sábado, 22 de octubre de 2016

AMANTE EN PRIVADO: CAPITULO 17





La Villa Mimosa albergaba una piscina fabulosa y, durante los últimos días, Paula había tenido mucho tiempo para admirarla. Era un precioso día de verano en Italia. El ama de llaves de Pedro, Sophia, estaba a su servicio para proporcionarle todo tipo de manjares y su novela era razonablemente entretenida. Tenía todo lo que podría desear, se dijo a sí misma, ignorando la voz que le decía que no tenía a Pedro.


Estaba allí por la noche, claro. No podía quejarse de falta de atención en el dormitorio. Hacían el amor con dedicación, como si Pedro estuviera decidido a compensarla por los cuatro años que habían pasado separados. Cuando le hacía el amor, Paula se convertía en una criatura salvaje centrada sólo en dar y recibir placer hasta que caía rendida en sus brazos.


A veces él la despertaba antes del amanecer simplemente besándole la piel. Luego ella sonreía y sentía que su cuerpo estaba listo para recibir al suyo. Pero, cuando se despertaba por la mañana, la cama estaba vacía.


Él tenía compromisos; ella lo sabía. Los momentos entre carreras eran tan cruciales como la carrera en sí, pues Pedro trabajaba junto a los diseñadores e ingenieros para perfeccionar el coche. Además, tenía la presión añadida de dirigir los intereses económicos de la compañía Alfonso. Le había explicado que su padre había sufrido una ligera apoplejía, probablemente a raíz del suicidio de Gianni, y Fabrizzio estaba decidido a entregarle las riendas del negocio al único que hijo que le quedaba.


Ella comprendía todo eso. ¿Pero entonces por qué esa voz en su cabeza no paraba de susurrarle que nada había cambiado y que su relación estaba basada en el sexo y en nada más? Se dijo a sí misma que estaba actuando como una niña malcriada. Pedro siempre había vivido su vida a toda velocidad, tanto dentro como fuera de la pista; ella no podía esperar que las cosas fueran diferentes. Cuatro años atrás no había estado contenta con la situación, pero entonces le faltaba la confianza para decírselo. Si iban a darle una oportunidad a la relación, tendría que hablar alto y claro y luchar por el tipo de vida que deseaba antes de que el respeto en ella misma quedara erosionado como ya había ocurrido en el pasado.


Pedro regresó a la villa a tiempo para comer y, mientras caminaba por la terraza, Paula sintió un vuelco en el corazón. 


Estaba guapísimo con sus chinos y su camisa color crema abierta a la altura del cuello. Con sus gafas de sol de diseño y su Rolex de oro, tenía el aspecto de un playboy millonario, no el de un hombre que se contentaría con una vida doméstica y tranquila.


—Buon giorno, cara —dijo él, inclinándose para besarla—. ¿Qué has hecho esta mañana?


—Nadar, leer... El ejercicio y el sol vienen bien para mi pierna. Las cicatrices están desapareciendo un poco.


Pedro se sentó a un lado de su tumbona y deslizó la mano por su pierna.


—Bien —dijo—. Me alegro por ti, pero ya te dije que, si las cicatrices te disgustan, pediré cita con el mejor cirujano plástico que encuentre.


—¿Quieres que me opere? —preguntó ella con curiosidad.


Pedro se quitó las gafas de sol y la miró.


—Para ser sincero...no. Tus cicatrices forman parte de ti y son un recuerdo de lo valiente que eres. Para mí eres perfecta —dijo antes de cubrir de besos las marcas que recorría su pierna.


Siguió subiendo la cabeza hasta llegar a sus muslos, y Paula contuvo la respiración al sentir su lengua en el estómago. El ritmo de sus caricias cambió y ella se retorció sobre la tumbona mientras Pedro le quitaba el bikini y dejaba sus pechos al descubierto.


—Sophia ha dicho que sacaría la comida a la terraza —murmuró Paula distraídamente y con la respiración entrecortada al notar cómo Pedro le acariciaba los senos con las manos.


—Le he dicho que espere un rato—dijo él.


—Pero yo tengo hambre —añadió ella sin molestarse en disimular el brillo perverso de sus ojos—. ¿Tú no?


—Me muero de hambre, cara —contestó Pedro mientras le apretaba los pechos y rodeaba sus pezones con la lengua—. ¡Dame de comer!


Paula estaba ardiendo por dentro, desesperada por que le quitara la parte de abajo del bikini como había hecho con la de arriba, pero, en vez de eso, él se incorporó y deslizó los dedos por su cuerpo, acariciándola suavemente sobre el tejido de las braguitas del bikini.


