que te mate y esconda tu cadáver bajo un olivo.


—No deberías levantar cosas pesadas.


—Muy bien, entonces arrastraré tu cadáver hasta el olivo.


—Me refiero a la maleta.


—Da igual. Tiene ruedas y puedo ir tirando de ella hasta Little Molting si hace falta —tomando la maleta, Paula se juró a sí misma que nunca volvería a tener una relación con ningún hombre, especialmente con un griego guapísimo y millonario.


¿Por qué no se le había ocurrido que Pedro no querría tener hijos?


¿Y qué iba a hacer ahora?


Iba a tener un hijo que Pedro no quería. No debería querer saber nada más de aquel hombre. Su declaración debería haber matado cualquier sentimiento por él.


Pero no era así.


Seguía loca por él. Lo amaba como lo había amado cuatro años antes.


Deseando poder apagar y encender ese amor como apagaba y encendía su iPod, Paula se preguntó qué tendría que hacer para dejar de amarlo.


¿Era aquello lo que sintió su madre cuando supo que iba a tener un hijo con un hombre que no quería ser padre?


Pedro murmuró algo en griego, pasándose una mano por el pelo.


—Me culpo a mí mismo por no pensar que podrías quedar embarazada, pero la verdad es que ni siquiera se me ocurrió. Y sólo fue una vez, en la mesa de la cocina…


Paula hizo una mueca.


—Muy romántico, ¿verdad? —el sarcasmo fue recibido con un tenso silencio—. Esperemos que el niño no pregunte nunca dónde fue concebido.


—Yo pensé que tomabas la píldora.


—Pues no. Dame esos zapatos, por favor.


—¿Zapatos? —distraído, Pedro tomó un par de zapatos de color rosa del suelo—. No deberías llevar zapatos de tacón si no sabes caminar sobre ellos.


—Sé caminar perfectamente, el problema son tus suelos.


—¿Por qué no tomas la píldora?


—Porque no me hace falta. Parece que estoy genéticamente programada para entregarme sólo a las formas de vida más bajas. Si hay un hombre decente y bueno, me vuelvo ciega. Ahora puedes darte golpes en el pecho o hacer esas cosas que hacen los cavernícolas —Paula estaba a punto de
tomar la maleta de nuevo cuando una mano grande y morena cubrió la suya—. No me toques. ¿Qué haces?


—Lo que hacen los cavernícolas, levantar cosas pesadas.


—Es una maleta, no una piedra. Puedo arreglármelas.


No quiero que hagas nada que pueda dañar al niño.


Mi hijo, Pedro, mi hijo. Deja de llamarlo «el niño». ¿Y, si puede oírte? —explotó Paula—. ¿Y si sabe que tú no lo quieres?


Pedro la miró, en silencio.


—Muy bien, yo soy el primero en admitir que no era esto lo que quería… pero ha ocurrido y es mi responsabilidad.


—Olvídalo. No quiero que vayas empujando el cochecito como si fueras un prisionero de guerra. Prefiero hacerlo sola.


¡Theé mou, estoy siendo sincero! Eso es lo que tú querías, ¿no? Si dijera que estoy encantado con el niño, ¿me creerías?


Paula tuvo que hacer un esfuerzo para contener las lágrimas.


—No.


Por eso te digo la verdad. Esto ha sido una sorpresa para mí, pero ya encontraremos alguna solución. No pienso dejar que ese niño crezca sin su padre


¡Mi hijo! —repitió Paula—. Si vuelves a llamarlo «el niño», te doy un puñetazo.


Pedro suspiró.


¿Qué tal «nuestro hijo»? —sugirió, mirando su abdomen—. ¿Eso te gusta?


—Suena como una broma de mal gusto —respondió ella, sacando el móvil del bolso—. ¿Qué tengo que hacer para comprar un billete de avión? No hablo griego.


La respuesta de Pedro fue quitarle el móvil de la mano.


No sé cómo se compra un billete de avión, nunca he comprado uno. Pero vas a quedarte aquí hasta que hayamos solucionado esto.


—¿Qué vamos a solucionar? Yo estoy embarazada y tú no quieres tener hijos. ¿Por qué no quieres tener hijos? ¿Qué clase de hombre eres tú?


Él la miró, sorprendentemente pálido.


—La clase de hombre que tuvo un padre egoísta y egocéntrico. La clase de hombre que juró no destrozar nunca la vida de un niño. La clase de hombre que ha pasado por ese infierno.








UNA NOCHE...NUEVE MESES DESPUES: CAPITULO 10





Pálido y tembloroso, Pedro subió al Ferrari, arrancó y salió disparado por la carretera.


¿Un hijo?


La palabra hacía eco en su cerebro, junto con todos los sentimientos que iban asociados a ella.


Un hijo que dependería de él. Un niño cuya felicidad sería responsabilidad suya.


Un hijo suyo.


Mascullando maldiciones, pisó el acelerador, tomando las curvas como un piloto de carreras…


Sólo cuando otro conductor tocó el claxon se dio cuenta de lo que estaba haciendo.


