lunes, 26 de junio de 2017

EN LA OSCURIDAD: CAPITULO 3





Una semana después, sábado, 12:00 horas


Con el sol que enviaba titilantes haces de oro a través del escaparate de Picture This, Pedro miraba las pruebas de la sesión con Paula y suspiró.


Se la veía… increíble. Suave y femenina. Perversa pero inocente al mismo tiempo. Tentadora, excitada y tan condenadamente sexy, que tuvo que moverse incómodamente para aliviar el estrangulamiento que tenía lugar detrás de la cremallera de los vaqueros.


No cabía duda de que su novio era el hombre más afortunado de Nueva York. Y durante un tiempo breve y mágico, él había sido ese tipo afortunado.


Verla otra vez había sido un golpe al corazón. El libro de citas había puesto «Paula»… o el menos eso fue lo que él había pensado que ponía, ya que la caligrafía de Nico era atroz. Un simple vistazo a su sonrisa, a esos ojos castaños y los años se habían disuelto, inundándolo con un torrente de recuerdos que lo habían acosado toda la semana y amenazado con tomar el control.


Se centró en una foto. Paula estaba tendida de lado en la cama, el pelo oscuro cayendo sobre sus hombros, con la cabeza apoyada en una mano y el otro brazo sobre la curva sinuosa de su cadera. Tenía una rodilla doblada, los labios un poco húmedos y los ojos clavados directamente en la cámara. Parecía un delicado y suculento bocado a la espera de ser retirado de la bandeja de canapés.


Los ojos parecían decir «soy todo lo que alguna vez podrás desear y haré que todas tus fantasías se vuelvan realidad».


Palabras que a cualquier hombre le gustaría oír. Que sin duda el hombre que había en su vida había oído.


Experimentó una oleada de algo sospechosamente parecido a los celos y movió la cabeza. Estaba perdiendo la razón. 


Sentía celos de un tipo que jamás había visto. Pero quizá no fueran celos… quizá fuera envidia. Sí, era eso. Envidia. 


¿Qué hombre no desearía a una mujer que se tomaba la molestia de sacarse fotos sexys para él? El hecho de que se hubiera sacado esas fotos demostraba que aún poseía el sentido de diversión aventurero que tan cautivador le había resultado. Quienquiera que fuera el hombre de Paula, era un canalla con suerte, y Pedro esperaba que apreciara lo que tenía. Desde luego, era algo que desearía tener él.


¿En qué diablos estaba pensando? Él no quería eso. Una mujer no dedicaba el tiempo y el dinero a sacarse unas fotos tan íntimas a menos que estuviera en una relación. Y eso era lo último que quería Pedro en su agenda de soltero con un viaje de tres meses pensado para Europa. Y Paula era la clase de mujer que podía causar estragos en los planes de cualquier soltero. Agradeció que no estuviera disponible.


Había perdido el contacto con ella justo después de que su vida hubiera dado un giro dramático con la muerte inesperada de su padre. Desde entonces no la había visto.


Y en ese momento le gustaba lo que había vuelto a ver.


Y lo había asombrado descubrir que no estaba casada. 


Durante la fugaz charla de la semana anterior, Pedro había hecho un comentario acerca de si las fotos eran para su marido, y ella le había contado que eran para su nuevo novio… que su compromiso había terminado antes de que tuviera lugar la boda.


Apartó la vista de las fotos y miró el reloj. Pasadas las doce del mediodía. Se preguntó si iría a recoger las pruebas ese día. La había llamado esa mañana y después del tercer timbre había saltado un contestador automático y una voz grabada le había pedido que dejara un mensaje. Después de comunicarle que tenía listas las pruebas, había colgado, sintiéndose ridículamente decepcionado por no haber podido hablar con ella.


Sus pensamientos se vieron interrumpidos al abrirse la puerta de entrada. Su corazón se sobresaltó brevemente antes de ver que se trataba de Nico Daly. Amigos desde el instituto, Nico era el hermano que jamás había tenido… pero en todo ese tiempo jamás lo había visto más ojeroso o extenuado.


—¿Cómo es posible estar tan agotado y feliz al mismo tiempo? —le preguntó Pedro con una sonrisa.


—Si esperas que conteste alguna pregunta complicada, has perdido el juicio —comentó con sonrisa débil—. Lamento llegar tan tarde.


—No pasa nada. Para eso estoy aquí… para defender el fuerte en nombre del orgulloso papá.


Pedro, no creo que jamás haya habido un bebé más hermoso en la historia de los bebés.


