jueves, 12 de febrero de 2015

UNA NOCHE DIFERENTE; CAPITULO 6




Se había dicho a sí mismo que no iría a la boda. Se lo había dicho mientras abordaba el avión en Nueva York rumbo a Grecia. Y mientras conducía del aeropuerto a la finca de los Chaves, donde se iba a celebrar la boda.


Todo el mundo conocía el lugar de la celebración. Había sido una noticia internacional. La boda del ejecutivo rompecorazones Alejo Kouros con la adorada heredera Chaves. 


Las fotografías del acontecimiento se venderían por una fortuna, el mundo esperaba con el aliento contenido cualquier migaja de información. Lo había leído en cada revista y en cada diario desde que abandonó Corfú. Desde que Paula Chaves lo echó de su cama.


Nunca en toda su vida lo habían deseado de aquella forma. 


En algún momento del transcurso de la noche se había olvidado de que él no era sencillamente Pedro, ni ella Paula. Había sido simplemente un hombre deseando a una mujer. No un hombre reconcomido por la venganza.


Pero su dulce voz llamándolo Pedro y penetrando en su sueño lo había devuelto a la realidad. Y entonces todo se había ido al infierno. No había disfrutado nada de aquel momento. Del momento en que ella descubrió que él era el enemigo de Alejo. El hecho lo había sorprendido. Y más sorprendente era que no se lo hubiera contado a Alejo, después de que ella le pidiera, con lágrimas en los ojos, que no lo hiciese.


Porque… ¿qué sentido tenía que se hubiera tomado tantas molestias para poseer a la mujer de Alejo si luego no se lo decía? La había seducido prácticamente al pie del altar, con lo que podía impedir el matrimonio y arruinar al mismo tiempo los planes de Alejo para quedarse con la compañía Chaves, que había sido su verdadero objetivo. Y, sin embargo, no había hecho la llamada.


Lo cual era un verdadero misterio para él. Como también lo era que, en aquel instante, se encontrara en la finca de los Chaves provisto de una invitación hábilmente falsificada que lo facultaba para ser uno de los primeros invitados admitidos y disfrutar de un recorrido previo por la propiedad. Entregó la tarjeta a la mujer que atendía a los que iban llegando. Iba vestida toda de negro, con su rubio cabello recogido en un apretado moño. La propia decoración del lugar, desde las guirnaldas a las flores, era severa y elegante. Sin frivolidades románticas.


—Siga el sendero que lleva al jardín, por favor, señor Kyriakis. Ya han empezado a servir los refrigerios.


Bonito alias. Teniendo en cuenta que se había pasado la vida entera ocultándose detrás de ellos, aquel le gustaba. 


Siguió las instrucciones de la mujer y echó a andar por el sendero hasta la parte trasera de la casa. El terreno era enorme, con filas de sillas que daban al altar y, detrás, el mar. Todo blanco. Puro y cristalino.


La mujer que él había conocido no se había mostrado tan pura. Había enredado las piernas en torno a sus caderas, con su aliento abrasándole el oído mientras gemía de placer. El recuerdo le arrancó un estremecimiento. No le habían faltado las mujeres a alguien como él, que se había criado en las calles desde que tenía catorce años, liberado de toda tutela. ¿Por qué entonces se había quedado tan fascinado con una noche de sexo con una virgen? No podía entenderlo. Quizá hubiera existido una satisfacción adicional en el hecho de que se la hubiera quitado a Alejo. Porque le había robado lo que seguramente él habría tenido por un valioso regalo de boda.


Solo tenía que pensar en Alejo para que se le revolviera el estómago. Si no hubiera decidido hacía años que el asesinato no era un buen plan, lo estaría considerando en aquel instante. Fantaseaba con la idea, sí, pero no la pondría en práctica. Era un bastardo… porque la vida lo había hecho así. Pero no era un desalmado. Al contrario que Alejo. Al contrario que el padre de ambos.


Pensó en su madre, que había sido capaz de hacer lo que fuera para conseguir su siguiente dosis. Una esclava, una víctima. Viviendo en la miseria pero rodeada por la opulencia. Esclavizada a su adicción y viviendo en la mansión del amo como un extraño accesorio decorativo. Una relación perversa a la que ella había llamado «amor». El tipo de amor que, una vez cercenado, la había dejado muriéndose desangrada en el suelo. Una mancha carmesí en el recuerdo de Pedro que nada lograría borrar. Los años de éxito no cambiarían eso. No le devolverían a su madre. Y mientras tanto Alejo seguía en la cumbre, impasible.