—¡Pedro! Por favor... ahora —no podía esperar un minuto más. Ni siquiera había empezado a tocarla por dentro y ya sentía los primeros espasmos de placer, recorrer su cuerpo y el deseo de sentirlo dentro se había convertido en una necesidad imperiosa. Aun así, Pedro se quedó sentado, mirándola.


—Levanta las caderas —dijo él con voz profunda y, cuando ella obedeció, le terminó de quitar el bikini y deslizó las manos por sus muslos, separándolos de modo que sus tobillos colgaran a ambos lados de la tumbona. Entonces se puso en pie y se desnudó lentamente sin dejar de mirarla, hasta que finalmente se tumbó sobre ella y la penetró con una fuerte embestida. Luego se apartó casi por completo, haciendo que Paula gritara su nombre y hundiera las uñas en sus hombros, pidiéndole que volviera a hacerlo y uniéndose a su ritmo frenético. Estaba tan excitada que no tenía manera de controlarse, y echó la cabeza hacia atrás para mirar al cielo mientras las sacudidas de placer la embargaban. Pedro se quedó parado unos segundos, situado sobre ella y, cuando Paula dejó de estremecerse, siguió moviéndose cada vez con más fuerza y rapidez, hasta que ya no pudo aguantar más y sintió el placer de su clímax.


El sonido del teléfono móvil acabó con la tranquilidad y Paula contuvo la respiración mientras, durante unos segundos, Pedro lo ignoraba. Se quedó mirándola a los ojos, luego murmuró algo en voz baja y contestó.


—Papá —inmediatamente comenzó a hablar en un italiano rápido que Eden no podía comprender aunque quisiera, lo cual no era el caso. La mayoría de las conversaciones telefónicas de Pedro eran con su padre, y Fabrizzio demandaba la atención de su hijo a cualquier hora del día o de la noche. Paula casi podía creer que estaba observándolos, decidido a meterse en las pocas horas de intimidad que compartían, y sabía con total seguridad que Fabrizzio no estaba contento con el lugar que ocupaba ella en la vida de su hijo.


Se levantó de la tumbona, se puso el albornoz y se dirigió hacia la casa. Se daría una ducha, comería algo y pasaría la tarde... bueno, ya se le ocurriría algo. Sin lugar a dudas, Pedro iría a las oficinas de la compañía si su padre se lo ordenaba.


La estaba esperando en el dormitorio cuando Paula salió del baño con el pelo envuelto en una toalla.


—Siento lo de antes. Mi padre...


—No tienes que darme explicaciones. Sé que ha estado enfermo y que estás ocupado.


—Normalmente no estoy tan ocupado —murmuró Pedro, frunciendo el ceño, y se giró para mirar por la ventana. Paula estaba guapísima envuelta en su toalla, y le hubiera gustado arrancársela y tumbarla en la cama. El sexo sería lento y delicado en esa ocasión, pero, cuando su cuerpo empezaba a calentarse, cerró los ojos y se obligó a mantener el control. 


Fabrizzio quería que fuera a la oficina para revisar unos papeles que, de pronto, eran de suma importancia, aunque no entendía por qué.


Por primera vez en su vida, lamentaba las órdenes de su padre. Para ser sincero, lamentaba cualquier cosa y a cualquiera que lo apartara de Paula, e incluso las horas que pasaba entrenando parecían una obligación. En el fondo de su mente permanecía la acusación de Paula al decir que su padre la había despreciado e insultado. Su padre siempre había sido cortés con ella, ¿verdad? Tal vez no la hubiera recibido con los brazos abiertos, pero tampoco había ocultado nunca su esperanza de que su hijo mayor se casara con una chica italiana. ¡Una chica como Valentina de Domenici!


—Tengo unos cuantos días libres antes del Grand Prix de Indianápolis —dijo él mientras observaba cómo se vestía—. Se me había ocurrido que podríamos ir a Venecia.


—¿De verdad? ¿No tienes cosas que hacer? Tu padre...


—Puede apañárselas sin mí durante unos días. Hace cuatro años cometí el error de no pasar suficiente tiempo contigo. No quiero volver a cometerlo, pero me temo que estaré fuera el resto del día.


—Por suerte tengo un buen libro —dijo ella.


—Podrías salir —murmuró él, deseando poder quedarse con ella y olvidarse del resto del mundo—. Podrías ir de compras. Milán es conocida mundialmente por sus exclusivas boutiques y a la mayoría de las mujeres les gusta ir de compras.


