jueves, 9 de febrero de 2017

SEDUCCIÓN: CAPITULO 12





Secándose las lagrimas, Paula no sabía cuánto tiempo había pasado sentada en el sofá del cuarto de estar sintiéndose físicamente enferma.


¿Cómo iba a seguir viviendo con el vacío que sentía en el corazón?, pensó mirando a la ventana y viendo que ya había anochecido.


Con piernas entumecidas por permanecer en la misma posición tanto tiempo, Paula se puso en pie, fue a la cocina y se preparó una taza de café antes de ir a ver los mensajes que tenía en el contestador automático: dos de su madre, recordándole que al día siguiente la esperaban para cenar; uno de Margaret, para ver cómo estaba; y otro de Janice, preguntándole qué había pasado esa mañana.


Estiró la espalda y se masajeó el cuello en un intento por liberar la tensión. Teniendo en cuenta que sólo había dormido unas horas la noche anterior, no se sentía excesivamente cansada. Se sentía mareada, pero no cansada.


Después de darse un baño y de tomarse dos aspirinas para el dolor de cabeza, Paula se puso el pijama y se sentó delante del televisor a ver un programa que no le interesaba mientras se tomaba otra taza de café. Se obligó a comer dos galletas de chocolate, sorprendiéndose de querer sólo dos en vez de medio paquete como solía hacer.


El teléfono sonó a las once, pero ella no contestó, no quería hablar con nadie. Después, escuchó el mensaje… de Pedro:
—Debes estar ya durmiendo, pero quería que sepas que ya tengo el nombre de la cuarta perrita. Zinnia. ¿Qué te parece? El libro de jardinería que tengo dice que es una planta de la familia de las margaritas, asteraceae, con flores rojas y amarillas, como tu pelo. Me ha parecido un nombre muy apropiado.


Se hizo una pausa en el mensaje y Paula se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración.


—Ah, y el libro también dice que el nombre alude a echar de menos a un amigo. Buenas noches, Paula. Que duermas bien.


—¿Qué duerma bien? —dijo Paula para sí en voz alta—. ¿Me has destrozado mental y emocionalmente y me dices que duerma bien? ¡Y me importa un bledo que el nombre de la perrita signifique echar de menos a un amigo!


La cólera que la consumió era casi palpable.


Pedro era un sinvergüenza, sin más. Furiosa, comenzó a pasearse por el cuarto de estar. Pedro mantenía las distancias con todo el mundo, los apartaba de sí sin importarle cuántos corazones destrozaba por el camino.


No, eso no era del todo verdad. Tenía relaciones con mujeres que sabían lo que podían esperar de él, Pedro no tenía la culpa de que acabaran enamorándose. Y una cosa era cierta, Pedro no tenía ni idea de lo que ella sentía por él. 


Y la había invitado a su casa porque la consideraba una amiga. ¡Una amiga!, pensó Paula amargamente.


Necesitaba un vaso de leche con cacao para ayudarla a dormir, pensó Paula con firmeza. Y quizá un par de tostadas. 


Tenía el corazón hecho trizas y quizá le esperase un futuro vacío sin marido ni hijos ni nada de lo que había soñado tener algún día, pero no iba a derrumbarse. No iba a permitírselo a sí misma. Y tampoco iba a convertirse en una amargada.


El vaso de leche con cacao y la tostada le sentaron bien. 


Después de terminar su ligera cena, fregó la taza y el plato, que iba a embalar con sus otras posesiones.


No quería marcharse, pensó conteniendo las lágrimas una vez más, pero iba a hacerlo. Aunque no definitivamente, sino un par de años quizá, el tiempo suficiente para convencerse de que Pedro jamás sería suyo.


Y cuando regresara, no lo haría a ese apartamento ni volvería a trabajar en Alfonso & Son, ni siquiera volvería al pueblo en el que había nacido. A otro pueblo próximo. Ella no era una chica de ciudad y nunca lo sería.