Alejo podía aparentar ser todo lo respetable que quisiera, pero Pedro conocía la verdad. Porque la verdad también estaba en él. Pero al menos él no se comportaba como si fuera otra cosa que un bastardo, mientras que Alejo se las daba de haber pasado por todo y haber salido limpio. Cerró los puños y alzó la mirada a la casa. Había un pequeño grupo de gente que se dirigía al interior guiado por una empleada. Se dirigió hacia allí para incorporarse a la cola. 


Todo el mundo escuchaba deslumbrado la cháchara de la mujer sobre los frescos del exterior, que habían sido retirados de una antigua iglesia.


Eso a Pedro no le importaba. Grecia era vieja. Y él había dormido en más ruinas antiguas de las que podía recordar. 


Era un incondicional de las cosas modernas. Como lo había sido su madre. Siempre y cuando no fuera al precio de tener que vivir bajo el mismo techo que un violento y pervertido psicópata sexual. Sí, había preferido las ruinas a aquella vida.


Siguió a los demás al interior de la casa, pero tan pronto como desaparecieron detrás de la primera esquina, se separó de ellos para subir las escaleras.


—Tengo que entregar un regalo a la novia —le dijo a una sirvienta que pasaba a su lado—. ¿Dónde puedo encontrarla?


—La señorita Paula está en su suite. Al final del pasillo a la izquierda —respondió la mujer sin pestañear.


Nadie lo detuvo. Porque encajaba en aquel ambiente y hablaba con confianza. Como resultado, nadie se preguntaba si pertenecía o no a aquella casa. Asintió con la cabeza y siguió andando en la dirección que le había indicado la mujer.



UNA NOCHE DIFERENTE: CAPITULO 5





Paula regresó a la realidad, con la mirada clavada nuevamente en el anillo. Habían vuelto a hacer el amor cuatro veces. Él le había dicho la verdad. Le gustaban los preliminares.


Volvió a dejar el anillo sobre la mesilla, con una sonrisa dibujándose en sus labios.


Se sentó lentamente, entre protestas de sus músculos. Pedro le había obligado a hacer más ejercicio del que estaba acostumbrada. El pensamiento acentuó su sonrisa. Tal vez fuera estúpido. Pero se sentía… diferente. 


Atolondrada. Viva. Medio enamorada.


Cerró los ojos. No. No quería eso. Era un estúpido cliché. 


No conocía bien a aquel hombre. Solo que le resultaba demasiado fácil recordar lo que había sentido al bailar con él. O cuando le agarró la mano mientras caminaba descalza por la calle. Lo diferente que se había sentido en su compañía. Mucho más viva. Feliz.


Así que quizá no fuera tan estúpido que se sintiera medio enamorada. Resultaba aterrador, sin embargo. Ella había estado… no enamorada, sino encaprichada de un tipo antes, con desastrosos resultados. Pero eso había sido distinto. Era como si hubiera sucedido en otra vida, como si le hubiera ocurrido a otra chica.


Había cambiado durante los últimos once años. En aspectos que eran necesarios, pero que al mismo tiempo la habían dejado con la sensación de estar atrapada en una piel que se le había quedado demasiado pequeña. Y en algún momento de la pasada noche, había vuelto a cambiar.


Se levantó de la cama y fue tambaleándose al baño. Hizo sus necesidades y se miró en el espejo. Tenía el pelo hecho un desastre. Estaba segura de que la marca oscura del cuello era de un chupetón. Sonrió. No debería estar disfrutando con aquello. Pero lo estaba haciendo. Ya se enfrentaría después a la vida real.


Se recogió el cabello y volvió a la habitación. Se detuvo al ver la cartera de Pedro en el suelo. Estaba abierta, de cuando sacó el preservativo y la arrojó luego al suelo. 


Después había llamado a recepción para que le subieran una caja.


Se agachó para recoger la cartera sin pensar. Era una cartera cara, de piel negra con un bonito repujado. Como la de su padre, o la de Alejo. Algo extraño, dado lo viejo y gastado de su ropa. Aunque eso era normal, trabajando como trabajaba en un barco.