—Dijiste que yo te gustaba porque soy diferente —dijo ella con una sonrisa—. No me interesa tu dinero, Pedro. Sólo me interesas tú.


Venecia estaba a la altura de su reputación como una de las ciudades más románticas del mundo, pensaba Paula mientras yacía sobre las sábanas revueltas y observaba la decoración de los postes de la cama. No le habría importado quedarse en la villa, pero Pedro estaba decidido a cumplir una promesa que le había hecho cuatro años atrás, y habían pasado unos días maravillosos explorando la red de canales que atravesaban la ciudad.


Mientras que habían pasado los días empapándose de la historia de Venecia, las noches no habían sido menos enérgicas, y Paula tenía el cuerpo dolorido. El deseo que Pedro sentía por ella era como un pozo sin fondo, pero no se quejaba e, incluso aunque le hubiera hecho el amor varias veces durante la noche, sonrió al recordar cómo le gustaba pasar las mañanas. Se giró y su sonrisa desapareció al descubrir que la cama estaba vacía.


Una brisa agitó la cortina y entonces lo vio, sentado en una de las sillas del balcón donde desayunaban cada mañana.


—Te has levantado temprano —murmuró ella, colocándose tras él y colocando las manos sobre sus hombros.


Pedro no contestó, pero le agarró una de las manos y se la llevó a la boca para besarla.


—He estado pensando —murmuró finalmente—. En el pasado, en Gianni y en ti.


—Creí que ya habíamos acordado que viviríamos en el presente, pero nunca hubo un «Gianni y yo». No lo estaba besando junto a la piscina aquella noche y no tenía una aventura con él.


—Te creo —contestó él—. Entonces debí darme cuenta de que no me mentirías. Eres la persona más transparente que he conocido. No guardas secretos, no a mí. Tu mente es transparente como el agua.


Paula esperaba que no fuera tan transparente. Había un secreto que no podía revelar. El amor no tenía cabida en esa relación, y se negaba a avergonzarlo a él y a sí misma declarando que era el amor de su vida.


—Te debo una disculpa —Pedro se puso en pie y la tomó entre sus brazos—. No sé por qué Gianni quería que rompiéramos. Sólo se me ocurre que te quisiera para él y sus sentimientos fueran tan fuertes que estuviese preparado para sacrificar su vínculo conmigo. Hemos perdido cuatro años. Por él dejé escapar algo muy preciado para mí. A ti. Confié en él antes que en ti, pero no puedo odiarlo por lo que hizo. Madre de Dios, Paula, a pesar del daño que nos causó a los dos, sigo deseando que estuviera aquí, y aún lo echo de menos.


—Lo sé —dijo ella, abrazándolo—. Yo no odio a Gianni y desde luego no espero que tú lo hagas. Era tu hermano. Vi lo unidos que estabais.


—¿Pera por qué intentó estropear lo que había entre nosotros? Sabía lo que yo sentía por ti.


—No sé, pero debía de tener una buena razón, porque te idolatraba, Pedro. Pero ya ha pasado y, a pesar de todo, nos hemos vuelto a encontrar. Creo que deberíamos dejar que Gianni descansara en paz con sus secretos.


Entonces Pedro la besó con suavidad y ella le rodeó el cuello con los brazos mientras la levantaba y la llevaba de vuelta al dormitorio.


—Creo que tu sugerencia de que nos concentremos en el presente es una idea excelente —le dijo mientras la dejaba sobre las sábanas y le desabrochaba el cinturón del albornoz.


Ella no dijo nada, pero sus ojos se oscurecieron y sus labios se separaron ligeramente viendo cómo él se desnudaba y se tumbaba a su lado.


—Eres el único hombre al que he deseado, Pedro —susurró, sabiendo que corría el riesgo de revelar demasiada información, pero no podía evitarlo. Durante unos segundos, había presenciado lo mal que se sentía por la muerte de Gianni, una tristeza acrecentada por la certeza de saber que su hermano había mentido, y Paula quería reconfortarlo, demostrarle que se preocupaba.


Pedro se quedó quieto al oír sus palabras y luego deslizó las manos por su cuerpo, separándole las piernas y arrodillándose a su lado, haciéndole sentir su aliento caliente en los muslos.


—Entonces será mejor que me asegure de que la cosa no cambie, cara mia —dijo, y comenzó a utilizar su lengua con un efecto tan devastador, que Paula se olvidó de todo salvo de él.

