viernes, 19 de octubre de 2018

SUGERENTE: CAPITULO 49





Con todo el cuerpo tembloroso, apretó la boca; la intensidad de su liberación lo había dejado exhausto. Permaneció inmóvil hasta que los latidos del corazón se le tranquilizaron, y luego se movió, el cuerpo pesado, los músculos lentos. Con la poca fuerza que aún poseía, apoyó su peso en los antebrazos.


—¿Paula?


Ella respiró hondo y luego abrió los ojos. Pedro sintió que la expresión se le suavizaba al acariciarle la fina línea de la mandíbula.


—Que ni se te pase por la cabeza pedirme que me mueva.


Él rió.


—¿Ni siquiera para comer?


—Comida —musitó ella, abriendo uno de sus ojos azules—. Mientras no tenga que moverme.


—No creo que se vaya a hacer sola —comentó él, pellizcándole la nariz.


Ella puso los ojos en blanco.


—Claro que sí. Se llama «Para llevar».


—Para llevar —repitió con expresión boba, perdido en ella.


—Ya sabes —hizo la pantomima de alzar un auricular y marcar el número—. Usas el teléfono, haces el pedido y la comida aparece por arte de magia ante tu puerta —rió—. Es así simple. ¿Podrás hacerlo?


Él sonrió y rodó de encima de ella.


—Muy bien, sabelotodo. ¿Qué quieres?


—Me encantaría comida china… rollitos de primavera, arroz frito con pollo, cerdo agridulce, cangrejo al estilo Rangoon y sopa de aleta de tiburón.


—Vaya, alguien está hambrienta.


—Por tu culpa. Has hecho lo que has querido conmigo desde que llegamos de la fiesta… —se apoyó en un codo y miró el reloj— hace cuatro horas. Ahora ve al teléfono y pide algo para comer. Tengo hambre por dos.


Con expresión obediente, alzó el auricular de la mesilla mientras la veía levantarse desnuda, cruzar el dormitorio e ir al cuarto de baño. 


Disfrutó mucho con su hermoso trasero.


A los pocos minutos, ella se materializó en la puerta.


—Me has comprado un cepillo de dientes.


—¿Querías hacerlo tú?


—Es un gesto tan dulce y considerado que te preocupes lo suficiente como para querer que esté cómoda mientras me encuentre aquí…


—Quiero que te sientas cómoda.


Pedro había acomodado unos cojines del sofá contra el borde de la chimenea. Paula sirvió la comida en platos, vertió la sopa en tazas y la llevó hasta el sitio que él había preparado. Se sentaron a comer.


—Es una pena que haga demasiado calor y no podamos encender la chimenea.


Pedro asintió.


—A mis padres les gustaba encenderla todas las noches durante el invierno. Yo solía quedarme dormido con el olor de la leña al quemarse. Ese olor siempre me hace pensar en el hogar —bebió un poco de sopa y saboreó su textura.


—Eres la persona más anclada que conozco y te sientes satisfecho de ello.


Pedro se encogió de hombros.


—Haces que suene como si fuera algo malo.


—No lo es. Yo no puedo quedarme quieta el tiempo suficiente para descubrir si me gustaría. Me gusta estar en movimiento.


—Te tiene que gustar ese estilo de vida para hacer lo que haces.


Se acercó a él y sus muslos se rozaron.


—Somos opuestos, Pedro. Simplemente, nos lo pasamos bien juntos.


—Lo sé —se giró hacia ella y le dedicó una leve sonrisa—. Tenemos que encontrar un término medio.


Paula tomó un rollito de primavera, lo mojó en salsa de soja y le ofreció un mordisco. Repitió el proceso y lo mordió ella.


—Espero que sea posible —dijo antes de limpiarse la boca con una servilleta.


Pedro asintió.


—Yo también.


El silencio se asentó entre ellos.


Pedro podía ver la relación prosperar. Lo apacibles y plenas que podían ser sus vidas. 