Enderezando los hombros, se dirigió al cuarto de baño. Allí, se lavó los dientes, negándose a mirarse al espejo, negándose a ver sus enrojecidos ojos por el llanto.


No quería ver en el espejo el reflejo de una mujer triste y perdida.


Una vez en la cama, Paula se repitió a sí misma que estaba haciendo lo que tenía que hacer, era así de sencillo.


Al cabo de unos minutos, se quedó dormida.



SEDUCCIÓN: CAPITULO 11





Paula y Pedro salieron de la casa y se dirigieron a la clínica veterinaria un par de horas más tarde con los cachorros dentro de una cesta que la señora Rothman había llevado justo cuando estaban acabando de almorzar.


Después del examen, el veterinario dijo que los cachorros estaban bien de salud, y explicó que aún eran demasiado pequeños y debían esperar dos semanas más para ponerles las vacunas. Mientras se despedían, le deseó buena suerte a Pedro.


Paula y Pedro volvieron a casa de éste cargados de cuencos para comida y bebida, artículos necesarios para que los animales durmieran cómodamente, collares, correas, cepillos, peines y comida para cachorros. Al final, el cuarto de lavar parecía una tienda de animales.


Paula miró a su alrededor, contemplando toda la parafernalia que había en la estancia, sin darse cuenta de que su expresión reflejaba lo que estaba pensando.


—No te preocupes, Paula, podré hacerme cargo de los perros.


—Yo no he dicho nada.


—No ha hecho falta —él sonrió—. Ya soy mayor, Paula. ¿O es que no lo has notado?


Sí, claro que lo había notado.


—Voy a construir una especie de corral para ellos en el jardín, tal y como el veterinario ha sugerido, con cosas para que jueguen, ¿te parece? —Pedro señaló el libro que había comprado por recomendación del veterinario—. Esta noche lo voy a leer del principio al fin.


El entusiasmo de Pedro la enterneció. Al darse cuenta de que era de suma importancia mantener una apariencia fría, ella asintió.


—Sí, vas a tener que hacerlo. Y espero que la subida de sueldo de la señora Rothman sea una buena subida de sueldo.


Pedro sonrió traviesamente.


—Enorme. Bueno, ¿cómo vamos a llamarlas? ¿Alguna idea?


—¿Vamos? ¿Los dos?


—Tú has intervenido tanto en el rescate como yo. Me gustaría que tú eligieras sus nombres.


—No. Son tus perras, Pedro.


—Y quiero que tú las pongas el nombre. A las mujeres se os dan mejor esas cosas que a los hombres. Y no te preocupes, no voy a aparecer en Londres con las perritas en los brazos pidiéndote que por favor te cases conmigo por el bien de ellas. Sólo te pido que las pongas el nombre.


Eso no tenía ninguna gracia. Pero Paula rió, como se esperaba de ella.


—Bueno, como es primavera… —Paula se quedó pensativa—. ¿Qué te parece si las ponemos nombres de flores? La pequeña podría llamarse Daisy; la más grande, Rosie; a las dos medianas podríamos llamarlas Poppy y Pansy.


Pedro la miró con horror.


—Si crees que voy a gritar Pansy en medio del campo estás en un grave error.


—¿Petunia?


—No.


—¿Primrose?


—Se parece a Rosie.


—¿Iris?


—La mejor amiga de mi madre se llama Iris, podría molestarse.


—¿Violet? —añadió Paula, pensando que se le estaban agotando los nombres.


—Es el nombre de pila de la señora Rothman. Prefiero no ofenderla, si no te importa.


—Pues ya no se me ocurre ningún otro nombre —declaró ella—. Yo he puesto nombre a tres de las cuatro, pon tú uno.


—Está bien —Pedro se apoyó en la pared, mirándola con una expresión impenetrable.


Tenía el cabello revuelto y se había echado la chaqueta de cuero negro al hombro. Estaba para comérselo.


