jueves, 23 de noviembre de 2017

MI UNICO AMOR: CAPITULO 26




Pedro no trató de comunicarse con Paula después de que ella salió de la oficina el día anterior, y eso significaba que ella no se había equivocado en su evaluación. Él no deseaba volver a verla porque no quería enfrentarse a su propia culpabilidad.


Atacó el teclado del ordenador con vigor renovado. Era muy tonta porque siempre la atraía el hombre equivocado, pero quizás algún día aprendería la lección. Pedro Alfonso. había sido el primero en aprovecharse de su inocencia; la había llevado a un encandilamiento del cual se liberó justo a tiempo.


Ahora era Pedro. Lo que Ruben había hecho no se comparaba con lo que Pedro había provocado en ella. Él jugó con sus emociones y las tensó al grado de que tronarían con la menor presión. Ella lo odiaba por lo que él le hacía. Pedro había aprovechado su vulnerabilidad y quiso explotarla al máximo. Era un monstruo despiadado, insensible y traicionero y ella lo odiaba.


El ordenador hizo un sonido como de indignación y ella la observó con rebeldía. Presionaba las teclas equivocadas, pero, ¿por qué hacía tanto estruendo? ¿Conspiraba todo contra ella? ¿Era su culpa si su cerebro no funcionaba con normalidad? Pedro tenía la culpa de los horrores a los cuales se enfrentaba ella. Desde que lo conoció no había dejado de subir y bajar en la montaña rusa al ir de una crisis emocional a la otra. ¿Cómo podía ella trabajar con ordenadores tontos que no tenían la inteligencia de comprender un error sencillo o con las calculadoras que le daban cifras equivocadas? Al diablo con esos aparatos, los apagaría y se iría a sumergir en una bañera durante una media hora.



****


Sujetó sus rizos rebeldes e hizo una mueca frente al espejo que comenzaba a cubrirse de vapor. Lo único que calmaría su espíritu lastimado sería un buen baño en la bañera caliente llena de espuma jabonosa y aromática. Dejó caer la bata sobre un taburete y se deslizó despacio hacia la calidez del agua. ¿Por qué tenía que ser tan complicada la vida? No era justo tener que lidiar con tantos torbellinos.


Dirigió un pie hacia el techo y distraída, observó la largura de su pierna llena de jabón. ¿Qué veía Pedro en Rebecca? Era una muñeca rubia de ojos azules con quien jugar, sólo eso. 


Disgustada, arrojó la esponja hacia los grifos justo cuando el timbre de la puerta sonó.


Debió imaginar qué tendría visitas. Por la insistencia del timbre de seguro era algún acreedor. ¿No había pagado el alquiler hacía apenas unas semanas?


Suspiró frustrada, se secó y se puso la bata sobre la ropa íntima La gente era un engorro. Le habría ido mejor al tratar de olvidar sus penas con una botella de vino tinto y permitir que el mundo se incendiara. Hizo una mueca.


Cuando abrió la puerta el pulgar de Pedro seguía presionando el timbre. Los dos se miraron. Él ceñudo y ella recelosa.


—¿Qué quieres? —preguntó Paula.


—Aclarar algunas cosas —entró en el vestíbulo y miró a su alrededor—. ¿En donde está la sala… Por aquí?


Entró en la sala y se detuvo al lado de una ventana saliente sin dejar de observar el decorado.


—Puedes irte si mi decoración ofende tu sensibilidad —tronó Paula.


—No te hagas la graciosa, no te queda —entrecerró los párpados—. ¿Qué hacías ayer en Lynx antes de que yo llegara?


—Te dije que había olvidado mi calculadora y fui por ella —respondió, aunque la pregunta la sorprendió.


—¿Qué más recogiste allí?


—No comprendo —lo miró intrigada—. ¿Qué tratas de decir?


—Quiero saber qué te llevaste además de tu calculadora —gruñó—. Espero que ahora ya comprendas.


—Nada. Ya te dije, fui porque Adrian me pidió que le copiara un disco y luego busqué mi calculadora, que había olvidado.


—Entonces, Rebecca mintió al decir que tú tenías los libros de contabilidad y algunos expedientes que sacaste del archivador de seguridad.


Soltó las palabras como si masticara granito.


—¿Libros? ¡Ah…! —lo había olvidado, ¿cómo pudo olvidar algo tan importante?—. Pensaba…


—¿Qué pensabas? ¿Ahora dices que sí los tienes? ¿Qué te pasa? ¿Tienes la mente totalmente ofuscada o soy el blanco de una traición?


—¿Traición? Estás loco y no tienes una capa de educación. No puedes entrar en mi casa para molestarme. Me haces preguntas como si fueras parte de un pelotón de fusilamiento.


Si él no la hubiera perturbado tanto el día anterior, al dejarla abandonada para irse con su amiguita, ella quizás habría recordado los libros. Él no tenía derecho de entrar en su casa para tratarla como si fuera una criminal.


