martes, 21 de abril de 2015

CHANTAJE: CAPITULO 11




Paula se había olvidado de la existencia de la cabaña. La última vez que se alejó tanto de la casa no pudo seguir avanzando por culpa de la maleza.


Pero Pedro se había encargado de reformar la pequeña cabina que Lily había mandado construir para él cuando era joven. El terreno que la rodeaba había sido desbrozado y se habían sustituido los viejos tablones del porche. En el interior sonaba música rock a todo volumen. Al girar la esquina vio un aparato de aire acondicionado bloqueando la ventana lateral.


Allí era donde Pedro había pasado los últimos días. Paula había estado evitándolo, a él y los recuerdos del bar, durante una semana. Las noches no habían sido fáciles, pero rara vez coincidían a la hora de acostarse o al levantarse, y durante las horas de sueño Paula se acurrucaba en un lado de la cama para evitar rozarse con Pedro.


Haría lo que fuese para que no se repitiera la noche de bodas. Pedro había entrado en la habitación justo cuando ella salía del baño con un pantalón corto de pijama y una camiseta holgada. La intensa mirada de Pedro la hizo meterse rápidamente en la cama. Pero cuando cerró los ojos como una solterona remilgada oyó los ruidos de Pedro al desvestirse y no pudo evitar imaginárselo semidesnudo.


Los días no eran mucho mejores. Luciano había servido como amortiguador mientras estuvo en la casa, pero Paula se alegró cuando volvió a Carolina del Norte porque sus miradas especulativas la sacaban de quicio… Bastante tenía ya cuando se atrevía a mostrarse en público. En semejantes circunstancias no era extraño que Pedro necesitara un lugar para estar solo.


Al ver la valla que señalaba la división entre la finca de Alfonso Manor y los terrenos de la fábrica pensó que aquella cabaña era lo máximo que podría alejarse de ella.


Llamó a la puerta y esperó. La música que sonaba en el interior estaba tan alta que le atronaba la cabeza. Llamó otra vez, y al no recibir respuesta se atrevió a girar el pomo.


Pedro estaba de pie en el rincón más alejado de la puerta, de espaldas a ella. Una espalda desnuda y musculada que a Paula se le hizo la boca agua. El sudor le resbalaba por la columna y desaparecía bajo los pantalones cortos color caqui. Armado con un cincel y un martillo, esculpía un bloque de piedra con una concentración absoluta. Otras esculturas a medio acabar esperaban su turno en las mesas. El centro de la estancia lo ocupaba un armario bajo con la superficie llena de herramientas. Paula lo observó todo maravillada. 


Sabía que Pedro tenía una próspera empresa dedicada a la importación y exportación de obras de arte, pero no que él mismo las crease. Le dolió que no hubiera compartido aquella afición con ella, pero ¿por qué iba a hacerlo? Que ella deseara conocerlo no significa que él sintiera lo mismo.


Verlo moverse era como contemplar el arte en movimiento. 


La flexión de sus músculos recordaba las orquestadas ondulaciones de la superficie marina.


Pedro –lo llamó, pero la canción de Nirvana ahogaba cualquier otro sonido en la habitación.


Se acercó y lo tocó en el hombro con la punta de los dedos.


Solo pretendía advertirlo de su presencia, pero sus dedos bajaron por la espalda como si tuvieran voluntad propia.


Él miró por encima del hombro y su expresión se ensombreció al verla. Transcurrieron varios segundos antes de que se girara hacia el equipo de música para apagarlo.


–Te he llamado, pero… –intentó justificarse ella, con las mejillas ardiéndole, como si hubiera hecho algo malo.


Él dejó las herramientas en la mesa y la miró de frente, ofreciéndole una imagen espectacular de su torso desnudo. 


Paula tragó saliva y se obligó a mirarlo a los ojos.


–No pasa nada –dijo él en tono reservado–. ¿Qué puedo hacer por ti?


Ella miró alrededor, intentando no fijarse en su impresionante musculatura.


–Maria tenía un mensaje para ti, pero me ha dicho que aquí no hay teléfono. ¿No has traído tu móvil?