AMANTE EN PRIVADO: CAPITULO 16




La Villa Mimosa estaba situada a media hora en coche de Milán, en un pequeño pueblo a las orillas del lago Como. La suite central, en la parte de delante de la villa, tenía unas vistas maravillosas al lago, mientras que la parte de atrás daba a un jardín privado con piscina. Era un oasis de tranquilidad y, sin embargo, estaba increíblemente cerca de la ciudad, que estaba llena de tiendas de diseñadores y de edificios magníficos.


Regresar a la villa fue como volver atrás en el tiempo y, mientras Paula miraba a su alrededor, fue abordada por los recuerdos. En esa habitación había conocido el cielo y el infierno. Durante el año que había pasado con Pedro, la villa había sido su hogar, a pesar de que habían pasado poco tiempo en ella, sólo unas pocas semanas después de la temporada de carreras, cuando había disfrutado de la intimidad de compartir su dormitorio. Era evidente que Pedro había contratado a decoradores de interiores, pero la decoración de su suite seguía igual, incluso la colección de ranas de cristal que había sobre la mesita, y Paula sintió un curioso dolor en el pecho al tomar una de ellas entre sus manos. Eran baratas, hechas de cristal verde, pero se había enamorado de ellas en un mercadillo callejero en España y se había sentido encantada cuando Pedro se las había comprado. ¿Por qué las habría conservado? 


Parecían fuera de lugar en una habitación tan elegante, pero, por alguna razón, Pedro las tenía en una posición privilegiada, y se preguntaba si alguna vez pensaría en ella cuando las miraba.


Dejó la rana en su lugar y observó su reflejo en el espejo. Se había comprado el negligé de color negro con un propósito: seducirlo. Y tenía que admitir que parecía una sirena, aunque por dentro estuviera tremendamente nerviosa. Era medianoche cuando habían conseguido marcharse de la fiesta de después de la carrera y, como ganador del Grand Prix de Monza, habían estado entreteniendo a Pedro constantemente. Paula había intentado mantenerse apartada, pero Pedro no se lo había permitido y la había mantenido a su lado toda la velada, despertando la curiosidad de los fotógrafos. Finalmente, podrían disfrutar de la privacidad de la villa, pero según habían ido acercándose con el coche, Paula había ido poniéndose cada vez más nerviosa, de modo que había aceptado la sugerencia de Pedro de darse una ducha.


—¿Has encontrado en el baño todo lo necesario?


El sonido de su voz hizo que se apartara del espejo y que se le acelerase el pulso al mirarlo.


—Sí, gracias —se había quedado sorprendida al descubrir todos sus artículos de baño favoritos en las estanterías, pero se había dicho a sí misma que debía de ser una coincidencia; no era probable que Pedro recordara la fragancia que usaba hacía cinco años.


Pedro cruzó la habitación para sacar una botella de champán de la cubitera, y Paula se fijó en la anchura de sus hombros y en el cuello abierto de su camisa blanca, que dejaba ver su piel bronceada. Era, si cabía, más atractivo que cinco años atrás. Su cuerpo parecía más duro, y la expresión osada de sus ojos le provocó una debilidad que le era tremendamente familiar. Sus ojos le decían que iban a hacer el amor durante toda la noche, que no se privarían de nada, y esa idea la excitaba al tiempo que la ponía nerviosa.


Pedro entornó los ojos al descorchar la botella de champán, advirtiendo cómo Paula daba un brinco al oír el sonido. No estaba tan tranquila como quería hacerle creer, pero eso le gustaba, le gustaba el hecho de que estuviera nerviosa ante su primera vez después esos años separados. Reflejaba su propia tensión. Era guapísima, pensaba mientras le entregaba la copa. Había fantaseado con su cuerpo cada día, imaginado sus pechos, sus piernas. El negligé dejaba poco a la imaginación, Pedro ansiaba quitarle los tirantes para que la prenda dejara al descubierto sus pechos. El negligé le llegaba hasta el suelo, escondiendo sus piernas, pero sabía que no sería durante mucho tiempo.


Pretendía tomarse su tiempo, saborear cada momento, pero ya estaba tan excitado que los pantalones le quedaban ajustados a la altura de la ingle, y sentía la necesidad de desnudarla y poseerla con rapidez.


—Creo que esta noche se merece un brindis —murmuró él sin dejar de mirarla a la cara mientras levantaba su copa—. Por nosotros, Paula. Por lo que dure.