—No puedo discutírtelo. He sido el tío honorífico más orgulloso del mundo cuando la visité en el hospital. Pero apuesto que tus padres dijeron lo mismo de ti cuando naciste —lo inspeccionó de arriba abajo—. Aunque quizá no lo hicieran.


—Ja, ja. Ve con cuidado, amigo mío. Tratas con alguien que ha dormido solo unas siete horas en los últimos siete días —contuvo un bostezo—. Las cosas serán más llevaderas cuando pasado mañana llegue la madre de Ana para echarnos una mano. No hay nada como tener a una abuela cariñosa cerca. Finalmente, Ana y yo podremos dormir y yo regresar al trabajo.


Pedro se pasó una mano por el pelo.


—Escucha, aún me siento mal por irme…


Nico lo cortó alzando una mano.


—No te sientas mal. Has querido hacer este viaje desde que te conozco —movió la cabeza y sonrió—. No te preocupes, la superabuela viene al rescate.


—¿Cómo se encuentra Ana? —preguntó.


—De maravilla. Igual que yo… encantada, extenuada, enamorada de su hija. Con ganas de recibir la visita de dos semanas de su madre —bebió un trago de café de la taza que había comprado antes de entrar—. Quizá si me bebo cinco más, podré quedarme despierto hasta la hora del almuerzo.


—Ya es la hora del almuerzo.


Nico miró su reloj y volvió a mover la cabeza.


—Maldita sea. ¿Cómo están las citas para hoy? El sábado es mi día más ocupado.


—Tranquilo. Todo va bien. Te lo dije… arreglé todo para que Kevin se encargara de la boda de los Baxter. También hará en tu lugar la fiesta de mañana de los Anderson.


—Sí, sé que me lo dijiste. Mi cerebro no funciona muy bien. Gracias por ocuparte. De verdad te lo agradezco.


—No hay problema. Puede que no sea un fotógrafo experimentado, pero la organización es algo que domino. Y encima soy barato.


—Perfecto. Porque con el dinero extra que voy a tener que pagarle a Kevin, no puedo permitirme pagarte mucho. ¿Sabes cuánto cuestan las cosas de niños? Mucho, amigo mío. Lo que me recuerda que Ana y yo queremos darte las gracias por todas las cosas que le has comprado a Carolina. La ropa, los libros, las muñecas. Son estupendos. Jamás imaginé que te gustaba ir de compras.


—Nunca tenía tiempo… ni una princesa adorable para la que ir de compras. Estoy impaciente de que tenga edad para los videojuegos.


Nico rio.


—Apuesto que sí —se acercó al mostrador y con la cabeza indicó las pruebas—. ¿Qué son?


—Pruebas de unas fotos que saqué la semana pasada —al ver la sorpresa de su amigo, añadió—: Supongo que debería habértelo contado, pero me pareció que tenías demasiadas preocupaciones ya. La semana pasada, cuando te largaste al hospital al enterarte de que Ana estaba de parto, me pediste que redistribuyera todas las citas…


—Lo recuerdo.


—Bueno, pude hacerlo con todas menos dos. De modo que cuando llegaron los clientes, les saqué las fotos.


Nico enarcó las cejas.


—¿Cómo te fue?


Pedro deslizó el papel por el mostrador.


—Dímelo tú.


Nico observó las pruebas.


—Ah, las fotos de dormitorio. Se suponía que debía sacarlas yo.


—No puedo decir que me decepcionara suplirte, amigo.


—Cielos, imagino que no —acercó las pruebas.


—Era mi intención decirle que programara la sesión para otro día, pero le eché un vistazo y olvidé todo.


—No puedo culparte —Nico examinó con atención las fotos—. He de decir que son realmente buenas.


—Gracias. Pero mira con qué tuve que trabajar.


—Es preciosa —acordó Nico—. No obstante, para un tipo que pasaba todo su tiempo en el mercado de valores, tienes un gran ojo para las fotografías.


—Aunque hace tiempo de ello, aún recuerdo cómo manejar una cámara de los tiempos del instituto.


Nico sonrió.


—Sí… qué fanáticos éramos. Presidente y vicepresidente del Club de Fotografía.


—Eh, era una forma estupenda de conocer chicas.


—Desde luego —Nico se irguió—. Escucha, sé que buscas cambiar de profesión… podrías considerar la idea de subir a bordo. Quiero ampliar el negocio, y si éste es el tipo de trabajo que puedes realizar sin saber realmente qué diablos estás haciendo… bueno, estoy impresionado.


