sábado, 13 de enero de 2018

LA AMANTE DE LOS VIERNES: CAPITULO 11





Paula llevó la taza de chocolate a la cocina y la tiró por el fregadero. Después, se sirvió una copa de vino. Se sentía frustrada, confundida, no podía dejar de pensar en todo lo que había sucedido durante la última media hora.


Todo le parecía vergonzoso, empezando porque Pedro la hubiese pillado con una mascarilla de aguacate, pepino y leche en polvo en la cara. ¡Qué elegante! Y había terminado de humillarse cuando él la había tocado y besado. Pedro había dicho que era como una droga, pero había conseguido excitarla en un momento.


Por suerte, había parado a tiempo. Pedro Alfonso estaba ocupando demasiados de sus pensamientos últimamente. 


Pensaba en él varias veces a la semana, y siempre se estremecía de deseo al hacerlo. Además, a excepción del viernes, el resto de los días de la semana le parecían un aburrimiento.


Lo que le faltaba era tener su imagen también allí, en su salón, desnudo, haciéndole el amor.


Puso la televisión y volvió a apagarla, al fin y al cabo, pensar en tener sexo con él era mejor que pensar en tener cualquier otra cosa. Al haber empezado la relación sólo con sexo, no había cabida para nada más. Pedro nunca la conocería de verdad, no se la tomaría en serio. Si hasta su padre, que era su mayor admirador, pensaba en ella como en un adorno. A pesar de sus esfuerzos por cambiar su modo de vida y de demostrar al mundo quién era en realidad, era más sencillo aceptar el cinismo y seguir adelante. No obstante, tenía derecho a proteger su corazón en el proceso.


El martes, Paula estuvo a punto de verse implicada en un accidente de tráfico, aunque le dio poca importancia hasta que, diez minutos más tarde, se dio cuenta de que había un coche gris que la estaba siguiendo. La siguió al supermercado y a casa de sus padres. Divertida, le dio la vuelta a la manzana varias veces. Y el coche la siguió. 


Paula se detuvo y abrió la puerta. Y el coche gris aceleró y torció la esquina. Al pasar por su lado, Paula vio que era un hombre de pelo oscuro, con las gafas de sol en la cabeza y anchos hombros.


Intentó olvidarse de él, pero no pudo. Al día siguiente, mientras esperaba el ascensor en su edificio, vio a un hombre gigante salir de él. Llevaba un traje negro, gafas de sol y la cabeza casi afeitada. A pesar de no verle los ojos, hubo algo en su expresión cuando la miró, que la hizo estremecerse.


Una vez dentro de su apartamento, siguió con aquella extraña sensación. Corrió las cortinas, se sirvió un refresco y empezó a prepararse la cena sin dejar de darle vueltas al tema.


Estaba comportándose como una tonta y no sabía si era por las fotos, o porque se temía que, si descubrían lo suyo con Pedro, tendrían que dejar de verse.


Siempre se había sentido segura en su casa. No había portero a la entrada, aunque sí una persona. Roben, que se ocupaba del mantenimiento del edificio. Además, los residentes utilizaban una tarjeta para acceder, aunque tal y como le había demostrado Pedro el sábado, cualquiera podía hacerlo.


Cuando salió a la mañana siguiente le preguntó a Roben si había visto al hombre corpulento con el que se había encontrado en el edificio el día anterior.


—¿Un hombre grande, con traje y gafas de sol? —preguntó él.


Paula asintió.


—No lo vi en el edificio, pero hubo un tipo en la acera de enfrente durante casi todo el día de ayer, sentado en un coche o apoyado en él. Me dio la sensación de que estaba vigilando el edificio y pensé que tal vez era un policía.


—¿Qué coche tenía?


—Un Mercedes. Plateado.


Paula no tenía ni idea de qué coche la había seguido el día anterior, pero la diferencia entre plateado y gris se podía interpretar de muchas maneras.