Ojeó su permiso de conducir. Estadounidense. Otro detalle extraño, ya que era griego, eso era indudable. Aunque quizá su jefe fuera de los Estados Unidos.


«Vale ya, fisgona. No es asunto tuyo», se dijo. Y no lo era. 


Pero antes de cerrar la cartera y dejarla sobre la mesa, leyó su nombre. No lo hizo a propósito. Pero lo vio, y entonces ya no pudo apartar la mirada. Conocía aquel nombre: Pedro Alfonso. Se lo había oído pronunciar a Alejo. En un gruñido, una maldición. Había estado fastidiándolo durante meses, informando a las autoridades de hacienda sobre supuestas malas prácticas fiscales, denunciándolo a las agencias de medio ambiente. Todas falsas acusaciones, pero que habían costado tiempo y dinero.


No era un simple mozo de camarote, eso estaba claro. Y tampoco un desconocido. Había sido seducida por el enemigo de su prometido. Tuvo la sensación de que el suelo se abría bajo sus pies para transportarla de vuelta al pasado. A aquel momento tan parecido al que estaba viviendo. Claudio, furioso por la negativa de Paula a acostarse con él, revelándole quién era realmente y lo que quería de ella.


«Ya sabes que tengo unas fotos muy bonitas tuyas. Y un vídeo muy interesante. Yo no necesito sexo. Recibir dinero de los medios me gustará todavía más».


Se había creído más lista después de aquello. Más precavida. Pero seguía siendo la misma joven estúpida de siempre. Peor aún, porque esa vez el villano había triunfado a la hora de seducirla. Sobradamente. Lo que había hecho con él… Lo que le había dejado que le hiciera…


—¿Pedro?


El hombre de la cama se estiró y Paula se esforzó por no desmayarse. Por no vomitar. Por no salir corriendo y chillando de la habitación. Tenía que saber lo que había sucedido. Tenía que saber si él sabía quién era ella.


Pedro —volvió a pronunciar su nombre y él se sentó, con una traviesa sonrisa en los labios.


Pero, cuando la miró, la sonrisa se borró de golpe. Como si supiera, incluso medio dormido, que aquella no iba a ser la escena poscoital que se imaginaba. Como si se hubiera dado cuenta de que responder a aquel nombre había sido un error.


Se sintió enferma. Colérica. Pero por el momento tenía que permanecer tranquila. Tenía que conseguir respuestas.


—Paula, deberías volver a la cama.


—Yo… no —se llevó una mano a la frente—. Ahora mismo no. Yo…


Vio que él bajaba la mirada a sus manos, que seguían sujetando la cartera. Volvió a mirarla a los ojos, enarcando una ceja. Algo en su actitud había cambiado de repente.


Se apartó los oscuros rizos de la frente y, por un instante, Paula tuvo la impresión de que estaba ante un desconocido. 


Un desconocido desnudo.


Solo entonces se dio cuenta de lo que era. No conocía a aquel hombre. Se había engañado a sí misma al pensar que habían compartido algo. Que sus almas se habían encontrado, o alguna idiotez semejante. La noche anterior se había sentido ella misma. Pues bien, la verdadera Paula había resultado ser alguien increíblemente estúpida. Tenía por tanto una buena razón para mantenerla oculta.


—Sabes quién soy, ¿verdad? —le preguntó ella.


Él se levantó de la cama con la sábana resbalando por su cintura, luciendo su hermoso y excitado cuerpo. Incluso en aquel momento, la vista hizo que el corazón se le subiera a la garganta. Como si estuviera intentando escalar para conseguir una mejor vista.


—¿Cómo es que estabas mirando mi cartera?


—Estaba en el suelo. La recogí y pensé: «Bonita cartera para un mozo de yate».


—Sí, sé quién eres —dijo él—. Imagínate mi sorpresa cuando tú me encontraste, antes de que yo te encontrara a ti. E imagínate mi sorpresa posterior cuando me di cuenta de que no necesitaba una semana entera ni un evento especial para seducirte. Fuiste muchísimo más fácil de lo que me esperaba.


—¿Con qué objetivo? —inquirió ella con el corazón atronándole en el pecho—. ¿Por qué tú…?


