jueves, 19 de octubre de 2017

NOVIA A LA FUERZA: CAPITULO 6




—¿Yo? 


Paula pensó que Pedro no podía estar hablando en serio. 


Había pensado que sabía por qué el Forajido había insistido en celebrar el banquete. Un inflexible orgullo le había obligado a mantener la cabeza en alto y le había impedido admitir que algo había salido mal. Estaba decidido a lograr que nadie pensara que le había importado lo que había ocurrido aquel día.


Le había dicho directamente que su planeado matrimonio con Natalie no había sido otra cosa que un matrimonio de conveniencia y le mostraba al mundo lo poco que le importaba el abandono de su novia al seguir adelante con el banquete de la boda. Pero seguramente que, como para ella, aquello también suponía una prueba de aguante para él. Todos los miraban y cada movimiento que hacía era observado y comentado.


Sonrió de nuevo. Fue una sonrisa que iluminó su cara pero no sus ojos, los cuales continuaron reflejando una gran frialdad.


Paula se estremeció bajo aquella mirada, pero otras partes de su cuerpo, partes más femeninas e íntimas, estaban respondiendo ante el poder de la sonrisa de aquel hombre.


Bastaba con que él curvara levemente los labios para que la calidez se apoderara de su cuerpo y para que se le acelerara el corazón. Nunca antes su mente había entrado en una lucha tan intensa con sus sentidos. Sabía que su parte inteligente debía ser la más fuerte y debía apartar cualquier discusión sin ningún problema. Pero en aquel momento era su parte irracional, emocional… completamente sensual… la que estaba ganando.


Podía decirse a sí misma que se estaba imaginando cosas, que ningún hombre podía tener tal impacto sobre ella en tan poco tiempo. Podía repetírselo una y otra vez para tratar de metérselo en su estúpida cabeza, pero incluso cuando pensó que había tenido éxito, seguía deseando que él la mirara con aquellos brillantes ojos y que volviera a sonreír.


—Pensé que habíamos acordado no perder el banquete que ya había sido preparado.


—No acordamos nada… tú estableciste que las cosas serían así.


—Así que, si te pidiera que bailaras… ¿me dirías que no?


—¿Bailar?


Paula se preguntó si Pedro estaba loco.


Como si los músicos les hubieran oído, la música comenzó a sonar en la sala contigua. Confundida, ella parpadeó y observó cómo Alfonso le tendió la mano.


—También contraté a unos músicos —comentó él, esbozando una mueca—. Y tampoco pretendo malgastarlos. Baila conmigo, Paula.


—No… no puedo.


—¿No puedes? —preguntó Pedro en un tono de voz que dejaba claro que le resultaba imposible comprender su respuesta—. ¿O no quieres?


La mano que había tendido él todavía estaba entre ambos.


La anchura de su palma tentó a Paula a poner su mano en ella, a sentir su calidez y la fortaleza de sus músculos. Para evitar hacerlo, apretó los puños con tanta fuerza que se clavó las uñas en la carne. El dolor que le causó le hizo percatarse de que aquello estaba ocurriendo, de que no era un sueño.


—¡No debería bailar contigo!


—¿Por qué no? —preguntó él con dureza.


—¡Se supone que debes empezara bailar con tu novia… con tu esposa!


—Pero mi novia está a miles de kilómetros de aquí. Dime una cosa…


El tono de voz de Pedro cambió abruptamente al acercarse a ella. Bajó la mano y Paula se percató de lo decepcionada que se había quedado ante ello. En realidad sí que había querido tomar su mano y sentir la calidez y la fuerza que ésta desprendía.


—Si éste no fuera el día de mi boda, si nos hubiéramos conocido otro día, en otro momento, y yo te hubiera pedido que bailaras conmigo… ¿dirías que sí? Si ésta fuera una fiesta en la que simplemente nos hubiéramos conocido, ¿bailarías entonces conmigo?


Paula respondió para sí misma que desde luego que lo haría. Se apresuró a cerrar los ojos, temerosa de que él pudiera leerle los pensamientos con la mirada y de que descubriera lo rápidamente que había caído bajo su hechizo.


—¿Lo harías?


Pedro estaba tan cerca de ella en aquel momento que le hubiera bastado con murmurar la pregunta para ser oído. La fragancia de su cuerpo la atormentaba y le hizo pensar en la realidad de la carne y la musculatura que se escondía bajo el elegante traje que llevaba él.


