lunes, 22 de marzo de 2021

TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 43

 


Pau trató de responder, pero fue demasiado tarde. Pedro comenzó a besarla, fiera y apasionadamente. En cuestión de segundos, ella comenzó a devolverle el beso con idéntica pasión y necesidad.


La mano de Pedro le cubrió un seno y sus dedos encontraron un pezón ya erecto.


Aquello era lo último que Pau hubiera esperado y, sin embargo, era lo primero que había deseado. No podía negarlo, pero trató de hacerlo. No obstante, no encontró las palabras para hacerlo. Su cuerpo, sus sentidos, sus sentimientos ya habían dicho que sí.


Pedro reconoció lo mucho que se había esforzado por luchar contra el deseo que sentía hacia ella y que se estaba adueñando de él en aquellos momentos. Había fracasado completamente. No había planeado que aquello ocurriera. De hecho, se había esforzado todo lo que había podido para evitar que sucediera. Sin embargo, en aquellos momentos ya no podía controlar el deseo que sentía hacia Pau más de lo que ella podía ocultar su respuesta hacia él.


Pau pensó que era inútil huir y más aún permitirse amarlo. Eso era exactamente lo que estaba haciendo. Pedro la miró profundamente a los ojos y la besó lenta y delicadamente. La sensación de su boca moviéndose sobre la de ella con tanta sensualidad estaba minando su resistencia. Lo único que Pau quería hacer era responderle, darse a él, sentir cómo él la abrazaba, la tocaba y la poseía. La fuerza de esa necesidad hizo que todo su cuerpo se echara a temblar en brazos de Pedro, como si fuera un junco meciéndose con el viento. Necesitaba el apoyo de él para que la protegiera de su propia vulnerabilidad.


Pedro se apartó y se quitó la camisa. Entonces, le enmarcó el rostro y le besó el cuello. Este simple gesto provocó cálidas oleadas de placer.


–Tócame –le susurró él al oído. Entonces, le tomó la mano, se la colocó sobre su cálido torso y la retuvo allí–. Tócame, Pau, como he querido que me tocaras desde el momento que te vi.


Incapaz de detenerse, Pau obedeció. ¿Acaso no era aquello lo que tanto había ansiado? En aquellos momentos, mientras exploraba el torso de Pedro, sintió cómo las yemas de sus dedos iban excitando la piel de Pedro a cada paso. Se hizo más osada y fue explorando cada vez más abajo, hasta llegar a la lisa llanura donde el vello desaparecía por debajo de los pantalones. Sabía que llegar hasta allí era peligroso. Pasar más allá podría ser fatal porque la conduciría a un estado de plenitud que no querría volver a abandonar.


–Quieres seguir atormentándome, ¿verdad? –dijo él–. En ese caso, tal vez yo también te debería atormentar un poco.


Antes de que Pau pudiera detenerlo, Pedro la tomó en brazos y la llevó a su dormitorio, muy minimalista en diseño y decoración. No obstante, la cama sobre la que él la colocó le parecía ser el lugar más sensual y peligroso que hubiera conocido nunca. ¿O acaso era porque Pedro la estaba desnudando y se estaba desvistiendo él también, entre besos? Cada beso, cada caricia la llevaba a un lugar de tan intensa necesidad que nada más existía. Su cuerpo, ya desnudo, temblaba con la fuerza de su anhelo.


–¿Ves cuánto me deseas? –le dijo Pedro.


Pau no pudo negarlo. Por supuesto que lo deseaba. Lo deseaba, lo necesitaba. Lo amaba. Su cuerpo lo admitía en silencio.


Pedro se inclinó sobre ella y le acarició el cuerpo desde la cadera a los pechos con un exigente movimiento que terminó con él inclinando la cabeza para tomar un pezón entre los labios y provocarle tanta necesidad, que ella se echó a temblar. Con la mano que le quedaba libre, le cubrió el otro seno y empezó a separarle las piernas con una rodilla.