—¿Los tienes? —apretó la boca y la mandíbula.


—Sí —bulló—. Los tengo, pensaba devolvértelos.


—Pero antes terminaste un proyecto para tu buen amigo Ruben Blake, ¿no?


—¿Te incumbe eso?


Alzó una ceja.


—Quizás. Algunos se preguntarían si ahora Blake podrá fijar sus precios a una cotización más baja para competir favorablemente con Lynx. Sólo el tiempo lo dirá, ¿estás de acuerdo?


—¿Me acusas de espionaje industrial? —lo miró conmocionada y respiró profundo. ¿No tenían fin los horrores que él la creía capaz de cometer? La amargura la hirió como un cuchillo y la furia y la frustración le nublaron la vista—. ¿Cómo te atreves a venir a mi casa para acusarme con tantas mentiras sucias? ¿No tienes la más mínima confianza? ¿Realmente crees que pondría en peligro mi trayectoria cometiendo algo tan vil? —la furia le llenó la cabeza como si fuera una bruma roja—. Permite que te diga, Alfonso —rechinó los dientes y la voz le tembló—. Estoy harta de tus calumnias malvadas. No he hecho nada para merecer tus odiosas insinuaciones; no lo hice con Ruben ni con Adrian, y si no puedes creerme, al menos concédeles a ellos un poco de integridad.


Se abalanzó sobre la mesa, tomó su carpeta y la abrió.


—Viniste por esto, ¿no? ¿Tus libros y unos expedientes? No creo tener nada más, excepto unas fotocopias. Pero no aceptes mi palabra, quizá deberías revisar mi apartamento, por las dudas. Quizás tengo un archivador debajo del colchón. ¿Por qué no vas a verificarlo? Quizás metí el contenido de tu caja de seguridad dentro de mi bata antes de abrirte la puerta y verte. No tienes manera de saber hasta que punto me degradaría, ¿o sí?


Él gruñó y caminó hacia ella.


—Aléjate de mí —tronó Paula—. No te quiero cerca de mí; sal de mi apartamento y de mi vida, ¿me oíste? Y llévate esto —le arrojó el contenido de la carpeta y le dio gusto ver que había dado en el blanco—. No quiero tratar contigo ni con algo que remotamente tenga relación contigo. No me ensuciaría las manos. Llévate tus malditos papeles y vete al infierno. No me importa si ardes con los condenados. ¡Sal de aquí!





MI UNICO AMOR: CAPITULO 25






Sintiéndose infeliz, Paula pensó que no debió ir a Lynx desde el principio. La relación que tenía con Adrian y con Pedro no le había dado más que problemas y recriminaciones, y al proyectarse hacia el futuro sólo veía un panorama triste. Parecía que no podía estar cerca de Pedro sin que sus emociones emergieran, dejándola débil y confusa, muy desorientada; en cambio él, quedaba intacto.


Tendría que mantenerse alejada de él, pero… ¿Cómo hacerlo si tenía que terminar el trabajo para Adrian?


Abrió su carpeta y miró el contenido. ¿Qué hacían esos papeles ahí? Debido a su prisa debió tomar los documentos y los libros de contabilidad con los cuales estuvo trabajando. 


Suspiró. Eso demostraba que estaba ofuscada. Incluso había olvidado su calculadora. Volvió a suspirar. Tendría que regresar, pero lo haría al día siguiente. Mientras tanto volvería a revisar los libros para tratar de encontrarles alguna lógica.


Adrian volvió a llamarla al día siguiente:
—¿Puedes venir? —rogó—. Tengo un problema y no hay quien me ayude. Rebeca llevó a su hija al centro de salud y Pedro está en la planta Brooksby.


—Por supuesto —prometió—. De todos modos tengo que ir por mi calculadora.


Ella toleraría regresar si Pedro no estaba presente. Con crueldad y sin remordimiento, Pedro se había aprovechado de ella para calmar sus necesidades. ¿No había él aceptado que no tenía tiempo para el amor? Sólo quiso aplacar sus deseos y Paula estuvo a la mano como una víctima complaciente. La vergüenza le tiñó las mejillas. Decidió que nunca más sucedería lo mismo. Si se mantenía alejada de él, Pedro no podría lastimarla más.


Trató de controlarse al conducir hacia la oficina. ¿Sería ese un buen momento para mencionarle a Adrian que se había topado con cierta dificultad en los libros? Algo estaba mal, pero no pudo encontrar qué. Había fotocopiado unas páginas para estudiarlas después, pero era posible que Adrian le aclarara el asunto en pocos minutos.


Estacionó el MG y estiró la mano para levantar su carpeta del asiento del pasajero, pero gimió para sus adentros. No estaba ahí, entonces recordó que lo había dejado sobre la mesa en su apartamento. Pedro tenía la culpa. Ella no tendría esa clase de problemas, si él no irrumpiera constantemente en sus pensamientos haciendo que olvidara todo. Tendría que devolver los papeles otro día.


