martes, 3 de marzo de 2015

¿ME QUIERES? : CAPITULO 23




Un par de horas después de haber regresado al hotel llegaron tres cajas. Paula le pidió al botones que las dejara sobre la mesa. Cuando este recibió una propina y se marchó, ella se quedó mirando las bonitas cajas blancas atadas con lazos rojos. Encima de la más pequeña había una nota: Ponte esto esta noche. Te recojo a las ocho para cenar.


Paula abrió la caja pequeña primero. Los tacones de diseño con cristales en las cintas hicieron que el corazón le latiera a toda velocidad. Nunca había ocultado el hecho de que le encantaban los zapatos bonitos. Que llevara ropa conservadora no significaba que tuviera que ponerse zapatos feos.


La siguiente caja era un conjunto de lencería con tanga de encaje azul eléctrico y sujetador sin tirantes que le provocó un destello de calor en el vientre.Pedro quería que se pusiera el conjunto aquella noche porque confiaba verla con él puesto. No era tan tonta como para pensar otra cosa. Pero no tenía muy clara cuál iba a ser su repuesta.


Cuando la había abrazado en el apartamento, lo único que ella había querido era tumbarse en una cama con él, piel contra piel. Sabía lo que le esperaría cuando eso sucediera: calor, pasión y un placer físico tan intenso que la haría llorar de alegría. Quería volver a sentir aquello, aunque también la asustaba.


No es que tuviera miedo al sexo con Pedro, sino a las verdades que se vería obligada a admitir cuando la dejara sin defensas. Se giró hacia la última caja con un escalofrío de emoción.


Contenía un vestido de lentejuelas rojo sin tirantes, ajustado en el pecho, caderas y rodillas y con una maravillosa cola de abanico al final. Era muy atrevido, nunca se había puesto nada así en su vida.


El corazón le latió con fuerza cuando lo sacó y se fue a mirar al espejo. Todo el mundo se fijaría en una mujer con un vestido así. ¿Podría soportar ser el objeto de atención en aquellos momentos?


¿Importaba eso?, se preguntó un minuto después. La prensa ya estaba observándola. Desde que empezó a aparecer en público con Pedro, los fotógrafos se habían convertido de nuevo en algo habitual en su vida.


Al final decidió ponerse el vestido. Y la ropa interior. Se dejó el pelo suelto y se rizó las puntas para que le cayera en suaves hondas sobre los hombros. Una última mirada al espejo de cuerpo entero le reveló una mujer a la que no conocía. Una mujer brillante y atrevida que llamaba la atención nada más entrar en una sala. Ella nunca había sentido algo así.


Pedro llegó unos minutos antes de las ocho. Se quedó en el umbral y deslizó sobre ella una mirada oscura que la hizo estremecer. Estaba resplandeciente con su esmoquin. El blanco de la camisa contrastaba con su piel bronceada y el oscuro cabello, haciéndole parecer más pícaro todavía de lo que ya era. Sus sensuales labios se curvaron en una sonrisa que hablaba de sexo y de pecado y a Paula se le subió el corazón a la boca.


Ni siquiera se dio cuenta de que se había llevado la mano al pecho hasta que él frunció el ceño.


–¿Te encuentras bien? –le preguntó de pronto entrando en la habitación y sujetándola entre sus brazos–. ¿Es el bebé?


–Estoy bien –consiguió decir ella–. Me he mareado un poco.
Y era verdad. Al mirar a Pedro se había quedado momentáneamente sin aliento.


–Podemos quedarnos aquí –Pedro parecía preocupado–. Pediré la cena y…


–No, de verdad, estoy bien –Paula se le agarró al brazo–. Quiero salir. No me he puesto este vestido para nada –sonrió.


Él también sonrió, pero sus ojos reflejaban inquietud.


–Y qué vestido tan bonito, dulce Paula. Deberías llevar siempre colores brillantes. Te sientan muy bien.