—Lo que busco es un trabajo de poca presión y estrés, y creo que solo me estimularía sacarle fotos a las mujeres sexys con lencería.


Nico sonrió otra vez.


—Bueno, si tienes que ser bueno en algo…


Pedro rio.


—Exacto —calló un momento y luego dijo—: De hecho, no se trataba de cualquier mujer. La conozco. Solía vivir a menos de diez kilómetros de aquí y a solo unas manzanas de la casa de mis padres.


—Diablos, yo vivía a solo unas manzanas de la casa de tus padres —volvió a mirar las fotos—. Su cara no me suena. ¿Cómo se llama?


—Paula Chaves.


Nico movió la cabeza.


—Nada, aunque tú siempre tuviste más chicas que las que yo podía contar.


—Tú y yo ya nos habíamos graduado del instituto cuando Paula y su madre llegaron desde Chicago. Solía cortar el césped de su jardín durante el verano.


—La cantidad de chicas que conquistabas con eso… Mucho más que yo trabajando en el laboratorio fotográfico.


—Sí, pero fue ahí donde terminaste por encontrar a Ans, y te quedaste con el primer premio.


—Así es —con la cabeza señaló las fotos de Paula—. Y bien, ¿alguna vez pasó algo entre vosotros?


Titubeó. Nunca le había contado a Nico su relación amorosa con Paula. Nico había pasado aquel verano viajando como parte de su curso de fotografía. Y cuando regresó, la relación con Paula se había acabado y no había querido hablar de ello.


—Fuimos buenos amigos.


Nico dedujo todo lo que necesitaba saber en la vacilación de Pedro y asintió.


—¿Por qué rompisteis? ¿Era horrible en la cama?


—El momento no fue el correcto.


—¿Y el momento cómo está ahora?


—Le saqué estas fotos para su novio.


—Vaya, tío.


—No. Forma parte del pasado. Yo miro hacia el futuro. Además, la considero una mujer de «largo plazo»… y ahora mismo, mi «largo plazo» es de tres, quizá cuatro horas.


Nico se volvió hacia el escaparate y carraspeó.


—Hablando del diablo… ahí viene tu amiga de la lencería.


Pedro siguió la dirección de la mirada y el corazón le dio un triple salto mortal al ver a Paula cruzar la calle con un top rosado sin mangas y una falda de color marfil con toques de rosa a juego que le llegaba justo por encima de la rodilla. 


Con las sandalias de tacón alto estaba preciosa, femenina y… realmente tentadora. Como un helado que se quiere lamer un día de calor.


Terminaba de introducir las pruebas en el sobre cuando ella entró en el local.


—Hola, Pedro —sonrió—. Recibí tu mensaje acerca de las pruebas.


—Hola, Paula —después de pronunciar esas dos palabras, su capacidad de habla pareció frenarse y solo pudo mirarla. Se había recogido el cabello lustroso en una coleta suelta y atractiva que le dejaba el cuello al desnudo.


Ese pensamiento hizo que recordara un trío de pecas que formaban un triángulo bajo su pecho izquierdo. Y el único lunar que adornaba la curva de su glúteo derecho. Puntos maravillosos y suculentos que había explorado con los labios y los dedos, aparte de probar también con la lengua.


El carraspeo sonoro de Nico lo sacó de esa ensoñación. 


Después de presentárselo, Paula le dijo:
—Felicidades por tu bebé.


—Gracias. ¿Quieres ver una foto?


—Me encantaría —sonrió—. Siendo fotógrafo, apuesto que llevas una o dos encima.


—Unas doscientas, querrás decir —rio Pedro mientras Nico sacaba su cartera.


—Oh, es preciosa —comentó Paula al mirar la imagen de Carolina.


Después de unos comentarios más, Pedro le entregó el sobre con las pruebas.


—Aquí tienes.


—Gracias. ¿Cómo han salido?


«Increíbles. Demasiado increíbles. No he sido capaz de quitármelas, ni a ti, de la cabeza».


—Creo que están muy bien, si se me permite decirlo, pero lo que importa es lo que pienses tú —miró en dirección al reloj—. ¿Tienes tiempo para ese café? ¿O quizá para comer?


Ella vaciló unos segundos antes de asentir.


—Dispongo más o menos de una hora antes de ver a mi próximo cliente.


—Estupendo —comentó aliviado. Se dirigió a Nico—: ¿Crees que puedes mantenerte despierto una hora?


