jueves, 19 de marzo de 2015

DELICIAS DE AMOR: CAPITULO 11




Pedro acompañó a Paula al coche, que estaba aparcado a poca distancia del suyo.


Mientras esperaba a que consiguiera hacer subir al perrito al asiento trasero, se dio cuenta de que no le apetecía que su encuentro acabara así.


Eso lo sorprendió. No había sentido ningún interés por la compañía femenina desde su poco amigable ruptura con Irene, meses antes. Se dijo que tal vez, por fin, estaba listo para seguir adelante con su vida, en todos los sentidos.


Observando a Paula, decidió que no tenía nada que perder si sugería continuar con el adiestramiento de Jonathan en otro entorno. Cuando ella cerró la puerta trasera y se dio la vuelta, Pedro simuló consultar su reloj.


—Oye, no tengo nada programado para el resto del día —dijo, alzando la vista—. ¿Por qué no te sigo y damos los primeros pasos para enseñar a tu huésped a no hacer sus necesidades en casa?


—¿En serio?


—En serio —respondió Pedro. Como no quería que se hiciera expectativas poco realistas, puntualizó—. Pero recuerda que he dicho «primeros pasos». Esto no es un proceso rápido, como el que Jonathan venga o se quede parado. Esto requerirá tiempo. Con algo de suerte y mucha vigilancia, en el mejor de los casos, podrías conseguir que controle sus necesidades en unas dos semanas.


—Pero yo trabajo, y mi horario no es siempre regular —miró a Jonathan en el asiento trasero—. ¿Cómo voy a poder mantener un horario regular con él? —se lamentó.


—Eso es un problema —concedió Pedro—. Pero no es imposible.


Ella se aferró a esas palabras como una náufraga a un salvavidas. Si terminaba por quedarse a Jonathan, le estaría eternamente agradecida a Teresa por haberle recomendado a ese veterinario. Era un regalo del cielo.


—Vale, escucho.


—Lo sacarás una vez por hora cuando estés en casa. Cuando te vayas, puedes dejarlo en una jaula para cachorros.


—¿Una jaula? —repitió ella, horrorizada por la sugerencia. Tenía que haberlo entendido mal—. ¿Me estás diciendo que meta a Jonathan en una jaula? —preguntó, incrédula—. Eso es cruel.


—No, no es cruel. Hay jaulas de varios tamaños, para acomodar a las distintas razas. Son aireadas y están diseñadas para que el perro se sienta seguro. Se mete a los
cachorros en jaulas por la misma razón por la que se envuelve a los bebes recién nacidos en el hospital. Les gustan los espacios pequeños. Además, si solo pasan allí parte del día, como cuando estés trabajando, no ensucian la jaula porque no les gusta ir al baño en el sitio donde duermen.


—¿Y por qué en las pajarerías sí lo hacen? —había visto a más de un empleado de pajarería limpiando las jaulas en las que estaban los animales.


—Eso es porque los animales están enjaulados todo el tiempo. No tienen más posibilidad que hacerlo donde duermen. Eso dificulta mucho el adiestramiento del animal, pero no es tu caso.


Ella notó por su tono de voz que no aprobaba el trato que recibían los animales en las pajarerías. Aun así, la idea de obligar a Jonathan a pasar parte del tiempo en una jaula no le gustaba demasiado.


—No es que dude de lo que has dicho, ¿pero no hay otra forma de adiestrarlo? No me gusta la idea de meter a Jonathan en una jaula, a no ser que no haya otra opción —miró al perro con compasión—. Se parece demasiado a hacerle pasar tiempo en prisión —confesó.


—Bueno, hay otra alternativa —dijo él. Le gustaba que, a pesar de su empeño en aparentar indiferencia, Paula fuera tan blanda en realidad.


—Llevarlo al trabajo conmigo, como hice el primer día —adivinó Paula.


—O podrías dejarlo en mi clínica cuando vayas a trabajar y yo te lo llevaría por la noche. A no ser que salgas antes que yo, entonces podrías ir a recogerlo. Entretanto, uno de mis ayudantes se asegurará de que Jonny no tenga «accidentes».


