martes, 6 de junio de 2017

LA BUSQUEDA DEL MILLONARIO: CAPITULO 14







—Una de esas personas era tu hija —le replicó Paula—. Y si me hubieras dado un minuto para presentarte a las otras, sabrías de quiénes se trata.


—¡Maldita sea, mujer! —rugió él lleno de ira.


¿Acababa de llamarla «mujer»? Paula se acercó a él. La ira que sentía era comparable a la de él.


—Ahora que estoy aquí, creo que ha llegado el momento de hablar de las condiciones de mi estancia. Primera condición, si quieres que estemos aquí más de cinco minutos, vas a tener que moderar tu lenguaje. Noelia es muy parlanchina y trata de repetir todo lo que oye.


—Dem… De acuerdo. Haré lo que pueda.


—Condición número dos, me llamo Paula. Si me vuelves a llamar mujer en ese tono de voz o te vuelves a dirigir a mí en esos términos, me largo. Y tu hija también. ¿Te has enterado?


Pedro apretó los dientes con tanta fuerza que fue un milagro que no se le rompieran. En este caso se limitó a asentir levemente.


—¿Alguna otra condición?


—Tercera. Angie y Julia son miembros de mi familia y van donde voy yo.


—¿Quién es Angie?


—Angie fue maestra de infantil y, en estos momentos, es mi cocinera y mi ama de llaves. Dado que soy un desastre en la cocina y todos tenemos que comer, la he contratado para ocuparse de todo lo que se refiere a la casa.


—¿Sabe cocinar?


—Y limpiar —afirmó Paula mirando con desagrado el despacho—. En serio, Pedro. Este lugar es un desastre. No puedo creer que te encuentres cómodo viviendo así.


—No es más que un poco de polvo. Además, yo no vivo en esta sección de la casa.


—¿Científicos locos más lugar secreto es igual a laboratorio misterioso y secreto?


—Algo así.


—¿Un laboratorio misterioso, secreto e impoluto?


—Por supuesto.


—Bien, dado que ahora tienes invitados que van a vivir en esta sección de la casa, necesitaré que nuestras habitaciones estén tan impolutas como nuestro laboratorio.


Pedro volvió a examinar el despacho. Aquella vez miró de verdad y por fin vio a lo que Paula se refería.


—He estado muy centrado en un proyecto y no me había dado cuenta de lo mal… Perdón. Debería haber hecho más para preparar vuestra llegada.


—Nosotros nos ocuparemos.


—Ya me has explicado quién es Angie. ¿Quién es la niña con aterrador aspecto gótico?


—Es Julia.


—Julia… ¿Tu experto en ordenadores?


—Efectivamente.


—Estamos en el mes de noviembre. ¿No debería estar en el colegio?


—Terminó hace unos meses. En estos momentos está pensando a qué universidad quiere ir.


Pedro la miró asombrado.


—¿Cuántos años tiene? Si parece que tiene doce.


—Va a cumplir los diecisiete dentro de unos meses. Ella te podrá dar los días, las horas y los minutos y hasta los segundos si quieres un número más exacto.


—Es lista.


—Sí. Da un poco de miedo de lo lista que es. Como tú. Y como Noelia.


—Por eso estás aquí…


—Sí. Es uno de los motivos —explicó. No había razón para señalar los otros. Se harían evidentes con el tiempo—. Resulta evidente que necesita a alguien que vaya a comprender el modo en el que piensa. En estos momentos tiene a Julia, que es una gran ayuda, pero Julia no va a estar a su lado para siempre. Además, no hay figura masculina en la vida de Noelia. Condición número cinco.


—Cuatro.


—Lo que sea. Mis padres son parte de mi vida del mismo modo que Julia y Angie. Tendrás que aceptarlo.


Pedro la miró con desaprobación. Los ojos le ardían como si fueran de oro líquido.


—¿Alguna otra condición?


—No has accedido a la última.


—¿Por qué no dejas que esa la discutamos en un futuro cercano?


—Ni hablar. Si crees que voy a dejar a mis padres al margen de la vida de su única nieta, estás muy equivocado. Y antes de que decidas infringir de nuevo la condición número uno…


—¡Maldita sea! ¡Demasiado tarde!


—… te sugiero que te pongas en mi lugar. En el lugar de Noelia. Tú eres el que se marchó, Pedro. Mis padres han estado a mi lado siempre. Tú no.


—Solo porque no lo sabía.