Más tarde ese mismo día, volvió a ver el mismo coche que la seguía de vuelta a casa. Aparcó en cuanto pudo, entró en una cafetería y pidió algo de beber. Unos minutos más tarde entraba en el local el mismo hombre corpulento, con gafas de sol, que se sentó con un periódico delante de la cara.


Paula decidió aclarar las cosas, no quería quedarse con la duda y, además, era un buen sitio, ya que estaban rodeados de gente.


Vació su taza, se levantó y fue hasta su mesa.


—¿Es éste? —le preguntó en voz alta—. ¿El periodicucho para el que trabaja?


El hombre bajó el periódico y la miró con las gafas de sol todavía puestas.


—¿Perdone?


—Quiero saber para quién trabaja —repitió Paula.


El hombre tomó su taza y bebió.


—Sólo estoy haciendo tiempo, leyendo el periódico —contestó.


Paula frunció el ceño. ¿Por qué no le respondía?


—¿Niega haber estado siguiéndome por toda la ciudad?


La mujer que había en la mesa de al lado los miró con curiosidad al reconocer a Paula.


—No sé de qué está hablando, señorita Chaves —respondió el hombre con insolencia.


Paula suspiró. No estaba consiguiendo nada, salvo montar un espectáculo, pero al menos el tipo sabía que lo había pillado.


—Déjeme en paz —murmuró Paula antes de salir de la cafetería.


Mientras volvía al coche pensó que debía de ser un periodista. O eso, o un detective privado. ¿Pero quién iba a querer investigarla a ella?


Se acordó de la demostración de celos que le había hecho Pedro al llegar a su casa, pero la idea le pareció ridícula. Cada uno tenía su vida y no había un compromiso entre ambos. Las fotografías que le habían enviado habían hecho que dejase correr su imaginación y se volviese paranoica.


Durante el resto de la semana no volvió a pasar nada y el viernes, cuando llegó al hotel a las dos de la tarde, ya se le había olvidado el tema y sólo pensaba en volver a ver a Pedro.


Normalmente Pedro pedía la llave de la habitación y la esperaba allí, así que iba de camino a los ascensores cuando vio en recepción a dos hombres que le daban la espalda. Uno de ellos era Pedro. Paula se quedó un momento detrás de una planta y decidió que lo mejor sería esperar a que él subiese e ir detrás, por si alguien la reconocía.


Entonces, Pedro se dio la vuelta y habló con el hombre que tenía al lado. Era un hombre grande, con la cabeza afeitada y gafas de sol.


Paula se quedó helada. Era él, el hombre de la cafetería. 


Estaba segura.


Casi ni se dio cuenta de que Pedro iba hacia los ascensores.


Su mirada siguió clavada en el otro hombre, que se había quedado donde estaba, observando a Pedro.


Se dijo a sí misma que tenía que permanecer tranquila, pensar con la cabeza fría. El hombre le estaba dando la espalda, así que decidió escapar. Condujo hasta casa medio aturdida y subió a su apartamento. Una vez allí, empezó a temblar.


¿Podía ser cierto? ¿Pretendía Pedro desestabilizarla? ¿Estaba haciendo que la siguieran porque creía que se estaba acostando con Jeronimo? Estuvo dándole vueltas durante una hora, hasta que sonó el teléfono y se preparó para lo peor, pensando que era él.


Pero era su madre. Saul había sufrido un infarto y se lo habían llevado al hospital. Paula corrió, olvidándose de Pedro Alfonso por completo. Al salir de casa en coche vio a Roben, que la saludó con la mano. Un segundo después oyó un estruendo, como una explosión.


Con el corazón latiéndole a toda velocidad por el miedo y la impresión, miró por el espejo retrovisor y vio detrás de ella un coche gris, la puerta del pasajero estaba abollada. Buscó a Roben con la mirada y se sintió más tranquila al verlo cruzar la calle, en dirección a ella. Abrió la puerta.


En ese momento vio a Pedro Alfonso saliendo del coche gris. Su Mercedes gris.