—Paula, contéstame…


—Sí… sí, lo haría.


—Entonces ven… —ordenó Pedro, tendiéndole de nuevo la mano. Pero en aquella ocasión no lo hizo con un gesto amable, sino de forma autocrática—, ¿Por qué pelear? —continuó al percatarse de que ella vacilaba—. No hay necesidad de hacerlo.


Paula se estaba haciendo a sí misma la misma pregunta. 


Pero el problema era que no sabía contra quién estaba luchando, si contra Pedro o contra ella misma.


Tenía muy pocas dudas de que aquello era algo pasajero; él sólo estaba buscando una distracción, algo que le ocupara la mente para no pensar en el hecho de que había sido plantado en el altar.


Incluso si realmente era indiferente ante lo que había ocurrido, el rechazo en público debía de haber afectado por lo menos a su orgullo masculino. Y por eso quería algo con lo que distraerse.


Y ella era la persona que había estado más cerca.


Pero si era sincera, tenía que admitir que no le importaba que fuera ésa la verdadera razón… si significaba que podía tener aquella noche. Si podía estar con Pedro durante unas horas…


—Está bien —concedió sin terminar de creerse lo que estaba ocurriendo. No estaba segura de adonde iba a llevar aquello. Sólo sabía que siempre se arrepentiría si rechazaba el ofrecimiento de Alfonso—. Está bien… bailemos.


Cuando Pedro le tomó la mano y sintió la calidez y la fuerza de sus dedos, el pequeño vuelco que le dio el corazón le dijo que había tomado la decisión correcta. La decisión que provocó que aguantara la respiración en anticipación a lo que iba a ocurrir a continuación.


Incluso aunque al finalizar el día, cuando el reloj marcara las doce, su carruaje se convirtiera en una calabaza y su ropa en harapos, aquella noche Cenicienta iba a asistir al baile. Iba a bailar con el príncipe y, si a medianoche todo terminaba, demostrando así que era la fantasía que ella sospechaba, por lo menos habría tenido una noche.


—Bailemos —dijo Pedro con la satisfacción reflejada en la voz.


A Paula se le alteró la sangre en las venas. Se olvidó incluso de cómo le dolían los pies y de cómo las tiras de sus elegantes zapatos se le estaban clavando en la carne mientras se dirigía con él hacia la sala donde estaba el baile.


Pero cuando pasaron por las grandes puertas de madera que daban al exterior, se percató de que éstas estaban abiertas y vio que al final de las escaleras había una gran limusina con el motor encendido, claramente esperando a algún invitado que se marchaba antes de tiempo.


Comenzó a andar más despacio y le cambió el ánimo. 


Afuera ya había oscurecido y ello le recordó que aquel increíble día, en el que nada había salido como había esperado, estaba comenzando a llegar a su fin. Y no pudo olvidar que, en el refugio que ofrecía su habitación de hotel, su padre y Petra estarían sintiendo las repercusiones de los hechos acontecidos aquel día.


Y por muy encantador que fuera, o no, Pedro seguía siendo la persona implacable que se había ganado su famoso apodo. El hombre cuyas conexiones con su padre habían convertido a Pedro Alfonso en la sombra del hombre que un día fue.


—¿Paula?


Pedro había detectado su cambio de humor y la manera en la que había aminorado el paso. Se detuvo y la miró sobre su hombro. Pero no se dio la vuelta.


—Quizá debería regresar —sugirió ella.


—No.



—Pero debería comprobar cómo está mi padre…


—¡No! —espetó él—. No te vas a marchar.


—Pero Pedro, creo que debería hacerlo. Así que si pudieras arreglarlo para que un coche viniera…


Impresionada, Paula dejó de hablar al observar cómo él negó enfáticamente con la cabeza y la dura mueca que esbozó con su bella boca.


—No va a haber ningún coche.


—Oh, pero seguro que tienes más de uno… —comenzó a protestar ella. Pero emitió un grito ahogado al percatarse de lo que realmente había dicho Pedro.


No había dicho que no tuviera otro coche, sino que no habría ningún otro coche. No le estaba diciendo que iba a ser difícil conseguirle un medio de transporte, sino que no estaba dispuesto a hacerlo.