Sin duda, esa parecía la mejor opción, pero, una vez más, a Paula le parecía demasiada molestia.


—¿No les importaría? ¿No te molestaría a ti?


—No y no —contestó Pedro. Se apoyó en el coche y le propuso un plan—. El otro día hice circular las pastas que llevaste y, si estás dispuesta a llevar una caja a mis empleados, digamos una vez a la semana, te garantizo que estarán más que dispuestos a enseñar a Jonathan a ir al baño —aseguró él.


Como seguían hablando, abrió la puerta delantera para permitir que el aire circulara dentro del coche. Al mismo tiempo, se colocó de modo que el perrito no pudiera salir y escapar.


—¿Lo dices en serio? —preguntó Paula.


Volvía a sentirse esperanzada. La idea era de lo más atractiva; no tendría que sentirse culpable por encerrar al perrito para que no convirtiera su casa en un enorme cuarto de baño.


—Desde luego —afirmó Pedro.


—Entonces, trato hecho —dijo ella.


—Fantástico. Les diré a todos que empiecen a buscar ropa nueva, una talla mayor de la que usan ahora —dijo él con expresión seria. El brillo chispeante de sus ojos lo delató.


—No hace falta que hagas eso —desechó Paula, moviendo una mano.


—¿Has cambiado de opinión sobre las pastas?


—Oh, no, nada de eso —Paula disfrutaba con la repostería, más aún cuando estaba destinada a una audiencia que la apreciaba—. Pero puedo hacer una versión baja en calorías, nadie notará la diferencia, y no necesitarán ropa más grande.


Él agradeció su buena voluntad, pero, en su opinión, lo «ligero» nunca era «mejor». No sabía ni parecido a lo que pretendía sustituir.


—Eso dices, pero yo siempre detecto una versión «ligera» —aseguró—. Nunca sabe igual.


Paula lo estudió un momento, con expresión inescrutable. 


Después, las esquinas de su boca se curvaron con humor.


—¿Me estás retando? —inquirió.


—No con esas palabras, pero bueno, sí, es posible —concedió.


Paula cuadró los hombros. Por primera vez desde que la vio entrar en la clínica veterinaria, su aspecto se transformó en formidable, pasó de ser un peso pluma a peso medio. Eso lo sorprendió.


—De acuerdo —Paula asintió con la cabeza—, reto aceptado. Haré las pastas normales y de vez en cuando una tanda de la versión ligera, apuesto a que no sabrás decir cuál es cuál.


—Trato hecho —aceptó él, convencido de que ganaría. 


Agarró su mano y la estrechó con toda naturalidad, sin ninguna intención.


Pero, en el momento en que Paula sintió los fuertes dedos rodeando los suyos, una especie de corriente eléctrica surcó sus venas. Se quedó sin aire por segunda vez ese día.


Sin saber por qué, se descubrió preguntándose si iba a besarla. Desechó la idea un segundo después, diciéndose que estaba loca. La gente no se besaba después de llegar a un acuerdo para organizar el día de una mascota. Las cosas no se desarrollaban así.


Carraspeando, como si eso pudiera ayudarla a librarse de los pensamientos que asaltaban su mente y estaban elevando su temperatura corporal, dejó caer la mano del veterinario y dio un paso atrás. Habría retrocedido más, pero el coche, que tenía a su espalda, bloqueó su huida.


—¿Sigues queriendo venir? —preguntó con voz tensa—. ¿A empezar con el adiestramiento? —para cuando acabó la frase, tenía la boca seca.


—A no ser que hayas cambiado de opinión —dijo Pedro


Él también había sentido la corriente eléctrica, seguida de un extraño anhelo y cierta inestabilidad. Se sentía atraído por la mujer, pero había más que eso. No sabía qué exactamente.


Aún.


—No, claro que no —se oyó decir Paula.


La voz resonó en su cabeza como si perteneciera a otra persona. Una parte de ella, la que temía lo que podía deparar el futuro, deseaba correr a esconderse, darle las gracias por su ayuda, subir al coche y alejarse a toda velocidad.


Pero eso sería actuar con cobardía.