Se quedó helada, con la boca abierta, inmóvil.


—¿Estás bien? —le preguntó él, que había llegado a su lado en dos zancadas y parecía preocupado.


—¿Qué crees que estás haciendo? —le preguntó, apretando los puños.


—¿Está bien, señorita Chaves? —quiso saber también Roben.


Ella lo ignoró y miró fijamente a Pedro.


—¿Por qué no miras por dónde vas? —le dijo éste en tono airado—. Podías haberte hecho daño…


—Me has encerrado tú, a propósito. ¿Por qué me estás siguiendo?


—He venido a ver dónde estabas. Te he estado esperando durante casi una hora.


—Ya tenías a tu gorila para hacerte compañía. Ahora, quítate de mi camino, tengo prisa —volvió a su coche y abrió la puerta.


—¡De eso nada! —exclamó él, agarrándola del brazo.


Roben protestó en voz baja.


—No pienso quedarme esperándote, Paula. Es la segunda vez que me das plantón. Será mejor que tengas un buen motivo.


Ella se zafó de él, desesperada por marcharse y ver a su padre.


—Me estás siguiendo, estás vigilándome. Y quiero que dejes de hacerlo —le dijo, metiéndose en el coche, pero Pedro no dejó que cerrase la puerta.


—¿De qué estás hablando?


—¡Mantente alejado de mí, Pedro! —le advirtió casi a gritos. Luego, miró a Roben—. Tengo un testigo. Me estás acosando y quiero que me dejes en paz.


—Con mucho gusto —contestó él sin soltar la puerta—. Te crees demasiado buena, Paula Chaves.


Dicho aquello cerró la puerta con fuerza y volvió a su coche.


Lo arrancó y se marchó de allí.


Paula apoyó la frente en el volante, estaba temblando. Por increíble que fuese, su ira había desaparecido con Pedro, y en ese momento se sentía confundida. No obstante, no tenía tiempo para pensar en aquello. Tenía que ir al hospital.


Roben golpeó la ventanilla.


—Lleva la luz trasera rota, señorita Chaves. Tendrá que llevarla a arreglar.


Ella hizo una mueca.


—Luego, Roben. ¿Era ese coche el que habías visto enfrente del edificio esta semana, en el que estaba el tipo fuerte con gafas de sol?


Roben negó con la cabeza.


—No, señora. Era un Mercedes, pero plateado, no gris.




LA AMANTE DE LOS VIERNES: CAPITULO 10





Pedro llamó al timbre y sonrió al oír su voz preguntando quién era.


—Soy Pedro. Ábreme, Paula.


Tuvo que esperar medio minuto más hasta que se abrió la puerta. Ella se asomó por una rendija, tapándose la parte inferior de la cara. Pedro no tardó en darse cuenta de lo que pasaba, una substancia verde clara cubría casi todo su rostro. Llevaba el pelo suelto, pero apartado de la cara con una diadema. Vestía un pijama de seda azul claro, estaba descalza y tenía cara de pocos amigos.


Pero eso no significaba que fuese a librarse de él.


—¿Estás enferma?


—No —con el ceño fruncido, miró por encima de su hombro a ver si había alguien más en el rellano y luego retrocedió.


—¿Estás esperando a alguien?


—¿Tengo aspecto de estar esperando a alguien? —le preguntó, haciéndole un gesto para que entrase—. Pasa antes de que te vean.


Pedro entró y esperó a que cerrase la puerta. A pesar de la mascarilla verde, se dio cuenta de que Paula se había ruborizado.


—¿Cómo has subido hasta aquí?


Él se encogió de hombros.


—Alguien abrió la puerta y yo entré detrás.


—No deberías haber venido.


Pedro estaba empezando a perder la paciencia. Llevaba veinticuatro horas calentándose poco a poco. Había tenido una fuerte discusión con su padre la noche anterior, después de que éste le confirmase sus planes de contratar a un detective privado para que investigase a uno de los directivos de Saul por corrupción. Cada vez era más evidente que el viejo no tenía intención de retirarse, al menos, mientras que Saul siguiese a tiro.


