viernes, 9 de abril de 2021

FARSANTES: CAPÍTULO 52

 


Paula quería enfadarse: los hombres nunca paraban de pensar en el sexo. Pero, la verdad era que a ella le había pasado lo mismo en los últimos días. Pero lo que ella necesitaba no era únicamente sexo. Era tan fácil estar con Pedro… riendo y hablando del futuro. Hasta las discusiones eran divertidas a su lado, aunque, claro está, Paula prefería el diálogo.


¿Cómo era posible que Pedro no comprendiera, que dos personas diferentes pudiesen congeniar y llevar una vida sana y feliz?


Paula se dio cuenta de que, una vez más, estaba pensando en aquel hombre, haciendo caso omiso a su sentido común. Si ambos seguían así acabarían enamorándose y ella tendría que decidirse entre él o el rancho.


—¿Estás bien? —preguntó Pedro, preocupándose de que su acompañante estuviera cómoda.


Paula se sintió incapaz de empujarlo con sus fuertes brazos, después de que el joven le desabrochara los primeros botones de la camisa.


—No esperarás que te diga que sí —dijo Paula.


—Al menos lo he intentado —replicó Alfonso, a su vez.


Pero una inevitable sonrisa iluminó el rostro de la vaquera y el joven la besó dulcemente los labios.


—¿No crees que todo el mundo debería retozar con su pareja alguna vez en la vida en un pajar, para contárselo a sus nietos? Lo malo es que al estar desnudos, la paja te puede pinchar…


—¿De verdad? —dijo Pedro—. ¿Me lo dices por experiencia, o porque alguien te lo ha contado?


—Eso es información secreta.


—Incluso para tu prometido —insistió Pedro.


—Tú no eres… —balbuceó la vaquera.


De pronto, se oyó un ruido en la entrada del establo que interrumpió a Paula. Ambos se quedaron callados para averiguar de quien se trataba.


Un caballo relinchó. Se oyó el crujido de una tabla y apareció Bandido, contento de reunirse con los jóvenes.


El perro ladró y ellos rieron distendidamente.


—Creo que está deseando que nos pongamos en camino —dijo Paula, a media voz e intentando soltarse de los brazos de Pedro.


—Paula, ¿qué te ocurre hoy? —quiso saber Alfonso, estrechándola aún más fuerte.


La vaquera enarcó una ceja y respondió:

—Pues aparte de haber mentido a mi familia y a mis amigos, de haber cumplido los treinta y de no tener muchas posibilidades de realizar mis propósitos en la vida…


—Menos mal. Creí que estabas enfadada por lo de ayer noche.


Alfonso se quedó perplejo cuando la vaquera se puso a reír alegremente. Uno de sus problemas más acuciantes era la masculinidad de Pedro, entre los muslos de Paula.


La vaquera lo abrazó, sonriendo. Se trataba de un hombre bueno, a pesar de que la traía loca.


—No, no estoy enfadada por nada —repuso Paula.


—Estupendo.


La cálida temperatura del altillo, hizo transpirar el labio superior de Alfonso. A la vaquera se le ocurrió que lamer esos labios podía ser una experiencia deliciosa. Pero conllevaría la necesidad de consumar el deseo sexual de la pareja.


—Más vale que bajemos y nos pongamos en camino. Los caballos están ensillados y nos están esperando.


—Tienes razón, Paula.


Pero ninguno de los dos llegó a levantarse.


—No creas que vamos a practicar el sexo —dijo la vaquera, con resolución.


—Yo no estaría tan segura —contestó Alfonso, excitando a Paula de nuevo con su rotunda masculinidad.


Pedro —murmuró la joven, que se sentía más vulnerable que nunca a las caricias y al aroma suave y cálido de Alfonso.


—No te he dicho que te estoy muy agradecido —dijo de repente el joven.


—¿Por qué? —preguntó la vaquera, imaginando que Pedro le estaría preparando alguna nueva treta, para hacer el amor.


—Porque desde que te vi en lo alto de aquel árbol, me has sacado del profundo aburrimiento en el que vivía, permitiéndome disfrutar tanto de la vida, como lo estoy haciendo.


—¿Sí? —dijo Paula encantada—. ¿A pesar de que un poco más y te quemo la casa?


—Eso es —dijo Pedro, besándola tiernamente en los labios y excitándola con verdadero apetito.


—Bueno, no es que tuviera la intención de quemar nada…


—Me lo imagino —susurró el joven, disfrutando del beso con verdadero deleite.