Ella miró la brillante tela roja del vestido.


–Esto es un paso de gigante para mí. No estoy acostumbrada a llamar la atención.


–Pues deberías –afirmó Pedro con tono firme y al mismo tiempo suave–. Estás impresionante, Paula. Maravillosamente impresionante.


Ella se rio, pero la sonrisa le salió un poco nerviosa.


–Gracias por el vestido. Yo nunca habría escogido algo así.


Pero Pedro sí. Porque veía algo que ella todavía no terminaba de ver. El pulso volvió a latirle con fuerza. Esa vez estaba preparada.


–Pero ¿te gusta? –quiso saber Pedro.


–La verdad es que sí. Me siento especial con él puesto.


La sonrisa de Pedro tenía el poder de derretirla.


–Porque tú eres especial, Paula –le tomó una mano y se la
besó–. No lo dudes.


El restaurante al que la llevó era muy exclusivo. Pedro fue recibido por el maître, que les guio hacia el comedor en que sólo había puesta una mesa. Se trataba de una estancia exquisita, con las paredes forradas de madera de caoba, frescos en el techo y lámparas de cristal. La mesa estaba puesta con cristalería fina, cubertería de plata y un enorme jarrón con rosas de color crema en el centro.


Cuando se sentaron y el maître se marchó, Paula miró a su alrededor y luego otra vez a Pedro. Él alzó una ceja como si esperara la pregunta que sabía que le iba a hacer. Ella se rio y se llevó la mano a la boca.


Pedro –dijo–. ¡Esto es una locura! ¿Has comprado el restaurante?


Él sonrió complacido.


–No, pero he comprado la noche.


Paula sacudió la cabeza. Aquello era irreal. Romántico.


–Podríamos haber cenado con más gente.


–Esta noche no. Te quería para mí solo.


–Me has tenido para ti solo casi todos los días.


–No es lo mismo –replicó Pedro–. Siempre hay prisa. Esta noche tenemos todo el tiempo del mundo.


–Están los camareros –señaló, aunque sintió una punzada de emoción–. Y supongo que no van a ir a ninguna parte.


–No, y luego habrá una orquesta.


Ella parpadeó.


–¿Una orquesta?


–Nunca hemos bailado, Paula. Quiero estrecharte entre mis brazos en una pista de baile.


Paula miró la servilleta blanca cuidadosamente doblada al lado de un bajoplato decorado con un filo dorado. Sentía que el corazón se le iba a salir del pecho. Estaba contenta, más de lo que lo había estado desde que volvió de la isla, y eso la preocupaba. ¿Y si todo terminaba al día siguiente?


–Puede que te lleves una decepción –murmuró.


–Lo dudo –la voz de Pedro sonaba fuerte, segura, como si no le cupiera la menor duda al respecto.


–¿Y si te piso? –preguntó Paula tratando de darle ligereza al momento. Porque para ella resultaba demasiado intenso.


–Eso es imposible –afirmó él–. Has pasado años preparándote para ser reina. Las reinas no pisan al bailar. Y si lo hace es adrede.


Paula volvió a reírse. Un camarero con pajarita apareció en aquel momento con vino para Pedro y con un cóctel sin alcohol para ella. Cuando se fue hablaron de cosas banales: el tiempo, la situación del turismo en Amanti en comparación con Londres… y entonces empezó a llegar la comida.


Paula se dio cuenta de que tenía muchísima hambre y devoró todo lo que le pusieron delante, desde el paté sobre la cama de brotes verdes hasta el filete a la plancha con sala bearnesa pasando por los champiñones con trufa. Todo estaba delicioso.


Cuando recogieron la mesa y sirvieron el postre, Pedro puso una cajita de terciopelo sobre el mantel. Paula dejó el tenedor. El pulso le latía a toda prisa.


–¿Qué es esto? –preguntó incapaz de estirar el brazo para agarrarla.