Como siempre, Adrian tenía prisa. Le explicó la situación y con paciencia la observó mientras ella se encargaba del disco que él necesitaba.


—Gracias, Paula, no sé qué haría sin ti. Lamento tener que irme, pero debo estar en Bartons dentro de treinta minutos. Les dije que les llevaría este disco. No corras, quédate y termina tu café. Dejaré una llave extra de la oficina para que cierres cuando te vayas.


Ella le sonrió y le dio un sorbo al líquido caliente. Adrian se movía por la oficina como un torbellino que levantaba una y otra cosa. Después de que Adrian salió, Paula encontró su calculadora y la metió en su bolso. Llevó la taza y el plato al lavadero en la cocina y los lavó. Quizá podría hablar más tarde con Adrian con respecto a los libros.


Colocó la taza y el plato, en la alacena y regresó al escritorio donde había dejado su bolso, pero se detuvo en seco al ver a Pedro. El corazón le dio un vuelco dentro de la caja torácica y respiró profundo para dominarse.


—Pensé que esta mañana no estarías aquí —comentó con timidez al percatarse de su mueca.


—Regresé —murmuró tranquilo—. Y según veo, justo a tiempo.


—Estaba a punto de irme.


Levantó la barbilla sin perder serenidad. Debía dominarse.


—¿Tan pronto?


La observó de pies a cabeza.


—Vine por mi calculadora.


No mencionaría a Adrian. Pensó que Pedro y ella, eran como dos extraños remotos y serenos, dos personas que se saludaban con cortesía fingida como si ya nada los molestara. Caminó hacia la puerta, pero la voz grave de Pedro la detuvo.


—Creo que debes quedarte un rato. Tenemos que hablar.


—De alguna manera pienso que no es buena idea —contestó por encima de un hombro.


—Eso era de esperarse, pero de todos modos, creo que debes quedarte —se acercó a ella y la tomó del codo—. Vamos a mi oficina, a través del taller.


—No —Paula movió la cabeza—. Debo irme.


—Insisto —apretó la boca—. Lo que tengas pendiente puede esperar un rato.


—Una típica suposición arrogante.


Trató de soltar su brazo, pero Pedro hizo caso omiso del intento y la condujo a una pequeña habitación. Estaba alfombrada, había un escritorio, un librero, unos sillones y un mullido sofá adosado a una pared.


—No tenemos nada de que hablar —protestó irritada—. Y no estoy de humor para oír más acusaciones. Tengo trabajo pendiente.


—Deja de discutir y siéntate.


Con terquedad, Paula se resistió. Pedro, impaciente soltó el aire, le ciñó los hombros y la empujó al sofá.


—Obedece una vez en la vida. Y no te pongas tensa. ¡Por Dios! Se pensaría que estoy a punto de abalanzarme sobre ti.


Ella levantó una ceja oscura y él volvió a apretar la boca.


—No corres peligro. A nadie he atacado en semanas.


—Eso podría debatirse —replicó Paula.


Él se paseaba de lado a lado.


—¿Qué quieres decir? —echó chispas por los ojos—. No debe extrañarte mi reciente mal humor —él se irritó cuando ella rió con dureza—. A un santo se le perdonaría el que perdiera la calma cuando estás presente —gruñó—. Adrian no pudo escaparse después de que regresaste. Bastante malo fue que tuviera esa maldita y tonta obsesión por la programación, porque de haber comprendido cuáles eran sus prioridades, quizás él y Emma estarían tranquilos —volvió a pasearse sobre la alfombra—. Tal vez esta nueva crisis sea lo que necesitan para resolver sus dificultades. Mantente alejada de él. Emma pronto regresará a casa y no quiero que la perturbes. ¿Comprendiste?


—Muy bien —las facciones de Paula parecían esculpidas en hielo—. Fuiste muy explícito —se puso de pie—. Si ya terminaste me iré.


—Siéntate.


La empujó otra vez.


—No soy un perro —tronó—. Pero puedo morder. Harías bien en tomarlo en cuenta.


—Recordaré que debo mantenerme a distancia. Mientras tanto, tengo que decirte algunas cosas.


—¿De veras? —alzó una ceja—. No veo por qué habría de quedarme expuesta más tiempo a tu estado de ánimo asesino —era evidente que la relación de Pedro con Rebecca, se tambaleaba por lo que él perdía la calma. Sin duda la otra mujer veía a Paula con recelo porque sospechaba que había algo entre ellos dos. Era lógico que Rebecca estuviera resentida por la inconstancia de su amante—. ¿Por qué no tratas de llevar tus frustraciones a una cancha de squash? —sugirió en tono acre—. Podría resultarme más satisfactorio que irritarme.


—Mis frustraciones podrían disminuir con un poco de cooperación de tu parte. Tienes la extraña habilidad de irritarme y aumentar mi temperatura a un grado incómodo —apretó los dientes—. ¿Por qué estás tan deseosa de trabajar en este programa? Por lo que Adrian me ha dicho, tienes bastantes clientes. No necesitas este trabajo más qué cualquier otro.