Y al leer los periódicos, Pedro se había enfurecido todavía más.


—Teníamos una cita.


—Te he mandado un mensaje.


Pedro juró entre dientes. Un mensaje en el que no ponía nada: Lo siento, me ha surgido algo.


No le habría importado que anulase su cita semanal si no la hubiesen fotografiado comiendo el viernes con Jeronimo Cook, el playboy más despreciable del planeta. Un ex jugador de rugby profesional que destruía habitaciones de hotel, lanzaba cosas a camareros y despilfarraba el dinero. Y que había tenido un sonado romance con Paula un año antes.


La última campaña de su padre en contra de Saul lo había llevado a tomar la decisión de aliarse con ella, pero la señorita parecía cómoda con el statu quo. Tenía que convencerla de alguna manera de que quisiera más, tenía que desequilibrarla lo suficiente como para que empezase a pensar en él de otra manera.


De ahí la inesperada visita. La idea de que Cook le hubiese puesto las manos encima le ponía enfermo. La agarró del escote del pijama y la atrajo hacia él.


—Os he visto a Jeronimo y a ti en el periódico esta mañana… ¿Te gusta, Paula?


Su cuerpo chocó contra el de él y, con el estirón, se le desabrochó el primer botón, dejando al descubierto un cremoso pecho.


¿Con cuántos hombres compartiría su cuerpo? Aquella pregunta llevaba horas torturándolo. ¿Cuántos hombres saboreaban aquella boca perfecta, mordisqueaban su suave piel?


Ella lo miró fijamente, molesta, y se ruborizó. Apoyó las manos en su pecho y se preparó para contestar.


—No sabía que al hacerme un regalo me convertía en tu propiedad.


—Y no es así, pero tus viernes por la tarde son míos, no de Jeronimo Cook.


—Jeronimo es sólo un amigo —dijo ella, levantando la barbilla de manera desafiante—, pero, de todos modos, eso no es asunto tuyo.


—Un amigo. Pensé que estabas contenta con lo nuestro.


—Y lo estaba. Lo estoy, pero creo que nos están vigilando


Pedro arqueó una ceja, esperó.


Ella suspiró, se cerró el escote del pijama y fue hacia el salón. Pedro la siguió sin perder de vista el balanceo de sus caderas.


Paula tomó un sobre de encima de la mesa y se lo tendió.


—Llegaron ayer.


Pedro abrió el sobre y sacó dos fotografías de Paula entrando y saliendo del hotel. Por la ropa, la fotografía era de su último encuentro.


—A ti siempre hay alguien que te sigue, y que te fotografía —comentó, devolviéndole las fotos—. ¿Cuál es el problema?


—Que me las enviaron ayer por la mañana. No había ninguna nota. Ni el nombre del remitente.


—¿Y por eso has ido corriendo a refugiarte en los brazos de Jeronimo Cook?


—¿Por qué crees que fuimos a Backbencher's Bar, Pedro?


—Porque debe de ser el único sitio en el que todavía le dejan entrar.


—Porque los viernes está lleno de fotógrafos. Era para dejar un rastro falso a la persona que nos estuviese siguiendo.


Pedro procesó su tono, su seria expresión e intentó luchar contra los celos. Lo que decía Paula tenía sentido.


No lo había hecho para ponerlo celoso, ni para arreglar las cosas con su ex amante. Se sintió muy aliviado y pensó en cuál era su objetivo esa noche: despertar el interés de Paula por él.


—Sírvete algo de beber —le dijo ella señalando el pequeño bar que había en un rincón—. Voy a lavarme la cara.


Pedro la siguió con la mirada hasta que desapareció por la primera puerta que había en el pasillo. Debía de ser su habitación. Aquello le daba la ocasión de explorar, de intentar conocerla mejor.


Recorrió el salón mirándolo todo.