Pedro también estaba muy excitado y necesitaba aliviar la presión de su virilidad.


—Me habría gustado que Lorena se hubiese podido sentir orgullosa de mi trabajo como ama de llaves. Es un encanto y no es nada tonta. Lo que pasa es que tiene en muy poca estima a los hombres. De hecho, a mí me pasa lo mismo que a ella.


Pedro no estaba muy atento a sus palabras. En el fondo, estaba intentando averiguar qué le pasaba a Paula, aquella mañana. Apenas lo miraba a los ojos y parecía nerviosa. Era algo sutil pero definitivo.


—Gracias por tu voto de confianza. Creo que tu opinión es aterradora. Pero no me importa, porque eres sencillamente maravillosa y me gustas tal y como eres.


—Gracias —murmuró ella, entre besos sensuales y profundos.


Pedro le acarició los pechos con las palmas de las manos, rozando delicadamente los pezones erectos. El cuerpo de Paula se arqueó, pletórico de sensaciones. Cada vez le excitaban más esas caricias. Paula deseaba que la tocara, que su boca besara sus pezones, gozando de ellos como de un exquisito manjar. Sobre todo, tenía prisa por colmar el vacío que sentía en el interior de su cuerpo.


Sin embargo, algo le advertía que tenía que parar aquella locura.


El sonido de los caballos la devolvió a la realidad y la liberó de su tortura interna.


—Maldita sea. Tenemos compañía —susurró Pedro.


—¿Quién será? —dijo Paula, guiñando los ojos por la claridad.


Los dos jóvenes se arrastraron por el altillo para ver lo que ocurría.



FARSANTES: CAPÍTULO 51

 


—¿Paula?


Paula estaba en la parte de arriba del establo. Si conseguía que Pedro no la descubriera, podría pasar el día sin tener que ocuparse de él.


Lo que le pasaba en el fondo, era que la presencia de Pedro le gustaba demasiado. Además, tenía fantasías a plena luz del día, en las que se veía rodeada de niños morenos como Alfonso, con sus mismos dientes blancos.


—¿Querida? —continuó llamándola el joven.


Paula suspiró, diciendo:

—Estoy aquí arriba, Pedro, dentro del establo.


—¿Dónde? —preguntó Alfonso, con la mirada desenfocada por el contraste de luz.


—Aquí. Tenía unos minutos libres y me he puesto a buscar a Pidge y su familia.


El joven tomó una escalera para subir y encontrarse con Paula.


—¿Quién es Pidge?


—Se trata de una gata. Es buenísima cazando ratones. Tuvo gatitos hace unos días y todavía no sé donde los tiene escondidos. Ya sabes que las gatas recién paridas son extremadamente protectoras con sus crías y el trajín de los turistas les molesta especialmente. No se lo podemos reprochar, porque es algo instintivo.


—Esto parece un buen escondite para tener intimidad…


Paula protestó. Estaba reconociendo la mirada que se le ponía a Pedro cuando hablaba de intimidad. La vaquera tuvo la necesidad de bajar y salir fuera del establo: no quería que ambos se reunieran en la oscuridad, porque no podía hacerse responsable de sus actos.


—Vayamos a buscar a los caballos —dijo Paula sin darle tiempo a reaccionar.


—No tenemos ninguna prisa. Lo que quieren tus abuelos es que pasemos el día juntos. Nuestro compromiso ha sido muy agradable, porque todo el mundo desea que estemos solos. ¡Qué considerada es la gente!


—Querrás decir nuestro falso compromiso —puntualizó Paula, teniendo en cuenta que él no tenía la intención de casarse con nadie, y menos con ella.


Pedro se apoyó en una paca de heno.


—Se está muy bien aquí. Como en el resto del rancho, no falta detalle para que todo sea práctico y cómodo.


—Gracias —dijo la vaquera.


Estaba un poco triste porque a pesar de que no debía tener relaciones sexuales con él, era lo que más le apetecía en el mundo.


Pedro, a su vez, se había sorprendido a sí mismo pensando cómo serían sus hijos si alguna vez se casara… desde luego no con alguien como ella.


—No has encontrado a los gatos, ¿no es cierto?


—Pues no.


—¿Crees que la gata se encontrará bien?


Paula se puso a juguetear con el pañuelo que tenía anudado al cuello.