—¿Qué quieres decir con que no va a haber ningún coche? —preguntó, clavando sus tacones en el suelo tanto física como mentalmente. Se negó a moverse.


Trató de soltar su mano de la de él cuando pareció que Pedro pretendía continuar andando. Pero Alfonso la agarró con más fuerza.


—¡No puedes mantenerme aquí!


—Pensé que querías quedarte —contestó él con una dulce voz.


Dulce voz que no iba acompañada por la advertencia que reflejaron sus ojos y que provocó que Paula se estremeciera. Se preguntó a sí misma si quería quedarse. Hacía un momento había estado muy segura, pero había comenzado a planteárselo.


—Creo que tal vez…


—Creo que tal vez, no —la interrumpió Pedro—. No te pidieron que fueras con ellos, así que no tienes ninguna necesidad de marcharte… no hasta que yo te lo diga.


¡Aquello era demasiado! Al oír la arrogante declaración de Alfonso, ella levantó la cabeza y lo miró a la cara con desafío.


—¿Qué te da el derecho de decir cuándo puedo ir o venir?


Pedro se dijo a sí mismo que se había equivocado al actuar de aquella manera. Ella no iba a permitirle que se saliera con la suya. Un inesperado sentimiento de admiración se apoderó de su mente al percatarse del desafío que reflejaban los ojos de aquella mujer. Si no tenía cuidado, la iba a perder, y no quería permitir que se apartara de él… no hasta asegurarse de que era suya. En aquel momento Paula parecía una yegua nerviosa, exactamente igual a las yeguas de pura sangre que él criaba.


Aquella hermana Chaves suponía un gran desafío, un desafío más grande del que había imaginado. Y lo cierto era que le gustaba la idea. Paula era mucho más interesante que su hermana. El resultado final haría que el esfuerzo mereciera la pena.


—No es que tenga el derecho…


Paula no sabía si la mueca que estaba esbozando Pedro era de diversión o de admiración ante su descaro al desafiarlo.


—Quizá no esté preparado para soltarte —comentó finalmente él.


Aquella respuesta no se parecía en nada a la que ella había esperado oír. Se quedó impresionada, incapaz de creer que lo hubiera oído bien. Se preguntó si realmente había dicho…



—¿Qué quieres decir con eso?


—Ya te lo he dicho; estás aquí porque quiero que estés aquí.


Y él siempre obtenía lo que quería. Pero lo que Paula no comprendía era por qué la quería allí, qué quería de ella.


—Así que te vas a quedar hasta que yo te diga que te puedes marchar —dijo Pedro, cerrando la puerta con un movimiento brusco.


Impresionada, ella gritó.


—Vamos, Paula —se burló él—. ¿Qué crees que te voy a hacer? ¿Crees que voy a violarte aquí mismo, delante de todos mis invitados?


Entonces comenzó a acariciarle la mano que le tenía agarrada. Ella sintió cómo cada nervio de su cuerpo se alteraba.


—Simplemente te estoy pidiendo que te quedes, para que bailes y compartas la velada conmigo.


Pero Paula sólo podía pensar en que él le había dicho que quizá no estaba preparado para soltarla. Incluso se mareó al repetírselo una y otra vez en la cabeza.


Se preguntó a quién estaba tratando de engañar. En realidad ella misma quería quedarse. Cenicienta quería quedarse en el baile… y quería pasar más tiempo con aquel hombre que, si no era el Príncipe Azul, era desde luego el más encantador, glamuroso y devastador macho que había visto en toda su vida. Ya no tenía tanto miedo ni estaba tan preocupada como lo había estado hacía unos minutos, pero le dio un vuelco el estómago al pensar en la velada que tenía por delante.


Se preguntó a sí misma si podía manejar aquella situación, si podía soportar a un hombre como Pedro. La clase de hombre que estaba a años luz de cualquier hombre que hubiera conocido con anterioridad y que vivía la clase de vida que ella jamás había experimentado. También se preguntó si podría soportar siquiera una noche en su compañía y si podría perdonárselo a sí misma si se acobardaba en aquel momento.


Todo había cambiado. Increíblemente, parecía que Pedro también sentía algo. Su cerebro le estaba diciendo que se marchara de allí mientras pudiera, mientras que su parte femenina le estaba suplicando que se quedara. 


Y la tensión resultante de la guerra entre ambas posturas parecía que la iba a partir en dos.