—¿No crees que esa actitud sería errónea en los negocios? No podré triunfar si no soy exigente en cuanto a mi trabajo. ¿Por qué te molesto tanto? No interfiero con tu negocio. Y por lo que he visto, a ti te interesa más desarrollar tus proyectos, aunque no sé por qué te afanas si nunca quedarás satisfecho con lo que produces. Si estuvieras en tu sano juicio estarías vendiendo tus ideas en lugar de guardártelas.


—Ya te dije que aún no están del todo desarrolladas. Haré lo necesario cuando quede satisfecho.


—Y los cerdos podrán volar —resopló incrédula—. No logro imaginar por qué una persona tan ingeniosa, con una mente tan alerta como la tuya, puede ser tan testaruda en cuanto a modernizar el funcionamiento en la oficina. No es lógico. La vida de Rebecca podría ser diez veces más sencilla con los programas que puedo prepararle.


—Ese es le meollo del asunto —declaró—. Para alguien como tú, que conoce a fondo los ordenadores no existe problema alguno. Rebecca no tiene esa aptitud; se pone muy nerviosa con cualquier tecnología nueva. Además, por el momento tiene bastantes problemas. No es fácil vivir sola y criar a una hija. Tomarse el tiempo para aprender algo nuevo es una carga más para ella.


—Parece ser una mujer con inteligencia normal —comentó después de pensar—. ¿No se te ocurrió que podrían darle permiso de no venir a la oficina para que tome un curso? Se sentiría más confiada si contara con el entrenamiento debido.


—Mmm —Pedro pensó en la sugerencia—. Es posible que tengas razón, lo pensaré.


Claro, pensó Paula. La preocupación de Pedro por Rebecca era algo tangible y eso le agregó peso a su corazón. Fue un dolor que no se atrevió a examinar con detenimiento.


—¿Por qué siempre terminamos discutiendo? Contigo, la situación siempre se vuelve tormentosa —se sentó a su lado en el sofá—. Quizá sea hora de que sepa más de ti, sobre todo, qué te impulsa. Por ejemplo, las preocupaciones que me mencionaste el otro día, las que no puedes olvidar.


Paula comenzó a retirar de su falda motitas imaginarias.


—No sé por qué lo dije —murmuró—. ¿Por qué diablos te interesas por mis problemas si objetas tanto a que esté en tu oficina? Las dos cosas no concuerdan.


—No me perturba tu presencia en la oficina —la observó con detenimiento—. Es el hecho de que Adrian también esté aquí. ¿Podemos olvidarnos de las tácticas evasivas para continuar con lo que decíamos? Me agradaría conocer tus problemas.


—No son importantes —Paula parpadeó y se distrajo un momento—. Es sólo lo cotidiano, que pasado un tiempo, a todos nos llega a molestar. Tal vez se deba a las tribulaciones de dirigir un negocio.


—No, Paula, no es eso —habló con severidad—. Vuelves a mostrarte evasiva y no lo toleraré. No permitiré que trates de salirte por la tangente con engaños, desembucha. Esto lleva bastante tiempo.


—Sigo pensando que tienes una imaginación muy vívida. Todo está bien y marcha viento en popa.


—No es cierto. Presiento que hay algo y quiero saber qué es —la miró fijo—. Pienso averiguarlo, aunque eso signifique que tenga que mantenerte aquí indefinidamente. Más vale que comiences a hablar para que terminemos con el asunto. Y olvida las miradas de irritación porque hablo en serio.


—Ignoro qué pasa —respondió exasperada y de mal humor—. De saberlo dejaría de ser un problema —calló enfurruñada.


—Continúa —Pedro se apoyó contra el respaldo y estiró las piernas—. Adelante.


Entrelazó los dedos en la nuca y su postura fue la de una relajación total.


—Me sería odioso mantenerte despierto —murmuró.


—Pienso mejor en esta postura. Bien. ¿Qué problema tienes?


—Alguien no me quiere aquí, en Eastlake —señaló a regañadientes—. No sé por qué, ni sé quién es y quizá tampoco es importante; es posible que yo esté exagerando.


—¿Qué sucedió?


Paula le habló de los anónimos, de la copa rota y el vino derramado que la habían conmocionado.


—Es como si alguien me odiara y no sé qué hice para merecer ese sentimiento.


—¿Dijiste que la copa de vino estaba en el invernadero? —la observó pensativo—. Supongo que muchas personas pudieron ver que la dejaste allá.


—Me da frío de sólo pensar que alguien me observa y me sigue —se estremeció—. Supongo que si yo no hubiera regresado al invernadero me habrían hecho llegar el mensaje de otra manera. —Se frotó los brazos encima de las mangas de algodón de su blusa—. Así como están las cosas, no tengo forma de saber quién está en el fondo de esto, de modo que no es lógico que me angustie. Estaré mejor trabajando.