—Porque quiero lo que él tiene. Todo. Y ahora le he robado algo muy especial. Porque ambos sabemos que yo te he tenido primero.


—Canalla —se puso a registrar la habitación en busca de su ropa—. ¡Tú…! Esta es mi habitación —dejó de recoger la suya y, en lugar de ello, se puso a recoger la de él—. Vístete y sal de aquí —le lanzó los shorts y luego la camisa—. ¡Fuera!


Él empezó a vestirse.


—Ignoro quién crees que es tu prometido, pero yo lo sé bien.


—¡Y yo sé quién eres tú! Un… un… Ni siquiera se me ocurre una palabra lo suficientemente mala para describirte. Me has engañado.


—¿Que yo te he engañado? Más bien no te lo conté todo, como hiciste tú conmigo. Yo no te obligué a que te acostaras conmigo.


No, no lo había hecho. Y eso quería decir que la culpa era suya.


—Pero… me sedujiste a sabiendas de que arruinarías mi compromiso. ¡Con toda la intención de hacerlo!


—¿Y tú pensabas que el hecho de que yo te sedujera lo dejaría intacto? ¿Es eso? ¿O lo que te enfada es que yo lo hubiera planeado?


—¡Sí! Estoy enfadada porque lo planeaste. Yo creí que habíamos tenido algo… Yo creía… —se le cerró la garganta. 


La emoción le impedía articular las palabras.


—Tú hiciste tu elección —repuso mientras se subía el pantalón y se lo abrochaba—. Yo solamente fui la ocasión de tu infidelidad.


Antes de que ella pudiera pensar en una respuesta, la cartera salió volando de su mano para rozarle la oreja e impactar en la pared que tenía detrás.


—¡Fuera! —chilló.


Acababa de destruir ella misma su compromiso matrimonial. 


El futuro de la empresa de su familia. Y todo por sexo. Sexo con un hombre que la había estado manipulando. 


Engañándola con la intención de perjudicar a Alejo… Alejo, que no se merecía que lo trataran así. Alejo, que la quería. 


Y su padre… después de todo lo que había hecho por ella… Se tapó los ojos con las manos, intentando contener las lágrimas.


—Paula….


—¡Me has destrozado la vida! —chilló, abriendo los brazos—. Yo creía que eras distinto. Creía que me habías hecho… sentir algo, cuando solo me estabas mintiendo. ¡He echado a perder mi vida por ti y todo ha sido una mentira!


—Yo nunca te prometí nada. Cometiste un error. Lo siento por ti.


—No le llames —le pidió ella, con el estómago encogido—. Por favor, no le llames.


—No tengo necesidad. Ya no te casarás con él.


—¿Crees que por haber pasado una noche contigo voy a dejar al hombre con el que llevo comprometida durante años? Lo dudo mucho —dijo.


Apenas unos minutos atrás, lo habría hecho. Se habría expuesto al escándalo, y habría expuesto también a su familia. Por él, habría sido capaz de destruir todo lo que se había pasado años reconstruyendo. ¿En qué había estado pensando? No, no había pensado en absoluto. Se había limitado a sentir, ilusionada con alguna estúpida fantasía.


—Vete. Y, por favor, no le llames. No…


—Vaya —sonrió, desdeñoso—. ¿Y por qué tendría que hacerte caso? Conseguí justamente lo que quería. Me gusta planificarlo todo bien, agape, y no pienso cambiar de planes solo porque tú derrames una lágrima.


Se dirigió hacia la puerta y abandonó la habitación. Ni siquiera se volvió para mirarla.


A Paula le flaquearon tanto las rodillas que terminó sentada en el suelo. Fue entonces cuando se dio cuenta de que seguía completamente desnuda. Pero no le importaba. 


Ponerse la ropa no haría que se sintiera menos expuesta, menos vulnerable. No le haría sentirse menos… sucia.


Era así como se sentía: sucia. Había traicionado a Alejo. Esa era la verdad, al margen de quién fuera exactamente Pedro


Pero su traición era como sal en sus heridas.


Alejo… ella habría estado dispuesta a poner fin a su relación si hubiera existido una oportunidad de…


Tenía que volver a casa. La boda tenía que seguir adelante. 


Su vida tenía que seguir. Como si no hubiera pasado nada. 


