jueves, 15 de diciembre de 2016

TE QUIERO: CAPITULO 9





El taxi los dejó ante un imponente edificio de piedra gris, coronado por numerosas mansardas rematadas con puntiagudos tejados de pizarra en el Upper East Side, justo enfrente de Central Park.


—¡Caramba, hay que ver cómo me duele todavía el hombro! —Pedro se lo frotó con un gesto exagerado mientras el conserje uniformado se hacía cargo del equipaje.


—Eres un quejica. Haberme despertado.


La joven sonrió, divertida, y dos elegantes ejecutivos que caminaban en ese momento por la acera se volvieron a mirarla con interés. Paula no era consciente de lo atractiva que estaba, a pesar de que el ligero vestido que se había puesto para el viaje estaba arrugado y tenía la melena revuelta; pero su acompañante se apresuró a tomarla del codo y a conducirla al interior del distinguido vestíbulo.


—Espero que algún día me des la fórmula mágica para conseguirlo. Dudo que ni siquiera los troncos duerman con un sueño tan profundo.


Sin dejar de hablar, su jefe abrió la puerta del lujoso ascensor, chapado en maderas nobles y latón reluciente, y se hizo a un lado para dejarla pasar. Paula arrugó la frente ligeramente y, al notar su gesto, él preguntó con la misma expresión de un cachorro ansioso de caricias:
—Lo he hecho bien, ¿verdad?


El ceño femenino se relajó al instante, y una amplia sonrisa se dibujó en sus labios sensuales.


—Te estás convirtiendo en todo un caballero, Pedro Alfonso.


El piso del americano era impresionante. Estaba en una de las últimas plantas del edificio y las vistas que se divisaban desde el inmenso ventanal del amplio salón sobre el lago de Central Park, que a esas horas estaba muy concurrido, eran espectaculares.


—¡Es fabuloso! —Paula miró a su alrededor, maravillada.


Al ver su expresión de deleite, Pedro le dirigió una de sus atractivas sonrisas.


—Lo compré hace un año. Fue amor a primera vista.


—¿Hace un año? —clavó sus pupilas en él, sorprendida—. ¿Cómo puedes llevar un año viviendo en un piso sin amueblar?


Porque los únicos muebles que había en el piso, como comprobaría más tarde al recorrer el resto de las habitaciones, eran dos enormes somieres con sus respectivos colchones, un desgastado sofá Chester de cuero marrón, frente al que se encontraba una mesa de centro horrorosa, y un inmenso televisor de plasma.


Pedro se encogió de hombros con ademán avergonzado.


—No me he atrevido a hacerlo. Ni siquiera mis mejores amigos querían venir nunca a jugar al póquer en mi antiguo piso, y eso que me ayudó a decorarlo un interiorista muy famoso.


A Paula le hizo gracia su gesto contrito. Se acercó a él y, sin pensar, le pasó un brazo por la cintura mientras le decía en un tono reconfortante:
—No te preocupes por nada, Pedro. Para eso me has contratado, ¿no? Me ocuparé de todo y te prometo que el día en que tu prometida entre en este piso no querrá volver a salir. —Alzó su rostro hacia él con una mirada llena de calidez y volvió a apretar su cintura, pero antes de que pudiera apartarse de nuevo, el brazo del americano se posó sobre sus hombros igual que una pesada cadena de hierro y la atrajo hacia él. Entonces, inclinó la cabeza y la besó de lleno en la boca.


Paula se apartó en el acto y notó que se ruborizaba; sin embargo, procuró aparentar serenidad mientras trataba de explicarle un par de cosas:
—¡Pedro, no puedes besarme cada vez que se te antoje! No sé si es una costumbre yanqui, pero en España no está bien visto.


El grandullón se rascó la frente con expresión de perplejidad.


—A mí me gusta besar a mis amigas y a ti te considero una amiga. ¿Tú no?


Como siempre que él la miraba de aquella manera, Paula notó que se ablandaba.


—Sí, Pedro. A pesar de que no te conozco mucho yo también empiezo a considerarte un buen amigo, pero no estoy acostumbrada a que mis amigos me besen en la boca.


Su cara de desilusión resultaba casi cómica, y ella no pudo evitar lanzar una carcajada.


—Está bien, no te besaré en la boca, pero un beso en la mejilla de vez en cuando…


Ella sacudió la cabeza.