A su lado, él le colocó la mano sobre su pecho para que ella pudiera contar cada latido de su corazón mientras la miraba profundamente a los ojos.



—Sólo un baile, belleza. ¿Es eso mucho pedir? —le preguntó.


Y cuando le sonrió, ella supo que estaba perdida. Sólo había una respuesta que podía dar.


—No, desde luego que no es mucho pedir.


Sólo un baile… Pero Paula se preguntó si supondría el fin o el inicio de algo. Sólo sabía que no iba a ser capaz de descansar hasta que no lo descubriera.



NOVIA A LA FUERZA: CAPITULO 5




Paula se dijo a sí misma que en aquel momento comprendía por qué Natalie se había comportado de la manera en la que lo había hecho. Ella misma iría donde fuera, haría lo necesario para no enfrentarse a él. Pedro no levantaba la voz ni ponía ningún énfasis en las palabras. No tenía que hacerlo. El apenas controlado enfado que sentía se reflejaba en cada palabra que decía y contrastaba con la increíble amabilidad con la que estaba hablando. Una amabilidad que de alguna manera era más contundente que si hubiera estado gritando.


—Natalie hizo lo que tenía que hacer —logró decir, luchando para controlar que la tensión que estaba sintiendo no se reflejara en su voz.


Si Pedro se percataba de cualquier señal de debilidad en ella, se apresuraría a aprovecharse de ello. Y estaba decidida a darle muy pocas oportunidades de hacerlo.


—Hizo lo que tenía que hacer —repitió él burlonamente—. Dejó que tú te enfrentaras a las consecuencias de sus actos mientras ella escapaba para estar con su amante. Y aun así la defiendes.


—Es mi hermana.


—Sólo es tu hermanastra.


—Pero es mi familia… y tú sabes lo importante que eso es.


—Todo lo contrario…


Paula hubiera jurado que era imposible que el tono de voz de Pedro se volviera más frío. Prácticamente podía ver el hielo que se estaba formando en las palabras según las iba diciendo él, casi podía sentir sobre su piel el frío que éstas desprendían.


—Me temo que no comparto tu visión de la importancia de la familia. Es un concepto que considero está demasiado sobreestimado.


—¡Otro más! Primero el amor y después la familia. Realmente eres un malnacido sin corazón, ¿no es así?


Durante unos instantes algo brilló en los ojos de él, algo salvaje y peligroso. Fue una mirada que le advirtió que había traspasado un límite invisible que Pedro había establecido entre ambos.


En ese momento se dio cuenta de que no había visto a nadie que pudiera formar parte de la familia de él en la catedral. 


Quizá había una razón que ella desconocía por la cual la familia Alfonso no había asistido a la boda de Pedro. Su padre no le había ofrecido mucha información sobre aquel hombre con el que había comenzado a hacer negocios. Sólo le había dicho que era un multimillonario que se había hecho a sí mismo y que tenía una inmensa fortuna.


—Sí que soy un malnacido —contestó él—. Como estoy seguro de que ya sabías.


—No… yo…


Paula pensó que había creado un gran embrollo de todo aquello. Se preguntó si Pedro realmente pensaba que ella había animado a Natalie a huir de su boda porque él era un hijo ilegítimo.


—Y sobre la familia, eso fue lo que creí que estaba consiguiendo con la relación que mantenía con tu hermana… una futura familia —comentó Alfonso.


Ella no se había percatado de haberse movido, pero de alguna manera había acabado con la espalda apoyada contra la pared, tanto física como mentalmente.


—Mira, Nat sólo hizo lo que yo le dije que hiciera.


Si los ojos de Alfonso habían reflejado frialdad con anterioridad, en aquel momento eran puro hielo.


—¿Le dijiste que no se casara conmigo? ¿Qué te dio el derecho a intervenir?


—¡Ella no te amaba!


—Ah, sí, amor… esa palabra que parece ser extremadamente importante para ti.


—Es mucho más que una palabra —protestó Paula—. Es algo vital. Mira, quizá Natalie y yo sólo compartamos un padre, pero ella sigue siendo mi hermana pequeña. Yo sólo tenía cinco años cuando ella nació y, cuando no había cumplido ni un día, mi padre ya me la puso en los brazos.


En aquel momento Paula se había enamorado de Natalie y había jurado que, si alguna vez su hermana la necesitaba, la ayudaría, la protegería, la mantendría alejada del peligro. Y había sido fiel a ese juramento durante casi veintiún años.