–Creo que ya lo sabes.


–No es necesario –dijo, aunque le dolió decirlo.


Quería que dentro hubiera un anillo…


Pero quería que las razones fueran de verdad. Paula se quedó sin aliento. ¿Podía ser eso cierto? ¿Quería que aquello fuera real?


Sí. Oh, Dios, sí. Quería que se casara con ella porque lo deseaba, no porque tuviera que hacerlo. Qué caprichosa. 


Aquello no era lo que quería cuando fue a Londres. 


Entonces solo pensaba en el bebé, en protegerle del escándalo. Y también a sí misma, si era sincera. Quería contar con la ayuda de Pedro y seguir haciéndose la mártir, la mujer que no necesitaba a nada ni a nadie para seguir con su vida.


Pero de pronto se daba cuenta de que quería mucho más, y eso la asustaba.


–Yo creo que sí es necesario –empujó la cajita hacia ella.


Paula la levantó con dedos temblorosos y la abrió. El anillo era exquisito. Un diamante de al menos cinco quilates montado en platino y rodeado de diamantes más pequeños. 


El anillo brillaba como el fuego bajo la luz de las velas y ella sintió una punzada de culpabilidad y tristeza. Le había metido en aquella situación y, si no era real, solo podía culparse a sí misma.


–¿Y bien? –preguntó Pedro.


–Es precioso –afirmó ella con voz más ronca de lo que le hubiera gustado.


Pedro se puso de pie y sacó el anillo de la caja. Entonces se lo puso en el dedo y le besó la mano. Su cálida respiración le provocó un escalofrío en la espina dorsal.


Cuando le echo la cabeza hacia atrás y la besó, Paula no se resistió. Se abrió a él con el corazón lleno de amor y desesperación a partes iguales.


Amor.


Se lo había estado negando a sí misma, pero ya no podía seguir haciéndolo. Le dolió el corazón y sintió tanto miedo y tanto amor que se preguntó cómo había podido negarlo durante tanto tiempo. Amaba a aquel hombre, seguramente le amaba desde que la besó en la frente en lugar de en la boca porque pensó que su primer beso debía ser especial. 


Había sido tan tierno, tan generoso y delicado… Siempre anteponía los sentimientos de ella a los propios y la animaba a ser ella misma, sin importarle lo que los demás pensaran.


No había hecho todas aquellas cosas porque la amara, eso lo sabía. Pero eso le convertía en la clase de hombre que ella podría amar. En el hombre al que amaba.


Oh, Dios.


La boca de Pedro se movió sobre la suya con tanta pericia que Paula solo deseó fundirse con él y olvidarse de todo lo que no fueran ellos dos. Pedro había planeado una velada romántica, le había dado un anillo, pero se recordó que solo estaba haciendo lo que le había pedido ella, interpretar el papel que Paula quería para proteger al niño.


Y solo podía culparse a sí misma. Estaba embarazada de aquel hombre, del padre de su hijo, pero él no sentía lo mismo, por muy bien que la besara. Pedro levantó la cabeza. 


Los ojos le brillaban de deseo, y Paula sintió un pellizco en el corazón por todo lo que estaba sintiendo, por todo lo que no podía decir.


–Al diablo la orquesta –murmuró Pedro ayudándola a ponerse de pie–. Estoy cansado de esperar.




¿ME QUIERES? : CAPITULO 22





Iba a volverse loco por el deseo que sentía hacia ella. Pedro todavía estaba furioso por la conversación que habían tenido por la mañana, pero se contuvo lo mejor que pudo y la llevó a buscar casa. Había ido dejándolo porque últimamente estaba muy ocupado, pero cuando Paula apareció con su propuesta de matrimonio no pudo seguir retrasándolo. Tenía que encontrar una casa y comprarla.


