martes, 25 de septiembre de 2018

A TU MERCED: CAPITULO 17




Eso era lo que se llamaba «ser pillada con las manos en la masa», pensaba Pedro, recordando su expresión de desafío cuando sacó los preservativos del bolsillo. No dijo nada, probablemente porque era lo bastante inteligente como para saber que incluso ella. 
Paula Chaves, que siempre conseguía salir airosa de cualquier situación, estaba arrinconada. Era precisamente su costumbre de seducir y flirtear para salirse con la suya lo que acababa de quedar al descubierto.


Porque resultaba evidente que eso era lo que había intentado hacer: usar todos sus trucos para tenerlo comiendo en la palma de su mano cuando aterrizasen en Argentina; el inconveniente encargo de diseñar los uniformes, olvidado por completo.


Esa confianza en su poder de seducción era impresionante y Pedro se preguntó cuántos hombres habrían caído en sus redes.


Normalmente se le alegraba el corazón cuando llegaba a la carretera que llevaba a San Silvana, el único sitio que podía llamar su hogar, el único sitio en el que podía relajarse de verdad. Pero ahora, con Paula Chaves sentada a su lado, la posibilidad de relajarse parecía tan remota como viajar a la luna.


El chófer atravesó los postes que daban entrada a la finca de San Silvana y Pedro vio la casa a lo lejos, al final de una avenida flanqueada por eucaliptos. Al menos, al contrario que en el interior del jet, San Silvana era lo bastante grande como para que no tuvieran que estar uno encima del otro.


Una frase desafortunada, desde luego.


—¿Esta es tu casa?


La voz de Paula interrumpió sus pensamientos. 


Estaba inclinada hacia delante, mirando el edificio medio escondido entre los árboles y, por un momento, la dulzura de su perfil con su naricilla respingona, lo pilló desprevenido.


—Bienvenida a San Silvana.


—Es impresionante.


—La civilización también ha llegado hasta esta lejana esquina del planeta —replicó Pedro, irónico—. ¿Qué esperabas, que viviera en una chabola con tejado de uralita?


—¿Como dices?


—¿Creías que la modernidad se limitaba a las costas de Inglaterra?


Paula lo miró, perpleja.


—¿Y tú crees que nací ayer? Por supuesto que no. Pero me intriga que tengas una mansión como ésta.


—¿No entiendes cómo la he conseguido?


—Tú mismo me contaste que no tenías familia y que habías trabajado mucho para conseguir todo lo que tienes —Paula se encogió de hombros—. ¿A qué te dedicas exactamente?


—Negocios.


Ella bajó la ventanilla para ver mejor la casa… y también para escapar de su mirada. Construida a finales del siglo XIX la casa, de estilo colonial, se levantaba en medio del llano argentino como una tarta decorada.


Cuando Pedro le dijo que vivía en una estancia había imaginado algo rústico y discreto, una bonita granja o algo parecido. Aquel palacio de ensueño era una sorpresa más.


—¿Qué tipo de negocios? ¿Venta de armas, contrabando de opio?


—Compro empresas que tienen problemas de liquidez. Si merece la pena salvarlas, invierto en ellas y las vuelvo a levantar. Si no, las cierro y vendo los activos.


Lo decía con tal frialdad que Paula sintió un escalofrío por la espalda, pensando en la montaña de facturas en su estudio que ni siquiera se atrevía a abrir.


—Ah, ya, qué bonito.


—No, no lo es. Pero es que el mundo real no es siempre bonito.


El coche se detuvo frente a la casa y Paula desabrochó el cinturón de seguridad. Estaba claro que aquel bárbaro pensaba que una chica como ella no sabría nada de la realidad de la vida.


Ojalá.


—Lo sé muy bien —contestó con admirable calma mientras el chófer le abría la puerta—. Pero no creo que sea muy agradable para nadie ver cómo cierran tu empresa. Claro que supongo que eso te importa un bledo —Paula salió del coche y miró el magnífico frontal de la casa—. Lo que cuenta, evidentemente, son los beneficios.


Pedro no contestó; no podía hacerlo, pensó ella. No podía encontrar una replica cuando la evidencia estaba frente a los dos.


—Claro que no se te habrá ocurrido pensar que tras cada fracaso profesional hay muchos corazones rotos. Y no se puede poner un precio a los sueños rotos, ¿no te parece?


Cuando se volvió, el chófer estaba sacando las maletas del coche, pero no había ni rastro de Pedro. Atónita, miró alrededor y lo vio dirigiéndose a la casa.


Ah, bien, el «millonario hecho a sí mismo» había olvidado mostrarse educado con su invitada. Era de esperar.


Sin decir nada. Paula siguió al chófer hasta la puerta.


—Entra —dijo Pedro—. Giselle te llevará a tu habitación.


—¿Giselle? 


—Mi ayudante.


—¿Dónde vas tú? —le preguntó al ver que volvía al coche.