Pedro negó con la cabeza y agarró una toalla para secarse la cara y los brazos.


–Demasiada distracción.


Paula tragó saliva y desvió otra vez la mirada hacia las herramientas y los bloques de piedra.


–No sabía que esculpieras. Lily nunca me lo dijo.


–Nunca vio mi obra. No empecé a esculpir hasta después de su accidente. Me sirve para descargar la tensión.


–No soy una experta, pero parece la obra de un profesional –dijo ella, acercándose a la estatua de un caballo.


Sintió cómo él se acercaba por detrás.


–Lo es. Vendo mis obras como hacen otros muchos artistas. Hice que me trajeran los bloques de la cantera para trabajar en ellos hasta que mi ayudante y yo podamos enviarlos a Nueva York.


Una contundente explicación para recordarle que tenía una vida lejos de allí. No como ella.


–Me alegra que tengas tu obra… Me gustaría que te sintieras como en casa –cerró la boca y deseó haberse tragado la lengua. Le hacía parecer como un visitante, algo que no era y que ella no quería que fuese. Pero tenerlo tan cerca de ella, medio desnudo, le impedía pensar antes de hablar.


–Esta nunca será mi casa –declaró él rotundamente, y se apartó para apoyarse de espaldas en otra mesa de trabajo–. ¿Cuál es el mensaje?


–¿Qué?


–Has dicho que Maria tenía un mensaje para mí. ¿De quién? –el simple arqueo de sus cejas bastaba para excitarla.


–Ha llamado Bateman, el capataz. Le gustaría verte para hablar de la fábrica.


–¿Ah, sí? ¿Cuándo?


–Esta noche, después del trabajo.


–¿Quiere que nos veamos en la fábrica?


–Sí.


Pedro se puso a golpetear sus bíceps con los dedos. Estaba muy distinto aquel día, pero Paula no se atrevía a indagar y cambió de tema.


–¿Cómo sabes qué forma darle a la piedra? ¿Lo elige el cliente?


Se acercó a un bloque de piedra negra con vetas doradas a medio tallar. De momento solo se adivinaba el contorno de una cabeza humana, sin rasgos ni vida. Alargó la mano y palpó la piedra, fresca a pesar del calor que reinaba en la cabaña y contra el que nada podía hacer el aire acondicionado. La textura era basta e irregular, pero Paula se imaginó su suavidad y naturalismo cuando la obra estuviera completada.


–Es muy fácil –respondió Pedro finalmente–. Solo tienes que escuchar.


Paula giró la cabeza y lo encontró mirándola, o más bien mirando sus manos.


–¿Escuchar? ¿La piedra?


Él subió la mirada hasta sus ojos.


–Para cada artista es distinto. Casi siempre tengo una idea general, pero los detalles cambian según la composición y la complejidad de la piedra.


Paula había extendido las palmas sobre la piedra y se imaginaba a Pedro desbastándola meticulosamente hasta dar con el ángulo deseado, igual que se enfrentaba a la vida.


De repente sintió su calor varonil en la espalda y sus manos deslizándose por los brazos hasta cubrirle los dedos, que se curvaban sobre la piedra.


La respiración se le aceleró, se le erizaron los pelos de la nuca y el miedo y la excitación le desbocaron el corazón. Tal vez fuera un desconocido, pero su cuerpo lo necesitaba desesperadamente. Se había pasado las noches pensando en él, y cuanto más peligroso fuera ese anhelo más lo deseaba.


Él se inclinó hacia delante, atrapándola entre su cuerpo y la mesa de trabajo. Paula sintió el inconfundible bulto de su erección frotándole el trasero. Se arqueó hacia atrás, impulsada por un deseo más fuerte que sus miedos. Él emitió un gemido y hundió la cara en sus cabellos, muy despacio, como si actuara en contra de su voluntad. Incapaz de resistirse, Paula ladeó la cabeza para exponer el cuello a sus labios y se estremeció al sentir el calor y la humedad de su boca. Se puso de puntillas y él la rodeó por el estómago, incrementando la sensación de seguridad ante el peligro. 