Ahora estaban visitando un apartamento de dos plantas en un exclusivo edificio de Knightsbridge. Paula había vuelto loco al agente inmobiliario con sus preguntas antes de entrar y encabezaba la expedición por el piso de quinientos metros cuadrados. El agente se había quedado en el jardín haciendo unas llamadas mientras ellos terminaban.


Paula estaba en el centro de una de las habitaciones de arriba mirando algo que Pedro no podía ver. Se tomó un instante para admirar su figura. Como de costumbre, iba abotonada hasta el cuello con un jersey color crema, falda gris y, sorprendentemente, zapatos con plataforma que le hacían las piernas largas y sexys. Por supuesto, tampoco faltaban las perlas alrededor del cuello. Estaba jugueteando con ellas como hacía siempre que estaba nerviosa o simplemente concentrada en algo.


Llevaba el largo y oscuro cabello suelto y Pedro se moría por hundir los dedos en aquella masa sedosa mientras entraba en su cuerpo. Paula nunca llevaba el pelo suelto. El efecto estaba a punto de matarle. Nunca se había sentido tan dolorosamente excitado como en la última hora, observando sus piernas desnudas y el redondeado trasero mientras la seguía por el apartamento. Tenía que admitir que también había exasperación y rabia mezcladas con la excitación. Paula estaba convencida de que no tenía nada que ofrecer ni como marido ni como padre. Él tampoco lo tenía muy claro, pero resultaba deprimente que ella pensara dejarle en cuanto naciera el niño. Pedro había estado toda la mañana pensando en ello y, para sorpresa suya, le afectaba mucho. Tenía ganas de golpear algo. Quería rabiar y aullar y gastar mucha energía haciendo algo que le exigiera llegar a extremos físicos.


Saltar al vacío en paracaídas. Subir una montaña. Atravesar el desierto del Sahara.


Aparte de eso, también quería encerrar a Paula y no perderla nunca de vista.


Era cierto que no sabía ni una palabra sobre bebés. Le aterrorizaban. Tan pequeños, delicados y dependientes de los adultos para todo. ¿Y si se le daba fatal? ¿Y si dejar que Paula regresara a Amanti para criar sola a su hijo era la mejor opción para todos?


Y sin embargo, la idea de que Paula y su hijo se fueran y él volviera a su vida anterior de sexo y relaciones vacías hacía que se sintiera extrañamente triste. ¿Y si Paula conocía a otra persona y se casaba con él? Ese hombre se convertiría en el padre de su hijo, y él no podría hacer nada al respecto.


Algo profundo y primitivo en el interior de su alma se negó a que eso sucediera.


–No estoy segura, Pedro –dijo Paula finalmente girándose hacia él en la habitación vacía.


La voz interrumpió sus pensamientos.


–¿De qué no estás segura?


–Es precioso, pero no te veo aquí. Te imagino mejor en un ático de otra zona, con muebles modernos y vistas a la ciudad.


Pedro sintió un pellizco de enfado.


–No se trata de mí, Paula, se trata de nosotros. Tú también tendrás que vivir aquí.


Ella bajó la vista y una corriente de furia atravesó a Pedro, abrasándole con la fuerza de mil soles. Y sin embargo, ¿cómo iba culparla por pensar así, por creer que era incapaz de ser lo que ella necesitaba que fuera?


Se había especializado en ser un hombre al que las mujeres nunca decían que no. No había conocido a ninguna a la que no pudiera conquistar y nunca lo había ocultado, como tampoco el hecho de que no era de los que sentaban la cabeza. Nunca había pensado que le apetecería hacerlo.


–Jesica quería casarse y yo no.


Paula levantó la cabeza de golpe y abrió sus ojos verdes de par en par. Pedro no sabía por qué lo había dicho, ya que así confirmaba todo lo que Paula pensaba de él. Pero se sintió impulsado a seguir. Se dio cuenta de que le encantaba que le mirara. Cada vez que lo hacía, sentía una pequeña patada justo debajo de las costillas.