—La temporada de polo está a punto de empezar. Voy a los establos. 


Los establos.


Muy bien, ése era un sitio donde estaría a salvo porque ella no pensaba acercarse a un caballo.


El interior de la casa tenía un aspecto fresco y acogedor en contraste con aquel día tan caluroso. Paula asomó la cabeza para buscar a Giselle, preparada para encontrarse con alguna chica con aspecto de modelo.


—¡Hola! Perdóneme, señorita Chaves, he venido corriendo. Pase, por favor.


Paula sonrió, aliviada. La mujer debía de tener unos sesenta años y era bajita y robusta, con el pelo gris sujeto en un moño y un delantal de flores.


—Usted debe de ser Giselle.


La mujer soltó una carcajada.


—No. qué va…


—Gracias, Rosa —oyeron una voz entonces—. Yo me encargo de lady Chaves.


A Paula se le encogió el corazón al ver al prototipo de la belleza sudamericana caminando seductoramente por el pasillo con unas sandalias de tacón imposible.


—Lady Chaves —la saludó, con una sonrisa que no llegaba a sus ojos—. Yo soy Giselle la ayudante de Pedro.


Fueran cuales fueran sus otros talentos, y Paula podía imaginarlos, quedó bien claro mientras la llevaba por el amplio pasillo de techos altos que Pedro no la había contratado por su habilidad para las relaciones públicas o por hacer que los invitados se sintieran cómodos. 


Incluso caminando tres pasos por delante de ella y hablando sólo cuando era estrictamente necesario, conseguía mostrarse antipática. Pero con Giselle en nómina, Pedro no tendría que comprar un perro guardián, pensó, irónica.


Por fin llegaron a una sala amplia y soleada desde la que podía verse un jardín de los que la gente en Inglaterra pagaba por ver. La sala estaba amueblada de manera sencilla y moderna, con una enorme mesa de trabajo, dos escritorios y una máquina de coser que, seguramente, acabarían de comprar.


—Esta será su zona de trabajo —dijo la joven, sacudiendo su oscura melena.


Paula miró alrededor, asintiendo con la cabeza. Desde luego era mejor que su estudio en Soho, situado sobre un salón de tatuajes.


—¿Y ese escritorio de ahí?


—Es mío —la sonrisa de Giselle le recordó a la de un cocodrilo, lánguida y peligrosa.


—Ah, qué bien —estaba claro que Pedro le había pedido que la vigilase, quizá para comprobar que no llevaba allí una legión de «diseñadores de verdad» cuando él se diese la vuelta—. ¿Dónde está el despacho del señor Alfonso?


—Allí—contestó la ayudante, haciendo un gesto casi posesivo con la mano mientras señalaba una puerta—. Si quiere verlo, sólo tiene que decírmelo.


—Gracias —murmuró Paula, con los dientes apretados.


Se helaría el infierno antes de que le pidiese nada.



A TU MERCED: CAPITULO 16




El cielo se había vuelto de un tono rosa pálido cuando Paula por fin cerró el ordenador y se pasó una mano por la cara. Le escocían los ojos y le dolía el cuello, pero había esbozado cuatro diseños diferentes para el consejo de administración de Los Pumas. Apoyando la cabeza en el respaldo del asiento cerró los ojos y respiró profundamente, cansada pero contenta…


Abrió los ojos unos segundos después. 


Pedro estaba a su lado, con esa sonrisa burlona que no parecía abandonar nunca. Tenía el pelo mojado de la ducha y, a la luz dorada de la mañana, parecía el modelo de un anuncio de colonia masculina: relajado, moreno, fresco y guapísimo.


—Buenos días. ¿Has dormido bien?


—No, no he dormido, estaba trabajando y he cerrado los ojos un momento…


—¿Otra siestecita?—la interrumpió él—. Ah, claro. En cualquier caso, te alegrará saber que vamos a aterrizar en unos minutos.


Nada le gustaría más que darse una ducha y cambiarse de ropa, pero no había tiempo para eso, de modo que sólo pudo lavarse la cara antes de volver al asiento.


Después de aterrizar observó a la tripulación colocando la escalerilla del avión mientras dos hombres uniformados entraban en la cabina y hablaban un momento con Alberto…


Pero entonces vio el brillo de las pistolas en sus cinturones y se volvió, asustada.


—¡Pedro, mira!


—¿Qué?


—Van armados.


El levantó la cabeza. Su expresión no se alteró mientras miraba a los hombres pero, en silencio, empezó a desabrochar el cinturón de seguridad.


—No hagas ningún movimiento brusco y haz todo lo que yo te diga —murmuró.


Paula asintió, sabiendo instintivamente que, si alguien podía protegerla, era él.


—Puedes empezar por sacar tu pasaporte del bolso.


Ella lo miró, sorprendida y enfadada por la estúpida broma, cuando los dos hombres uniformados se acercaron para saludarlo con toda cordialidad. Eran oficiales de aduanas y se mostraban más que amables.