—Querido Pedro, será mejor que recuerdes que eres mi jefe y yo tu empleada. Reserva tus besos para tu novia; te prometo que te voy a presentar a las mujeres más atractivas que conozco.


—Qué bien —respondió con sequedad, pero Paula, que se había asomado al ventanal para admirar aquellas maravillosas vistas una vez más, no se percató de la extraña mirada que le dirigió.


—¿Cuál es el plan? ¿Estás muy cansado?


Se volvió de nuevo hacia él.


—He pensado que podemos ducharnos, salir a comer algo y echarnos luego una buena siesta. ¿Qué opinas? —Su atractivo rostro había recuperado su serenidad habitual.


—Por mí, perfecto.


Paula agradeció que al menos su baño tuviera todo lo necesario, incluidas unas enormes y esponjosas toallas; así que aprovechó para darse una larga ducha, se lavó el pelo y se lo dejó secar al aire, pues aunque aún estaban en primavera, hacía bastante calor. Deshizo el equipaje y se puso unos pantalones blancos, una ligera camisa de gasa y unas sandalias planas y, por todo adorno, unos pendientes sencillos y un llamativo collar de piedras de colores con una pulsera a juego.


Pedro Alfonso también se había duchado y la esperaba ya en el salón, vestido con unos desgastados pantalones vaqueros y un polo azul marino. La miró de arriba abajo y, aunque no dijo nada, se notó que lo que veía le agradaba en extremo.
—Vamos, conozco un sitio en el que preparan un brunch excelente.


Fueron caminando hasta el pequeño café que quedaba unas manzanas más al norte. Aunque Paula había estado en Nueva York en innumerables ocasiones, le encantó volver a tomarle el pulso a aquella enérgica ciudad que bullía con gente de todas las razas y colores. Por fortuna, era un poco
más tarde de la hora habitual del almuerzo, así que tuvieron la suerte de encontrar una mesa vacía en la coqueta terraza.


—¡Caray, como dice mi amiga Cande, estoy hambrienta!


Concentrados en la agradable conversación, devoraron los huevos rancheros y las quesadillas, el zumo de naranja natural, las tortitas con sirope de arce, y hasta el plato de dim sum, que le daba la nota exótica a aquel copioso desayuno-comida; todo ello acompañado por sendas jarras de cerveza helada. En un momento dado, India se recostó sobre el respaldo de su silla y colocó una mano sobre
su estómago.


—¡Voy a explotar, pero estaba todo delicioso!


Sin embargo, Pedro siguió comiendo y, mientras lo veía acabar hasta con la última miga del resto de los platos, Paula se preguntó, una vez más, cómo era posible que aquel comilón compulsivo no tuviera ni un gramo de grasa en el cuerpo.


—Comes como un pajarito —comentó el americano cuando, tras haber dado buena cuenta de todo, se llevó la taza de café a los labios.


Paula resopló como una ballena varada.


—Sí, como un pajarito de ciento veinte kilos de peso. Me está entrando un sueño…


Pedro, la miró, sonriente.


—Si quieres, te llevo a casa en brazos.


—No, gracias, Pedro. El pajarito, aunque incapaz de alzar el vuelo, volverá al nido saltando sobre sus propias patitas.


Pedro recogió la tarjeta de crédito con la que había pagado la comida y se puso en pie. Paula lo imitó y, a los dos segundos, el poderoso brazo del yanqui estaba sobre sus hombros. Ella trató de zafarse, pero era, en efecto, como un pajarito tratando de luchar contra un coloso imponente.


—¡Suéltame, Pedro, qué manía tienes de espachurrarme a todas horas!


—Es por tu bien. No quiero que te quedes dormida mientras andas, pierdas el equilibrio y te abras la cabeza contra el bordillo de la acera —explicó muy serio.


—¡¡¿Paula, tesoro, tú por aquí?!! ¡Qué sorpresa tan megafabulosa!


Pedro no le quedó más remedio que soltarla y, resignado, permaneció en pie, observando cómo Paula besaba apenas las maquilladas mejillas de aquella rubia tan vistosa, vestida de los pies a la cabeza con prendas de conocidos modistos, que llevaba en las manos tres o cuatro bolsas de algunas
de las tiendas más exclusivas de Park Avenue. De pronto, notó que los ojos verdes de la rubia se clavaban en él con curiosidad malsana; Paula debió notarlo también, porque se apartó un poco y empezó a hacer las presentaciones.