—¡No podía permitir que la hicieras infeliz!


Al recordar a la familia pensó que en otro lugar la necesitaban más.


—Debería ir a buscar a mi padre… ver cómo está Petra. ¿Sabes dónde están?


—No los encontrarás. Se marcharon hace media hora.


—¿Se han marchado? Entonces las cosas se han tranquilizado ahí fuera, ¿no es así? ¿Se han ido los paparazis…?


Paula no terminó aquella esperanzada pregunta, ya que Pedro negó con la cabeza.


—Les mandé a su hotel en una limusina. Supongo que los encargados de seguridad se asegurarían de que pasaran a través de la muchedumbre, pero no la prensa todavía espera fuera.


—Si no se han ido, ¿por qué exponer a mi padre y a Petra ante ellos? Los has mandado ahí fuera para enfrentarlos a esa muchedumbre…


—No quería que estuvieran aquí.


La completa indiferencia de Pedro fue muy impactante.


—La prensa ya no estará interesada en tus padres. Ahora ya saben que la boda nunca se celebró y sospechan que la verdadera historia está aquí dentro, no con ellos.


Repentinamente, ante el asombro y la incredulidad de Paula, Alfonso esbozó una de sus devastadoras sonrisas, una de ésas que provocaba que ella sintiera las rodillas débiles y que se le alterara el corazón.


—Ahora querrán saber de ti —comentó él.


—¿De mí? ¿Por qué querrían saber nada de mí?


—Saben que fuiste tú la que fue a la catedral en vez de Natalie. También te vieron salir de allí conmigo. Querrán saber por qué no se celebró la boda y qué parte has jugado tú en todo ello.





NOVIA A LA FUERZA: CAPITULO 4





Un par de horas después, Paula se preguntó si realmente había pensado que las cosas podrían mejorar. La verdad era que en realidad no sabía si las cosas estaban mejorando… o yendo mucho peor.


Inquieta, anduvo por el gran comedor decorado en tonos azules y de color oro. Aquél era el lugar donde se había ofrecido el banquete que debía haber servido de celebración para la boda de Pedro. Un pequeño ejército formado por miembros del personal de Alfonso estaba llevándose los restos de la maravillosa comida.


Ella había logrado llevarse dos bocados a la boca y había tenido que reconocer que la comida estaba deliciosa. Pero le había resultado imposible comer más. El estómago no había parado de revolvérsele y la cabeza le dolía mucho.


Y todo había empeorado ya que Pedro había insistido en que se sentara a su lado… en el asiento que debía haber ocupado su esposa.


—¿Qué estoy haciendo aquí? —se preguntó Paula a sí misma al detenerse delante de una de las inmensas puertas francesas que daban a un amplio balcón de piedra desde el que se veían los jardines y la piscina de la mansión.


El agua de la piscina brillaba intensamente bajo el sol. Sintió ganas de quitarse la ropa y sumergirse en ella. O por lo menos de quitarse los elegantes zapatos que la estaban matando y meter los pies para refrescarlos.


—Así que aquí es donde te estás escondiendo…


Aquella profunda voz masculina la devolvió a la realidad. 


Aunque sólo lo había oído hablando aquel día y la noche en la que se habían conocido, sabía que siempre reconocería que era la voz de Pedro Alfonso. El sexy acento que éste tenía y el profundo timbre de su voz lo hacían inconfundible.


—No me estoy escondiendo. Simplemente estaba tomando el aire.


Deliberadamente, mantuvo la mirada en la piscina. No quería mirar la cara de Pedro ya que era consciente de que le traería a la mente los pensamientos que tan duramente estaba luchando por apartar de su cabeza. Además, ya le había mirado demasiado su hermosa cara, se había preguntado qué escondían aquellos impresionantes ojos, había tratado de juzgar su estado de ánimo según el tono de cada palabra que había dicho… y había fracasado. Fuera lo que fuera lo que él tenía en la cabeza, se lo estaba ocultando sin ningún esfuerzo. Todo lo que decía, cada gesto, cada expresión que reflejaba en la cara no dejaba entrever absolutamente nada.


—Y tratando de comprender qué demonios estoy haciendo aquí.


—Estas aquí como mí invitada… al igual que todos los demás.


—Una invitada en el banquete de una boda que nunca se celebró. Parece algo extraño.