Trató de ponerse de pie, pero la mano de Pedro se lo impidió.


—No tan pronto. Cálmate y mantente donde estás. De acuerdo, es un misterio y no tienes muchas pistas para descubrir el meollo del asunto, pero no debes ponerte nerviosa. Tranquila, mientras yo pienso.


Paula observó la habitación retorciendo los dedos sobre su regazo. Finalmente, él le cubrió las manos con las propias.


—No hagas eso —dijo él.


—¿Ya se te ocurrió algo?


—Estoy pensando. Mientras tanto… —le rodeó la cintura con un brazo para acercarla a su cuerpo—. Quizás esto te haga olvidar el asunto.


El beso la sorprendió y la desequilibró. La calidez y la suavidad la hicieron capitular porque calmaron su torbellino interior, aunque sintió algo más perturbador. El tierno deslizamiento de los dedos de Pedro era incitante y su cuerpo la traicionó. Se curvó sensualmente contra el cuerpo de Pedro y sus senos rozaron el pecho masculino con lo que los pezones se endurecieron.


La boca de Paula se suavizó y tembló bajo la presión de los labios de él. Pedro la acarició y la incitó, porque buscaba los puntos sensibles en ella. Paula experimentaba algo desconocido. ¿Cómo era posible que él la hiciera sentirse así? Era como flotar sobre un mar cálido. Una sedosa sensación la rodeaba y la seducía. ¿Adónde la conducía él? ¿También Pedro sentía ese baño de dos almas gemelas en su elemento prístino? Casi deseó llorar, porque Pedro la hacía imaginar el éxtasis que podría proporcionarle…


El aliento de Pedro le rozó una mejilla cuando deslizó los labios por la tersa columna de su cuello.


—Quiero mirarte Paula —murmuró ronco y le desabotonó la blusa—. Esperé mucho tiempo, soñé contigo y con tu belleza.


El broche delantero del sostén quedó abierto y los senos parecían anhelar que él los besara.


—Hermosa —murmuró—. Son hermosos como dos botones de rosa que esperan mi beso. Si te beso, Paula, le rendiré homenaje a estas exóticas frutas maduras que me ocultaste tanto tiempo ¿Cómo debo tocarte? ¿Así? Dime qué debo hacer para proporcionarte placer.


Cuando los labios de Pedro se cerraron sobre el pezón erguido de su seno, Paula contuvo el aliento. Su cuerpo esperó y pidió esa caricia. Él la incitó con los movimientos de su lengua y la atormentaba al grado de que perdía el control. El cuerpo de Paula palpitaba y sus terminales nerviosas parecían arder.


Pedro —musitó—. Deseo… No sé… Ayúdame, yo…


Se interrumpió cuando la boca de él comenzó a explorar sus senos extendiendo el fuego y la pasión.


—Te he deseado desde la primera vez que te vi —murmuró contra su piel—. Estabas de pie junto al yate exigiendo que te permitiera subir a bordo, y yo sentí tal necesidad que me conmocioné. Luego te mostraste altiva, entonces quise domar tu altivez y deseé poder escuchar tus suspiros, poseerte… No puedes imaginar cuánto te he deseado, Paula.


Ella inclinó la cabeza para ocultar sus mejillas arreboladas con la cortina de su cabello. Paula no supo lo mucho que él tuvo que dominarse, pero ¿qué había en el fondo de la constante persecución de Pedro? ¿Era sólo el deseo de conquistarla? ¿Qué sentía él por ella? ¿Sería algo más que una compulsión de llevar el conflicto entre los sexos hasta el último campo de batalla? Él deseaba su total capitulación, deseaba dominarla y ella, por instinto, sabía que Pedro podía lograrlo. Él la hacía reaccionar con mucha facilidad, como si la tuviera hipnotizada y eso la hizo temer.


Pedro… ¿Qué…?


Levantó la vista, pero él le colocó un dedo sobre los labios.


—Oí algo, a alguien —murmuró él—. ¿No lo oíste tú? ¿La puerta del frente?


Paula negó con un movimiento de cabeza. Estuvo sorda y ciega a todo, menos a lo que ocurría entre los dos. Sin embargo, él siempre se mantuvo alerta, con los sentidos alerta, incluso en la intimidad que compartieron; él pudo pensar en otras cosas.


Paula se sintió muy mal. ¿Cómo permitió que Pedro la engañara así? ¿Cuándo aprendería la lección vital? Le permitió incitarla a algo, que para él sólo era una seducción y ella no se opuso. Comprenderlo le dejó un sabor de ceniza en la boca.


—Debe ser Rebecca —declaró tenso—. Arréglate. Iré a hablar con ella.


Él parecía calmado y Paula imaginó lo que él pensaba. No deseaba que su amiguita supiera que la había engañado con otra mujer. Sus características estaban escritas en las estrellas y él no podía negarlas, pero tampoco deseaba sufrir el inconveniente de que lo pescaran.