—Por lo que dure —repitió ella tras dar un trago, y cualquier otra cosa que fuese a decir quedó suprimida por la presión de sus labios. Pedro sabía a champán, y su cuerpo entró en una espiral de sensaciones ante la perspectiva de lo que le esperaba. Estaba ardiendo en ese instante. Deslizó las manos por su cuerpo, desabrochándole los botones de la camisa, desesperada por tocar su piel. Bajo sus dedos podía sentir el latido de su corazón. No tenía el control, como quería hacerle ver. Era simplemente un hombre esclavo de su pasión.


—Haces que mis sentidos se despierten y que no pueda pensar en algo que no seas tú —murmuró él, cuando levantó la cabeza y la bajó hasta sus pechos. Acarició sus senos con las manos, los apretó y los levantó para poder lamer primero un pezón y luego el otro—. Te deseo ahora, cara. No puedo esperar.


La habitación daba vueltas mientras la levantaba y la tumbaba en la cama, y ella observaba con los ojos medio cerrados cómo Pedro se quitaba la camisa antes de colocarse sobre ella. Ella también lo deseaba, lo deseaba con una urgencia que la sorprendía y que le hacía olvidar, pero, al sentir que le levantaba el negligé por encima de las caderas, su memoria regresó de golpe.


—Quiero dejármelo puesto—susurró.


—Ni hablar. He pasado los últimos cuatro años fantaseando con tu cuerpo, con la blancura de tu piel sobre las sábanas. Quiero ver todo tu cuerpo, cada centímetro de esas piernas que recuerdo tan bien —con un último tirón, le quitó el negligé y se quedó mirando su cuerpo—. ¡Madre mía!


Paula cerró los ojos con fuerza. Escuchar la sorpresa en su voz ya era bastante horrible sin necesidad de ver la repulsión en su rostro.


—Ya te advertí que mi pierna no era un espectáculo agradable —dijo ella.


Pedro no reaccionó. Su silencio era peor que cualquier tipo de rechazo verbal, y, con una terrible agonía, abrió los ojos para contemplar el horror en su cara.


—No tienes por qué... quiero decir que... entiendo que ya no te apetezca —dijo.


—¿Por qué crees que ya no te deseo? —preguntó él—. ¿Realmente crees que esto... —dijo, deslizando el dedo por sus cicatrices—... haría que me sintiese de otra forma?


—Son horribles —susurró Paula, tratando de contener las lágrimas. Era patético llorar, sobre todo tras haber presenciado la valentía de gente con lesiones mucho peores que las suyas, pero se sentía muy vulnerable. Pedro podía elegir a las mujeres más bellas del mundo, ¿por qué iba a elegirla a ella después de ver aquello?—. El cirujano dijo que se disimularían un poco con el tiempo, pero mi pierna está hecha un asco y a ti siempre te gustaron las piernas.


—A mí siempre me gustaste tú —dijo Pedro—. ¿Por esta razón me rechazaste en Londres?


Paula asintió, y dijo:
—Pensé que te daría asco y no podía soportar el hecho de que me encontraras repugnante. Dormiré en la suite de invitados —le dijo, pero, cuando se disponía a incorporarse, él la tumbó de nuevo sobre las almohadas.


—Ninguno de los dos dormirá en ninguna parte, no, si puedo evitarlo —le dijo, y Paula se quedó quieta observando cómo se quitaba los pantalones. Se tomó su tiempo. Si no hubiera sido una idea completamente increíble, habría pensado que lo estaba haciendo a propósito, desnudándose frente a ella lentamente, haciendo que se le quedara la boca seca tras quitarse los boxers y quedar completamente desnudo.


—Pedro, no tienes que...—comenzó a decir ella.


—Creo que es bastante evidente que sí tengo, cara —dijo él, riéndose y arrodillándose sobre un extremo de la cama, agachando la cabeza y besando la cicatriz que recorría su espinilla.


—No —dijo ella.


—¿Te duele cuando te toco?


—No —admitió Paula—, pero no son muy atractivas.


—Son parte de ti —contestó él—, y yo te deseo, te deseo entera. Si he parecido sorprendido cuando te he visto la pierna, no ha sido por asco, sino por... por compasión, por el dolor que siento aquí dentro —añadió, llevándose la mano al corazón—. No puedo soportar pensar en ti tirada en alguna parte, ensangrentada. Yo no estaba allí, no pude ayudarte.


Inclinó la cabeza una vez más y la obligó a relajarse mientras besaba su cicatriz. Cuando llegó a la cara interna del muslo, Paula respiraba entrecortadamente, sintiendo cómo el deseo la embargaba y le hacía mover las caderas incansablemente mientras él la acariciaba.