—¿No crees que es una solución práctica a un problema de la misma índole? No tenía ninguna intención de perder el dinero que había pagado por todo esto.


—¿Pagaste tú el banquete? —preguntó ella, impresionada.


Cuando se había enterado de que la boda se iba a celebrar en España, le había impresionado, pero Natalie le había dicho que Pedro había insistido en ello.


—¿Pero por qué?


—Tu padre no podía permitirse hacer las cosas como quería tu madrastra… y yo sí.


A Paula le impactó que él le hubiera contestado aquello sin ningún toque de cinismo… lo que le preocupó aún más. 


Sabía que su madrastra tenía gustos extravagantes y últimamente había sido obvio que su padre había tenido ciertas dificultades para consentirla de la misma manera que había hecho en el pasado.


—Y yo quería que mi novia sólo tuviera lo mejor.


Aquello no tenía sentido. Pedro le había confesado que no le había importado que Natalie le hubiera dejado plantado en el altar, pero al mismo tiempo había estado dispuesto a gastarse una fortuna para asegurarse de que ella estuviera orgullosa de su boda.


—Has sido muy generoso.


Pedro se encogió de hombros.


—Si no hubiera invitado a todos a venir aquí, me hubiera agobiado con tanta comida cara y con tanto vino sin nadie que me ayudara con ello. Y no todo el mundo ha comido tan poco como tú.


Paula se percató de que él se había fijado en la manera en la que ella había estado dando vueltas a su comida en el plato. La sensación de haber sido observada desde tan cerca, de que aquel hombre se diera cuenta de todo lo que hacía, era desconcertante.


Pudo ver la alta figura de él reflejada en el cristal de la puerta francesa al comenzar a ponerse el sol. Pedro se había quitado la elegante chaqueta del traje, por lo que pudo ver el chaleco que llevaba, chaleco que enfatizaba la musculatura de sus brazos y la anchura de sus hombros.


—¿No te ha gustado la comida?


—No es eso, sino que no me gustaba la sensación de ser observada… de estar como en una exposición. Me sentía como si todo el mundo me estuviera mirando… preguntándose por qué estaba yo allí.


—¿Y a quién le importa lo que piense la gente? —preguntó Pedro, dejando claro que a él no le importaba en absoluto.


Paula no podía continuar con aquella conversación sin mirarlo, por lo que se forzó en darse la vuelta hasta estar cara a cara con él.


Pero aquello no la ayudó. La expresión de Pedro no reflejaba nada.


Cualquiera que los mirara simplemente vería que le estaba prestando atención por educación… la natural cortesía de un anfitrión atento hacia uno de sus invitados. Pero al mirarlo de frente, Paula no pudo ignorar el hecho de que él estaba ejerciendo un control total sobre cada una de sus facciones, sobre cada expresión que reflejaba su cara.


Tenía los párpados tan caídos que casi tenía los ojos cerrados. Ello le otorgaba un aspecto adormilado que tenía un efecto devastador en el ritmo cardiaco de ella. Pero bajo aquellos párpados, lo último que reflejaban los ojos de Pedro era que estuviera adormilado. Estos brillaban con gran intensidad al observar cada movimiento que ella hacía.


—Y tenías que evitar a los paparazis —continuó Alfonso—. Yo te ofrecí una manera de lograrlo.


—Te lo agradezco…


A Paula le tembló levemente la voz al recordar los reporteros que hablan estado a las puertas de la catedral. Escudada tras la alta figura de Pedro, se había apresurado a entrar en una de las limusinas, donde estuvo segura tras los cristales ahumados. Desde allí observó el interés de los periodistas y el continuo flash de las cámaras.


—Así como estoy segura de que también te lo agradecen mi padre y mi madrastra.


Sólo les había visto una vez desde que habían llegado a la preciosa casa de Pedro. Su padre había estado ayudando a Petra a sentarse en un asiento y le había acercado un brandy… aunque lo cierto era que parecía que él mismo se iba a caer al suelo. La huida de Natalie les había afectado mucho a ambos y por esa razón debía estar agradecida con Alfonso por la manera en la que estaba actuando.


—Protegernos de la prensa quizá haya sido el comienzo de todo, pero hay mucho más implicado.


—¿Tú crees? —preguntó Pedro, levantando una ceja.