Pedro siguió succionándole y mordiéndole la piel hasta llegar al hombro mientras deslizaba las manos hacia arriba, deteniéndose a escasos centímetros por debajo de los pechos.


«Por favor, no te pares», quiso gritar ella, pero se mordió el labio, pues no estaba lista para expresar sus deseos. Los pezones se le pusieron dolorosamente duros, y cuando él no se movió ella empezó a frotarse contra su cuerpo.


De pronto Pedro bajó las manos y la agarró por las caderas para detenerla. Por unos instantes ninguno de los dos se movió, hasta que Pedro despegó la boca de su hombro y la acercó al oído. Paula esperó con la respiración contenida, sospechando que no iba a gustarle lo que estaba a punto de oír.


–Paula… Tienes que irte –respiró profundamente mientras sacudía la cabeza–. Vete. Ahora.


La apretó una vez más antes de soltarla, pero ella no podía moverse. Y él tampoco.


Debería sentirse humillada por su rechazo, pero la prueba palpable de su excitación avivó el poder femenino que había enterrado en lo más profundo de su ser. Aun sabiendo que Pedro la dejaría en cuanto tuviera ocasión, quería correr el riesgo y que el deseo la consumiera. Quería que Pedro se dejara llevar y llegara adonde ningún hombre había llegado antes con ella.


Giró la cabeza y reunió todo su coraje para susurrarle:
–¿Y si no quiero irme?


–Entonces, tendré que esforzarme yo por los dos.







CHANTAJE: CAPITULO 10





–¿Puedes explicarme una vez más por qué estamos en un bar en tu noche de bodas?


–Al parecer, mi mujer cree que si estamos aquí evitaremos enfrentarnos al lecho nupcial que he puesto en su habitación.


–Con esa actitud preveo una noche de bodas bastante difícil. ¿Seguro que este matrimonio es real?


–Claro que lo es –y más tentador de lo que Pedro quería reconocer–. Cierto que es temporal, pero eso no cambia los requisitos.


Su hermano se puso serio.


–Simplemente trato de entenderlo. Procura que Paula no sea usada como un simple objeto.


–Gracias por preocuparte por mí, hermano.


–Vamos, tú sabes cuidar de ti mismo… aunque está claro que no lo haces muy bien.


La mirada entornada de Pedro no sirvió para intimidar a Luciano.


–Además, si necesitaras nuestra ayuda nos habrías llamado. Julian y yo habríamos venido en el primer avión. ¿Por qué no lo hiciste?


–¿Y que mis hermanos asistieran a mi derrota? Menuda reunión familiar hubiera sido.


–Aun así habríamos venido –insistió Luciano.


Pedro asintió. Como si no tuviera ya bastantes problemas, el bocazas de Jason estaba yéndose de la lengua en una mesa detrás de ellos. La joven camarera no dejaba de mirarlos con preocupación, pero Pedro tenía demasiada clase como para enzarzarse en una pelea con alguien que, francamente, estaba por debajo de él.


Mientras Jason no entrase en un terreno demasiado personal, Pedro dejaría pasar por alto sus provocaciones.


No quería comenzar su andadura en la fábrica despidiendo al hijo de un miembro del equipo de administración, y menos cuando ya debía de haberse corrido la voz de que iba a haber cambios en la principal fuente de ingresos del pueblo.


–¿Es verdad que el abuelo te va a poner al mando de Alfonso Mill? –le preguntó Luciano.


–Ya lo ha hecho. Llevo varios días consultando informes y la semana que viene tengo una reunión con el director.


Siguieron comiendo en silencio y Pedro volvió a fijarse en una mesa en el otro extremo del local, al otro lado de la pista de baile, donde Paula disfrutaba de la velada con un grupo de amigas.


Una luna de miel debería comenzar en el lecho nupcial, no en un bar del pueblo y en mesas separadas. El suyo no era un matrimonio de verdad y debería olvidarse de camas y duchas compartidas, pero no podía dejar de mirar a su mujer y fantasear con ella. Su vestido sin mangas era demasiado elegante para un ambiente como aquel, pero Paula parecía encajar a las mil maravillas y prodigaba sonrisas a todo el que se paraba a saludarla. Su carácter amable y generoso la convertía en alguien muy apreciado en la comunidad.