El deseo que se desató en ella fue como un volcán de calor líquido. La satisfacción de sentir el sexo erecto de Pedro contra el suyo fue en principio muy placentera, pero pronto se convirtió en una forma de exquisita tortura porque empezó a ansiar más intimidad. Apretó la parte inferior de su cuerpo contra la de él mientras que Pedro, por su parte, la levantaba contra sí, abriéndole las piernas para envolvérselas alrededor de su cuerpo.


Pau ansiaba tenerlo dentro de él. Sólo pensarlo le hacía sentir un deseo insoportable, pero Pedro la apartó de su lado, dejándola. ¿Qué estaba haciendo?


–Todavía no –le dijo muy suavemente–. Quiero acariciarte entera, saborearte por todas partes, conocerte primero.



TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 42

 


LA casa de Granada bullía de actividad. Pau sabía que la razón era el hecho de que su dueño y señor estaba a punto de marcharse a Chile para celebrar una reunión de negocios a finales de la semana con el socio que tenía en el país andino.


–Sé que es una tontería, pero no puedo evitar sentirme un poco nerviosa cada vez que Pedro tiene que volar a América del Sur. Siempre recuerdo la muerte de su padre y me hace preocuparme por la seguridad de Pedro. Sin embargo, jamás se lo digo a él. Pensaría que soy una exagerada –le confió la duquesa a Paula mientras desayunaban juntas en la galería del patio dos días después de que Pau hubiera regresado del castillo–. Supongo que tú también vas a regresar pronto a Inglaterra, pero debes mantener el contacto con nosotros, Paula. Después de todo, ya eres parte de la familia.


¿Parte de la familia? Pues Pedro no quería que ella lo fuera.


Como si sus pensamientos hubieran conjurado su presencia de algún modo, el propio Pedro salió de la casa y se acercó a reunirse con ellas. Se inclinó para besar a su madre en la mejilla y le dedicó una sonrisa. La mirada que le dedicó a Paula fue mucho más fría.


–He concertado una cita con el señor González mañana por la mañana para que pueda empezar a preparar el contrato de compraventa de la casa de tu padre.


–No voy a vender.


Las palabras salieron solas, como si Pau no tuviera control alguno sobre ellas. Se quedó igual de desconcertada que Pedro al escucharlas. Hasta aquel momento, ni siquiera se le había pasado por la cabeza quedarse con la casa de su padre, pero tras decirle a Pedro que no iba a venderla, le pareció de repente que quedársela era lo más natural.


Casi como si la hubieran tocado físicamente, sintió de algún modo la aprobación y la alegría de sus padres. Ellos querían que se quedara con la casa. Estaba más segura de eso de lo que nunca lo había estado de nada más en toda su vida. Supo que, por mucho que Pedro tratara de hacer que cambiara de opinión para que le vendiera la casa, ella no lo haría porque, sencillamente, no podía hacerlo.


–Esa casa pertenece al ducado –le dijo Pedro secamente–. Cuando se le dio a Felipe...


–Cuando mi padre me la dejó, lo hizo porque quería que yo la tuviera –le interrumpió ella–. Si él hubiera querido que regresara al ducado, eso habría sido lo que hubiera hecho. Es mía y tengo la intención de quedármela.


–¿Para fastidiarme? –sugirió Pedro fríamente.


–No. Tengo la intención de quedarme la casa por mí misma... por mis hijos. Para que al menos ellos puedan saber algo de sus antepasados españoles.


¿Qué hijos? Los únicos hijos que Paula deseaba tener eran los de Pedro, unos hijos que jamás se le permitiría tener. Sin embargo, las palabras parecieron haber sido suficientes para enojar a Pedro. De eso estaba segura.


Los ojos le ardían como si fueran oro líquido cuando le desafió.


–¿Y esos hijos los traerás aquí a España? ¿Junto al hombre con el que los hayas tenido?