—Sí. Quizá. Probablemente. Diablos, no lo sé. Mientras no me siente y cierre los ojos, hay una posibilidad —alzó la taza grande de café—. Tráeme otra como ésta y un sándwich, ¿de acuerdo?


—Cuenta con ello.


Con un gesto de la mano, se despidió de Nico y guio a Paula a la salida. Le mantuvo la puerta abierta y el hombro de ella le rozó ligeramente el torso al cruzar el umbral, haciendo que contuviera el aliento ante el contacto. Luego frunció el ceño para sus adentros, preguntándose cómo diablos podía afectarlo tanto un contacto tan ínfimo.


«Porque es Paula», afirmó una voz interior, y se dio cuenta de que era verdad. Siempre había sido así con ella y era evidente que las cosas no habían cambiado.


Captó una deliciosa fragancia floral femenina y experimentó una oleada de calor que no tuvo nada que ver con el clima.


Apretó los dientes. Si un roce podía afectarlo de esa manera, no quería pensar lo que le sucedería si ella lo tocara de verdad… si él la tocara de verdad.


Basándose en la antigua relación, no tuvo ninguna duda. 


Habría fuegos artificiales. Combustión espontánea.


Pero gracias a sus planes de viaje y a la relación que mantenía ella con ese otro hombre, esas cosas no figuraban en el menú.






EN LA OSCURIDAD: CAPITULO 2





—Sube la rodilla un poco más. Ooooh, sí. Justo ahí. Paula… eso es perfecto.


Paula Chaves se movió sobre las suaves sábanas de satén, sintiendo el material fresco en su piel encendida. Desde luego, no era así como había esperado sentirse esa tarde. 


Pero tampoco había esperado encontrarse en compañía de Pedro Alfonso.


A pesar de no verlo en cinco años, el sonido de su voz ronca le provocaba cosquilleos por la espalda. En ese tiempo, muchas veces se había preguntado si alguna vez volvería a verlo. Pero nunca, ni siquiera en sus fantasías más descabelladas, se le había ocurrido que pasaría de esa manera.


De tan sorprendida que estaba, apenas había podido preguntarle que hacia ahí. Para su asombro, se enteró de que había dejado el trabajo en Wall Street y que la presencia de él en el estudio se justificaba por ayudar a un amigo. Casi no habían tenido tiempo de decir nada más. Ella tenía que ver a un cliente en una hora y él tenía otra cita. En cuanto se puso la lencería para la sesión de dormitorio, todo había ido demasiado deprisa y hablar había sido lo último que había tenido en la mente.


Seguro que era esa situación provocativa lo que la sumía en semejante estado de excitación… nada que tuviera que ver con el propio Pedro. Después de todo, lo que habían compartido juntos había sido hacia mucho. Además, ¿qué mujer no se sentiría excitada sobre unas sábanas de satén, con una exquisita ropa interior de seda mientras un hombre sexy y magnífico la fotografiaba?


El siempre había sido atractivo de un modo muy masculino, con su pelo oscuro y profundos ojos azules. Le había gustado nada más verlo hacia diez años.


Tenía diecisiete años y estaba resentida, convencida de que la vida se terminaba porque su madre y ella habían vuelto a trasladarse, por sexta vez en doce años, desde Chicago a Long Island, Nueva York, lo que la obligó a asistir a su último año de instituto en una nueva escuela.


Como violoncelista profesional y madre soltera, Emilia Chaves se trasladaba a la ciudad cuya orquesta le hiciera la mejor oferta. Debido a su estilo de vida y al hecho de que el dinero siempre llegaba justo, habían vivido en habitaciones… hasta Long Island, donde como concesión a Paula por haber tenido que dejar a los amigos y al chico con el que salía, Emilia había alquilado una casa pequeña.


Para Paula, la profunda sensación de estabilidad, de permanencia, que había sentido al vivir al fin en una casa casi había compensado el nuevo traslado. Incluso había llegado a pensar en quedarse en Chicago con la familia de una amiga para terminar el último año del instituto, pero al final no fue capaz de dejar a su madre sola. Desde que su padre se había marchado antes de que ella naciera en vez de aceptar la responsabilidad de una novia embarazada, su madre y ella siempre habían sido las dos mosqueteros. De modo que había hecho las maletas y se había mudado. Otra vez. Y había conocido a Pedro.