—Bueno, si estás lista, te llevaré a tu casa ahora —dijo él con calma.


Paula sintió esas palabras como una bofetada. Pero sin perder la compostura, asintió y logró sonreír.


Pedro no habló mucho durante el trayecto y Paula se lo agradeció en secreto. Le habría resultado sumamente difícil entablar una conversación, estaba demasiado triste.


Cuando pararon delante de la casa, Paula salió del coche como una flecha, sin darle a Pedro tiempo para salir.


—No, por favor, no te molestes —le dijo cuando le vio abrir su portezuela—. Será mejor que vuelvas con los cachorros.


—¿Qué más dan unos minutos? —Pedro salió del coche y le dio a Paula el sistema de navegación por satélite que sus compañeros le habían dado como regalo de despedida—. Creo que vas a necesitar esto en Londres.


Forzando una sonrisa, Paula aceptó la caja.


—Sí, desde luego. Bueno, será mejor que me vaya a mi casa y empiece a limpiar el piso. Adiós, Pedro.


Los ojos de él empequeñecieron.


—Creía que ibas a darme la dirección de tu casa en Londres.


«Como si realmente te importara», pensó ella. Pero asintió.


—Sí, claro —mintió Paula—. Te llamaré mañana para dártela. Tengo el número de tu móvil.


—Gracias por todo lo que me has ayudado durante las últimas veinticuatro horas —dijo él con voz queda—. Te lo agradezco de verdad.


«Sí, claro que me lo agradeces. He hecho lo que me has pedido que hiciera, como una tonta. ¿Cómo no vas a agradecérmelo?»


—Va, no te preocupes, no ha sido nada.


«Por favor, vete. Si no te vas, o me derrumbo o me echo en tus brazos».


—Te llamaré para contarte cómo están los cachorros.


—Gracias.


—Cuando vengas a ver a tus padres, tienes que venir a mi casa a ver a las perritas.


—Sí, lo haré.


—Para entonces ya se me habrá ocurrido el nombre de la cuarta.


Paula asintió.


Pedro se la quedó mirando unos momentos más mientras ella se mantenía rígida y tensa.


—En fin, será mejor que deje que te vayas, ya te he entretenido más que de sobra.


«Podrías entretenerme el resto de la vida si pensara que existe la menor posibilidad de que llegue a significar algo para ti».


Entonces, Pedro bajó la cabeza y acercó la boca a la suya.


Paula se quedó inmóvil. Los labios de él eran cálidos y firmes, una caricia exploratoria que profundizó y profundizó. 


Completamente cautivada, ella no podría haberse apartado aunque su vida hubiera dependido de ello; sin embargo, se contuvo para no responder al beso, consciente de que si lo hacía estaría perdida. Pedro pensaba que ella estaba enamorada de otro; no obstante, si respondía a su beso como quería hacerlo, Pedro podría empezar a darle vueltas al asunto en su cabeza y…


Agarrando con fuerza la caja que tenía en las manos, Paula se ordenó a sí misma permanecer impasible, pero sintió que no le iba a ser posible. Al fin y al cabo, era Pedro quien la estaba besando. Y mientras abría la boca bajo la de él, se dijo a sí misma que estaba harta de pensar y razonar, que quería sentir. Aquel sería un recuerdo que llevaría consigo durante el resto de su vida.


Su salvación fue la caja que tenía en las manos, por lo que no podía rodear el cuello de Pedro y abrazarle como quería. 


Y él pareció darse cuenta de ello también porque se enderezó y sonrió débilmente.


—Lo siento, Paula.


—Tengo cosas que hacer, Pedro —murmuró ella.


—Lo sé. Adiós, Paula.


—Adiós.


Esa vez, Paula se dio media vuelta y entró en su casa.






SEDUCCIÓN: CAPITULO 10




Una vez en el piso bajo, se detuvo en el vestíbulo. Los rayos del sol se filtraban por la ventana, iluminando aquel antiguo suelo de madera, confiriéndole un encanto especial. La casa entera era preciosa.