–Tenía una hija mayor, pero quería otro bebé. En Hollywood empezaban a escasear los papeles para una actriz de su edad. Yo pensé que se estaba aferrando a la idea del matrimonio y de otro hijo como si fuera un nuevo desafío en su vida. Ella creía que me equivocaba, así que rompimos de mutuo acuerdo.


–¿La amabas? –le preguntó Paula.


Pedro tuvo la sensación de que le había costado mucho hacer aquella pregunta. Dejó escapar un suspiro. La respuesta no le haría ganar puntos, pero no quería mentir.


–No.


Paula parpadeó.


–¿No? ¿Así de rotundo?


–Si la hubiera amado, no la habría dejado marchar. Y habría hecho todo lo que estuviera en mi mano para hacerla feliz.


–Entiendo –murmuró ella.


Pedro dudaba que lo entendiera. Jesica y él eran muy parecidos. Ninguno de los dos le exigía nada al otro. Lo pasaron bien juntos. El amor nunca había entrado en la ecuación para ninguno de los dos. Pero entonces empezaron las peleas. Al principio fueron poca cosa, pero fueron en aumento cuando Jesica Monroe, en el pasado reconocida por su cuerpo y su rostro, empezó a cansarse de tratar de encontrar nuevos papeles. Y eso la llevó a exigirle a Pedro más de lo que estaba dispuesto a dar.


Resultaba irónico que ahora estuviera allí con una mujer que no solo estaba esperando un hijo suyo, si no con la que además había aceptado casarse.


Pedro salvó de pronto la distancia que los separaba. Paula dio un paso atrás, pero él la sujetó y la atrajo hacia sí. No sabía por qué quería abrazarla, pero lo deseaba. Necesitaba sentir su cuerpo suave y cálido contra el suyo. Necesitaba saber que Paula era real, que el bebé era real. Pedro nunca había sabido cuál era su lugar en el mundo, nunca había terminado de encajar en la familia Alfonso. Era el extraño, el que había venido de fuera y trataba de integrarse.


Paula le puso las manos en el pecho cuando la atrajo hacia sí y echó la cabeza atrás. No trató de escapar. De hecho, Pedro sintió el escalofrío que la recorrió, la tenue vibración que le hacía saber que no se mostraba indiferente. 


Que le deseaba tanto como él a ella.


Sí, se le daba bien fingir, pero no cuando la tocaba. Cuando la tocaba, Pedro sabía lo que había. Y no pensaba mostrar ninguna compasión. Ya no.


–¿Piensas en ello alguna vez? –le preguntó–. ¿En aquellos dos días en la isla en los que solo había arena, mar y nosotros dos? Tú y yo desnudos bajo el ardiente sol.


Los ojos verdes de Paula parecían dos lagos de tristeza. Y de ternura, pensó Pedro. Hacia él. Normalmente la ocultaba, pero en aquel momento no lo estaba consiguiendo. Eso le daba esperanza.


–He pensado en ello –admitió Paula con las mejillas sonrojadas–. ¿Cómo no?


Pedro sintió una punzada de excitación en la base de la espina dorsal. Quería tomarla allí mismo, en medio de aquella habitación con el agente inmobiliario esperando fuera y el radiante sol londinense filtrándose a través de los altos ventanales.


–¿Y por qué limitarse a pensar en ello cuando podemos experimentarlo una vez más? –murmuró–. Esta vez en una cama, dulce Paula, con el romanticismo que te mereces.


–No… no creo que sea una buena idea –dijo ella clavando la vista en los dedos que tenía apoyados en su camisa.


–¿Por qué no? Me deseas, Paula. Te mueres por mí.


–Eso no significa que sea una buena idea.


–Ni tampoco que sea mala –reflexionó él bajando la cabeza para deslizarle los labios por la mandíbula.


Paula echó la cabeza hacia atrás y le clavó los dedos. Su cuerpo era de piedra. De piedra dura y caliente.