Era un apartamento moderno, minimalista, pero sorprendentemente hogareño y cálido. Uno de los sofás de cuero negro estaba cubierto de papeles. También los había encima de la mesita de café, al lado de una taza cuyo contenido humeaba. Las cortinas estaban corridas, pero era evidente que las vistas de la ciudad y el puerto eran impresionantes desde la decimotercera planta de aquel edificio. Las paredes estaban vacías, salvo en la zona del comedor, donde había dos grandes bocetos, uno frente a otro. Uno de ellos representaba a una pareja de los años 20, sentada a una mesa. La mujer apartaba la mirada con timidez y el hombre la agarraba con fuerza por la muñeca y le besaba el brazo. En la otra imagen aparecía una pareja bailando, tal vez un tango, decidió Pedro.


En el bar había de todo, pero a Pedro no le apetecía tomar alcohol. Se acercó al sofá, hizo un montón con los papeles y los dejó en la mesita de café.


En lo más alto había un listado de propiedades, arrancado de una revista inmobiliaria. En él aparecía una vieja casa de campo en Marlborough Sounds, en lo alto de South Island. 


Un lugar que no podía interesar a Paula. La señorita podía permitirse comprar la isla entera, ¿para qué iba a querer una casa medio derruida?


Aunque, ¿qué sabía él de lo que le gustaba o no?


Mientras esperaba a que volviese miró la siguiente hoja del montón y vio una carta con el membrete de la Fundación Elpis. El autor era el reverendo Russ Parsons, un viejo amigo de la familia.


Antes de que le diese tiempo a leer su contenido, Paula volvió con la cara limpia y sin diadema. Pedro casi sonrió al darse cuenta de que se había cambiado. Llevaba un jersey color crema y unos pantalones negros, todo mucho menos tentador que el pijama. Era evidente que Paula no confiaba en que fuese capaz de mantener las manos quietas.


La vio sentarse en el brazo del sillón. Seguía descalza y llevaba las uñas de los pies pintadas de rosa. Pedro se tragó los últimos rastros de su ira y de sus celos y pensó que así era Paula cuando estaba sola por las noches. Recién bañada, oliendo a limpio, con el pelo cepillado y brillante, la piel limpia, resplandeciente.


Sin duda, había notado su escrutinio y parecía inquieta.


—Bonito apartamento —comentó Pedro.


Paula se fijó en que tenía las manos vacías.


—¿No querías tomar nada?


No le apetecía nada, pero una copa sería una buena excusa para quedarse más tiempo, romper el hielo.


—Un whisky estaría bien.


Ella torció el gesto, como si no hubiese esperado que aceptase la copa, y se levantó a preparársela con educación, pero de mala gana. Tampoco le sonrió cuando se la llevó.


Pedro tomó la taza que había en la mesita de café, cuyo contenido se estaba enfriando, y se la tendió. La situación le pareció inverosímil. Paula Chaves en casa y sola un sábado por la noche, con una mascarilla en la cara y un tazón de chocolate caliente como única compañía.


Paula aceptó la taza. Ambos siguieron en silencio.


—¿Estás pensando en invertir en alguna propiedad? —le preguntó Pedro, tomando el recorte. Marlborough Sounds era siempre una buena inversión.


—Ya la he comprado.


—No te imagino haciendo chapuzas —comentó extrañado.


Ella hizo una mueca, pero no sonrió.


—Pues te sorprendería.


Pedro se echó hacia atrás y apoyó el brazo en el respaldo del sofá. Se miraron a los ojos durante unos segundos y el deseo empezó a emerger. Estaba tan guapa, tan natural sin maquillaje. Se dio cuenta de que ella también sentía la increíble atracción que había entre ambos. Cada encuentro era como el primero en el ascensor. Un deseo insaciable que lo golpeaba como una bala entre los ojos.


Como en aquel instante.


Paula rompió la magia del momento bajando la mirada a su taza.