Aquello provocó que Paula se ruborizara. Tenía la sensación de que con aquel hombre siempre decía algo incorrecto. 


Desde el momento en el que había llegado a la catedral para informarle de que la ceremonia no se iba a celebrar, él nunca había reaccionado de la manera que ella había anticipado.


—Bueno, tiene que haber más repercusiones, si no, nada de esto tiene sentido —respondió.


—Tú estás aquí porque yo quiero que estés aquí —comentó Pedro—. Y eso es todo lo que importa.


—¿Siempre consigues lo que quieres?


Alfonso no respondió a aquella pregunta verbalmente. No tenía que hacerlo. Su mirada y la inclinación de su cabeza le dijeron a ella todo lo que tenía que saber. Paula pensó que lo peligroso fue la reacción que apenas fue capaz de controlar… la excitación que le recorrió el cuerpo… el placer que sintió al pensar que él la había descrito como alguien a quien quería allí, a su lado. Alguien por quien estaba preparado a maniobrar para llevar a su casa.


Cosas como aquélla no le ocurrían a ella. Hombres como Pedro no le ocurrían a ella. No les ocurrían a bibliotecarias hogareñas con el pelo castaño oscuro, sino que le ocurrían a rubias explosivas de ojos azules.


—Parece que te has recuperado muy bien —comentó repentinamente. Necesitaba cubrir su propia confusión con un desafío que pareció demasiado agresivo debido a los incómodos pensamientos que se ocultaban tras él—. No me puedo imaginar que nadie más que haya sido abandonado en el altar tan recientemente sea un anfitrión tan afable.


—¿Hubieras esperado que me hubiera derrumbado en las escaleras de la catedral y que hubiera comenzado a llorar? —preguntó Pedro sardónicamente.


—Pero si querías casarte con ella… si la amabas…


—¿Amarla?


Alfonso se rió de manera cínica. Fue un acto tan frío y burlón que Paula se echó para atrás.


—Yo no creo en el amor. Nunca lo he hecho. Y nunca lo haré.


—¿Entonces por qué te ibas a casar con Natalie?


En aquella ocasión Pedro frunció tanto el ceño que apenas se le vieron los ojos en la cara. Paula tuvo la incómoda sensación de ser una pequeña e indefensa mariposa en un microscopio preparada para ser diseccionada.


—Era lo que tu hermana quería. Ella lo deseaba y a mí me venía bien. No había nada de amor implicado.


—Ibas a casarte con mi hermana sólo porque… —comenzó a decir Paula, enfadada. Pero entonces las palabras se borraron de su lengua al pensar en la segunda cosa que había dicho él—. ¡No… ella no haría eso!


—¿Por qué estás tan indignada, belleza? —preguntó Alfonso en voz baja—. Seguro que lo sabías.


—Bueno, sí…


Natalie le había admitido que no amaba a Pedro, y en aquel momento él había dejado claro que tampoco la había amado a ella. Se preguntó qué había planeado ser su hermana… ¿una esposa trofeo? Se preguntó si el Forajido era capaz de una maquinación tan fría.


Pedro le agarró la barbilla y le levantó la cara. Ella no tuvo otra opción que mirarlo directamente a los ojos.


—¿Por qué te impresiona tanto eso? Hay mucha gente que se casa por conveniencia… por razones dinásticas.


—Quizá en el pasado… o en otros países. O gente que necesita dinero. Pero no gente como tú… tú no…


Horrorizada, casi se muerde la lengua al percatarse de lo que había estado a punto de decir.


—¿La gente como yo no qué? —preguntó Pedro—. ¿Qué ibas a decir, Paula? ¿Humm?


—Bueno, tú no necesitas dinero, ¿verdad? Nadas en billetes… tanto que repugna.


El levantó las cejas de tal manera que ella sintió cómo le dio un vuelco el estómago. Fue consciente de que se había precipitado al hablar y lo había hecho demasiado enérgicamente, pero sólo había tratado de explicar que no pensaba que un hombre tan impresionantemente atractivo y rico como Pedro necesitara casarse por conveniencia. Sólo tenía que chascar los dedos y las mujeres se agolparían en su puerta.


Se preguntó a sí misma si ella sería una de esas mujeres. 


Pero no quiso contestar a esa pregunta. Sería demasiado arriesgado perder lo poco que le quedaba de compostura.