Era por eso por lo que había evitado la pasión, por lo que había evitado hacer cosas que fueran arriesgadas, y locas. 


Porque, cuando asumía riesgos, sufría. Porque, cuando confiaba en alguien, ese alguien la defraudaba. Sentada en el suelo, incapaz casi de respirar, recordó exactamente por qué había elegido esconderse de la vida.


Nunca más. Volvería con Alejo, a la seguridad. Y, si Pedro le revelaba lo de aquella noche, ella le suplicaría que la perdonara. Miró hacia delante con los ojos secos. Tan secos como sus entrañas. Se olvidaría del calor y del fuego que había descubierto aquella noche. Se olvidaría de Pedro Alfonso.




UNA NOCHE DIFERENTE: CAPITULO 4




La besó por primera vez en la pista de baile. Estaban rodeados de gente, la sensación de apretujamiento era agobiante. Cuando se vio aplastada contra su cuerpo, alzó la cabeza hacia él. Sabía que le estaba suplicando un beso y no le importó. Porque lo necesitaba. Más que respirar. 


Porque tenía la sensación de que no sobreviviría si él no la tocaba. Si no podía saborearlo.


No tuvo que suplicar demasiado. Él bajó la cabeza y se apoderó de su boca, obligándola con la lengua a separar los labios. Nadie la había besado nunca así. Fue un beso que le robó todo pensamiento, toda preocupación.


Se colgó de su cuerpo, moviéndose a un ritmo que no era el de la música, sino el de su propio deseo. Hundió los dedos en su denso cabello rizado, apretándolo contra sí, volcando todo el deseo que había estado acumulando en su interior durante demasiados años en aquel beso. Un beso que le estaba prohibido. Una pequeña y secreta aventura. Nadie tenía por qué saberlo.


—Ven a mi hotel —pronunció contra sus labios—. Estoy en una habitación de hotel. Vente conmigo.


No necesitó de mayores estímulos. Antes de que ella pudiera darse cuenta, Pedro ya la estaba sacando de la pista de baile. Se detuvo en la puerta del club, la empujó contra la pared y la besó. Tanto el gesto como el beso fueron salvajes, explosivos. Perfectos. Ella se arqueó contra él, apretando los senos contra el duro muro de su pecho, esforzándose por encontrar algún alivio a la necesidad que le devoraba las entrañas.


—Ahora —dijo con los ojos cerrados—. Vámonos ya…


—Estoy de acuerdo.


—Está cerca de aquí. O eso creo. Estoy mareada. No sé dónde diablos estamos.


Pedro se echó a reír y apoyó la frente contra la de ella.


—Yo sé exactamente dónde diablos estoy.


—¿Y dónde es eso?


—Contigo. No necesito saber más.


Paula soltó un suspiro, intentando ignorar la punzada de emoción que le atravesó el pecho. Se suponía que no tenía que sentir aquello.


—Guau. Dices cosas muy bonitas.


—Llévame —la tomó de la mano, De algún modo, en aquel instante, se sintió valiente, segura. Feliz. Como un recuerdo de la que había sido antes de aprender a cerrarse sobre sí misma. Antes de la debacle de Claudio. Y del chantaje. 


Antes de que hubiera tenido que confesarle a su padre lo que había hecho. «Yo no puedo protegerte más,Paula. Las decisiones que estás tomando son peligrosas. La gente, los hombres siempre intentarán aprovecharse de ti por tus relaciones familiares, la prensa siempre te acosará por ser quien eres, y tú misma te lo estás buscando. Si sigues así, no volveré a salvarte el tipo».


Y las palabras de su madre habían sido todavía menos amables: «Una mujer de tu posición no puede permitirse esos errores. No solo es inmoral, sino también peligroso. ¡No he pasado todos estos años luchando por ascender en la sociedad para ver cómo tú lo destrozas todo en un segundo con tu estúpido comportamiento!». Unas furiosas palabras pronunciadas en privado. Pero se había tragado aquellas palabras y las había guardado en su pecho, para tenerlas siempre muy presentes. Excepto… excepto en aquel momento.


Pero aquello era distinto. Estaba fuera del tiempo, fuera del mundo real. Y Pedro ni siquiera la conocía. No quería manipularla. No pretendía arrastrarla a una comprometedora situación para poder vender luego fotos íntimas, o algún vídeo sucio.