—Estás… diferente —le dijo—. ¿Qué ha pasado?


Después de hacerle la pregunta, cambió de posición, como si estuviese inquieta, Pedro no había imaginado que pudiese sentirse insegura.


—Te deseo, Paula —contestó con sinceridad—. Eso no ha cambiado.


—Y puedes tenerme —dijo ella, mirándolo a través de sus tupidas pestañas—. Los viernes. En el hotel.


Pedro no le sorprendía que se hubiese dado cuenta de su cambio de comportamiento. A pesar de lo poco que habían hablado, había visto en ella a una mujer intuitiva, muy diferente a la heredera mimada que había pensado que era.


Maldijo a su hermano por haberle metido la idea de conquistarla en la cabeza, maldijo a su madre por pensar que era el perenne hijo obediente, y a su padre, también, por ser tan vengativo e intransigente. Si no hubiese sido por todos ellos, habría seguido siendo feliz, como antes. Pero en esos momentos sentía la excitación del placer prohibido.


—Tal vez sea porque te veo en el juicio todos los días —sugirió. Era una buena mentira, como cualquier otra.


Paula asintió.


—Por cierto, siento mucho el comportamiento de mi padre el otro día.


Ella se encogió de hombros y eso hizo que Pedro se fijase en su pecho, no llevaba sujetador debajo del jersey.


—Son los dos iguales.


—¿Qué haría Saul si se enterase de lo nuestro?


—No quiero ni pensarlo.


Aquél era su mayor escollo. Tenía que conseguir que Paula se sintiese tan atada a él que se olvidase de la cólera de su padre.


—¿Y el tuyo? —le preguntó ella de manera educada.


Pedro le dio un trago a su copa y se preguntó si debía ser sincero. Las mentiras tenían las patas muy cortas, así que era mejor no complicarse.


—No le gustaría —contestó—, pero esto no tiene nada que ver con él, ¿no crees?


Paula suspiró y apartó la mirada.


—Tal vez deberíamos…


—Yo no estoy preparado para que dejemos de vernos —la interrumpió, adivinando sus palabras. Estaba que se subía por las paredes después de una semana de abstinencia. Era una tortura verla todos los días en el juicio y no poder tocarla.


—¿Y las fotografías? —insistió ella.


Pedro ya había aguantado suficiente. La deseaba tanto que no podía esperar más. Se levantó y se cernió sobre ella, que levantó la cabeza, sorprendida.


—Eres como una droga para mí —le dijo Pedro—.
Una adicción. Todos los viernes, cuando salgo del hotel, me digo que va a ser la última vez… —confesó mientras luchaba por controlarse, comportarse de forma educada y responsable, como lo había hecho durante toda su vida.


Al fin y al cabo, era un hombre de negocios, no uno de sus playboys. Le acarició el pelo y eso lo tranquilizó.


—Pero luego cambio de idea y empiezo a pensar en el viernes siguiente —terminó.


Le acarició la mejilla y ella agitó las pestañas tal y como él había esperado que hiciera.


—Es sólo sexo, Pedro —murmuró Paula, girando la cara para darle un beso en la palma de la mano.


Él se dio cuenta de que se le había quedado una mancha verde al lado de la oreja y se la limpió con cuidado. Al notar su caricia, Paula entreabrió los labios.


—Sí, lo es —admitió él.


Le acarició la garganta e hizo que se le acelerase el pulso, que se acercase un poco más a él. Tenía la piel muy suave y Pedro se agachó a mordisquearle el cuello, que olía muy bien.


Cuando giró la cara hacia él, Pedro se olvidó de su conversación. No había pretendido besarla, sólo jugar un poco, hacerle ver que ella lo deseaba tanto como él a ella.


Justo antes de que sus labios se unieran, Pedro le acarició la comisura de la boca con el dedo índice y repitió:
—Todavía no estoy preparado para dejarlo.