Pedro


–Vamos a casarnos, Paula –dijo tratando de no rogarle–. ¿No deberíamos ver si esto funciona entre nosotros antes de dar por hecho que no?


Cuando ella iba a contestar, Pedro escuchó cómo se abría y se cerraba la puerta y supo que el agente inmobiliario había vuelto. Paula aprovechó la distracción para zafarse de sus brazos.


Pero no fue un rechazo y él lo sabía. Ella se colocó un mechón de pelo detrás de la oreja y se cruzó de brazos. No era un gesto defensivo, sino de autoprotección.


Pedro experimentó una eufórica sensación de triunfo. 


Volvería a ser suya.



Pronto. Aquella misma noche.



¿ME QUIERES? : CAPITULO 21



Los siguientes días transcurrieron en un torbellino de citas y apariciones. Los fotógrafos habían empezado a surgir cada vez que Pedro y Paula aparecían juntos en público. Él ya se lo había advertido, pero de todas formas le rechinaban los dientes cada vez que sucedía. Por dentro, por supuesto. Por fuera sonreía, posaba y trataba de parecer feliz.


Los titulares le gritaban todas las mañanas:


La novia abandonada por el príncipe heredero de Santina mantiene una tórrida aventura con un famoso playboy.


«No tenía ni idea de que Paula estuviera enamorada de Pedro Alfonso», asegura una amiga asombrada.


El amor nació entre la pareja varada en la isla. Pero ¿estaban de verdad varados o lo tenían planeado?


Y el peor de todos: ¿Cuánto tiempo durará Pedro el afortunado esta vez?


Paula arrugó los periódicos de la mañana y emitió un sonido de disgusto. Pedro la miró por encima de la taza de café que había servido en el servicio de plata.


–¡Es ridículo lo que inventan!


–No creo que te sorprenda.


Ella se pasó la mano por la nuca con gesto ausente.


–No, por supuesto que no. Pero eso no impide que me enfurezca.


–Tú insististe –le recordó Pedro.


Sí, había insistido en ver los periódicos. Cuando los pidió en recepción, Pedro le dijo que no era una buena idea, que se enfadaría y eso perjudicaría al bebé. Paula dijo entonces que si no los leía, se pondría nerviosa, y eso tampoco sería bueno para el niño.


Pedro se levantó y se acercó a ella, que estaba al lado de la ventana que daba a Hyde Park. El sol brillaba con fuerza y la gente paseaba por los caminos o se sentaba en los bancos del parque. Pedro le puso las manos en la nuca y se la empezó a masajear. Paula se mordió el labio inferior para contener un gemido. Le encantaba sentir sus manos.


–Estás tensa –le murmuró él al oído.


Una corriente eléctrica la atravesó hasta la médula. Pedro no había vuelto a tocarla desde aquel beso en el coche, aparte de algún que otro roce para las cámaras. Entonces pensó que Pedro quería hacer con ella el amor otra vez, que quería seducirla para llevársela a la cama. Eso la había excitado y asustado al mismo tiempo.


Pero desde entonces él no había vuelto a hacer nada y se sentía muy frustrada. Se dijo que era mejor así, mejor porque el matrimonio sería temporal. Pedro debía pensar lo mismo que ella, porque no había continuado por aquel camino cuando sin duda sabía lo fácil que sería seducirla. 


Era un manojo de sensaciones. Una caja de cerillas esperando la chispa.


–Todavía espero algo peor –dijo sintiendo un cosquilleo en la piel.


–¿Algo peor que «Pedro el afortunado»? –murmuró él con cierta burla masajeándole los hombros y el cuello.


Paula tenía por fin algo que la distrajera de la sensación de sus manos en la piel.


–Es un nombre bastante desagradable, teniendo en cuenta por qué te lo pusieron.


–Por acostarme con seis modelos de lencería a la vez.


–Esto no tiene gracia, Pedro –dijo girándose para mirarle.