—Eres un hombre muy inteligente. Deberías haber considerado esa posibilidad y haberte asegurado. Al menos, deberías haberte puesto en contacto conmigo después de las primeras doce cartas.


—Eso no es cierto. Yo habría… —se interrumpió y se dio la vuelta para mirar por la ventana—. ¿Alguna otra condición?


—¿Accedes a la última?


—Sí.


Paula se tomó un instante para pensar antes de proseguir.


—Condición diez.


—Cinco.


—Tengo las otras en reserva. Necesito una habitación para que sea mi estudio. Debe tener ventanas —dijo, aunque no estaba segura de que lo utilizara. Su don para pintar no había regresado e íntimamente había empezado a cuestionarse si volvería a hacerlo. Ese pensamiento la aterrorizaba—. Ventanas grandes, si no te importa.


Pedro se encogió de hombros.


—Puedes echar un vistazo y ver si algo te viene bien. Asegúrate de que está en esta planta o arriba. El sótano está prohibido para todo el mundo.


—¿Es ahí donde vive tu tío?


—Sí. Y también es donde está mi laboratorio.


—¿Tú también tienes condiciones?


—¿Acaso pensabas que tú ibas a ser la única?


—Bien. ¿Cuáles son las tuyas?


Pedro se acercó a ella. La esfera no dejaba de dar vueltas entre sus dedos.


—Una. Es tu responsabilidad evitar que nadie baje al sótano. Y eso te incluye a ti. Tenerte a ti y a Noelia aquí ya es demasiado para Pascual. Dos personas más será extremadamente difícil para él. Necesita saber que está a salvo en su zona de la casa. ¿Ha quedado claro este punto?


—Cristalino.


—Dos —dijo. Un paso más—. Yo tengo una rutina, una rutina que no aceptaré que te interrumpa.


—Venga ya, Pedro. Estamos hablando de un bebé. Los bebés rompen con todas las rutinas. Es parte de su naturaleza.


—En ese caso, espero que procures que las interrupciones sean las menos posibles.


—Mira —le espetó ella colocándose las manos en las caderas—. Tú eres el que me pediste que la trajera aquí, ¿recuerdas? Si no puedes aceptar ciertas cosas, nos vamos.


—Es demasiado tarde. Está a punto de nevar.


—Estoy segura de que aún tenemos tiempo para marcharnos de aquí.


Pedro señaló la ventana con la cabeza. Paula se quedó boquiabierta. En el breve tiempo que llevaban hablando, el cielo se había cubierto de nubes. ¿Dónde se había ido el delicioso cielo azul de hacía unos instantes?


Pedro dejó el Rumi encima de la mesa y dio un último paso hacia ella. Entonces, tiró de ella y la tomó entre sus brazos.


—Tres. Quiero intentar crear un vínculo contigo. Para ver si podemos formar una unidad familiar.


—¿Por el bien de Noelia?


—Por el bien de todos.


—¿Eso de crear un vínculo incluye… el sexo? —preguntó.


—El sexo estará presente dado que parece ser uno de los pocos puntos de encuentro en el que nos comunicamos a la perfección.


—¿Y si yo no estoy dispuesta?


—Lo estarás. Te lo garantizo.


Pedro le enmarcó el rostro entre las manos y lo levantó para poder besarlo. Ella no se resistió. En realidad, no quería hacerlo. El beso de hacía una semana había prendido de nuevo el anhelo y la pasión en ella. Pensaba que ambos habían muerto hacía mucho tiempo, pero se había equivocado. Cada vez que Pedro entraba en su vida, le provocaba un deseo tan intenso que no sabía cómo podría sobrevivir si él no volvía a poseerla de nuevo.


Cuando por fin la besó, ella suspiró y se entregó a él con entusiasmo.


—¿Qué es lo que quieres de mí? —le preguntó sin que dejaran de besarse.


Pedro se apartó de ella y le dio un beso en la frente antes de besarle la boca por última vez. Entonces, con los dedos, trazó los henchidos labios.


—Te deseo.


—No es tan sencillo —protestó ella—. Tratas este asunto como si fuera una simple ecuación sexual. Tú y yo igual a sexo.


—Y es así de sencillo.


Pedro se apartó de ella y volvió a tomar el Rumi. Entonces, ella vio que, en algún momento, lo había transformado en una flor, una margarita.


Antes de que Paula pudiera seguir preguntando, la voz de Pascual resonó en los altavoces. El tono era frenético.


Pedro, ¿quiénes son esas personas que hay en la cocina? Están haciendo cosas… Tienes que detenerlas. Ahora mismo.