Paula se preguntó de qué tenía miedo. Era una mujer adulta que llevaba ya un tiempo sola y que sabía cuidar de sí misma. No tenía a nadie a quien recurrir, a nadie que librara sus batallas por ella, así que todo estaba en sus manos. 


Dependía de ella misma y, por el momento, con algo de ayuda de Teresa, se había apañado bastante bien.


Decidió que sí, quería que él la acompañara a casa. 


Necesitaba su ayuda; si surgía algo más, ya se enfrentaría a ello cuando ocurriera.


—Te daré mi dirección por si nos separamos —le dijo, sacando una libreta diminuta del bolso. Tardó un par de minutos en encontrar un bolígrafo, pero, tras conseguirlo, empezó a escribir su dirección.


—¿Separarnos? —inquirió él—. ¿A qué velocidad piensas conducir?


—No demasiado rápido —aseguró Paula—. Pero siempre hay semáforos que se ponen rojos en los momentos más inoportunos. Puede que yo consiga pasar a tiempo, pero tú…, en fin, ese tipo de cosas —le entregó el pequeño papel—. ¿Lo entiendes? Mi letra es bastante desastrosa.


Él miró el papel y se rio.


—¿Esto te parece desastroso? Tendrías que ver cómo escriben algunos de mis amigos, su letra conseguiría que un farmacéutico se echara a llorar.


Riéndose, echó otro vistazo al papel, lo dobló y se lo guardó en el bolsillo.


—Espera a que llegue a mi coche antes de arrancar el tuyo. Te seguiré.


—Vale —aceptó Paula.


Rodeó el vehículo, sin que Jonathan le quitara la vista de encima, y se sentó al volante. Se puso el cinturón y esperó a que Pedro llegara a su coche y lo arrancara.


Entonces puso el suyo en marcha y fue hacia la salida.


Menos de un minuto después, se incorporaba a la carretera. 


Echó un vistazo al retrovisor para ver si Pedro la seguía.


Así era.


Entretanto, Jonathan había empezado a andar por el asiento trasero. Cada vez que se detenía en un semáforo, Jonathan caía hacia delante.


Tras emitir un ladrido que sonó como un grito de ayuda, el perrito decidió que era más seguro tumbarse, así que lo hizo.


 Se estiró tanto como pudo, casi fundiéndose con el asiento.


—Ya casi estamos —prometió Paula, con la esperanza de que, aunque no entendiera sus palabras, al menos el tono de su voz lo calmaría.


Por lo visto, así fue, porque dejó de emitir gemidos hasta que aparcó ante su casa, unos quince minutos después.


En cuanto bajó del coche, Jonathan se puso en pie y empezó a andar por el asiento. En vez de dejarlo salir, Paula decidió esperar a Pedro, porque sabía que manejaba al perro mucho mejor que ella. Para empezar, era más fuerte.


Los minutos pasaron, alargándose.


Empezó a preguntarse si Pedro la había perdido de vista en algún momento; había dejado de mirar por el retrovisor una vez estuvo tras ella.


De pronto comprendió que eso habría dado igual. Tenía su dirección, así que, aunque se hubiera despistado, ya tendría que estar allí.


Supuso que tal vez había cambiado de opinión respecto a ir a su casa. El paso de los minutos confirmó su teoría. Debía de haber decidido que ya le había dedicado demasiado tiempo.


Sintió una incómoda contracción en el estómago. No sabía por qué la afectaba tanto ese cambio de opinión. Al fin y al cabo, no se trataba de una cita. El hombre la había ayudado mucho y le estaba muy agradecida. No tenía derecho a pedir más cuando ya había hecho tanto.


Jonathan empezó a gemir, devolviéndola a la realidad. 


Estaba permitiendo que su decepción diera al traste con su sentido común. Rápidamente, puso freno a los sentimientos que amenazaban con abrumarla.


—Perdona —le dijo al perrito. Abrió la puerta trasera una rendija, lo justo para agarrar la correa. Estaba aprendiendo—. No pretendía olvidarme de ti —le dijo al perro.