Pedro simplemente la deseaba. Aquel sencillo pensamiento despejó todas sus dudas.


Empezaron a caminar por la acera, y al poco rato estaban corriendo sin dejar de reírse. Ella se agachó para quitarse los zapatos, que sostuvo en su mano libre mientras corría descalza por los adoquines.


Se detuvieron frente al hotel, con las impresionantes fuentes de la entrada.


—Estoy en un hotel muy bueno —explicó ella, jadeando todavía por la carrera.


—Y que lo digas —él se rio.


—No vayas a sentirte incómodo.


—No.


Por supuesto. Le resultaba difícil imaginárselo incómodo en cualquier parte.


—Bien. Necesito saber al menos tres cosas más sobre ti antes de entrar, ¿de acuerdo?


—Depende. ¿Vas a preguntarme por mi cuenta bancaria?


—No. Ni siquiera te tomaré las huellas —bromeó ella—. Pero, de alguna manera, sigues siendo un desconocido para mí.


—¿De veras? ¿Y cómo puedo dejar de serlo?


—¿Cuál es tu color favorito?


—No tengo ninguno.


—¡Vamos! ¿De qué color es la colcha de tu cama?


Pedro se echó a reír.


—Negra.


—Bien. ¿Qué edad tienes?


—Veintiséis años —respondió él.


—Oh. Bueno, yo tengo veintiocho, espero que no tengas problema con eso.


—En absoluto. De hecho, ahora mismo estoy incluso más excitado. Si es eso posible.


A Paula se le aceleró el pulso.


—Una cosa más. ¿Preferirías dormir bajo las estrellas… o en una elegante suite?


—Me da igual, siempre y cuando tú me acompañes. Preferiblemente sin ropa.


Aquello la dejó sin aliento.


—Bueno, esa era la respuesta perfecta.


—¿Podemos entrar ya?


—Sí —respondió ella—. Ya no eres un desconocido para mí, así que adelante.


—Me alegro.


Entraron en el hotel y cruzaron rápidamente el vestíbulo. 


Paula pulsó el botón y esperó a que llegara el ascensor, cada vez más nerviosa. Una vez dentro, no bien se cerraron las puertas a su espalda, Pedro la acorraló contra la pared y se apoderó ávidamente de su boca, recorriendo al mismo tiempo su cuerpo con las manos.


Paula podía sentir la dura presión de su erección en la cadera. Sentir su excitación, no solo allí, sino en cada parte de su cuerpo: en el tenso envaramiento de sus hombros, en el atronador latido de su corazón, en la urgencia de su beso.


Ni en sus más alocadas fantasías se había imaginado en aquella situación, con un hombre besándola como si se estuviera muriendo de hambre por ella.


Llegaron a la planta no con la suficiente rapidez y, a la vez, con demasiada. De haber tardado más, se habría muerto… o quizá él le habría hecho el amor allí mismo, con la ropa puesta. Estaba muy cerca de hacerlo, y lo sabía.


Tal vez no se hubiera tenido nunca por una mujer muy apasionada, pero le gustaba el sexo. Y dado que Alejo se había dedicado a esperar pacientemente a que las cosas pasaran al siguiente nivel, eso quería decir que era una experta en satisfacerse a sí misma. Sabía lo que era tener un orgasmo. Pero ¿tener uno en un estado de absoluto descontrol? Eso era un asunto completamente diferente. 


Había dado placer a Claudio, pero él nunca la había tocado de verdad. Y, en cualquier caso, aquello había ocurrido hacía once años.


Pero en ese momento estaba allí, y Pedro la estaba tocando de verdad. Y su placer no estaba bajo su propio control, sino bajo el de él. Una sensación tan excitante como aterradora.


Cuando salió del ascensor, le temblaban las piernas. 


Rebuscó en su bolso, intentando encontrar la tarjeta de la habitación. La localizó por fin, en el fondo del bolso.


—¡Gracias a Dios! —exclamó—. Vaya, eso ha sido una blasfemia, ¿verdad? —le preguntó de pronto a Pedro, volviéndose para mirarlo.


—¿Por qué?


—Dar las gracias a Dios por haber encontrado la llave para que podamos… Bueno, eso es fornicación, ¿no?


—Lo será dentro de cinco minutos —dijo él—. Ahora mismo es solo deseo.