Ojalá pudiera reservar para él una pequeña porción de esa cordialidad, en vez de salir huyendo en su noche de bodas…


–¿Qué planes tienes para la fábrica? –le preguntó Luciano–. Por lo que dice Jason no parece que vaya a ser un camino fácil. Pero seguro que cuando te conozcan les caerás mejor que el viejo Renato.


–Aún no he diseñado una estrategia. Antes tengo que resolver lo que está pasando en la fábrica y nombrar a un gerente. Luego me largaré a Nueva York y seguiré con mi vida.


–¿Piensas ganarte su confianza para luego marcharte sin más?


–No, voy a ganarme su confianza para saber exactamente lo que el pueblo necesita. Un buen administrador sabrá mantener el orden, hacer que el negocio vaya viento en popa y mantener a raya a los payasos como Jason –apuntó a su novia con el vaso de whisky–. Paula será de gran ayuda para conseguir que la gente me acepte. Mira cuánto les gusta a todos.


–Sí –afirmó Pedro–. La gente del pueblo la quiere mucho, pero para conseguir que te ayude tendrías que convencerla para estar en la misma habitación que tú… Y no te será fácil si seguís cada uno en un extremo del bar.


Una camarera se había parado a hablar con Paula mientras se golpeaba la pantorrilla con la bandeja vacía. 


Paula no se había percatado de la presencia de Pedro, ya que él había elegido expresamente un sitio para poder observarla sin que lo viera. Quería ver cómo se comportaba realmente, mostrando la parte de sí misma que a él le ocultaba. Pero aquella encantadora sonrisa y aquellos magníficos hombros al descubierto lo tenían encandilado.


Al día siguiente todo el pueblo sabría que estaban casados. 


Pedro sabía que la gente necesitaba creer que su matrimonio significaba algo. Al menos mientras él estuviera allí.


Se levantó y se dijo que estaba haciéndolo porque era lo mejor para su futuro.


–A por ella, tigre.


Pedro le dio un fuerte manotazo a su hermano, lo dejó frotándose el hombro y cruzó el bar en dirección al grupo de mujeres en el rincón. Sentía todas las miradas fijas en él, y a pesar de la música casi podía oír los murmullos de asombro.


Y entonces Paula lo miró, le mantuvo la mirada y el cuerpo de Pedro reaccionó al instante.


–¿Quieres bailar, Paula?


Los ojos se le abrieron como platos, llenos de pavor, y el rostro se le contrajo un momento antes de negar con la cabeza.


–¿Estás segura? –insistió él. Le tendió la mano y se fijó en que no llevaba puesto el anillo.


Esa vez ella aceptó y dejó que la levantara. Pedro la alejó del grupo de amigas, que se quedaron cuchicheando, y la llevó al otro extremo de la pequeña y abarrotada pista de baile. Apenas había espacio para moverse, pero Pedro solo quería que los vieran juntos y que el pueblo empezara a aceptarlos como pareja.


No lo hacía por abrazarla. Por supuesto que no.


Por desgracia, Paula no parecía dispuesta a colaborar. 


Estaba rígida como un palo y con todos los músculos en tensión. Pedro la acercó un poco más e intentó abstraerse del roce de sus cuerpos. Imposible. Era delicioso tenerla así…


–Puedes relajarte, Paula. Al fin y al cabo, estamos casados y este es nuestro primer baile.


Ella le clavó la punta de los dedos en las palmas.


–Lo siento. No es por ti. Es que no suelo bailar mucho.


Él la miró fijamente, aunque ella se empeñaba en mirar a lo lejos.


–¿Por qué pasas nuestra noche de bodas en un bar sin mí?


–No es una noche de bodas real.


La gran cama de matrimonio sugería lo contrario.


–¿Es eso lo que quieres hacer creer? –le preguntó, señalando con la cabeza a la multitud.


–No –se tropezó y se rozó contra él durante un segundo delicioso–. Es… No sé.


–¿Por qué has venido aquí esta noche?