Lo vio salir de la habitación. Paula tenía el corazón pesado como si hubiera corrido colina arriba y no le quedaran fuerzas para regresar. Tarde o temprano, Rebecca sabría que Pedro no merecía la confianza que había depositado en él, y comprendería que tendría que compartirlo con la mujer que se le antojara. Pedro no creía en el amor. ¿No había dicho que expresarlo serían palabras huecas? Para él el amor era muy complicado porque necesitaba constancia.


Luchó contra las lágrimas y se acomodó la ropa antes de salir por al puerta de atrás. No quiso enfrentarse a ninguno de los dos porque el dolor de su propia traición, era demasiado profundo. Sólo deseaba que la dejaran en paz para enfocar lo mejor posible su angustia.


Paula se dijo que había momentos en que preferiría un trabajo más mundano, en el que sus pensamientos pudieran vagar sin obstáculos, pero no podía darse ese lujo. Como era dueña de su propio negocio, no podía flaquear ni tenía el tiempo para dejarse llevar por la autocompasión al recordar lo tonta que había sido. Eso le restaría fuerzas.




MI UNICO AMOR: CAPITULO 24




Un rato más tarde aceptó que la tarea no era tan fácil como creyó. Presionó con los dedos el nudo de tensión en la nuca y masajeó con suavidad, luego extendió los brazos para aliviar un poco la tensión en los músculos. Por algún motivo le resultaba difícil aclarar las últimas páginas. Quizás había estudiado las cifras con demasiada intensidad y necesitaba un descanso.


La puerta se abrió y vio que Pedro entraba en la oficina. 


Cansada, concluyó que el destino conspiraba contra ella. 


¿Por qué había regresado él de pronto, para amenazar aún más su equilibrio?


—¿En dónde está Rebecca? —preguntó al acercarse a la mesa para colocar una caja grande de cartón, sin fijarse en los documentos que quedaban abajo.


Paula los levantó deprisa y los metió en su carpeta. Era evidente que a él le agradaba trabajar en el desorden y no se irritaría si algunas hojas se arrugaban. Pero ella no lo toleraba.


—Tuvo que llevarle algunas cosas a Adrian al hospital.


Pedro gruñó algo incomprensible, se acercó al archivador de seguridad, lo cerró de golpe y giró la llave.


—¿Por qué sigues aquí? —exigió—. No tienes qué hacer cuando Rebecca usa el ordenador. Puedes trabajar en otra cosa en tu propia oficina. ¿O esperas que tu querido amante regrese?


—¿Cuántos insultos crees que toleraré? —Paula perdió la serenidad—. No sólo mancillas mi nombre con tus insinuaciones malvadas, también enlodas a un hombre que es tu socio, tu amigo y tu cuñado. ¿De veras crees que pensaría en un encuentro sentimental con un hombre cuya esposa esta internada en el hospital?


—¿Por qué no? —gruñó y golpeó con los nudillos sobre el escritorio—. Parece que no tienes reparo en pasar un fin de semana con él, ni en mostrar vuestra relación ante Adrian día con día. ¿Por qué habrías de ser diferente cuando ella está enferma y desvalida? Si ahora te preocupan sus sentimientos no debiste iniciar esa aventura sentimental.


—Si yo fuera hombre tendrías suerte de que sólo te hiciera sangrar la nariz —sus ojos echaron chispas—. No me juzgues de acuerdo con tus normas. El hecho de que tú no sepas manejar tus aventuras…


—No hablamos de mis aventuras —la interrumpió—. No soy casado y no frecuento a ninguna mujer casada. Hablamos de cuánto ha sufrido mi hermana por tu constante e íntimo contacto con su esposo.


—Que sea tu hermana o no, eso no te da derecho de acusarme sin motivo —declaró—. Mi vida personal es privada y si Adrian desea que su matrimonio no fracase debe aclarar el asunto por su cuenta. Eso no tiene relación contigo.


—Tengo mucho que ver en el asunto —respondió con fiereza—. El hecho de que estés aquí, en mi oficina, me autoriza a hacer preguntas y exigir respuestas, y me dirás lo que quiero saber, Paula.


Apretó la mandíbula y su boca formó una amenazante línea recta.


—¡No te atrevas a amenazarme! —replicó—. Estoy segura de que sabes muy bien por qué estoy aquí, a menos de que vivas en otra dimensión. Elaboro un programa para Adrian. Él debió mencionártelo, a menos de que no os comuniquéis como debe ser. Adrian quiere que el negocio esté bien programado para que funcione con más eficiencia.


—No necesitamos ningún programa, nos va bien como estamos —gruñó—. No te quiero aquí, hurgando en los papeles, dando al traste con el sistema y estorbando.


—Adrian piensa de manera diferente. Me pidió que revisara los expedientes para elaborar un programa que le aligere la vida —resopló con dignidad—. Es posible que no lo hayas notado, pero él hace el trabajo de diez hombres.