—Para mí siempre serás la mujer más bella del mundo —le dijo Pedro.


Y, incluso aunque no confiara en sus palabras, la intensidad del brillo de sus ojos revelaba la profunda pasión que sentía. 


Una mezcla de alivio y alegría la inundó por dentro, haciendo que se olvidara de sus inhibiciones y que levantara las caderas permitiendo que le bajara las bragas.


—Cuatro años es mucho tiempo, cara mia. ¿Ha habido muchos otros? —preguntó con voz profunda y rasgada.


Paula deseaba decir algo ingenioso, burlarse de él diciéndole que su ristra de amantes apenas podía compararse con la suya, pero había cierta vulnerabilidad en el modo en que se negaba a mirarla a los ojos.


—¿Acaso importa? —preguntó ella, acariciándole la mandíbula con los dedos.


—No. Ahora estás en mi cama y eso es lo único que importa.


—Tú eres el único, Pedro, el único hombre al que siempre he deseado.


—El único hombre que conocerás —dijo él—. Prométeme que te quedarás conmigo, Paula, todo el tiempo que quieras.


Su respuesta quedó perdida bajo sus labios. Admitir que él era su único amante había hecho que Pedro estallara de pasión, y su boca devoraba sus labios con ferocidad mientras deslizaba las manos por su cuerpo hasta meterlas entre sus muslos. Estaba preparada, húmeda y caliente, y entonces le separó las piernas, deslizando las manos bajo sus nalgas para elevarla. La penetró lentamente, dándole tiempo para que se acomodara a él. Sus intenciones eran buenas, pero Paula era tan maravillosa, que tenía miedo de no poder aguantar, y se quedó quieto, reposando la cabeza sobre su frente.


—No quiero hacerte daño, cara —murmuró.


—Sólo podrías hacerme daño si parases —contestó ella.


Pedro se olvidó del poco autocontrol que le quedaba y comenzó a moverse con firmeza, esperando a que ella se uniera al ritmo antes de incrementarlo.


Paula se agarró a sus hombros mientras se movía dentro de ella. Había olvidado lo bueno que era, y se retorcía de un lado a otro, arqueando el cuerpo mientras la llevaba cada vez más alto en las cotas del placer, hasta que sus músculos se tensaron con un fuerte espasmo que recorrió todo su cuerpo.


Pedro —gritó mientras las sacudidas la invadían.


Él gimió también, quedándose quieto en los segundos antes de llegar al clímax.


—Has prometido quedarte todo el tiempo que quisieras.


Paula se tensó. No sabía qué palabras había esperado que dijera después de compartir una experiencia tan intensa, de modo que abrió los ojos y lo miró confusa. ¿Había sido todo un juego de poder y, ahora que él había ganado, iba a decirle que ya no la necesitaba?


—Sí, es cierto —convino Paula.


—Yo te desearé por mucho, mucho tiempo —le advirtió, sonriendo—. Quizá para siempre.


—Pues entonces, me quedaré para siempre —dijo ella.


Entonces su sonrisa desapareció, sus ojos se oscurecieron y la besó con una mezcla de ternura y pasión.


AMANTE EN PRIVADO: CAPITULO 15





El Grand Prix de Italia se celebraba en Monza, y las carreteras que conducían al circuito estaban atestadas de coches, a pesar de que quedasen horas para la carrera. La ayudante personal de Pedro, Petra, había atendido la petición por parte de Paula de una entrada para la carrera sin hacerle muchas preguntas. La discreción era el punto fuerte de Petra. Ella había sido una de sus pocas aliadas durante su tiempo en el equipo Alfonso y, al día siguiente, el pase VIP y los detalles del vuelo habían llegado a la casa Dower.


Paula se dio cuenta de que el resto dependía de sí misma, y el miedo se apoderó de ella. Debía de estar loca por meterse de lleno en la boca del lobo. Probablemente, Pedro la rechazara, pero, al ver su accidente, se había visto obligada a asumir que la vida sin él no era vida.


Su pase para la carrera incluía una recepción con champán, y fue arrastrada por uno de los organizadores de la carrera hacia la sala VIP, donde el corazón le dio un vuelco al verse rodeada de hermosas mujeres. Monza era un gran evento en la vida social de Italia, y la sala estaba llena de miembros de la alta sociedad, aparte de las típicas supermodelos. 