A él no se le borró la sonrisa.


–Tal vez no. Pero lo que tú quieres saber con toda tu alma, dulce Paula, es si es cierto.


–No puedes estar más equivocado –afirmó con altanería–. En cualquier caso, es una vil exageración.


Pedro se rio entre dientes.


–Más o menos. Solo eran cuatro.


Paula se apartó de él, consciente de que tenía las mejillas color escarlata. Pedro con cuatro mujeres. Pedro desnudo y rodeado de cuatro mujeres. No quería imaginárselo. Una daga le atravesó el corazón. Quería estrangular a alguien. A cuatro personas en concreto.


–No me interesa.


–Solo te estoy contando la verdad, Paula. ¿Por qué tener secretos si vamos a casarnos?


Ella se abrazó. «Porque esto no es real. Porque para ti es un juego». Tenía las palabras en la punta de la lengua, a punto de salir.


Pero se las tragó.


–No veo la necesidad de confesar oscuros secretos. Esto es un acuerdo, no un matrimonio de verdad.


Pedro seguía sonriendo, pero ella percibió el brillo duro de su mirada. Como si le hubiera insultado.


–Sí, por supuesto, ¿cómo he podido olvidarlo? Solo me necesitas para ayudarte en este momento difícil, luego volverás a Amanti a interpretar el papel de dama. Aunque serás una dama un poco manchada, porque habrás estado casada conmigo.


Una punzada de culpabilidad le atravesó a Paula las venas.


–Eso no es justo –aseguró–. Estás tergiversando lo que quiero decir.


La mirada dura seguía ahí.


–¿De veras? Al principio me has dejado claro lo importante que es para ti tu reputación. Tu estatus de ex novia del futuro rey –Pedro chasqueó la lengua–. Debe ser muy humillante para ti, Paula. Te has acostado con un chucho y vuelves a casa con pulgas.


Paula se apartó de él. Tergiversaba todo lo que ella decía, hacía que pareciera una mujer espantosa y superficial, cuando lo único que quería era ser justa con ambos. No se conocían bien, eso era cierto, pero ella sabía quién era Pedro. Él nunca lo había negado, entonces ¿por qué se enfadaba con ella?


–Actúas como si estuvieras muy herido. Pero dime la verdad, Pedro, ¿de verdad quieres ser esposo y padre? ¿Te ves en ese papel? Si así fuera, ¿por qué no te casaste con Jesica Monroe?


Pedro no reaccionó, pero ella supo que aquel nombre le había afectado. El aire cambió cuando menciono a la mujer con la que se le había relacionado en Los Angeles. Se hizo más pesado, más tenso. Esperó a que hablara, temiendo escuchar su respuesta y al mismo tiempo necesitándola. 


Cuando él habló, lo hizo con voz fría y cínica.


–Jesica y yo tomamos una decisión en común.


Pero Paula no iba a dejarlo pasar tan fácilmente.


–Y luego ella se casó con otro hombre y seis meses más tarde adoptó un bebé.


–Teníamos metas distintas.


–¿Así es como lo llamas? –Paula sentía la amargura en el vientre. ¿Por qué no admitía Pedro la verdad cuando estaba delante de sus narices? Su vida había quedado reflejada en todos los periódicos, cambiaba de mujer como de camisa. Pedro Alfonso y «vida familiar» eran dos conceptos que no casaban juntos.


Él se lo había reconocido implícitamente en la isla.


–Mi relación con Jesica Monroe no tiene nada que ver con mi relación contigo –afirmó con tirantez–. Nosotros vamos a casarnos y vamos a tener un hijo.


–No lo he olvidado, te lo aseguro –murmuró ella molesta. La sangre se le agolpaba en las sienes, en el cuello. Estaba pasando algo entre ellos que no terminaba de entender y eso la enfurecía. Le molestaba–. Pero sigo sin creer que tú hubieras escogido de buena gana este papel.