La rubia se volvió de nuevo hacia ella:
—Me enteré de lo del pobre Álvaro. No puedes ni imaginar cómo lo sentí. Un hombre tan guapo y tan lleno de vida. Debería haberte llamado, pero lo fui dejando y ya sabes… —comentó con vaguedad haciendo un gesto con la mano.


—Imagino que tendrías la agenda hasta arriba, Anaïs; los Oscar, New York Fashion Week, Semana Santa en los Hamptons… y todos sabemos lo difícil que resulta hacer ajustes.


La mujer sonrió, encantada por su comprensión, en tanto que Pedro miraba a Paula muy divertido; hasta ese momento jamás la había oído dirigir un comentario irónico a otra persona que no fuera él.


—Y tú, Pedro, tesoro, ¿eres el nuevo novio de Paula? —Anaïs deslizó una lenta mirada apreciativa por todo su cuerpo, pero antes de que él pudiera abrir la boca, ella se apresuró a negarlo.


Pedro es mi jefe. Trabajo para él.


—¡Pedro Alfonso, ahora caigo! ¿No eres tú el dueño de esa petrolera…? ¿Cómo se llamaba?


—Alfonsooil Company —apuntó con amabilidad—. En efecto, soy el dueño de la compañía.


Los iris verdes destellaron con un brillo voraz y a Paula le vino a la cabeza la expresión que Lucas utilizaba para describir a Candela. Su amigo no tenía ni idea; Anaïs Christensen sí que era la viva imagen de una mantis religiosa famélica, ojos verdes y saltones incluidos.


—Este viernes he invitado a unos amigos a casa. Un poco de beluga, ostras, champán… algo muy informal, Paula, tesoro, ya me conoces. Me encantaría que os pasarais; tenemos que ponernos al día con nuestras respectivas vidas, y a ti, Pedro —un sugerente aleteo de sus pestañas, cargadas de rímel — me encantaría conocerte mejor…


El americano se rascó la nariz y miró a Paula con su expresión más insípida, dándole a entender que harían lo que ella quisiera. Paula titubeó. Anaïs no era precisamente una de sus personas favoritas, pero era una buena oportunidad para introducir a Pedro en ciertos círculos a los que no era fácil acceder si no habías tenido la suerte de nacer dentro de ellos. Así que desempolvó una de aquellas sonrisitas hipócritas, que no había vuelto a emplear desde el día que Álvaro murió y su vida sufrió un cambio radical, y contestó:
—Por supuesto, nosotros también iremos encantados. ¿Sigues viviendo en ese fabuloso loft en Tribeca?


—No me he movido de allí, así que os espero el viernes a las nueve. ¡Ciao, ciao, Paula, tesoro! ¡Ciao, ciao, Pedro!


La rubia agitó los dedos de su mano y siguió su camino calle arriba con un provocativo contoneo de nalgas operadas.


—Ciao, ciao —la imitó Paula, haciendo una mueca cuando la otra ya no podía escucharla.


—Me parece que no te cae muy bien —aventuró el americano, al tiempo que volvía a pasarle el brazo por encima de los hombros. En esa ocasión, Paula estaba pensando en otra cosa y no protestó.


—En realidad, Anaïs no es una mala persona, solo es tremendamente frívola. Aunque no soy quién para reprocharle nada; yo también fui así en una época de mi vida. Es muy rica y dedica su vida a coleccionar dos cosas que le apasionan: pintura moderna y hombres.


Pedro no se le escapó que aquel encuentro inesperado había sumido a Paula en una especie de melancolía, y no pudo evitar la siguiente pregunta:
—¿Lo intentó con tu marido?


Ella esbozó una sonrisa desganada.


—Lo intentaba con todos. A Álvaro le gustaba tontear con Anaïs, pero nada más.


Cada vez que el nombre del difunto salía a colación, Pedro notaba que Paula se retraía. Al principio,
lo había achacado al hecho de que aún no había aceptado la pérdida de aquel marido, joven y guapo, del que estaba tan enamorada, pero empezaba a pensar que había algo más en esa historia que se le escapaba. Le hubiera gustado preguntarle más cosas respecto a su matrimonio; sin embargo, había sentido la rigidez de los hombros femeninos bajo su brazo, así que decidió cambiar de tema.