—Se debe a que no ha aprendido a establecer un ritmo de trabajo ni a diferenciar entre lo que es importante y lo que no. No necesita ninguna programación nueva, necesita tomar un curso de relajación. Y eso no quiere decir que deba hacerlo con un espíritu maligno de cabello rojizo.


—Tu mala educación es increíble —masculló—. Pero debí imaginar que tomarías esa actitud. En algunos aspectos pareces estar ciego. Permite que te aclare: Estoy aquí por un solo motivo; realizar un trabajo y lo haré lo mejor que pueda, con o sin tu aprobación, y si no te agrada, habla con Adrian al respecto.


—Debí suponer que te aferrarías como una lapa a esto —comentó haciendo una mueca—. Va de acuerdo con tu mentalidad de Escorpión, ¿no? Husmeas en lo que no te atañe e investigas en todos los rincones.


Paula se puso de pie para enfrentarlo.


—¿Qué te hace pensar que eres un experto en el asunto? ¿Desde cuando cambiaste de un ignorante a un sabelotodo?


Pedro se encendió, frunció el ceño y proyectó su barbilla en un gesto agresivo.


—Como es evidente que tendré que estar contigo algún tiempo, más me vale saber qué te hace reaccionar. Así podré eludir los cuchillos cuando me los arrojes.


—Arrojar cuchillos no es mi fuerte —masculló Paula—. No encajo en un circo.


—Tampoco encajas aquí. Quiero que salgas de esta oficina y dejes de fastidiarme. ¿Comprendes o tengo que deletreártelo?


—¿Por qué eres tan inflexible? —sonrió—. ¿Temes que interrumpa las sesiones candentes con tu secretaria?  Discúlpame por estorbaros. Me iré y te dejaré para que sigas con tus retozones febriles. Eso hacen los del signo Piscis, ¿no?


Se volvió, pero él le ciñó la muñeca con fuerza y le impidió alejarse.


—No metas a Rebecca en esto. No tienes derecho a hablar de moral, porque te citas con Adrian en esta oficina. Creer que estás enamorada de él no es excusa.


—No es cierto. ¿Qué sabes del amor y quién eres para decidir qué siento? Suéltame.


Fijó la vista en los dedos que se incrustaban en su muñeca.


—De ninguna manera. ¿A qué se debió la decepción que sufriste en la cabaña? Adrian no se molestó en planear un nidito de amor para que al final nada ocurriera —los ojos azules de Pedro la traspasaron como si fueran lanzas de hielo—. ¿Y tú qué pensaste? ¿Dormir con él era el precio para que te diera un poco de trabajo? —la acercó a su cuerpo—. Debiste acudir a mí, cariño, soy el dueño de la compañía. Poseo la mayoría de las acciones. De haber jugado bien tus cartas, ¿quién sabe qué habrías recibido?


Inclinó la cabeza y presionó su boca contra la de ella, le quitó el aire con los dientes, la obligó a entreabrir los labios. 


La tomó del cuello con una mano y con el pulgar le levantó la barbilla. En vano, Paula trató de soltarse y al moverse, su blusa se desabotonó. Pedro la mantuvo presa con la banda acerada de su brazo y la dominó con la presión de su propio cuerpo. La atacó con los labios y con la mano acarició la cadera como si quisiera fusionarla a él. Paula contuvo un grito y después de lo que le pareció una eternidad, Pedro levantó la cabeza y la observó respirando entrecortado.


La boca de Paula se quemaba por la furiosa posesión del beso, tenía los labios hinchados y pulsantes y en la quietud momentánea que se creó se enfrentaron como dos guerreros dispuestos a continuar la batalla.


Los ojos de Paula chispeaban y cuando él volvió a acercarse a ella, Paula levantó la mano y le asestó una bofetada. 


Después del impacto apareció una mancha roja que se extendió.


—No intentes tus tácticas de macho conmigo —dijo ronca—. Prefiero arrastrarme sobre trozos de vidrio antes de permitir que me manosees. Busca a otra mujer para que practiques con ella.


—¿A quién sugieres, a Rebecca? —observó su esbelto cuerpo—. Eso sigue irritándote, ¿por qué será? Aunque grites, te enfurezcas y golpees con la fuerza de una tormenta en gestación, dentro de ti hay oleadas que crean su propia conmoción, ¿cierto? ¿Qué tratas de ocultar? Quizá tu inmunidad contra mí no es tan fuerte como pensaste.


Paula rió nerviosa.


—Regresa a la escuela, Einstein. Es posible que tengas un error fundamental en tu proceso de pensamiento. Es evidente que vuelves a mezclar la fantasía con los hechos reales.


—¿Eso crees? ¿No será que estás muy asustada como para aceptar tus debilidades emocionales? —colocó una mano en la parte baja de la espalda de ella y a pesar de la resistencia de Paula, la acercó a su cuerpo—. Averigüémoslo, ¿no?