Pensaba que no podía competir con ellas. Algunas de esas mujeres eran despampanantes, altas, morenas, con piernas inacabables y faldas muy cortas. A Pedro le gustaban las mujeres con falda, pero a Paula no le quedaba más remedio que llevar pantalones para ocultar sus cicatrices.


El traje azul que llevaba había sido tremendamente caro, pero merecía la pena por el soberbio corte que tenía. Los pantalones estilizaban sus piernas mientras que la chaqueta enfatizaba su esbelta cintura. Parecía fría y elegante, pero, a la vez, sensual con la camisola visible bajo la chaqueta y el pelo recogido en un moño.


Comparada con el resto de mujeres sensualmente vestidas de la sala VIP, parecía una de las vírgenes vestales, pero el orgullo le obligaba a levantar la cabeza bien alta y a sonreír al reconocer a uno de los mecánicos del equipo Alfonso.


Alonso hablaba poco inglés y Paula ni siquiera estaba segura de si se acordaría de ella después de tanto tiempo, pero, a medida que se aproximaba a él, Alonso sonrió con clara admiración.


—He venido a ver a Pedro —comenzó ella.


—¿Pedro? Ven. Está en la salida.


Antes del comienzo de la carrera, la salida estaba llena de organizadores de la carrera, y de celebridades que se mezclaban con los pilotos. Monza era una carrera importante para Pedro. Él era una figura legendaria en Italia y muchos admiradores iban allí a verlo ganar. Defraudarlos no era una opción y la sensación de expectación que había en el aire le recordó a Paula la intensa presión a la que Pedro estaba sometido.


Estaba apoyado en su coche, vestido con un traje de carreras blanco decorado con los logos de sus patrocinadores y una gorra blanca en la cabeza. Parecía tranquilo mientras se reía posando para los fotógrafos. A su alrededor, chicas en bikini con bandas del logo de la compañía que anunciaban.


—De acuerdo, Pedro, pon el brazo alrededor de la cintura de Cindy y, Cindy, abrázate a él, cariño. Así, pon la mano en su pecho. Buena foto. Otra vez.


A un extremo del grupo estaba el hombre al que Paula no quería ver, y el corazón le dio un brinco al contemplar a Fabrizzio Alfonso. Siciliano de nacimiento, Fabrizzio era más bajo que su hijo, pero con los mismos hombros anchos y la misma mandíbula fuerte. El hijo de un campesino venido a más. Su ascenso a la cima estaba bien documentado, al igual que el hecho de que su matrimonio con una rica heredera tenía mucho que ver con su éxito. Incluso en la actualidad, con un billón de libras a su nombre, poseía una vena despiadada que temían sus rivales en los negocios. 


Tomaba lo que quería de la vida, despreciando aquello que no consideraba suficientemente bueno, y Paula había estado en la cima de esa pila de basura.


—¡Eh, jefe! —gritó Alonso, y Pedro giró la cabeza y se quedó rígido al ver a Paula—. La signorina Paula ha vuelto.


—¿Y eso? —preguntó Pedro, cruzándose de brazos y mirando a Paula de arriba abajo como si fuera un raro espécimen en un tarro. A su alrededor, las chicas dejaron de hablar y los fotógrafos comenzaron a manipular sus cámaras—. Qué sorpresa. ¿Qué deseas, Paula?


Bajo su pose indolente, estaba tenso. Sus ojos parecían de hielo mientras esperaba a que ella hablase.


—A ti —contestó Paula. No sabía qué otra cosa decir más que la verdad.


Tenía el interés de todo el mundo puesto en ella, y las modelos comenzaron a reírse y se acercaron a Pedro. El sol brillaba con fuerza, creando un intenso calor en la pista. No había posibilidad de que saliera de allí con el orgullo intacto, pensaba Paula mientras miraba a Pedro y recordaba sus comentarios diciendo que algún día bastante, y la humillación frente a un grupo de rubias esculturales no iba a cambiar nada.


—Dijiste que disfrutarías viéndome rogarte otra oportunidad para volver contigo —dijo ella sin dejar de mirarlo—. Bueno, pues aquí estoy, rogando.


Las risas se hicieron más patentes. Un par de fotógrafos dispararon sus flashes, pero Paula no se molestó en mirarlos y fue Pedro quien se movió impacientemente, apartándose de Cindy.


—No más fotos —exigió—. Hemos terminado —se alejó, deteniéndose un instante para mirar a Paula—. ¿Vienes o no?