—¿Por qué hemos quedado entonces en ir a su casa?


—Anaïs Christensen es toda una institución en Manhattan. Estoy segura de que de ahí pueden salirte unos contactos muy interesantes. Como sabes, la mayor parte del pastel del poder está en manos de unos pocos, y tanto Anaïs como sus amigos pertenecen a esa exclusiva categoría de los afortunados. Claro que tú tampoco te quedas atrás, una petrolera, nada menos. Es impresionante lo que has conseguido a base de esfuerzo.


Los ojos color caramelo rebosaban admiración al posarse en él. Al verlo, Pedro le guiñó uno de los suyos y la apretó un poco más contra sí.


—He tenido suerte —dijo y, casi en el acto, sacudió la cabeza, aspiró ruidosamente por la nariz y comentó con tristeza—: Espero que cuando esté con tus amigos sea capaz de acordarme de todas esas reglas.


Paula lo miró con reproche.


—Cada día tengo más claro que te ríes de mí.


—¿Reírme, yo? —Frunció el ceño con semblante ofendido.


—Sí, tú, y no te creas que no me he dado cuenta de que estás espachurrándome otra vez, es solo que estoy demasiado cansada para luchar contra ti.


Pedro esbozó una de sus atractivas sonrisas.


—Tranquila, Paula, baby, ya casi estamos en casa.







TE QUIERO: CAPITULO 8




Pedro Alfonso no tuvo problemas a la hora de clasificar a los dos atractivos varones de los que Paula se despedía en ese momento —con un exagerado abrazo y no menos de tres besos en las mejillas de cada uno de ellos— como dos prósperos hombres de negocios, muy distinguidos e, innegablemente, muy gays.


—¿Conoces a todo el mundo o qué?


Paula se encogió de hombros antes de dejarse caer en el confortable asiento de primera clase.


—Cuando me casé hubo una temporada que parecía que vivíamos en la sala Vip de los aeropuertos. Unas veces era la entrega de la Palma de Oro en Cannes, otras el torneo de tenis de Wimbledon, una fiesta de fin de año en Gstaad… al final, acabas conociendo a un montón de gente.
Estos son Ron y Enzo, unos chicos encantadores que conocí durante unas vacaciones en Cerdeña. »La pareja que nos hemos encontrado antes, aunque un poco snobs, son encantadores también. Una vez me torcí el tobillo a bordo de su yate y ambos se desvivieron por mí. Me acompañaron al mejor traumatólogo de la Costa Azul, alquilaron una silla de ruedas con incrustaciones de cristales de Swarovski para que no tuviera que andar cuando atracábamos en el puerto y hasta me compraron unas muletas de Louis Vuitton, ¿puedes creerlo? No sé qué hubiera hecho sin ellos, son entrañables.


Pedro se sentó a su lado y a Paula le dio la sensación de que el espacio disponible se reducía de manera considerable. Uno de los fuertes brazos del norteamericano, que ese día lucía una de las impecables camisas que habían comprado juntos y que resaltaba aún más su ancha espalda, rozaba el suyo cada vez que se movía; sin embargo, Paula no se sintió amenazada por su cercanía como le ocurría a menudo con otros hombres. A pesar de que el gigantesco Pedro Alfonso tan solo tendría que esforzarse un poquito para resultar intimidante, ella se encontraba muy a gusto a su lado. Notó que la miraba con los párpados entornados antes de preguntar:
—Y tu marido, ¿no estaba contigo?


Paula desvió la mirada y se puso a toquetear, con dedos nerviosos, los numerosos botones de su sofisticado asiento.


—Sí, claro que estaba —dijo, al fin—, pero no se encontraba muy bien ese día, así que los Gramignoli se ocuparon de todo.


Saltaba a la vista que se encontraba incómoda y que le hubiera gustado hablar de otra cosa, pero él insistió, sin apartar la vista de su rostro.


—¿Estaba enfermo?


—Se podría decir que sí. Hmm, mira qué buena pinta tienen estos platos.


Paula le mostró la elegante carta impresa en papel couché que acababa de sacar de uno de los compartimentos de cuero del asiento, pero él no se dejó distraer.


—¿Estaba borracho? —prosiguió con el interrogatorio.