Tenía la investigación y las clases para mantener activa su mente. Y al llegar a casa, tendría a Paula para estimularle el cuerpo y el alma.


Rompió el silencio.


—¿Tienes sueño? ¿Quieres ir arriba?


—No, pensaba. Créeme, no es fácil usar el cerebro después de una sesión tan devastadora de sexo y buena comida.


—¿En qué pensabas?


—En mi siguiente paso. La campaña de muestras no está funcionando. Los diseñadores tienen una excesiva demanda de su tiempo, lo cual no me sorprende, pero había esperado una respuesta mejor.


—Las cosas se arreglarán. Creo que necesitas más tiempo.


—En realidad, no tengo más tiempo. Necesito volver a Nueva York.


—¿Por qué sientes tanta presión por regresar a la ciudad? Quizá la distancia de las pasarelas te dé una nueva perspectiva acerca de lo que realmente quieres hacer.


Giró hacia él.


—¿Lo que realmente quiero hacer? Sé lo que quiero hacer.


—Lo único que digo es que podrías analizar las opciones.


—He de volver —repitió—. Cualquier otra cosa sería reconocer la derrota. No pienso irme de esa manera.


—No has fracasado. Ganaste el concurso de Miss Nacional y has trabajado en el negocio durante doce años, Paula. No muchas modelos duran más allá de los veinte años. ¿Has pensado en hacer otra cosa con tu talento?


Ella se puso de pie, recogió los platos vacíos y se alejó de él.


—Me encanta desfilar y trabajar como modelo… los viajes, la ropa, los focos. No quiero dejarlo por otra cosa —fue a la cocina y puso los platos en el fregadero.


—¿Y qué pasa con nosotros? —la siguió con las copas y las tazas, que también depositó en el fregadero.


—¿Me estás pidiendo que elija?


—No. No haría eso, pero no sé cómo voy a encajar en tu vida, Paula. Cuando te entregas a algo, vas hasta el final. Tienes un estilo de vida exigente que requiere que seas flexible, que puedas viajar.


—No puedo hablar de eso ahora mismo. Todo en mi vida está en el aire. En todo momento fui clara contigo. Comprendo que a ti te gusta planificarlo todo, pero a veces es imposible, Pedro. Tomemos cada día según venga. 


Él respiró hondo.


—Me gusta planificarlo todo. Lo llevo dentro. Intentaré ser paciente.


Ella cruzó el cuarto, le tomó la cara entre las manos y sonrió a pesar de la preocupación que aún reflejaba su cara.


—Es todo lo que pido.


La fragancia de su cabello le avivó los sentidos.


La besó, más que nada porque no podía estar tan cerca y no hacerlo. Pero también porque sentía la necesidad de sellar las cosas entre ellos.


Cuando al fin levantó la cabeza, ella le pasó los dedos por los labios. Al bajar los brazos, golpeó el bolso con el codo y lo tiró. Al aterrizar en el suelo, de él se salió una tarjeta blanca que terminó a los pies de Pedro.


Se agachó para recogerla.


—¿Qué es?


Paula la miró mientras recogía las cosas que se habían salido del bolso.


—Una tarjeta de Clarice Wentworth. Es la dueña de una boutique en el centro. Muy elegante. Quiere uno de mis vestidos en todas las tallas y no pude negarme. Sin embargo, he de pensar en cuánto le cobro. Es algo nuevo para mí.


—Ha sido una idea inteligente lucir el vestido en público, dándole a cada persona una especie de desfile particular para que pudiera verlo.


—¿Qué has dicho?


—Llevar el vestido en público…


—No, lo del desfile de moda. Pedro, es una gran idea —le dio un beso en la boca y se lanzó hacia las escaleras—. Eres un genio.


Tuvo que subir los escalones de dos en dos para alcanzarla. Cuando llegó a su dormitorio, Paula ya había abierto los cajones de su cómoda. 


Sacó unos pantalones cortos y se los puso. 