Sujetando la correa con firmeza, Paula abrió la puerta del todo. Jonathan no necesitó más. Saltó afuera, saboreando su libertad como un preso recién liberado tras un largo encierro.


—Despacio —advirtió—. ¡Despacio!


Sus palabras no tuvieron el menor efecto en Jonathan, lo que la frustró bastante. Entonces recordó lo que Pedro había enseñado al perro y, al mismo tiempo, a ella.


—Jonathan, ¡quieto! —exclamó, con la voz más autoritaria que pudo


El perro dejó de intentar correr hacia la casa y se quedó inmóvil como una estatua, esperando a que lo liberara de la orden con la otra palabra que Pedro le había dicho que usara.


Paula se situó de cara a la casa para que el perro no la pillara desprevenida cuando echase a correr.


—Ve —dijo, con tono autoritario.


Tal y como había esperado, Jonathan volvió a trotar hacia la puerta delantera.


—Algún día, perro, tendrás que controlar ese entusiasmo tuyo. Pero adivino que no va a ser hoy —dijo, resignada a convivir con una fierecilla medio domada al menos unas semanas.


Mientras abría la puerta, la idea de dejar al perro en la clínica cada mañana empezó a parecerle más y más atractiva.


Dejó pasar a Jonathan, soltó la correa y echó el cerrojo. 


Había habido algunos robos en la urbanización en los últimos meses y no quería que su casa engrosara esa estadística.


—Parece que estaremos solos esta noche, Jonathan. Pero no importa, no necesitamos a Pedro. Nos irá bien sin él.


El perro respondió con un gemido. Paula suspiró y se sentó en el sofá.


—Lo sé, lo sé, ¿a quién pretendo engañar? No estamos bien solos, pero tendremos que apañarnos, ¿vale? Me alegra que estés de acuerdo —dijo, simulando que el silencio de Jonathan expresaba conformidad.


Pensó en las lecciones de higiene canina que tenía por delante y decidió empezar ya.


—¿Qué te parece si cenamos muy, muy pronto? Llenaremos esa barriguita tuya y pasaremos el resto de la tarde intentando que la vacíes. ¿Te parece buen plan? —preguntó, mirando al perrito—. A mí tampoco. Pero hay que hacer lo que hay que hacer, así que más vale que empecemos. Cuanto antes aprendas, más felices seremos los dos.


Justo entonces, sonó su teléfono móvil. Pensó que sería Teresa, que habría recibido otra reserva y querría comentar posibles postres con ella.


Agarró el bolso y empezó a rebuscar en su caótico interior.


—¿Por qué siempre está al fondo? —le preguntó al perro, que la miró como si estuviera hablando en chino—. No me ayudas nada —murmuró—. Ah, lo encontré —triunfal, sacó el teléfono del bolso.


Automáticamente, miró la pantalla antes de contestar.


Quien llamaba era Pedro Alfonso.






DELICIAS DE AMOR: CAPITULO 10




La historia tuvo un final feliz unos noventa minutos después.


Con la ayuda de Pedro, había conseguido que el perrito se quedara quieto durante diez segundos mientras ella retrocedía. Ocurrió varias veces, y eso incrementó su confianza en sí misma y en su relación con el animal. Seguía teniendo que mantener contacto ocular con Jonathan, pero Pedro le prometió que, la siguiente vez que quedaran, llegaría al punto de poder dar la espalda a Jonathan sin que este se moviera del sitio.


—¿La siguiente vez? —repitió Paula. Más que una pregunta, era una forma de asegurarse de haber oído bien.


—Sí, el fin de semana que viene —dijo él.


La miró de reojo, preguntándose si estaba ejerciendo demasiada presión, demasiado rápido. Normalmente, ni se lo habría planteado, pero tenía la sensación de que esa mujer requería un trato más delicado. Además, estaba seguro de que se lo merecía y de que merecía la pena. Algo en ella despertaba su naturaleza protectora, así como una inherente respuesta masculina. A pesar de su desencanto con las relaciones, Paula le gustaba de verdad.


—He pensado que, dados tus éxitos, te iría bien aprender unas cuantas órdenes más, por decirlo de alguna manera. A no ser que no quieras, claro —concluyó Pedro, ofreciéndole una vía de escape por si la necesitaba.