–Por supuesto que sí –dijo ella negándose a sentirse intimidada–. ¿Y por qué no iba a hacerlo? Mi padre me dejó la casa porque quería que tuviera algo suyo. Por supuesto que la compartiré con mis hijos –añadió. Se sentía abrumada por lo que estaba sintiendo–. Tal vez pudieras impedirme que tuviera contacto con mi padre, pero no pudiste evitar que él me dejara su casa, aunque sin duda lo intentaste.


Pau no pudo seguir hablando. Simplemente no estaba segura de que la voz fuera a acompañarla. Sacudió la cabeza, se levantó de la silla y prácticamente echó a correr hacia el interior de la casa en su desesperación por escapar de la presencia de Pedro antes de que se derrumbara por completo.


Sólo cuando alcanzó por fin la seguridad y la intimidad de su dormitorio, dejó que sus sentimientos se desbordaran. Entonces, la puerta de su dormitorio se abrió de repente. Pau se quedó helada al ver que era Pedro quien entraba.


Aquella vez, ni siquiera se había molestado en llamar. Aquella vez, simplemente había abierto la puerta y había entrado, cerrándola de un portazo a sus espaldas.


Se sentía enojado, furioso, salvaje y apasionadamente enojado. Paula se dio cuenta. Algo en su interior cobró vida para igualar esos sentimientos con una salvaje y tempestuosa intensidad que la llevaron a enfrentarse a él con gesto desafiante.


–No sé qué es lo que quieres, Pedro...


–¿No? Entonces, deja que te lo demuestre.


Recorrió la distancia que los separaba antes de que Pau pudiera reaccionar. La tomó entre sus brazos con la pasión y la necesidad de un hombre.


–Esto es lo que quiero, Paula, y sé que tú también lo deseas. Por lo tanto, ni siquiera te molestes en tratar de fingir que no es así. Lo sentí, lo vi, lo saboreé en ti y sé que sigue ahí, latente. ¿No se te ha ocurrido nunca que al entregarte a mí podrías haber desatado algo que ninguno de los dos puede controlar, algo por lo que los dos tenemos que pagar un precio? No, por supuesto que no. Igual que, evidentemente, jamás se te ocurrió que un hombre que siente celos al ver a una muchacha de dieciséis años a la que desea, pero que se ha negado a poseer por la creencia moral de que ella es demasiado joven, podría juzgarla equivocadamente cuando la encuentra en la cama con otro hombre.


¿Qué estaba haciendo? Ni siquiera debería estar allí, diciendo cosas como aquéllas. Debería estar guardando las distancias entre Paula y él todo lo que pudiera. Habían sido las palabras de Pau sobre el hecho de que quería quedarse con la casa de su padre para compartirla con sus hijos lo que le había provocado aquella reacción. La angustia de imaginársela con el hijo de otro hombre, concibiéndolo, gestándolo, amándolo como amaba al hombre que se lo había dado había sido mucho más de lo que él podía soportar. Una voz en su interior lo animaba a guardar silencio, a dejarlo estar mientras aún era posible, pero el dolor que sentía por el deseo que experimentaba hacia Pau la ahogaba irremisiblemente.


–Yo no estaba en la cama con Ramiro –dijo Pau. Fue la única protesta que pudo pronunciar. Su mente no dejaba de pensar en lo que Pedro acababa de decir.


¿Pedro la deseaba? ¿Se había sentido celoso por el hecho de verla con otro hombre?


–Me prometí a mí mismo que no haría esto –decía él con voz airada–. Me dije que me rebaja como hombre utilizar el deseo sexual que sentimos el uno por el otro para tales propósitos, pero no me dejas elección.


–¿Que no te dejo elección?


Pau no iba a pensar en lo que él acababa de decir, en el hecho de que los dos compartieran un deseo sexual, como tampoco iba a pensar en la alegría que las palabras de Pedro le habían dado. En vez de eso, se centraría en la práctica y en la lógica, en la arrogancia de que él creyera que podía entrar en su dormitorio y pensar que... ¿Qué se esperaba?