Ella se encogió tímidamente de hombros.


No era una respuesta, pero Pedro no la presionó. No quería saberlo, aunque podía adivinarlo. Para alguien como Paula no debía de ser muy agradable compartir la cama con un desconocido, mientras que para él había sido su modus operandi durante años.


Le agarró las manos y se las puso en los hombros. Luego la rodeó con sus brazos, posando una mano en el borde del vestido y sintiendo por primera vez la piel que había estado codiciando.


Ella lo miró con ojos muy abiertos, pero poco a poco se fue relajando.


–Eso está mejor –dijo él, relajándose con ella–. No queremos que nadie piense que no te gusto. Todo el pueblo debe de haberse enterado ya de lo nuestro.


Ella sonrió y él se maravilló de lo cómodo que se sentía abrazándola y mirándola. Las alarmas sonaban en un rincón de su cabeza, pero quedaban ahogadas por el fragor de la sangre que le corría por las venas. Su mano actuó como si tuviera voluntad propia y le acarició la espalda descubierta, metiéndose bajo sus cabellos para encontrar el punto más sensible de la nuca. ¿Cómo sería repetir el beso de aquella mañana?


No, de eso nada. Renato estaría encantado si consumaran el matrimonio y le dieran otra generación para controlar. 


Pero Pedro no tenía intención de quedarse el tiempo suficiente para que eso ocurriera, por muy tentadora que fuese su mujer. No iba a dejar que su abuelo volviera a controlar su vida.


–No debes tener miedo de mí, Paula –murmuró con la boca pegada a su pelo–. No tienes que hacer nada que no quieras. Sé que no querías esa cama, pero alguien tenía que tomar la decisión. Solo intento cumplir los requisitos de Renato para que puedas quedarte con Lily.


Sintió el suspiro de Paula pegado a su garganta.


–¿Y tu forma de ser caballeroso es meter un colchón en mi cuarto sin mi permiso?


–Es un colchón muy cómodo, ¿verdad? –bromeó él.


Ella se apartó para fulminarlo con la mirada.


–Estoy hablando en serio, Pedro.


Él también se detuvo y miró seriamente sus ojos color chocolate.


–Te prometo que mantendré las manos quietas… A menos que me pidas lo contrario.


Ella entreabrió los labios, pero ninguna palabra salió de su boca. Su expresión reflejaba su conflicto interno, y Pedro entendió que no sabía si reprenderlo o aceptar su oferta.


Por suerte para ambos la canción terminó y la pista de baile se llenó de parroquianos listos para bailar el country. Pero Boot Scootin´and Boogie no los libraría de la larga noche que tenían por delante.






CHANTAJE: CAPITULO 9




Ninguna mujer debería casarse con uniforme sanitario, aunque la boda no fuese de verdad.


No había tenido tiempo de cambiarse cuando Renato la requirió en el estudio. Creía que solo quería hablar de Lily o de su estado de salud, pero al entrar se encontró con un juez del pueblo. No le quedó más remedio que esperar estoicamente a que acabara aquel drama.


Pedro, en cambio, ofrecía un aspecto mucho más elegante con sus pantalones caquis, su polo negro y su pelo perfectamente peinado.


Estaba hecha un manojo de nervios y no sabía qué hacer. 


No había manera de evitar aquella boda, y salir corriendo del estudio no sería el comportamiento más apropiado en una novia. Lily le había enseñado a comportarse como una dama. ¿Serían los genes de su alocada madre, que intentaban abrirse paso?


–¿Estás bien? –le preguntó Pedro en voz baja–. No tenemos por qué hacerlo ahora, si no quieres.


Claro que tenían que hacerlo, aunque la tímida esperanza que brillaba en los ojos de Pedro la puso triste y por un momento deseó que todo aquello fuera de verdad.


–No, estoy bien.


Nolen apareció detrás de Pedro.


–¿Quieres que venga alguien en especial, señorita Paula? Puedo hacer una llamada.