Ella salió corriendo tras él, incapaz de descifrar su reacción y sin advertir la mirada de Fabrizzio Alfonso mientras los observaba.


Su caravana estaba lejos de ser lujosa. Tal vez fuera multimillonario, pero no le gustaban los grandes caprichos y prefería mezclarse con el resto del equipo. Una vez dentro, 
Pedro se dirigió al frigorífico, sacó una botella de agua y dio un sorbo.


—¿A qué diablos estás jugando, Paula? —preguntó, apoyándose contra un mueble mientras la miraba—. Hace dos semanas decías que no querías tener nada que ver conmigo. ¿A qué viene este cambio tan radical?


—Te echo de menos —contestó ella con sinceridad. Durante la larga noche de insomnio después de su accidente, había decidido que la vida era demasiado corta. Ella había sobrevivido a la explosión de la mina por pura suerte, la misma suerte por la que Pedro había salido del coche después de estrellarse en Portugal. ¿Y si un día se les acababa la suerte? ¿No era hora de seguir a su corazón en vez de a su cabeza?


Pedro resopló y comenzó a andar de un lado a otro de la caravana, quitándose la gorra y pasándose la mano por el pelo.


—¿Es eso cierto? —preguntó, pero, bajo su arrogancia, podía verse la inseguridad. No era propio de él. Era el hombre más seguro de sí mismo del planeta, pero, sin embargo, y por increíble que pareciera, le importaba su respuesta. A pesar de la atención que le prestaban todas las mujeres, Pedro aún la deseaba.


—No estoy jugando a nada —contestó ella mientras se acercaba a él—. Lo único que deseo es esto —se puso de puntillas y lo besó salvajemente.


Olía tremendamente bien, y el aroma de su aftershave inundó sus sentidos. Durante lo que pareció ser una eternidad, Pedro no reaccionó y, con un intenso sentimiento de desesperación, Paula lo besó con más pasión, devorando sus labios antes de separarlos con la lengua. Se dio cuenta de que había malinterpretado las señales. No la deseaba y, en pocos segundos, la apartaría de él y la despreciaría. 


Pero, justo cuando estaba dispuesta a admitir su derrota, Pedro emitió un gemido y la rodeó con los brazos.


Cuando él separó los labios, Paula sintió que iba a desmayarse del alivio y dejó que él tomara el control y la besara con pasión.


Allí era donde tenía que estar. Era la mujer de Pedro y, a pesar de los años separados, él era el único hombre al que desearía.


—Esta vez no habrá marcha atrás, no cambiarás de opinión en el último momento —dijo Pedro cuando levantó la cabeza finalmente—. Estoy tan desesperado por tenerte que podría poseerte aquí mismo, en la caravana, en mitad del Grand Prix, y al infierno con quien pudiera entrar. Pero, como de costumbre, no hay tiempo. Nunca hubo tiempo para nosotros.


—Sacaremos tiempo —prometió ella—. Después de la carrera, estaré aquí, esperándote.


Él murmuró algo en italiano antes de volver a besarla y deslizar las manos por su cuerpo, desabrochándole la chaqueta para explorar dentro, y gimiendo con placer al palpar su camisola y darse cuenta de que no llevaba sujetador.


—Cara mia, te deseo tanto que podría explotar.


Paula no pudo evitar gemir de placer cuando comenzó a acariciarle los pezones a través de la camisola. Deseaba más, deseaba que la desnudara y la poseyera allí mismo, pero la enorme multitud de admiradores se había reunido para ver a su héroe nacional. Su momento llegaría después.


—Estaré aquí —repitió ella, y el golpe en la puerta le recordó que tenía que contener su impaciencia, a pesar de saber que Pedro también estaba conteniéndose.


—¿Por qué has venido realmente? —preguntó él de nuevo mientras se ponía la gorra.


—Vi el Grand Prix de Portugal. Fuiste la noticia del día.


—No me pasó nada. Sólo unos cuantos cardenales, nada más.


—Lo sé. Hablé con Petra después. ¿Pero y si no hubieras sobrevivido, Pedro? Lo único que me quedaría sería mi orgullo. Dijiste que querías darle a nuestra relación otra oportunidad, empezar de cero —vaciló por un momento antes de seguir hablando—. Yo también deseo eso. Estoy cansada de pensar en el pasado y de preocuparme por el futuro. No sé cuánto duraremos, pero, francamente, ya no me importa. Te deseo ahora, hoy.


—En este momento estoy un poco ocupado, cara mia —dijo él con una sonrisa—. ¿Puedes esperar a esta noche?