Pisando el freno, Pedro detuvo el coche en la cima de la colina y miró hacia la villa.


Paula estaba allí, en algún sitio, probablemente haciendo la maleta.


Y llorando.


Apartó la mirada, intentando aplicar la lógica a una situación que no la tenía.


Un hijo. Llevaba toda su vida intentando evitar esa situación.


Y ahora…


¿Por qué no había tenido cuidado?


Pero él sabía la respuesta a esa pregunta: cuando estaba con Paula cualquier pensamiento racional desaparecía de su cabeza.


Y no sería posible encontrar una mujer menos adecuada por mucho que lo intentase.


Paula quería tener cuatro hijos.


Pedro se pasó una mano por la frente. «Acostúmbrate a la idea de que vas a tener uno», pensó.


«Ése sería un buen principio».


Un hijo. Un hijo que dependería de él. Un hijo cuya felicidad estaría en sus manos.


Hasta ese momento no había sabido lo que era tener miedo de verdad. Pero en aquel momento lo tenía. Miedo de defraudar a su hijo.


Miedo de defraudar a Paula.


Si no sabía cómo educarlo, si lo hacía mal, su hijo sufriría. Y él sabía lo que era eso.





UNA NOCHE...NUEVE MESES DESPUES: CAPITULO 9




—Abre los ojos, Paula.


Ella siguió con los ojos cerrados.


Iba a quedarse allí, en aquel sitio seguro hasta que decidiera lo que iba a hacer.


Pedro no quería tener hijos. Era como su padre otra vez. 


Pero peor.


¿Cómo podía haber sido tan tonta? ¿Cómo podía no haberlo sabido?


Que no me mires no significa que yo no esté aquí —insistió Pedro, exasperado—. Mírame, tenemos que hablar.


¿De qué iban a hablar?


El no quería tener hijos y ella estaba embarazada. En su opinión, la conversación había terminado antes de empezar.


¿Qué iba a hacer?


Iba a criar a su hijo sola, completamente sola.


Abrumada por la situación, apretó los párpados, deseando tener una varita mágica para volver a su casa en Little Molting.


Lo oyó decir algo en griego y, un segundo después, sintió el roce de sus labios. Atónita, se quedo inmóvil mientras él trazaba la comisura de sus labios con la lengua, el beso tan suave, tan tentador, que dejó escapar un gemido de impotencia…


¡Aléjate de mí, miserable! —le espetó un segundo después, empujándolo—. Te odio y odio tus suelos de mármol.


—No ha sido culpa mía…


¿Cómo que no? Me duele todo, por fuera y por dentro.


El sujetó sus manos para que dejase de empujarlo.


Pensé que no creías en la violencia.


—Eso fue antes de conocerte.


La respuesta de Pedro fue bajar la cabeza y besarla de nuevo.


Siento mucho que te hayas caído. Y siento que te hayas hecho daño.


Paula intentó girar la cabeza, pero él no se lo permitió.


Tú me has hecho más daño que el suelo. Y deja de besarme. ¿Cómo te atreves a besarme? ¡Aléjate de mí!


—No te muevas, Paula. Sé que estás disgustada, pero querías que fuera sincero, ¿no? Querías saber lo que pensaba.


—¿Y cómo iba a saber que pensabas algo así? Eres griego, se supone que deberías querer formar una familia.


—¿Quién te ha dicho que todos los griegos quieren formar una familia?


—Bueno, eso es lo que dicen…


—Yo no quiero una familia.


—Ya me he dado cuenta —Paula volvió a cerrar los ojos. 


Aquello era tan diferente a lo que había esperado que no sabía qué hacer. Necesitaba tiempo. Pasara lo que pasara, aquélla no debía ser una de esas ocasiones en las que decía lo primero que se le ocurría. No, esta vez iba a pensarlo bien, trazaría un plan y lo llevaría a cabo. Se lo contaría cuando llegase el momento, cuando estuviese preparada.


Una vez tomada la decisión, la compartiría con él y no antes.


Pedro pasó los dedos por el chichón de su frente.


—Deberías tomar las pastillas que ha dejado el médico.


—No, no puedo tomarlas.


—¿Por qué no?


—Porque no puedo. No me preguntes.


—Pero esas pastillas te quitarían el dolor de cabeza. ¿Qué problema tienes con ellas?


—Que no las quiero tomar.


—¿Por qué?


!Te he dicho que no me preguntes!


—Tómalas, Paula.


¡No quiero tomar nada que pueda hacerle daño al niño! —la frase salió de su boca sin que pudiese controlarla y, horrorizada, se tapó la cara con las manos—. No quería decir eso. No estaba dispuesta a decírtelo todavía. Te dije que no me preguntaras, pero tú tenías que seguir insistiendo, como siempre.


Pedro parecía haber recibido un balazo en la cabeza.


¿Un niño?


—Estoy embarazada. Y es tu hijo —dijo Paula—. El hijo que tú no quieres, por cierto. Supongo que estarás de acuerdo en que tenemos un problema.