—Tranquilo —replicó Pedro—. Yo me ocuparé.


—¿Harás que se marchen?


—Me ocuparé de todo.


Seguramente aquella no era la respuesta que su tío estaba buscando.


—Corta la comunicación —le ordenó Pedro. Entonces, miró a Paula—. Esto no ha terminado.


Con eso, ella salió del despacho. Pedro no tardó en seguirla. Regresaron juntos a la cocina y allí se encontraron con el… caos.


—Hijo de…


—¡Alerta sobre la condición uno! —le dijo Paula mientras le daba un codazo.


—¡Mira lo que le han hecho a mi cocina!


Paula no podía culparle por sentirse disgustado. Si aquella hubiera sido su casa, ella también lo habría estado. Angie había sacado todo de la enorme despensa y había colocado su contenido sobre cada superficie disponible. Tenía un cubo de agua con jabón en el suelo y con un estropajo iba frotando cada estantería y cada armario.


Julia estaba de espaldas a la puerta. Tenía los cascos puestos y estaba escuchando música de rock a todo volumen mientras tecleaba en su portátil. Junto al portátil estaba Kit, la otra mitad de la inspiración de los libros de Paula. La habían sacado del transportín y estaba sobre la mesa acicalándose muy tranquilamente. Una voz de ordenador daba órdenes a diestro y siniestro y en tono desesperado y competía con las exigencias de Pascual.


Además, estaba Noelia. Paula suspiró.


Todas las puertas de los armario estaban abiertas. Su encantadora hija estaba sentada en medio del suelo completamente desnuda, rodeada de prendas infantiles y de todas las cacerolas, cazos y cazuelas que había podido encontrar en la cocina. Se entretenía golpeando las tapas contra las cazuelas e incrementando así el nivel de ruido.


Durante un instante, Paula creyó que Pedro iba a explotar.


—¡Ordenador, desactivado!


—¡Desactivado!


De repente, reinó el silencio. Noelia dejó de golpear, Julia de teclear y Angie de limpiar. Paula tomó a su hija en brazos y dijo:
—Maldita sea, Julia. Prometiste comportarte.


—En realidad, no prometí nada. Tú me pediste que lo hiciera. Sin embargo, dado que yo no respondí, técnicamente no prometí nada.


—¿Cuántas veces te he advertido que a mí no me vengas con formulismos?


—Novecientas cincuenta y dos.


—¡Basta ya! —gritó Pedro mirando a su alrededor—. Que alguien me explique qué demonios está pasando aquí y ahora mismo.


Noelia sonrió desde la seguridad de los brazos de su madre y se dirigió a su padre.


—¡Demonios! —exclamó con tremenda claridad.


Paula gruñó.


—Genial. ¿Qué parte de la condición número uno no has comprendido?


—La he comprendido perfectamente. Esto, sin embargo —dijo, señalando la cocina—, esto desafía mi habilidad de comprensión, pero no mi habilidad de corrección. Lo primero es lo primero.


Se dirigió hacia Julia y con unos rápidos movimientos la desconectó de su sistema informático.


—Vuelves a tener el control pleno, Pascual.


—Se marchan ahora mismo, ¿verdad?


—Bajaré en breve a hablar del tema.


—Hablar implica que no se van a marchar. Yo no quiero hablar —dijo la voz llena de pánico—. Quiero que se marchen.


—Dame cinco minutos.


A continuación, centró su atención en su hija, a la que tan solo había mirado durante unos segundos a su llegada. 


Hasta ese momento, no comprendió el profundo efecto que una personita tan pequeña podía tener sobre él. Parecía estar a punto de perder el control, algo que Paula no iba a permitir que ocurriera delante de testigos.


—Angie, ¿por qué no vais Julia y tú arriba a escoger los dormitorios?


El ama de llaves la observó y asintió, como si comprendiera perfectamente la situación. Entonces, agarró del brazo a Julia y las dos salieron de la cocina. Pedro seguía de pie, incapaz de apartar los ojos de su hija. Dio un paso hacia ella, pero dudó. En aquellos momentos transmitía una profunda vulnerabilidad.


—¿Puedo? —preguntó.


Paula tragó saliva.


—Por supuesto. Es tu hija.


Pedro se acercó a Noelia y extendió la mano. La niña se la agarró con su habitual impulsividad y se la llevó a la boca. 


Paula se la ofreció para que la tomara en brazos y dio un paso atrás para observar.


Pedro la abrazaba muy delicadamente, como si fuera a rompérsele en mil pedazos.