—Oh, sí que quiero —dijo ella. Como su voz sonó demasiado entusiasta, moduló el tono—. Pero lo que me interesa de verdad es que aprenda a controlar sus necesidades —confesó, preguntándose si pedía demasiado, si estaba aprovechándose de la generosidad del veterinario


—Para hacer eso, no podemos estar aquí —repuso él—. Tendríamos que trabajar con él en tu casa. No podemos enseñar a Jonny a respetar sus límites si no están presentes —apuntó él.


—Eso no puedo discutirlo —aceptó ella. Después, miró su reloj de pulsera.


—¿Qué ocurre? —preguntó Pedro, captando una expresión de disculpa en su rostro. Por lo visto, se había perdido algo.


—Me siento culpable porque hayas dedicado tanto tiempo ayudándome a adiestrar a Jonathan, cuando podrías haber estado haciendo otra cosa. No me sentiría tan mal si me dejaras pagarte por tu tiempo, pero te niegas.


—No voy a cobrar por algo que me he ofrecido a hacer como voluntario —percibió de inmediato que eso no iba a paliar el sentido de culpabilidad de Paula. Así que pensó en otra opción—. Sin embargo, si algún día de estos sientes la necesidad de hacer más pastas, no podría rechazarlas, ¿no crees?


—¿Y una cena? —ella se sorprendió tanto como él al oír la sugerencia. Se quedó muda un segundo.


La frase quedó flotando en el aire, así que Pedro hizo un intento de adivinar a qué se había referido.


—¿Te refieres a salir a cenar primero?


«Tú lo has dicho, ahora acláralo antes de que el hombre piense que está tratando con una loca».


—No, me refería a prepararte la cena para antes del postre. Una especie de dos por uno —explicó ella con una sonrisa nerviosa, pero sincera.


Durante un instante, él se quedó hipnotizado. Algunas personas tenían una sonrisa que parecía irradiar luz del sol, que hacía que los demás se sintieran mejor en su presencia. 


La sonrisa de Paula era de esas.


—No me gustaría ocasionarte tantas molestias —dijo él cuando recuperó la capacidad de formular frases coherentes. Pero lo dijo con poca convicción.


—No es ninguna molestia —replicó ella—. Además, tú te estás molestando mucho en ayudarme a adiestrar a Jonathan.


—No considero trabajar con perros una molestia. La verdad, desde que yo recuerdo, siempre quise ser veterinario —dijo él—. Mi padre murió cuando yo era muy pequeño, y mi madre pensó que tener un perro, o dos, ayudaría a llenar el vacío que había dejado su muerte en mi vida. Sin pretenderlo, puso ante mí mi vocación profesional. Agradecí lo que intentaba hacer, pero, la verdad, no se puede echar de menos lo que no se conoce, ¿no crees?


—Sí que se puede echar de menos si uno empieza a imaginar cómo habría sido tener un padre y comprende que, hiciera lo que hiciera, nunca habría sido así.


—Lo dices como alguien que tuviera experiencia en eso —dijo él, captando la tristeza de su voz.


Normalmente, ella habría dicho que no y hubiese cambiado de tema. Pero en esa situación no le parecía correcto mentir. Incluso una mentira piadosa le habría resultado molesta.


—Así es —admitió. Desviando la mirada, pensó en su infancia un momento—. Nunca conocí a mi padre. Se marchó antes de que yo naciera. Por lo visto, le dijo a mi madre que no estaba hecho para la paternidad y lo demostró marchándose —encogió los hombros como si no tuviera importancia.


Él deseó rodearla con los brazos, no solo para consolarla, sino también para ofrecerle protección contra el mundo. Eso era nuevo; hasta ese momento, solo había sentido ese tipo de reacciones respecto a seres del mundo animal. Sin embargo, intuyendo que podría asustarla si hacía algo tan personal cuando apenas se conocían, controló el impulso y se limitó a contestar.


—Lo siento.


—Sí, yo también lo sentí, por mi madre —su padre había abandonado a la persona a la que más había querido en el mundo, su madre. Por esa razón, nunca podría perdonarlo—. Le habría venido bien un poco de ayuda para criarme y pagar las facturas. Su vida fue una lucha constante.