Un ligero movimiento al final del vestíbulo llamó su atención y, al volver el rostro, vio a Pedro contemplándola.


—¿Te parece bien que comamos en el desayunador? Es menos formal que el comedor, pero algo más cómodo que comer en la encimera de la cocina.


Paula asintió y sonrió rápidamente.


—¿Te puedo ayudar en algo?


—¿Quieres llevar la ensalada? Yo llevaré el resto.


El desayunador estaba junto a la cocina; no era grande, pero sí encantador, con contraventanas de madera y una mesa con sillas en el centro de la estancia. La otra pieza de mobiliario era un aparador, también antiguo. Un jarrón con jacintos adornaba el dintel de la ventana.


Después de ir a ver a los cachorros, que estaban dormidos, Paula volvió y se sentó mientras Pedro le preguntaba:
—¿Tinto o blanco? Aunque, si lo prefieres, hay agua mineral, o zumo de naranja y de mango.


—Agua mineral, gracias.


Pedro sirvió agua para ambos; después, le puso en el plato un trozo de pastel de beicon y ella se sirvió una patata asada y ensalada.


Aquella estancia era acogedora, demasiado acogedora. 


Estaban demasiado cerca.


Aclarándose la garganta, Paula clavó los ojos en su plato y dijo:
—Esto está… está muy bueno, Pedro.


—Gracias.


—¿Has preparado tú el pastel de beicon?


Él asintió y bebió un sorbo de agua antes de decir:
—Sí, ya te lo había dicho, me gusta cocinar. Hay algunas personas que aseguran que no sabían lo que era comer bien hasta probar mi borsch.


Paula le miró, pensando que Pedro estaba bromeando, pero parecía estar completamente serio.


—Lo siento, pero no sé lo que es eso.


—¿No?


Pedro sonrió traviesamente, sus ojos llenos de calor, derritiéndola.


—No —repitió ella, luchando contra el hormigueo que sentía en el estómago.


—Bueno, el mío tiene beicon, pimientos rojos y apio, lo que le da un sabor agridulce. Se pone repollo, patatas, beicon, tomates, zanahorias, cebollas y algunas cosas más en una cacerola y se hierve a fuego lento durante cuarenta minutos antes de añadir remolacha, azúcar y vinagre; entonces, se deja hervir un poco más. Luego, se sirve con unas cuantas hierbas frescas y se añade nata.


Mientras hablaba, Pedro tenía los ojos fijos en la boca de ella, lo que hizo que se le encendieran las mejillas.


Paula jamás había pensado que una conversación sobre cocina pudiera ser tan erótica.


—Es un plato muy bueno para el invierno. Es para que se tome delante de una chimenea. Deberías probarlo.


Paula tragó saliva. Sentada en una alfombra con Pedro delante de una chimenea era suficiente alimento.


—No creo que mi vida en Londres incluya chimeneas.


—Es una pena.


«Síguele el juego», se dijo Paula a sí mismo en silencio.


—Bueno, tendré que conformarme con caviar y clubs nocturnos —dijo ella en tono ligero—. Como hacen las chicas de las grandes ciudades.


Pedro se la quedó mirando desde el otro lado de la mesa.


—No, no te veo en ese papel. Lo siento.


—¿No crees que los hombres se pongan a hacer cola para invitarme a champán? —preguntó ella fingiendo incredulidad.


—Yo no he dicho eso.


De repente, la atmósfera cambió. Ya no había humor en los ojos grises de Pedro, sino una intensidad que la sorprendió.


Pedro se inclinó hacia delante.


—Sí, Paula, claro que habrá hombres. De sobra, supongo. Pero no creo que sean la clase de hombres que tú necesitas.