—Es preciosa…


—Gracias.


—En realidad, yo diría que se parece a ti.


—Yo diría que tiene una mezcla perfecta. Mírala, Pedro. Su color de ojos está a medio camino entre el tuyo y el mío. Su cabello es más rojizo que rubio u oscuro. Es tan extrovertida como yo y tan inteligente como tú.


La pequeña sonrió.


—Pero si ya tiene dientes —susurró Pedro—. Y has dicho que es muy charlatana. ¿Sabe andar?


—Sí. Aún le cuesta un poco, pero eso no le impide llegar a donde quiere ir.


—Tanto… me he perdido ya tanto —murmuró él mientras le acariciaba suavemente el cabello y la mejilla. La niña sonreía y le agarraba el dedo para volver a llevárselo a la cara—. No es nada tímida.


—No. Es muy sociable.


—¿Por qué está desnuda?


—Me temo que a tu hija no le gusta ir vestida. No sé cómo lo hace, pero se desnuda. Si me doy la vuelta dos segundos, se ha quitado lo que le haya puesto. Ni las cunas, ni las tronas ni los parques son capaces de sujetarla.


—Ah.


—¿Qué significa eso?


—¿Y los armarios? ¿Ha sido tu ama de llaves o la niña?


—La niña.


—Ah.


—Es la segunda vez que dices eso y aún no me has explicado por qué. ¿Qué significa eso?


—Indican que entiendo lo que hace Noelia y cómo piensa.


—Veo que no te ha llevado mucho tiempo.


—No, pero hay una razón para ello. En este caso, deberíamos hablar de propensión genética, algo que espero que aprendas a aceptar con el tiempo. Es parte de los genes que ha heredado de mí. Espero que no se lo tengas en cuenta.


—Dios santo, Pedro. ¿Acaso crees que yo sería capaz de criticar a nuestra hija por algo tan natural y básico como la curiosidad humana? ¿Que la castigaría por explorar el mundo?


—Bueno, algunas personas considerarían que eso debería corregirse.


—Tal vez, pero yo no. Soy su madre y la adoro. Haría cualquier cosa por ella.


—Perdóname… —susurró él—. Es que… he visto que ocurría antes.


—¿Acaso te ocurrió a ti?


—Sí. Noelia procesa el mundo desmantelándolo. Esa característica en particular me expulsó a mí de mis primeras seis casas de acogida.


—¿Hablas en serio?


—Sí. Yo no podía evitarlo. Me imagino que era muy molesto cuando uno se levantaba por la mañana y descubría que la cafetera o la tostadora estaban desarmadas, pero yo necesitaba desmontar las cosas para poder estudiarlas y comprender cómo funcionaban. Era lo más lógico.


—Por supuesto, suponiendo que podías volver a montarlas.


—En eso tardé un poco más. Ahora que lo pienso, tu padre fue el único que animó mi curiosidad. Me encontraba máquinas rotas y me dejaba trastear con ellas.


—Sí, me acuerdo. Tenías todo el garaje lleno de cosas…


—Así es. El error que cometí con tus padres es que no me limité a enredar con las máquinas que tu padre me proporcionaba, sino que lo hice también con su hija…


Paula se acercó a él.


—Te juro que no supe nunca cómo se enteraron de lo nuestro. No sabía que esa fuera la razón de que te hubieras marchado. Si lo hubiera sabido, te habría defendido. Se lo habría impedido. Les habría explicado lo ocurrido…


—Tú tenías quince años. No había nada que explicar. Lo que hicimos estuvo mal y yo pagué el precio. Ahora comprendo perfectamente la reacción de tus padres —dijo mirando a su propia hija.


Paula no pudo responder. Se limitó a observarlo con una sombría expresión en el rostro.


—Ahora —dijo él tras unos segundos—, tengo que ir a hablar con Pascual. Va a tener mucha dificultad para aceptar los cambios. Pedro contempló a la pequeña muy fijamente.


—Ya anda, habla y tiene dientes. ¿Estás segura de que no es demasiado tarde?


Los ojos de Paula se llenaron de lágrimas.


—No, Pedro. No es demasiado tarde si tú no dejas que así sea.


Pedro la miró y asintió.


—En ese caso, no lo permitiré.






LA BUSQUEDA DEL MILLONARIO: CAPITULO 13





Paula apretó los dientes y trató de evitar otro bache más. Si terminaba quedándose con Pedro allí durante algún tiempo, iba a tener que hablar con él sobre aquella carretera.