Los dedos de Paula se movieron para rechazarlo temblorosa sobre el frente de la camisa, pero quedaron suavemente aplastados cuando él la abrazó. Ella sintió la cálida caricia del aliento de Pedro sobre la mejilla cuando él inclinó la cabeza para murmurar incitadora:
—¿Cuánto calor se necesita para derretir vidrio roto?


La protesta de ella se perdió en el candente beso que la boca de Pedro reclamó. Le atacó los sentidos, le quitó el deseo de luchar y logró que Paula permitiera que explorara la curva rosada de sus labios con la lengua.


—Eres deliciosa —murmuró ronco—. Como las fresas que maduran al sol.


Volvió a besarla y probó la temblorosa suavidad de su respuesta hasta que ella, desvalida, capituló ante la lenta persuasión de sus labios y le correspondió con un deseo agridulce. El beso se tornó más sensual y agradable y la condujo por un sendero de descubrimiento hacia un distante altiplano donde enfocó todos sus anhelos que se estremecían dentro de sí.


La boca inquieta de Pedro se deslizó al sedoso desorden de la blusa abierta. Paula escuchó que él murmuraba algo sobre el promontorio de sus senos antes de que los labios acariciaran el borde de encaje del sostén. Ella contuvo el aliento y un suspiro se le atoró en la garganta.


—Esto es una rociada de cristales de azúcar —murmuró él—. ¿Tendrá todo en ti el mismo sabor? Me agradaría probar despacio tus apetecibles curvas hasta que haya conocido todas las tentaciones llenas de miel que ocultas. ¿Lo hago, Paula, busco tus secretos para hacerlos míos?


Con lentitud y seguridad Pedro deslizó las manos y Paula emitió un pequeño grito por las alocadas sensaciones que incitaba en ella.


—Suéltame —le pidió ronca—. No permitiré que me hagas esto, Pedro; no permitiré que te aproveches de mí de esta manera.


Durante un momento creyó que él no la había oído. Los labios de él seguían junto a un seno, mientras con las palmas él presionaba la cadera de Paula contra sus muslos duros.


—Quiero que murmures mi nombre —dijo emocionado—. Deseo escuchar tus gemidos cuando te haga el amor… ¿Por qué habría de detenerme ahora que sé que también me deseas?


—Porque es sólo eso, simple deseo —respondió temblorosa—. Todo habrá desaparecido cuando caiga la noche —lo empujó del pecho y unió los bordes de su blusa con dedos temblorosos—. Después, sólo habría disgusto y resentimiento porque no tomas en cuenta mis sentimientos. Piensas lo peor de mí. Cada vez que trato de explicarte la situación me haces a un lado como si lo que pueda decir no tuviera validez —se pasó las manos por el cabello—. No permitiré que te aproveches de mí, deseo más que eso.


La boca de Pedro se torció en un gesto cínico y la soltó antes de dirigirse al escritorio.


—¿Te refieres a palabras tiernas? ¿A frases vacías que te darán la ilusión de que es Adrian quien te abraza y no yo? No lo creo, Paula. Eso no me apetece. Si sufres por los síntomas del alejamiento, lo lamento, pero no esperes que yo te ayude.


—No espero nada de ti. Dije que parecías estar ciego y es la verdad. Le tienes mucho cariño a tu hermana, pero ese cariño te cegó a todo lo demás —su voz se desmoronó y tuvo que respirar profundo—. Crees que Emma sufre, pero no te importa que yo tenga mis propios problemas. No te interesa mi versión. Sólo ves un reto, un peligro para tu familia que debe desaparecer a como dé lugar.


—¿Problemas? —preguntó Pedro—. ¿Cuándo me has dicho lo que realmente tienes en la mente? Cada vez que te lo pregunto me contestas con evasivas y ahora sugieres que debo tenerte confianza sin que me hayas dado un solo motivo para creerte. Las cosas no funcionan de esa manera. Conozco a mi hermana y a Adrian, y estoy enteramente seguro de que antes no había señales exteriores de que algo marchaba mal. Si deseas que confíe en ti tendrás que hacer algo más que declararte inocente, de lo contrario tendrás que arreglártelas sola.


Paula se entiesó y levantó los hombros; sus ojos brillaban por la desesperación.



—Perfecto —contestó y caminó alrededor del escritorio como autómata—. No te necesito a ti ni a nadie —metió unos papeles dentro de su carpeta y la cerró—. Ya pasé bastante tiempo aquí, tengo que ir a ver a algunos clientes.


Caminó hacia la puerta, la abrió de par en par y salió al estacionamiento. Mientras caminaba buscó las llaves en su bolso y casi chocó contra Rebecca.


—¿Buscas esto? —preguntó Rebecca al darle las llaves—. Lo lamento, me equivoqué. Estaban junto a las mías y con la prisa me llevé los dos llaveros.


—Gracias —murmuró Paula después de mirarlas. Luego entró en su coche. Puso en marcha el motor y se alejó sin mirar atrás.