Paula no podía apartar los ojos de los de él. En el ambiente había preguntas que no se hicieron, preguntas que podían abrir posibilidades que ella no quería contemplar. Pedro era Pedro. Quizá le apeteciera un cambio de dieta, una mujer distinta a las altas, delgadas y rubias a las que estaba acostumbrado. Pero a Pedro nunca le interesaría una relación permanente, él mismo se lo había dicho la noche anterior.


Paula bajó la mirada. Clavando los ojos en el plato, agarró el tenedor y dijo:
—En fin, ya veremos qué tal me va.


Después de un tenso silencio, Pedro la sorprendió diciendo:
—Necesito que me ayudes.


—Ah —ella asintió—. ¿A llevar los cachorros al refugio? Ya te he dicho que lo haría.


—No exactamente. He decidido quedármelos.


—¿Qué? —Paula pensó que no le había entendido.


—Que he decidido quedarme los cachorros —Pedro se llevó a la boca un trozo de pastel de beicon y pareció saborearlo con gusto—. Esta mañana he llamado a la señora Rothman para decirle que no viniera hoy porque yo iba a estar en casa, y le he pedido si podría venir a trabajar de lunes a viernes, cuatro horas al día, con el fin de cuidar de los cachorros mientras yo estoy en la oficina.


—¿Y te ha dicho que sí?


—Con la condición de poder traer sus propios perros cuando su marido no esté en casa.


—Pero…


—¿Qué?


—Bueno, sólo si… si lo has pensado bien. Los perros requieren cuidados, hay que responsabilizarse de ellos… —Paula le miró con perplejidad, aquél no era el Pedro que conocía—. Tienes que ser consciente de que no puedes tenerlos una temporada y, cuando te canses, dejarlos. Eso no sería justo.


—No tienes muy buena opinión de mí, ¿verdad?


«Si tú supieras la opinión que tengo de ti…», pensó Paula.


—No tengo intención de abandonarlos. Nunca. He decidido quedármelos y estarán conmigo durante el resto de su vida. ¿Entendido?


Pedro, irse a vivir a otro país es una cosa, trasladarse al extranjero con cuatro perros es muy distinto.


—Lo sé.


—Me parece que no.


—He decidido quedarme aquí, Paula.


—¿Qué? —Paula parpadeó.


—No me conoces tan bien como crees, ¿eh? —dijo él con inmensa satisfacción—. He pensado que me costaría mucho encontrar otra casa como ésta, me gusta. Inglaterra me gusta.


—Pero tú habías dicho que…


—Ya, pero he cambiado de idea. Y aquí hay mucho espacio para los perros. Voy a subirle el sueldo a la señora Rothman y se acabó.


Paula se mordió los labios. Aquello era ridículo.


Paula no estaba dispuesta a darse por vencida todavía.


—Los perros no deberían estar solos en una casa.


—¿Es que no has oído lo que te he dicho? La señora Rothman va a venir de lunes a viernes y yo estaré en casa los fines de semana. Es más, puede que incluso lo arregle para trabajar desde casa algunas mañanas —Pedro pareció complacido de haberla sorprendido hasta ese punto—. Me sorprende que no me felicites por haber decidido asumir algunas responsabilidades; sobre todo, después de lo que me dijiste ayer al respecto.


No debería haber aceptado pasar la noche allí, pensó Paula sintiendo una gran tensión.


Pedro, haz lo que quieras. Al fin y al cabo, esto no tiene nada que ver conmigo.


—Supongo que tienes razón —contestó Pedro—. Es sólo que a primeras horas de la tarde tengo cita con el veterinario. Quiero que examine a las perritas y vea si ya se las puede vacunar y esas cosas. Iba a pedirte que me acompañaras. Además, quería pedirte que me ayudaras a comprar collares, correas, comida y demás cosas que necesiten.


Paula se lo quedó mirando, casi al borde de la histeria. Ese día tenía pensado limpiar el piso con el fin de dejarlo listo para los nuevos inquilinos, que iban a tomar posesión del piso el sábado. Había dejado el trabajo un miércoles con el fin de disponer de dos días para hacer todas esas cosas. Ya iba con retraso y Pedro le estaba pidiendo que se quedara más tiempo allí, cosa completamente ilógica.