Él tenía veinte años y era abierto, y estaba en Long Island pasando las vacaciones después de terminar su segundo año de universidad. Aquel día estaba cortando el césped de la casa de Paula. A las ocho y media de la mañana de un sábado. Ella había tenido ganas de tirarle un zapato por la ventana, pero entonces se asomó y sonrió… pensando que Nueva York no estaba tan mal. Entre ellos nació una amistad y una camaradería relajada. Un año más tarde, esa amistad se encendió y durante un tiempo hermoso y breve, había ardido fuera de control. Una década después de aquel primer encuentro, su sonrisa aun tenía el poder de afectarla.


Un recuerdo vívido y tierno se materializó en su mente de aquel increíble verano… de la primera vez que habían hecho el amor. De cómo la había llevado a la cama con sus brazos fuertes


Ella había sido virgen y, dominada por los nervios, había esperado incomodidad, pero habían reído de sus intentos, y entonces… pura magia. Esas manos grandes recorriéndole el cuerpo, tocándola por doquier, seguidas de sus labios, que habían demostrado ser tan mágicos como sus manos. Ella también lo había explorado con boca y manos. Piel encendida, palabras susurradas, sábanas enmarañadas.


Y el modo en que la había mirado, con deseo, reverencia y necesidad mientras la penetraba despacio, había sido… único.


Cerró los ojos y trató de visualizar a Gaston… el hombre en el que debería estar pensando. Su novio. El hombre para el que se sacaba esas provocativas fotos de dormitorio. Su plan había sido reencender su estancada vida amorosa con ese regalo. Sin embargo, desde que entrara en el estudio y descubriera, para su sorpresa y consternación, que Pedro iba a sacar las fotos, el plan se había desintegrado como vapor en una tormenta de viento. Y hablando de vapor… sentía como si le saliera de cada poro.


—Ponte de costado —pidió Pedro—, y muestra el hombro… así. Ahora agita el pelo y humedécete los labios… perfecto.
Eres preciosa, Paula. Deslumbrante. Y condenadamente sexy.


«Eres preciosa, Paula». Otro recuerdo. Una calurosa noche de verano. Los padres de Pedro fuera el fin de semana. La piscina. Sus piernas enroscadas en torno a la cintura de Pedro, la erección enterrada en su cuerpo, de modo que no sabía dónde empezaba ella y dónde terminaba el. Los dedos acariciándole las facciones como si tratara de memorizarlas. La voz ronca sobre su piel mojada… «Eres preciosa, Paula».


Parpadeó y logró decir:
—Apuesto que se lo dices a todas las mujeres a las que fotografías.


La miró por encima de la cámara.


—No, no lo hago.


Experimentó una oleada de calor y de pronto se sintió preciosa. Deslumbrante. Sexy. De ese modo que él siempre había logrado hacer que se sintiera. Un modo que hacía tiempo que no sentía.


Miro hacia la cámara, al sitio donde sabía que los ojos de él la observaban a través de la lente, y despacio rodó hasta quedar de costado; luego se puso de rodillas, disfrutando con la deliciosa fricción de las medias y del liguero contra sus piernas.


«¿Te acuerdas, Pedro?», la pregunta surgió en su mente. 


«¿Estás recordando, igual que yo, cómo era entre nosotros? 


«¿Cómo nos resultaba imposible no tocarnos?».


Alzó las manos y se las pasó por el pelo suelto, imaginando a Pedro… eh, a Gaston… no, era Pedro… acercándose, bajando la cabeza para besarla. Cerró los ojos y entreabrió la boca, anticipando el roce de los labios de él, como la primera vez…


—Se ha terminado el primer carrete.


Al oír la voz profunda de Pedro, abrió los ojos. Lo vio salir de detrás de la cámara y observarla con una expresión indescifrable.


Roto el hechizo, sintió que se ruborizaba, aunque la desconcertó sentirse abochornada. No había hecho nada malo. De hecho, intentaba hacer algo bueno. Para Gaston. Era normal revivir recuerdos, fantasear. Sin embargo, agradeció que Pedro no pudiera leerle la mente. Y tampoco Gaston.


Pero no pudo evitar pensar si la mente de Pedro también había revivido recuerdos de imágenes sensuales mientras le sacaba las fotos. Probablemente, no. El fuego sexual que había ardido entre ellos había sido efímero y había muerto hacía mucho. Y así como ocupaba un lugar especial en su corazón, la devastadora facilidad con que había finalizado la relación no le dejaba duda alguna de que apenas había sido una muesca más en su cama.


Con una tos tímida, miró alrededor en busca de la bata. 


Como si le leyera la mente, en contradicción con el pensamiento anterior, él recogió un albornoz rosa de la silla próxima a su cámara y luego fue hacia ella.