Luego se enfundó una de sus camisetas y se agachó para recoger las sandalias sexys y calzárselas.


—¿Paula? ¿No te ibas a quedar?


—No puedo, no esta noche. Lo siento, pero me comprometí a hacer un trabajo para ti. He de ponerme en contacto con Naomi y analizar cómo sacar esto adelante. Necesito un tema, modelos e iluminación —musitó para sí misma mientras recogía el vestido.


Le dio un beso de camino a la puerta y desapareció.


Mientras los tacones resonaban en el pavimento, Paula se preguntaba por qué no se le había ocurrido organizar antes un desfile. 


Tenía numerosos contactos en Nueva York y sólo se hallaba a tres horas y media de Cambridge. Podía funcionar.




SUGERENTE: CAPITULO 48




El suelo del invernadero era de losas y estaba frío, por lo que, a horcajadas sobre él, Paula recogió las piernas. Con la cabeza de Pedro apoyada contra sus pechos, le dio un beso en la coronilla.


—Es la primera vez que he llamado la atención de esa manera sobre mi persona —comentó con un deje divertido en la voz, acariciándole los brazos—. Es por tu culpa.


Sonriendo, ella le tomó la cara en las manos y apoyó la frente contra la de él.


—Bajo ningún concepto.


Él rió entre dientes.


—¿Y de quién es?


—De mi madre.


La expresión sorprendida de él hizo que riera.


—Tienes razón. Si me hubiera concedido un poco de intimidad… —la abrazó con fuerza—. Aunque de otro modo, quizá nunca hubiéramos dicho lo que hemos dicho.


—Eres un oportunista, Alfonso.


—Jamás rechazo una oportunidad —rieron—. Será mejor que nos vayamos —murmuró—. Con la suerte que tenemos, tu madre aparecerá por aquí con la excusa de que necesitaba una orquídea.


Sujetándola por la cintura, la sostuvo mientras se incorporaba. Luego se levantó él, pegado a su cuerpo.


Los dos lucharon por contenerse y con sigilo abrieron la puerta de la biblioteca. 


Milagrosamente, no había nadie.


—¿Adonde ha ido todo el mundo?


—Probablemente, están en la conferencia.


—¿Qué conferencia?


—Mi madre contrata a un conferenciante para casi todas sus funciones.


—Maldita sea —Pedro se apartó de la puerta y la cerró—. Todo el mundo regresa. No podemos salir por ahí.


—¿Qué te parece si nos vamos por el invernadero?


—Suena perfecto.


Pero cuando llegaron a la puerta exterior, la encontraron con un candado.


Paula soltó un juramento bajo y vio la ventana al mismo tiempo que Pedro. Movió la cabeza, alzó las manos y retrocedió, casi dominada por un ataque de risitas. Si él pensaba que iba a salir por esa ventana, con un vestido, es que estaba loco.


Él la miró de reojo y sonrió.


—Está chupado.


Ella volvió a mover la cabeza, pero Pedro ni le hizo caso. Se agarró al alféizar, se elevó para apartar la mosquitera y luego saltó al suelo, limpiándose las manos en el trasero de sus pantalones ya sucios de polvo. Se volvió hacia ella, sonrió y juntó las manos en clara señal de que quería ayudarla a subir.


—Quieres que vaya primero.


—Yo puedo subir solo; tú, por el contrario, necesitas ayuda.


—Oh, de acuerdo —gruñendo, se quitó las sandalias. Se aferró a las manos de Pedro y él la elevó hasta el alféizar. Plantó las palmas en el reborde y saltó sobre el suelo del otro lado.


Pedro no tardó en seguirla. Fueron hacia el Porsche riendo como colegiales que acabaran de librarse de una travesura a costa del severo director de la escuela.


Una vez en el coche, lo rodeó con un brazo y giró la cara hacia su cuello húmedo.


—Mi héroe.


Lo sintió sonreír.