—Eso mismo sentía yo —admitió él—. Pero mi madre nunca se quejaba. No creo haberla oído decir jamás una mala palabra. Simplemente lidiaba con la vida, haciendo lo que tenía que hacer.


—La mía tenía dos empleos, para intentar hacer eso mismo —era casi inquietante lo mucho que se parecían sus vidas familiares. Aunque no solía ser curiosa, quiso oír más detalles—. ¿Tienes hermanos o hermanas?


—Ninguno —Pedro movió la cabeza. Eso sí que habría deseado que fuera distinto—. ¿Y tú?


—Tampoco —contestó ella.


En vez de inquietarse aún más por la coincidencia,Paula comprendió que hacía que se sintiera más cercana a ese hombre. Era consciente del peligro que eso suponía, pero, en ese momento, decidió consolarse con la cálida sensación que crecía en su interior.




DELICIAS DE AMOR: CAPITULO 9




Ahora, prueba tú —dijo Pedro, tras conseguir que Jonathan volviera cuando lo llamaba. Le ofreció el extremo del cordel.


—¿Yo? —Paula miró el cordel con inquietud.


Si había algo que odiaba de verdad, era parecer inepta delante de la gente, aunque fuera alguien tan agradable como ese hombre. Tenía el efecto de incrementar su sentimiento de inseguridad y acentuar la timidez contra la que luchaba día a día.


Pedro sabía, por instinto, cuándo una situación requería una dosis extra de paciencia. Solía ocurrirle con los animales a los que trataba, pero de vez en cuando lo percibía también con alguna persona. Podía ver que la reticencia de Paula no tenía nada que ver con la testarudez o el desinterés. A juzgar por la tensión de su cuerpo, le faltaba confianza en sí misma.


Eso tenía que cambiar. Si él podía percibirla, sin duda el perro también. Aunque su corazón se ablandaba ante cualquier can, sabía que era esencial dejar claro quién estaba al mando. De no hacerlo, ese adorable manojo de patas y pelo negro haría lo que quisiera con la mujer que tenía al lado, destrozaría su casa y, posiblemente, convertiría su vida en un infierno.


—Pues, sí —dijo Pedro—. A no ser que pretendas llevarme a casa contigo para que me encargue de educar a Jonny, tendrás que aprender a hacer que te obedezca. Obediencia es la palabra clave —siguió ofreciéndole el cordel.


Paula apretó los labios. Lo único que odiaba más que quedar como una tonta, era quedar como una cobarde. Inspiró profundamente, se enredó el cordel en los dedos y miró al perrito con fijeza.


—¡Ven! —dijo, con tanta autoridad como pudo. Al ver que Jonathan seguía donde estaba, repitió la orden con más énfasis—. ¡Ven! —Jonathan ladeó la cabeza y la miró, pero no movió ni una pata.


—Acuérdate de iniciar cada orden con su nombre y dar un tironcito al cordel, como he hecho yo —le dijo Pedro al oído, apenándose de ella—. Aprenderá, antes o después.


Paula tuvo que hacer un esfuerzo para no estremecerse al sentir el aliento de Pedro en el cuello y la mejilla. Se ruborizó. Tenía que usar el nombre del perro. No sabía cómo podía haber olvidado algo tan simple tan rápidamente.


—Bien. ¡Jonathan, ven! —ordenó, tirando suavemente del cordel.


El impacto del tirón en el cordel, a pesar de lo largo que era, llegó hasta el perro. Entonces, para su alivio y sorpresa, Jonathan trotó hacia ella y se detuvo a sus pies.


—Lo ha hecho —gritó, asombrada y encantada al mismo tiempo—. ¡Ha venido!


Pedro no habría sabido decir qué lo animaba más, ver al animal responder a la orden de Paula, o ver el júbilo de Paula porque el animal había respondido a la orden.


—Sí, así es —corroboró Pedro con una sonrisa complaciente—. Ahora dale ese trocito de salchicha como premio y estira el cordel para hacerlo de nuevo.