—Toma —dijo, entregándosela—, aunque es una pena cubrir esa fina lencería.


¿Había subido la temperatura del estudio? ¿Acaso no había aire acondicionado? Estaban en julio, por el amor del cielo. 


Aunque sentía como si se estuviera derritiendo, se puso el albornoz y se anudó el cinturón.


Ya estaba mejor. Sintiéndose más en control una vez tapada de cuello a pantorrillas y cuando ya no se notaba que tenía los pezones duros, se levantó del colchón y se plantó ante él. Aunque los separaban unos respetables dos metros, tuvo que plantar las rodillas para no establecer más distancia entre ellos.


Quería hacerle una docena de preguntas sobre su vida y lo que había hecho en los últimos cinco años, pero un vistazo al reloj de pared le indicó que no tenía tiempo antes de reunirse con el cliente.


—¿Cuándo estarán las fotos? —preguntó, orgullosa de no sonar tan jadeante como se sentía.


—En una semana. Te llamaré cuando estén terminadas.


Paula dio dos vacilantes pasos hacia atrás, en dirección al vestidor, donde había dejado su ropa.


—Será mejor que me vista —dio la vuelta con celeridad y cruzó con rapidez el estudio.


Después de salir cinco minutos más tarde, sintiéndose más tranquila una vez vestida y con la lencería sexy en una bolsa, se dirigió a la parte delantera del estudio. Pedro se hallaba detrás del mostrador, escribiendo en un bloc próximo al teléfono. Al oír el sonido de los tacones, alzó la vista y sus ojos se encontraron.


Salió de detrás del mostrador y la acompañó a la puerta.


—Ha sido estupendo volver a verte, Paula —le dedicó una sonrisa pícara y provocativa al tiempo que movía las cejas con exageración—. En especial ver tanto de ti.


El calor inundó el rostro de ella.


—Lo mismo pienso, Pedro —imitó su gesto con las cejas—. Aunque vieras más de mí que yo de ti.


Los ojos de él reflejaron un destello de interés.


—Quizá en esta ocasión en particular—. Aunque es un problema que se podría haber solucionado así —chasqueó con los dedos.


El calor que sintió antes descendió con rapidez y se extendió hasta la punta de los pies.


—Imagino que no es una buena idea cuando se están sacando fotos —comentó ella con igual tono jocoso—. Creo que a eso se lo llama doble exposición.


Él rio.


—Lamento que no tuviéramos tiempo para ponernos al día.


—Yo también. Me habría encantado escuchar el gran cambio de carrera que has dado.


—Y a mí me habría encantado oír cómo va tu negocio inmobiliario y cómo es el tipo para el que te sacas estas fotos. Es un hombre afortunado.


—Gracias.


—Cuando recojas las pruebas tal vez te apetezca tomar un café.


Una invitación perfectamente casual no debería haberle acelerado el corazón de esa manera. Por el amor del cielo, se trataba de un viejo amigo. Nada más. Evidentemente, pasar una hora luciendo lencería sexy le había afectado la libido.


—Suena estupendo, Pedro.


—Bien. Te llamaré cuando las pruebas estén listas —sonrió y le abrió la puerta.


—Nos vemos.


Salió a la acera. De hecho, le dio la bienvenida a la ráfaga de calor que la envolvió, porque le proporcionó algo a lo que poder echarle la culpa de su incomodidad. Fue hacia su coche y se sentó al volante. Había conducido tres calles antes de recobrar la respiración normal… algo que se negó a examinar detenidamente.


Al fin su vida estaba tal como ella quería. Estable. Segura. 


Sin constantes traslados por el país ni vivir en habitaciones. 


Su carrera marchaba viento en popa y hacía poco había logrado un objetivo importante y comprado su primera casa.


Tenía un novio estable y un trabajo estable… todo era perfecto y… estable.


Sí, quizá las cosas no eran perfectas con Gaston, pero había besado a suficientes ranas como para saber que tenía potencial de príncipe. Estaba dispuesta a trabajar los puntos que necesitaban retoques… como su vida sexual. No todos podían ser Pedro Alfonso en la cama. De hecho, al final se había forzado a reconocer que nadie sería como Pedro en la cama.


Lo último que quería o necesitaba era a alguien que sacudiera la estable barca por la que tanto había luchado. 


No lo permitiría. Nueve años atrás, Pedro la había hecho naufragar. No pensaba darle la oportunidad para que lo repitiera.