Él le apartó el pelo de la cara y se inclinó para darle un beso en la boca, cálido, húmedo e intolerablemente tierno. Paula experimentó una oleada de emoción tan intensa, que sintió que le costaba respirar. De pronto la risa desapareció, sustituida por algo muy doloroso. Se preguntó cuánto tardaría en estallar la burbuja para dejar paso a la realidad, y cuándo desaparecería para siempre de su vida toda esa magia.


Pedro suspiró y se apartó. Con los ojos clavados en ella, dijo:
—¿Qué sucede, Paula?


Tratando de sonreír, ella movió la cabeza.


—Nada.


Le apoyó el dedo pulgar sobre la boca, la mirada imperturbable, como si la evaluara. Cuando hablo, en su voz no hubo atisbo alguno de humor.


—Funcionará.


Había algo en su tono que le produjo un vuelco al corazón y durante un momento temió ponerse a llorar. Asintió.


—Sí —susurró.


La expresión de él era sombría.


—Para mí no se trata de un juego, Paula.


—Lo sé.


—Funcionará —repitió, pensativo—. Tiene que funcionar.


Sintiendo como si acabaran de quitarle el suelo de debajo de los pies, lo miró. Era como si le hubiera desprendido una capa protectora, dejándola sin defensas.


Él le dedicó una última y breve sonrisa y arrancó el coche.


Ella cerró los ojos; las únicas palabras que le fueron a la mente fueron: «Si es demasiado bueno para ser verdad…».


SUGERENTE: CAPITULO 47




Paula lo agarró de la muñeca y se lo llevó del jardín, por las escaleras del patio y de vuelta por los ventanales que conducían al salón.


Una vez en la biblioteca, cerró las puertas talladas de caoba. Con un millón de mariposas en el estómago, desde allí lo llevó al invernadero y lo miró fijamente.


Tenía el pecho lleno de emociones demasiado abrumadoras para definir. Pero también ella lo amaba. Se le nubló la vista.


En la cara de Pedro se manifestó un ceño confundido.


—¿Paula?


Ella trató de sonreír mientras le acariciaba la mejilla con el dedo pulgar.


Lo miró unos instantes más y luego cerró los ojos y fue a sus brazos, agarrándose a él con fuerza desesperada. Pedro la envolvió con los brazos.


—Creo que te he amado siempre —susurró él. Dio un paso atrás y le alzó el rostro—. No tengo un recuerdo de infancia sin que tú estés en él. Estas últimas semanas han sido estupendas —introdujo la mano debajo de su pelo y le acarició el cuello.


Paula lo abrazó más fuerte aún y sintió una oleada de agónico alivio. Soltó un sollozo suave.


Pedro se inclinó y le dio un beso delicado, casi etéreo. Paula cerró los ojos y abrió la boca, sin querer dejarlo ir jamás, pero insegura de si podría hacer realidad ese deseo. Pedro profundizó el beso, que pasó a ser un intercambio apasionado y carnal.


Con un suspiro trémulo, la soltó, maldijo en voz baja y la abrazó. Frotó el mentón contra la parte superior de su cabeza.


—Paula, por favor, di algo. Me mata la incertidumbre.


Ella le rodeó el cuello con los brazos.


—Yo también te amo.


—Gracias a Dios —murmuró.


Sintiéndose casi desesperada, lo abrazó con más ansiedad.


—Oh, Pedro


Con el rostro lleno de lágrimas, le enmarcó la cabeza con los dos brazos, invadida por una ternura insoportable. Dios, cuánto lo amaba.


Hasta el fondo de su alma.


Pedro permaneció inmóvil largo rato, y luego dio un paso atrás.


—Voy a tener que sentarme —susurró con voz apenas audible—. No me sueltes.


No lo habría podido soltar aunque en ello le hubiera ido la vida. Asintió y le acarició la nuca. 


Se volvió y, empleando una mesa con gardenias como apoyo para la espalda, hizo que ambos descendieran hasta sentarse.