El cuerpo de Pau se había empezado a excitar y sus pensamientos daban vueltas hasta estar fuera de control. Eran pensamientos salvajes, eróticos, sensuales y muy peligrosos, que querían enviarla a los brazos de Pedro.


–No cuando me hablas de tus planes para el futuro, un futuro que incluye tomar un amante que te dé hijos. Tal vez te los dé, pero primero yo te daré esto y tú me darás la pasión que me prometiste todos esos años atrás. No trates de negarlo. Ya me has demostrado que me deseas.


–Cualquier mujer es capaz de fingir placer sexual.


–El cuerpo humano no miente. Tu cuerpo me deseaba. Me dio la bienvenida. Ansiaba mi contacto. Cuando ese momento llegó, él me demostró que yo le había dado placer, como volveré a hacerlo ahora. No me lo impedirás porque no deseas hacerlo, aunque intentes convencerte de todo lo contrario.




TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 41

 


Mientras recorría la casa, pensó en su madre y en su padre. La tristeza que sintió por ellos, por todo lo que nunca habían tenido llenaba sus sentimientos y sus pensamientos. Dos buenas personas que simplemente no habían sido lo suficientemente fuertes contra los que no habían querido que estuvieran juntos.


Sin embargo, ella era la prueba viviente de que su amor había existido. Estaba en la puerta del dormitorio principal de la casa, pero no había sido el que su padre había ocupado. Según Pedro, su padre había preferido dormir en un dormitorio más pequeño, más sencillo, al final del pasillo. Una habitación que, con su desnudez, no le decía mucho sobre el hombre responsable de su existencia.


Tras terminar de recorrer la casa, sólo le quedaba esperar a que Pedro regresara. Nada que hacer aparte de tratar de no pensar en la intimidad que los dos habían compartido. A sus dieciséis años, ella se había pasado muchas horas imaginándose cómo Pedro le hacía el amor. Ya lo había conseguido, pero quería que él volviera a hacerlo una y otra vez. Quería que el placer que Pedro le había dado fuera de ella exclusivamente. Quería que Pedro fuera suyo exclusivamente.


¿Qué era lo que había hecho? Por demostrar a Pedro que él se había equivocado a la hora de juzgarla, se había limitado a cambiar una carga emocional por otra. Ya no tenía ira tras la que ocultar sus verdaderos sentimientos hacia Pedro. ¿Sus verdaderos sentimientos? ¿Podía una mujer enamorarse de por vida a la edad de dieciséis años? ¿Podría de verdad saber una mujer que la posesión del primer amante era la única que desearía? Su corazón y sus sentidos respondieron inmediatamente. Amaba a Pedro. Su ira contra él por haberla juzgado equivocadamente se mezclaba con dolor porque él no le correspondía.


Amaba a Pedro.


Desde la ventana del dormitorio principal vio que se acercaba un coche a la casa. Era el coche de Pedro. Había regresado para recogerla, tal y como le había dicho. Muy pronto estarían de camino a Granada. Muy pronto ella regresaría a Londres y a la vida que llevaba allí. Una vida sin Pedro. ¿Podría soportarlo?


Tendría que hacerlo.


Llegó al recibidor justo cuando Pedro abría la puerta principal.


–¿Has visto ya todo lo que querías ver? –le preguntó él.


Pau asintió. No se atrevió a articular palabra en aquellos momentos, cuando su corazón ansiaba estar a su lado y conseguir su amor.


Más tarde, Paula comprendió que, a partir de aquel momento, cuando oliera el aroma de los cítricos, pensaría en el valle de Lecrín, en el contacto de las manos de Pedro sobre su piel, en la pasión de sus besos y en el modo en el que la había poseído. No obstante, los recuerdos le proporcionarían un placer agridulce.