La expresión de Paula se suavizó. Pedro tomó su boca, la llenó, se sintió aliviado. Su deseó fluyó dentro de ella y volvió a él con mucha más fuerza. La oyó gemir y notó que se incorporaba para apretarse contra su cuerpo. Pedro la ayudó poniéndole una mano en la espalda. El beso se hizo cada vez más profundo.


Pedro metió la otra mano debajo de su jersey y le acarició la sedosa piel. Siempre que la tocaba una parte de su mente registraba la suavidad de su piel. Nunca había acariciado una piel igual. Le acarició el torso y ella se aferró a sus brazos antes de que subiese las manos hasta sus pechos y buscó su pezón endurecido.


Y entonces, notó que se apartaba, que dejaba de besarlo. 


Cuando Paula abrió los ojos, Pedro se dio cuenta de la batalla que estaba librando, lo deseaba, pero quería parar al mismo tiempo.


—Aquí no.


—¿Estás segura, Paula? —preguntó él acariciándole de nuevo un pezón.


Paula cerró los ojos y abrió la boca para tomar aire.


—No puedes… —empezó, pero arqueó la espalda para apretarse contra su mano.


Pedro agachó la cabeza y tomó su pecho entre los labios.


—Sí que puedo —susurró mientras sacaba la mano de debajo del jersey y la metía entre sus muslos.


Paula se puso tensa, se retorció.


Pedro sintió su calor.


—Los dos sabemos que puedo —insistió.


Volvió a besarla y notó cómo se rendía. La había tenido tantas veces entre sus brazos que ya sabía cuándo estaba alcanzando el punto de no retorno.


Él también estaba llegando.


Paula lo abrazó por el cuello y lo hizo tumbarse en el sofá con ella, pero el cerebro de Pedro empezó a mandarle mensajes que no quería escuchar en esos momentos. Se puso tenso, escuchó la respiración entrecortada de Paula, notó cómo le desabrochaba la camisa.


Sí, podía tomarla allí mismo, en ese momento. Se lo había demostrado. Pero aquello sólo subrayaría la superficialidad de su relación. Tenía que conseguir que creyera que quería con ella algo más que sexo una vez por semana, que se preguntase si de verdad sentía algo por ella. Y si ése era su objetivo, tenía que parar.


Inmediatamente.


Se incorporó y ella se quedó inmóvil, confundida. La ayudó a levantarse.


—Tienes razón —le dijo—. Aquí no.


Paula se quedó sentada en el brazo del sofá, todavía le costaba respirar. Estaba ruborizada.


Pedro suspiró. No había pretendido ponerla en una situación incómoda.


—No he venido aquí esta noche a acostarme contigo.


Ella apoyó la barbilla en las manos y bajó la mirada. Tenía el pelo brillante y Pedro se lo acarició.


—¿Por qué no vamos a tomar algo juntos? ¿Qué más da si nos ven?


—No puedo salir contigo —contestó Paula negando con la cabeza, sin mirarlo.


—¿Por nuestros padres? ¿Hasta cuándo vamos a dejar que esos dos dirijan nuestras vidas?


—No merece la pena, Pedro —le dijo, casi con tristeza.


—Yo creo que sí.


—Por el momento, sigamos manteniendo las citas de los viernes —le pidió, y le suplicó con la mirada.


Si no le hubiese importado nada, si no hubiese pensado que a él también le importaba, no lo habría mirado así.


Misión cumplida. Al menos, le había dado algo en qué pensar. No debía obligarla a escoger entre su familia y él hasta que no tuviese el éxito asegurado.


Se abrochó los botones de la camisa.


—¿Nos vemos el próximo viernes? 


Paula se levantó para despedirlo.


—¿No crees que deberíamos cambiar el día o el lugar?


Pedro no le preocupaban las fotografías que había recibido Paula.


—Seguro que ha sido algún fotógrafo que andaba husmeando por ahí. Si hubiese tenido algo, te habría mandado otra foto mía saliendo del hotel, o habría intentado hacerte chantaje. Si quieres, quedamos antes, a las dos.