Aquél no era un avión normal y Pedro Alfonso, evidentemente, no era un pasajero normal. Por supuesto, no tendrían que esperar cola para pasar por la aduana. Allí era donde la montaña iba a Mahoma.


Mientras Pedro hablaba con ellos, Paula lo escuchaba, fascinada. Ese era el idioma en el que se había educado de pequeño, pensó. Y era como ver una maravillosa obra de arte en el lugar apropiado.


Siempre había hablado inglés perfectamente, de modo que nadie podría imaginar que no era su lengua nativa, pero había una ligera tensión en su tono, una formalidad que contribuía a darle un aire distante, foráneo.


No era así cuando hablaba en su propio idioma. 


Entonces su voz flotaba como una caricia, una promesa, una invitación. Con el estómago encogido, Paula inventaba significados para esos deliciosos sonidos que no podía entender…


De repente se dio cuenta de que todos estaban mirándola y que uno de los hombres, con barba, se acercaba a ella y le decía algo que no pudo entender.


—¿Qué dice, Pedro?


—Relájate, es una simple formalidad. Sólo quieren revisar tu maleta. Aquí tu título no significa nada, lady Chaves.


—Ya te he dicho que no lo uso, no sigas con el tema —replicó ella.


El hombre volvió a decir algo y Pedro lo tradujo:
—Quiere que te vacíes los bolsillos.


Paula tragó saliva. Lo único que deseaba era que se la tragase la tierra. O ser abducida por extraterrestres. Porque iba a tener que sacar un montón de preservativos delante del oficial de aduanas argentino y Pedro Alfonso.


Pero metió la mano en el bolsillo y con gesto desafiante, sacó los envoltorios plateados. El tiempo pareció quedar suspendido mientras el hombre los revisaba… y cuando soltó una carcajada el sonido de su risa hizo eco por el interior de la cabina.


Apartándose el pelo de la cara, resignada, Paula miró a Pedro, esperando que también él estuviera riendo.


Y su corazón se detuvo al ver que su expresión era tan fría y dura como el mármol.



A TU MERCED: CAPITULO 15




Paula abrió los ojos en cuanto él salió de la habitación. Unos segundos antes estaba tan cansada que se le habían cerrado los ojos, pero ahora estaba totalmente despierta, su corazón latiendo violentamente. Era como si le hubiesen puesto una inyección de cafeína concentrada.


Estar entre sus brazos le había hecho eso.


Suspirando pesadamente, apartó la manta. 


Creyendo por un momento que estaba soñando, se había dejado llevar por el placer de sentirse apretada contra su pecho…


Oh, no. no, no. Tenía que luchar contra esos sentimientos.


Levantándose de la cama, empezó a pasear por la habitación. Había sabido desde el principio que iba a ser difícil, pero no imaginaba cuánto. 


Se asustó al pensar en las horas que quedaban de vuelo, en los días que tendría que pasar con él…


No había escape alguno, nada que hacer más que dejar de pensar en Pedro. El trabajo era la respuesta, pero su ordenador estaba en la cabina y no quería volver a buscarlo. Claro que, si encontrase papel y lápiz, podría empezar a hacer algún boceto…


Paula abrió uno de los cajones de la cómoda. 


Dentro había un cuaderno de hojas blancas y miró para ver si encontraba un lápiz. Lo encontró al fondo, medio escondido entre un montón de envoltorios plateados.


Cuando descubrió que eran preservativos, una serie de imágenes poco bienvenidas apareció en su cabeza: Pedro, su piel morena en contraste con las sábanas blancas, el pelo cayendo sobre su cara mientras se apartaba de una mujer y alargaba una mano para sacar un preservativo del cajón…


Entonces oyó que se abría la puerta y, sin saber qué hacer, guardó los preservativos en el bolsillo del pantalón y cerró el cajón a toda prisa, asustada.


—Me había parecido oír ruido. Estás despierta.


—Sí, claro —dijo ella, mostrándole el cuaderno—. Me desperté cuando cerraste la puerta. Además, ya te dije que tenía trabajo, no tengo tiempo para dormir.


—Ya veo —murmuró Pedro—. Pues finges muy bien estar dormida.


—No estaba fingiendo, estaba dormida. Me has despertado tú —replicó Paula, nerviosa.


No podía evitarlo, la ponía nerviosa estar con él en un sitio tan pequeño, tan íntimo, con una cama…


—¿Entonces no quieres dormir?


—No, no me hace falta. Ya he dormido todo lo que necesitaba.


—Me alegro —Pedro empezó a quitarse el jersey.


—¿Por qué? —preguntó ella, con voz ronca.


Su irónica sonrisa fue como un jarro de agua fría.


—Porque imagino que entonces no te importará que yo duerma un rato —contestó él, abriendo la puerta—. No trabajes mucho.