Ella se volvió a mirarlo con el ceño fruncido; sus ojos rasgados lanzaban chispas doradas, lo que le daba un aspecto más felino que de costumbre.


—Te diré, Pedro, que no resulta muy cortés ser tan insistente. Acabo de hacer lo que se llama un educado intento por cambiar de tema, y será mejor que lo dejemos ahí.


Pedro aguantó su reprimenda sin parpadear y afirmó:
—Así que estaba borracho.


Paula exhaló un bufido, exasperada, y se dio cuenta de que sería inútil tratar de esquivar las preguntas de aquel hombre impertinente y carente de tacto, así que decidió que acabaría antes si le daba alguna respuesta:
—No es algo tan raro; había habido una fiesta la noche anterior que duró casi hasta el amanecer.


No, no era raro que la gente bebiera durante una de aquellas fiestas, se dijo Paula, mientras trataba de esquivar otros detalles de aquella noche de hacía tantos años que pugnaban por abrirse paso en su memoria: la fuerte discusión, los gritos, las lágrimas derramadas que no tenían nada que ver con el intenso dolor de su tobillo…


Notó los penetrantes ojos azules clavados en ella y se revolvió en su asiento, incómoda, y, de nuevo, pensó que Pedro Alfonso no era el tipo inofensivo y bonachón por el que ella, en un principio, lo había tomado. Nada parecía escapar a aquellas agudas pupilas, así que tendría que andarse con ojo; había cosas que era mejor que permanecieran en el olvido.


Por fortuna, él pareció captar su estado de ánimo y empezó a contarle una anécdota de la primera y única vez que se había emborrachado en su vida, y ella aún reía a carcajadas cuando el avión despegó.



TE QUIERO: CAPITULO 7




—¿Cuánto tardas en hacer el equipaje? —preguntó Pedro, de repente, despegando por un instante la mirada del rostro de la niña a la que, en ese momento, aplicaba una generosa capa de pinturas de guerra a costa de dejar sin punta la barra de labios de Paula.


Ella alzó la vista de su portátil y lo miró sorprendida. Aún no se acostumbraba a ver a aquel tipo enorme sentado en el suelo de su salón, con sus largas piernas cruzadas, mientras pintaba a su hija muy concentrado, como si llevara a cabo la labor más importante del mundo. Se había presentado en su casa al mediodía y, a pesar de que ella le había jurado y perjurado que ya se encontraba bien, había insistido en que debía quedarse al menos un día más sin salir a la calle. Así que no le había quedado más remedio que invitarlo a comer y después de soltar numerosos cumplidos, a cuál más extravagante, sobre lo buena cocinera que era la Tata que la habían hecho inflarse como un pez globo, llevaba toda la tarde jugando con Sol, incansable.


—Depende, ¿por qué?


—He sacado un par de billetes a Nueva York, nos vamos mañana.


—¡¿Mañana?! —exclamó, incrédula.


—Mañana —repitió él con su sonrisa más beatífica.


Paula se puso en pie en el acto y corrió hacia un mueble, más viejo que antiguo, donde guardaba los papeles importantes.


—Ni siquiera sé si tengo el pasaporte caducado. —Frenética, registró los pequeños cajones hasta dar con lo que estaba buscando y, tras comprobar la fecha del documento, soltó un suspiro de alivio; el pasaporte seguía en vigor—. Pedro, por favor, dame más datos: cuántos días, qué tipo de ropa tengo que llevar, si necesitas que planifique algún evento…


Todo aquello lo gritó desde su dormitorio mientras, histérica perdida, hacía un repaso de la ropa que colgaba en su armario.


—¿Adónde vas, indio? —le preguntó Sol, curiosa.


—A América.


—¿Y te llevas a mi mamá? —Sus grandes ojos claros lo miraban con solemnidad, y Pedro se limitó a asentir, muy serio—. ¿Me la vas a devolver?


—Me temo que yo también la quiero, así que, a partir de ahora, tendremos que compartirla.


—¿Quieres que sea también tu mamá?


—No, mi mamá no.


Sol se tiró de una de sus trenzas, perpleja, antes de preguntar, preocupada:
—Pero no le cortarás la cabellera, ¿verdad?