Paula no supo si la expresión sorprendida de Pedro se debía a la sugerencia de Nolen o a la posibilidad de que ella quisiera tener a alguien allí. Lo último que ella necesitaba era que uno de sus padres estuviera presente, y su hermano lo vería como una pérdida de su precioso tiempo. Además, cuanta menos gente lo supiera, mejor. Al menos por el momento, porque la verdad no tardaría en difundirse.


–No, Nolen. Toda la familia que necesito está aquí –miró a Pedro a los ojos–. Estoy lista.


El juez Harriman la miró fijamente unos segundos, como si conociera los secretos que ella intentaba ocultar a toda costa. Pero nadie los sabría nunca.


–Vamos allá –dijo Renato desde detrás del escritorio.


–Queridos amigos aquí presentes, nos hemos reunido hoy para unir a estas dos personas en sagrado matrimonio…
»Unid vuestras manos y repetid conmigo: Pedro, ¿aceptas a Paula como tu legítima esposa y prometes serle fiel en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza, y amarla y respetarla todos los días de tu vida?


–Sí, acepto.


¿Era su imaginación o la voz de Pedro resonó en la habitación?


–Y tú, Paula, ¿aceptas a Pedro…?


«Por Lily».


–Sí, acepto.


–Con este anillo, yo te desposo…


En vez de mirar las alianzas doradas que aparecieron de repente, Paula se puso a hacer una lista de todas las cosas que tenía que hacer para Lily aquella tarde. Y al día siguiente. Y al otro.


Finalmente, el juez Harriman puso fin al suplicio.


–Por el poder que me confiere el Estado de Carolina del Sur, yo os declaro marido y mujer. Puedes besar a la novia.


Paula no había pensado en aquella parte. Por suerte, Pedro demostró tener más sentido común que ella. Le levantó el rostro mientras se giraba hacia ella y Paula se fijó en los detalles más minimos: el áspero tacto de sus dedos, la diferencia de sus estaturas, el suave roce de sus labios…


«Por mí».


Su cerebro dejó de funcionar y dejó paso a las sensaciones. 


Un fuerte hormigueo que no se había esperado y un calor abrasador que sí se esperaba. Pero fue el impulso de acurrucarse contra Pedro lo que la hizo apartarse.


–No ha sido tan malo como creías, ¿eh, chico? –se mofó Renato.


Paula recuperó la noción de la realidad y vio el disgusto reflejado en el rostro de Pedro mientras miraba a Renato y se lamía los labios.


–Dulce –dijo en tono inexpresivo–. Algo que nunca podrás entender, abuelo.


Paula sintió que se ponía colorada. Afortunadamente el juez ignoró los comentarios y procedieron a las firmas. 


Cuando todo estuvo oficialmente en regla, se abrió la puerta y apareció Maria… con una tarta nupcial.


–¿Pero qué has hecho, Maria? –le preguntó Paula, acercándose a ella con el pretexto de ayudarla.


–Qué pregunta… ¿Y a ti cómo se te ha ocurrido casarte con esta ropa? ¡Las bodas hay que festejarlas, cariño!


Paula se limitó a sonreír y cortar la tarta, esperando que Lily se sintiera orgullosa de ella.


Mucho rato después, estaba ayudando a recoger los restos cuando oyó que alguien entraba en la casa y un hombre apareció en el umbral.


Luciano Alfonso. El hermano menor de Pedro. Un famoso piloto de carreras con una sonrisa que hacía estragos entre las mujeres y una sangre fría que no perdía en ninguna situación. Para Paula había sido como un hermano mayor adoptivo. Sus visitas eran las más frecuentes, por lo que nunca se perdió la amistad de la infancia.


–¿Qué estamos celebrando? –preguntó con su seductora sonrisa.


Vio a Paula, la tarta, a Maria y al grupo de hombres al fondo, y sus ojos azules se abrieron como platos cuando vio a su hermano. Solo tardó dos segundos en adivinar lo que ocurría.


Se abalanzó hacia la mesa de su abuelo y plantó las manos en la superficie de caoba, sin importarle que los papeles cayeran al suelo.


–¿Se puede saber qué has hecho? –exclamó.


Paula quería echarse a llorar. ¿Cuándo acabarían los horrores del día de su boda?