Jonathan, pura imagen del éxtasis, se tragó su «premio» sin masticarlo siquiera.


Pedro pensó que habría sido difícil decir quién tenía más ganas de repetir el ejercicio, si Jonathan o su ama.


El segundo intento funcionó mucho mejor.


—Otra vez —le dijo Pedro a Paula, después de que le diera su premio al perrito.


Paula y Jonathan repitieron el ejercicio cinco veces antes de que Pedro diera vía libre para pasar a la siguiente orden.


—Esto es justo lo contrario de lo que acabas de enseñarle —le dijo Pedro. Notó que Paula, en vez de reticente como al principio, parecía ansiosa por iniciar la segunda lección—. Vas a enseñarlo a quedarse donde está, quieto. Aunque pueda parecer fácil, para un cachorro de seis o siete semanas de edad no es natural quedarse quieto, a no ser que esté dormido —advirtió—. Ahora, en vez de tirar del cordel, necesitas hacer un gesto con la mano, como si fueras un policía parando el tráfico, usar un tono de voz sereno y tener paciencia. Mucha paciencia.


—De acuerdo —ella asintió con la cabeza.


Él no pudo evitar pensar que, en cierto modo, le recordaba al perrito, puro interés y entusiasmo. Su opinión sobre ella subió un par de puntos.


—Dile que se quede quieto y retrocede lentamente —instruyó Pedro, situándose tras ella dispuesto a imitar cada uno de sus pasos—. Hasta que obedezca la primera vez y se quede en el sitio el tiempo asignado, no dejes de mirarlo. Haz que te obedezca. Tu objetivo es conseguir que Jonny responda al sonido de tu voz sin que tengas que premiarlo o mirarlo fijamente. Y eso —afirmó—, requerirá repetir el ejercicio una y otra vez, hasta que asocie lo que hace con las palabras clave que emitas.


—Nunca se me ha dado bien ser autoritaria —admitió Paula. 


Pero, aun así, seguía entusiasmada.


—Entonces, tendrás que ocultar ese pequeño secreto. Por lo que respecta a Jonny, tú eres jefe y soberano de su mundo, o soberana, si lo prefieres.


No parecía una mujer capaz de ofenderse por un término masculino usado sin mala intención, pero, en esa primera fase de empezar a conocerse, Pedro no quería dar nada por hecho.


Paula le sonrió. Había algo en su forma de mirarlo que hacía que sintiera un vínculo con ella. Era como si, sin saber por qué, estuvieran sincronizados.


—Lo mismo me da una palabra que la otra —dijo. Lo cierto era que nunca había pensado en sí misma como soberana o soberano de nada. Al menos hasta ese momento.


—Bueno —Pedro señaló al objeto de la conversación—. A ver si haces que se quede quieto.


—¿No vas a hacerlo tú antes?


—¿Te refieres a un precalentamiento? —preguntó él, divertido—. Es tu perro —dijo, con el fin de reforzar su confianza en sí misma—. Tú debes ser la principal figura de autoridad a la que escuche.


—Pero no es mi perro —protestó ella—. He colgado carteles por toda la urbanización. Aún es posible que su dueño venga a buscarlo —no lo dijo, pero ya no estaba tan ansiosa porque eso ocurriera.


Él escrutó a Paula un momento, adivinando lo que empezaba a sentir.


—Entonces, explícame otra vez por qué estás haciendo tanto esfuerzo por un animal que quizás no vayas a quedarte.


En el interior de Paula se libraba una batalla entre la lógica y el sentimiento. No estaba segura de hacia qué lado se inclinaba la balanza. Por el momento, decidió mantenerse en su papel.


—Solo intento adiestrar a Jonathan para poder sobrevivir con él hasta que aparezca su dueño —intentó sonar fría y desinteresada—. No quiero encariñarme de él y luego tener que entregarlo.


—Siento decírtelo, Paula, pero, en mi opinión, ya estás encariñada con él, y me da la impresión de que él lo está contigo —soltó una risita antes de puntualizar—, al menos en la medida en que un perrito hiperactivo puede encariñarse de una persona. No me malentiendas —añadió—. Los perros son seres muy leales, pero los cachorros tienden a vender su alma por unas caricias y se marchan con cualquiera, a no ser que les den una buena razón para quedarse donde están.