—Hmm, déjame pensarlo. —Durante unos segundos, Pedro se rascó la mandíbula con un gesto reflexivo y, por fin, contestó—: Está bien, no se la cortaré, pero, a cambio, le pediré algo y ella tendrá que decir que sí. Si no…


Encogió sus anchos hombros con fatalismo y los ojos redondos de la niña lo observaron con una extraña mezcla de temor y admiración. En ese momento, Paula regresó al salón y notó que interrumpían sus cuchicheos.


—¿Qué tramáis vosotros dos? —Ambos le devolvieron la mirada con una expresión tan angelical que le hizo lanzar una carcajada, pero enseguida se puso seria de nuevo y volvió al tema que le preocupaba—: Dame alguna pista más, Pedro Alfonso.


—Estaremos una semana. No sé, llévate un poco de todo, puede que tenga que asistir a algún compromiso y tú tendrás que acompañarme. ¡Ah! Llévate también ropa de deporte.


—¿Ropa de deporte? —Paula torció el gesto; el único deporte que le gustaba era bailar y, como hacía casi tres años que apenas salía por la noche, lo tenía de lo más abandonado. Se mantenía en forma porque solía ir andando a todas partes; además, era un puro nervio, así que quemaba a conciencia hasta la última caloría que consumía.


—Salgo todas las mañanas a correr por Central Park y me gustaría que vinieras conmigo.


—Pero ¿por qué? Imagino que con que te ayude a elegir una equipación deportiva que no provoque accidentes es más que suficiente, ¿no? —protestó, tratando de quitarse del medio, sin embargo, aquel malvado gigante se mostró inflexible.


—Ya te dije que si firmabas el contrato serías mi esclava y estarías a mi entera disposición. A mí me gusta que mis esclavas corran conmigo en el parque y tú no te vas a librar.


—¿De verdad eres su esclava? —preguntó su hija con su aguda vocecilla y los grandes ojos claros muy abiertos.


—No, Sol, qué va. —Su madre sacudió la cabeza en una negativa—. Es solo una forma de hablar.


Sol entrecerró los párpados, con una mirada especulativa, y le hizo una advertencia que a ella le sonó bastante extraña:
—Si te vas con él igual te quedas calva. Los calvos pasan frío en la cabeza.


—¿Qué dices, Sol? —Se volvió hacia Pedro, a ver si él podía darle una pista de qué estaba hablando su hija, pero él negó con expresión cándida, así que cambió de tema—: ¿A qué hora sale nuestro vuelo?


—A las diez a.m.


—¡A las diez! ¡Me va a dar algo, voy a preparar el equipaje ahora mismo!


Pedro se puso en pie y una vez más Paula pensó que era un tipo enorme; su presencia hacía que el salón ya no pareciera pequeño, sino diminuto.


—Bueno, yo me voy ya. Tengo que hacer unas llamadas. Pasaré por ti un par de horas antes.


Lo acompañó hasta la puerta y se vio obligada a echar la cabeza hacia atrás para mirarlo a los ojos mientras se despedía, y se dijo que, a ese paso, sus cervicales se iban a resentir.


—Muchas gracias por ser un jefe tan comprensivo, Pedro. —Le sonrió con dulzura y, por enésima vez, pensó que era increíble que se conocieran desde hacía solo unos cuantos días; a su lado se sentía muy a gusto.


—Gracias a ti, Paula. Me gusta mucho tu familia.


—¿La Tata también? —alzó una ceja, maliciosa.


—Especialmente la Tata, con sus indirectas y sus guisos.


Paula lanzó una carcajada que se cortó en seco cuando él se inclinó sobre ella y depositó un ligero beso en sus labios, pero antes de que pudiera protestar, Pedro se dio la vuelta y desapareció escaleras abajo con un simple:
—Hasta mañana, baby.


Ella se quedó de pie junto a la puerta, pensando en aquel beso.


«No le des más vueltas, Paula», soliloquió, «estos yanquis tienen la costumbre de besar a todo el mundo en los morros, no tiene la menor importancia».


Pero no pudo evitar preocuparse. Lo último que necesitaba en ese momento era una aventura, y menos con el hombre que, de un tiempo a esta parte, pagaba sus múltiples deudas. Decidió que tendría que dejárselo muy claro: amistad, toda la que quisiera, pero nada de ir más allá. 


Además, Pedro Alfonso, aunque le caía muy bien y reconocía que era atractivo, no era para nada su tipo. 


Era demasiado… demasiado… demasiado grande.