—¿Repugna? —repitió Pedro con un extraño tono de voz—. ¿No apruebas mi riqueza?


—No cuando la utilizas para dominar la vida de otras personas.


—Yo no dominé a tu hermana…


Cruzándose de brazos, Pedro se apoyó en la pared y la miró de arriba abajo. Entonces la miró a la cara y el fuego que reflejaron sus ojos dejó claro el enfado que sentía.


Paula se estremeció.


—Natalie sabía muy bien lo que iba a obtener del matrimonio.


Y quizá al principio le había parecido suficiente. Paula tuvo que admitir que según las cosas que le había contado su hermana, le había parecido que ésta estaba emocionada con la idea de casarse con Alfonso… por lo menos al principio. Le había encantado que la vieran agarrada de su brazo y aparecer en todas las revistas de cotilleo. Sólo había sido después, cuando había conocido a aquel nuevo hombre, que las cosas habían cambiado.


—¿Y tú? ¿Qué sacabas tú del matrimonio?


—Yo quería una esposa. Herederos legales a los que les correspondiera todo por lo que he trabajado.


—Hay otras maneras…


En aquella ocasión la mirada que le dirigió Pedro casi echaba chispas debido al desprecio que ésta reflejó. Su expresión dejaba claro que ella no podía haber dicho nada más estúpido, nada en lo que él creyera menos.


—Si estás pensando en el amor, en los romances y en los finales felices, entonces olvídate. Ya te lo he dicho; no creo en el amor.


—¿Por qué no?


—No existe.


Aquélla era la afirmación más fría y definitiva que Paula jamás había oído. Le quedó claro que sería una tontería tratar de discutir con él. Pero su incredulidad le hizo decir algo desconsiderado.


—Por lo que te compraste una esposa.


—No —contestó Pedro cínicamente—. No compré…


—¿De qué otra manera lo llamarías?


—No lo llamaría de ninguna manera, señorita. Porque, si recuerdas, no he terminado teniendo una esposa. Mi novia no mantuvo su promesa.


Aquel comentario garantizó que Paula no dijera nada más al respecto. El tenía razón, desde luego; cualquiera que hubiera sido su acuerdo. Natalie no lo había cumplido. Un pensamiento terrible se le pasó por la mente. Se preguntó si sería posible que él estuviera tan enfadado que fuera a demandar a su hermana por incumplimiento de promesa.


—Y yo no quería simplemente una esposa… había otras cosas implicadas.


—¿El qué? ¿Qué más querías?


—Una unión con una respetable familia dinástica. Ya has oído mi mote —añadió Pedro cuando ella lo miró con recelo.


—¿El Forajido?


Alfonso asintió con la cabeza.


—No se utiliza como un cumplido —comentó.


—¿Y eso te importa?


Paula no podía creerlo. Parecía que a él no le importaban las opiniones de los demás, parecía muy indómito…


—No me importa en absoluto —contestó Pedro, confirmando sus sospechas—. Pero no quiero que mis hijos tengan que luchar por ocupar su puesto en la sociedad como yo tuve que hacerlo. Si tu hermana hubiera sido su madre, si el nombre de vuestra familia hubiera estado unido al de mis hijos, incluso las personas más conservadoras y llenas de prejuicios habrían tenido que aceptarlos.


La voz de él reflejó una cierta amargura. No había necesidad de que explicara los prejuicios que había tenido que soportar… su voz y la oscuridad que reflejaron sus ojos lo dejaron claro.


—No puedo hacer otra cosa que disculparme —dijo ella.


Pedro se encogió de hombros y expresó una total indiferencia. Pero aquel gesto no concordaba con la oscuridad que reflejaban sus ojos, con el hielo que reflejaba su mirada.


—¿Crees que una disculpa es suficiente?


—Creo que por lo menos sería… educado.


—Ah, sí. Los ingleses… siempre son tan educados. Eso, por supuesto, lo arregla todo.


—¡No he dicho eso! —protestó Paula—. ¿Pero hubiera sido mejor si te lo hubiera dicho Natalie?


—¿Es eso lo que hubieras hecho tú, eh? —preguntó Pedro con una premeditada dulzura—. ¿Hubieras venido a decírmelo tú misma? Me pregunto si me habrías dicho la verdad. ¿O si habrías hecho lo que ha hecho tú hermana y te hubieras marchado del país antes que enfrentarte a mí?