—Pero un deseo tremendo —se volvió hacia la puerta e introdujo la tarjeta en la ranura. Se encendió la luz verde—. Bueno, supongo que ya podemos entrar.


Pedro se detuvo entonces y le acarició una mejilla con la punta de un dedo, un gesto que la sorprendió por su ternura.


—Te pones muy guapa cuando estás nerviosa.


—Vaya, gracias —Paula se ruborizó.


Sus ojos azules parecieron engarzarse


Sus ojos azules parecieron engarzarse con los suyos, intensos, sinceros. Como si ella fuera lo único importante. Nadie la había mirado nunca así.


—Hablo en serio.


—Te vuelvo a dar las gracias. Pero la verdad es que estoy menos nerviosa cuando me besas. Quizá deberíamos continuar con lo que estábamos haciendo.


No tuvo que decírselo dos veces. La metió en la habitación y la tumbó en la cama. De repente, Paula se encontró tendida de espaldas en el mullido colchón, con el duro cuerpo de Pedro sobre ella. No tuvo tiempo de ponerse nerviosa. 


Estaba demasiado excitada. El brillo de humor de los ojos de Pedro había desaparecido, reemplazado por algo oscuro, salvaje. Peligroso.


Y a ella le gustaba.


—Ya iré más despacio la próxima vez —le dijo él—. Te lo prometo. Me gustan los preliminares —se sentó sobre los talones y se despojó de la camisa—. Porque habrá más. Te lo prometo —echó mano a un bolsillo de los shorts y sacó rápidamente su cartera, de la que extrajo un preservativo. La cartera fue a parar al suelo, seguida del resto de su ropa.


Tenía un cuerpo increíble, mucho más de lo que ella se había imaginado.


Él le bajó el corpiño del vestido, inclinó la cabeza y empezó a succionarle un pezón al tiempo que le subía la falda. 


Luego enganchó los dedos en la goma de las bragas y se las bajó a todo lo largo de las piernas. Solo se apartó un momento para abrir el envoltorio del preservativo y enfundárselo rápidamente, antes de colocarse entre sus muslos.


Deslizó una mano bajo sus nalgas y la levantó mientras se hundía profundamente en ella. Paula esbozó una mueca de dolor, luchando contra el impulso de quejarse. Porque no quería estropear aquel momento. Incluso con el dolor, era el momento más hermoso que había vivido nunca. Lo más excitante y lo más salvaje que le había sucedido. Era perfecto.


Si él se dio cuenta, no lo demostró. En lugar de ello, continuó hundiéndose en ella, elevándolos a los dos cada vez más alto. Así hasta que Paula empezó a gritar. Hasta que cerró los puños sobre su pelo, sobre las sábanas, cualquier cosa a la que pudiera agarrarse para no saltar volando de la cama y estallar en un millón de pedazos.


El dolor desapareció rápidamente. Cada embate la acercaba más y más al punto del orgasmo. Pero no fue una ascensión fácil hasta la cumbre. Hubo rayos y truenos: el clímax fue violento y brusco, la acometió antes de que tuviera tiempo de tomar aire.


Se estremeció y convulsionó de gozo, aferrándose a sus hombros. Sabía que le estaba clavando las uñas, pero no le importó.


Seguía encima de ella, y un gemido ronco escapó de su garganta cuando encontró su propio placer. Poco después se apartaba para levantarse y meterse en el baño.


Paula se quedó tendida boca arriba, con el vestido a la altura de la cintura, intentando recuperar el aliento, con las manos sobre los ojos.


—Oh, Dios mío, ¿qué he hecho?


Él no tardó en volver, después de haberse deshecho del preservativo. Su expresión era triste.


—Debiste habérmelo dicho.


—¿Haberte dicho el qué? —le preguntó ella, sentándose e intentando cubrirse con el vestido. Aunque él no parecía nada incómodo con su propia desnudez.


—Que eras virgen.


—Ah. Eso. Bueno. Pude habértelo dicho. Es solo que…


—¿Solo qué?


—Que no quería. Habría quedado como una estúpida.


Él se acercó a la cama y le tomó la mano izquierda. Se la levantó a la altura de sus ojos, para que pudiera ver bien su anillo de compromiso.


—Quienquiera que te haya regalado esto, es un imbécil.