Pedro la miró a los ojos. Captó de inmediato que Paula se debatía entre querer mantener la distancia emocional con el perro y lanzar la cautela al viento y disfrutar del amor incondicional que el animalito ofrecía.


—¿Te importa que diga algo más? —Pedro hizo una pausa, esperando su consentimiento.


—No, claro que no.


—Personalmente, no creo que nadie vaya a venir a buscar a Jonny. A mi modo de ver, su madre tuvo una camada hace poco y este se escapó a explorar mundo cuando nadie lo miraba. Seguramente el dueño de su madre estaba ocupado buscando buenos hogares para él y sus hermanos. Que Jonny se escapara debió de parecerle una bendición; un perrito menos que colocar.


Sus labios se curvaron con una sonrisa y miró al labrador, que estaba estirado en la hierba, tomando el sol.


—O puede que ni siquiera notara la falta de Jonny, sobre todo si la perra tuvo una camada muy grande. Estos perritos se mueven tan rápido que cuesta hacer un recuento de cabezas fiable.


Ella no habría podido explicar la sensación de felicidad que creció en su interior, sobre todo teniendo en cuenta que estaba intentando poner barreras para no encariñarse y correr el riesgo de volver a sentir dolor.


—Así que me estás diciendo que me vaya haciendo a la idea de aspirar bolas de pelusa varias veces a la semana —dijo, intentando sonar indiferente sin llegar a conseguirlo.


—Esa es otra forma de decirlo —aceptó  Pedro, por seguirle el juego, aunque tenía claro que todo era una actuación.


—¿Y si no me gusta la idea de pasar la aspiradora tan a menudo? —tenía la sensación de que no lo estaba engañando, ni siquiera se estaba engañando a sí misma.


En vez de decirle que él se quedaría con el perro, cosa que haría si ella hablaba en serio, Pedro decidió apelar a sus sentimientos y plantearle un escenario desolador.


—En ese caso, siempre podrías llevar a Jonny a la perrera. No lo sacrificarían. Bedford, a diferencia de otras ciudades, ha ilegalizado esa práctica. Claro está que no recibiría el amor y la atención que necesita, porque hay muchos animales allí. El ayuntamiento ha tenido que reducir la plantilla y, últimamente, ha disminuido el número de voluntarios que van a pasear a los animales y a jugar con ellos. Pero estaría vivo, aunque no tan feliz como si se quedara contigo.


Bajo la coraza de acero que Paula estaba intentando mantener, había un corazón blando y tierno. Aun así, Paula captó lo que pretendía hacer el veterinario.


—Has olvidado los violines —dijo, moviendo la cabeza.


—¿Qué? —el inesperado comentario lo desconcertó por completo.


—Violines —repitió ella—. De música de fondo. Los has olvidado. Tendrían que haber sonado mientras describías la escena para mí. Llegando a un crescendo hacia el final. Aparte de eso, acabas de crear un escenario digno de un melodrama.


—Solo quería que supieras a lo que se enfrentan estas criaturas —dijo él con expresión seria—. Ahora veamos si puedes conseguir que Jonathan se quede donde debe. Quieto —añadió, por si ella había creído que era una indirecta. Después, le guiñó un ojo.


Otra vez.


Ella reaccionó de la misma manera que antes. Se quedó sin aire y sintió mariposas en el estómago. La única diferencia fue que le parecía que el número de mariposas había aumentado.


No sabía cómo un gesto tan simple podía causar tal caos en su interior. ¿Estaría tan necesitada que se derretía por dentro y se olvidaba de respirar en el momento en que alguien le prestaba un poco de atención?


Paula no sabía cómo interpretarlo, así que optó por bloquear el asunto y prestar atención a lo que acababa de decir Pedro, en vez de a cómo reaccionaba a su aspecto.


—Vale, veamos si consigo que me escuche.


—Te escuchará —le aseguró Pedro—. No se trata de eso. Que te obedezca o no es otra historia