—Ya casi hemos llegado —exclamó Julia, muy emocionada—. Solo faltan dos kilómetros y cien metros y seguro que lo vemos.


—¿Vemos? —repitió Noelia, a pesar de que pronunciaba la uve más bien como una efe.


—Estamos rodeadas —le dijo a Angie, su ama de llaves—. Es mejor que te vayas acostumbrando. Hay algo peor y estás a punto de conocerlo.


—Estoy segura de que podré soportarlo —dijo la tranquila Angie.


Años atrás, Angie había sido maestra de infantil. Se había jubilado antes de la edad debida para cuidar a su esposo durante una larga enfermedad. Desgraciadamente, cuando él murió, descubrió que todos sus ahorros se habían esfumado, por lo que no le había quedado más remedio que volver a trabajar. Este momento coincidió con el nacimiento de Noelia y la decisión de Paula de que necesitaba ayuda con la cocina y con el mantenimiento general de la casa, en especial después de acoger a Julia. Contrató a Angie sin dudarlo. Afortunadamente, habían congeniado muy bien y habían constituido una pequeña familia que a Pedro no le quedaría más remedio que aceptar si quería que se quedaran en Colorado.


—¿Estás segura de que al señor Alfonso no le importará que nos hayas traído a todas? —le preguntó Angie con un cierto nerviosismo.


—Las cuatro somos una familia. Eso significa que vamos todas juntas. No te preocupes. Pedro estará encantado.


—No me puedo creer que esté a punto de conocer al hombre que hay detrás de Sinjin —dijo la muchacha.


—¿Finfin?


—Es tu papá, pelirroja.


—Papá…


La pequeña pronunció la palabra con claridad cristalina. Por alguna razón, este hecho hizo que Paula se estremeciera. 


Angie la miró con comprensión.


—Estoy segura de que será un padre fantástico.


—No hay duda de que Noelia lo necesita. Dios sabe que yo no puedo satisfacer todas sus necesidades.


—Ningún padre puede darle a su hijo todo lo que necesita. No es posible —afirmó Angie—. Si tienes suerte, se puede cubrir la mayor parte de las necesidades entre los dos y esperar que familiares, amigos y profesores se ocupen del resto. Solo quererles es más que suficiente.


¿Sería Pedro capaz de amar? ¿Estaba programado en su disco duro? Solo el tiempo lo diría.


Cuando por fin llegaron frente a la casa, apagó el motor y dijo:
—Está bien. Ya hemos llegado. Que todo el mundo tome algo y vayamos dentro.


Subieron los escalones y Paula empujó suavemente la puerta. Se sintió aliviada al ver que se abría sin esfuerzo.


—¿Veis? —preguntó con tranquilizadora sonrisa—. Vayamos a la cocina y busquemos algo de beber mientras esperamos a Pedro.


No tardó mucho. Un minuto más tarde, él entró en la cocina. 


Observó al grupo. Una mirada advirtió a Paula que no estaba muy contento con la llegada de los invitados que no esperaba. Entonces, durante un doloroso momento, miró a su hija. Paula sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas ante el intenso anhelo que se adivinaba en la expresión de su hermoso rostro. De repente, él bajó los ojos y se dio la vuelta. Paula sospechó que no le había quedado más remedio para no perder el control.


—Dijiste una semana —gruñó—. Han pasado diez días, tres horas y catorce minutos.


—Lo siento. He tardado más de lo que esperaba en organizar a todo el mundo. Te mandé un correo con el cambio de fechas —dijo.


—¿Tienes un momento?


—Esperadme aquí —comentó—. Hay bebidas en el frigorífico, si es que podéis descubrir dónde está escondido.


Pedro impidió que Paula siguiera dando instrucciones. La agarró del brazo y la sacó de la cocina. Regresaron a la puerta principal y continuaron en la dirección opuesta hasta llegar a un enorme despacho que tenía una espectacular vista de las Rocosas. La estancia tenía el mismo aire de abandono que las anteriores, pero al menos tenía las contraventanas abiertas.


Allí, Pedro comenzó a pasear de arriba abajo. Tenía aquella extraña esfera con la que le había visto en varias ocasiones. No hacía más que girarla y girarla para crear diferentes formas.


—Está bien. Tú dirás.


—¿Qué es lo que quieres que te diga? —le preguntó ella. 


Como si no lo supiera.


Pedro la observó con la mirada entornada.


—Lo sabes muy bien, Paula. ¿Quién diablos son esas personas?