—Come y no te preocupes, te llevaré a tu casa después del almuerzo. No debería haberte pedido el favor —dijo él.


No, no debería haberlo hecho. Y ella no debería considerar hacerle el favor ni un segundo.


—¿Estás completamente seguro de que quieres quedarte con las cuatro perritas? ¿Lo has pensado bien? Estamos hablando de doce o trece años de responsabilizarte de ellas por lo menos. ¿Tanto han cambiado las cosas desde ayer, Pedro? Tengo que… saberlo.


Pedro la miró y ella notó que los duros ángulos de su rostro y cuerpo le hacían parecer algo mayor de lo que era, treinta y tres años. Por otra parte, Pedro tenía la clase de estructura ósea que le confería una edad indefinida; quizá, a los cincuenta o sesenta, aparentaría cuarenta.


Pedro alargó el brazo y le tomó la mano como si tuviera todo el derecho del mundo a hacerlo, y ella tuvo que recordarse a sí misma que el gesto no era más que una expresión de amistad, a pesar de la corriente eléctrica que sintió.


—Entiendo que te muestres escéptica —dijo él con voz queda—. Pero esto va en serio, Paula. Quizá, en parte, se deba a que en el fondo me gustaría llevar una existencia más tranquila, más hogareña. No sé si se debe en parte a que he reflexionado después de la conversación que tuvimos ayer. En cualquier caso, creo que los perros me harán compañía.


Paula se preguntó cómo podría retirar la mano sin mostrarse brusca y decidió que no podía. El problema era que, queriendo a Pedro como le quería, cualquier contacto físico tenía una significación extraordinaria para ella y un efecto casi doloroso.


Enderezando la espalda, Paula lo miró a los ojos.


—Entonces, ¿estás diciendo que vas a quedarte aquí… más o menos permanentemente? ¿Has decidido también hacerte cargo de la empresa cuando llegare el momento? A tu padre le gustaría.


—Eh, un momento —Pedro sonrió, inclinándose hacia atrás y, por fin, soltándole la mano—. Yo no he dicho eso. La verdad es que no me veo en el papel de mi padre. Somos muy diferentes. Yo me inclino más hacia el trabajo de organización y reestructuración de empresas, algo que me permitirá decidir dónde y cuándo quiero trabajar. De esa forma, si quiero tomarme unas semanas de vacaciones, no tendría problemas. Podría elegir.


Paula se le quedó mirando con expresión dubitativa.


—¿Podrías hacerlo? ¿Conseguirías suficiente trabajo?


Los ojos de él se llenaron de humor.


—Eres el antídoto contra el egocentrismo. Pero la respuesta a tu pregunta es sí, tengo los suficientes contactos como para trabajar todo lo que quiera.


Independiente hasta el fin. Nada había cambiado. Quizá hubiera decidido tener una base, pero seguía siendo un espíritu libre, incapaz de atarse a nadie ni a nada.


Paula asintió.


—Qué suerte. Supongo que es ideal para ti.


—A mí también me lo parece —Pedro se llevó otro trozo de comida a la boca—. Bueno, aún no me has dicho si te gusta mi pastel de beicon.


—Del cero al diez, un ocho.


—Ya veo que es muy difícil complacerte.


—Por supuesto. Pero has ganado en lo que a los perros se refiere, te acompañaré al veterinario esta tarde. Lo hago por los cachorros, naturalmente, no por ti.


Paula esperaba que él le diera las gracias de buen humor. 


Sin embargo, con los ojos de Pedro acariciándole el rostro, le oyó decir:
—Gracias, Paula. Eres una mujer muy especial.


«No, por favor, no te pongas tierno conmigo».


El nudo que se le puso en la garganta le impidió hablar, por lo que Paula se limitó a regalarle una sonrisa.