—Ha aparecido por casa para comer. Hasta que las crías no sean más grandes, Pidge no va a compartirlas con nadie. Ya sabes lo independientes que son los gatos, excepto cuando las hembras están en celo, claro.


Paula era consciente de que no paraba de hablar, porque Alfonso se acercaba más y más a su pecho, y teniendo en cuenta lo sensible que tenía el corazón…


—Es curioso las repercusiones que llegan a tener ciertas cosas con el sexo —comentó Alfonso.


Las mejillas de la vaquera se sonrojaron.


—El sexo es más fácil para los machos que para las hembras. Al fin y al cabo, son ellas las que se quedan preñadas… No se puede decir que haya muchos gatos machos que desempeñen el papel de padre —dijo Paula.


—Puede que no se sientan muy válidos en ese papel —añadió Pedro, y ambos supieron que no se refería a los gatos.


—Estoy segura de que si lo intentaran, se darían cuenta de que no es tan difícil…


—Puede que los padres carezcan de lo que más les puede gustar a sus bebés —dijo Alfonso, mirando hacia el pecho de Paula.


—Eso son excusas —repuso la vaquera, intentando ponerse en pie—. Salgamos de aquí. No me apetece seguir hablando de la vida sexual de los gatos.


—Pues, a mí no me apetece hablar en absoluto —añadió Alfonso, mientras introducía un dedo en la trabilla del cinturón de Paula y la tendía en el suelo del altillo.


—¡Pedro!


—¡Paula! —saltó Alfonso, imitando el mismo tono de voz de la vaquera—. Lo único que quiero es disfrutar un poco de intimidad con mi prometida.


Pedro se dedicó a dibujarle el rostro con la punta del dedo índice.


—Hemos dormido juntos esta noche. ¿Qué más puedes esperar de mí? —se quejó Paula.


—Lo más divertido del asunto. Podemos probarlo entre el heno de aquella esquina



FARSANTES: CAPÍTULO 50

 


El rancho recibía en verano a los turistas, como un ingreso complementario, porque lo que realmente generaba ganancias era el ganado. El negocio de la hacienda no era ningún juego. Los rancheros cuidaban a las reses con esmero y desarrollaban toda una serie de actividades suplementarias, propias de la vida del campo. Aquello era mucho más natural que crear ganancias a los que, de por sí ya tenían dinero y, sobre todo, mucho más satisfactorio.


Cada vez comprendía mejor a Paula y su pasión por poseer el rancho.


—¿Dónde se conocieron Samuel y usted? —le preguntó Pedro a Eva, mientras empujaba la silla de Paula, con corrección.


La abuela de la vaquera se preparó una taza de café y se sentó con ellos a la mesa.


—Samuel acababa de graduarse en una universidad de California, obteniendo el título de ingeniero agrónomo. Y yo iba en tren a ver a una prima que vivía en Sacramento. Me confundí de parada y cuando me quise dar cuenta ya me había bajado del tren. Le pedí ayuda a un joven que parecía un gigante y que me dijo:

—Es usted la joven con la que me voy a casar.


—No dije eso —aseguró Samuel, entrando en la cocina.


—No le hagas caso, Pedro. No quiere que sepáis lo romántico que era.


—Nunca fui romántico y además, recuerdo perfectamente lo que te dije —apuntó el abuelo, sonriendo—. Te dije que tendrías que tener mejor sentido de la orientación si querías casarte conmigo y venir a vivir a Montana.


—Siempre fuiste un poco gallito —le dijo Eva, cariñosamente.


Pedro sonrió y miró a Paula. Seguro que había oído la historia cientos de veces, pero le encantaba oírla una vez más.


—¿Al cabo de cuántos días se casaron? —siguió preguntando Alfonso.


—Cinco días —respondió Samuel.


«Cinco días, Dios mío», pensó Pedro, quedándose perplejo.


Era obvio que los Harding habían sido muy felices, durante mucho tiempo, pero ¿cómo pudieron conocerse en cinco días y arriesgarse, casándose para el resto de sus días? En cinco días la gente apenas si podía elegir un coche, pero casi nada más.


En el caso de que él quisiera casarse, lo haría pensándolo mucho.


Pedro, se encontró de repente confundido.


Si le hubieran hablado de contraer matrimonio, una semana antes, Alfonso habría mandado a paseo al inoportuno de turno. Pero, después de haber conocido a Paula, ya no pensaba igual. No sólo porque era realmente guapa, sino porque se trataba de una joven muy especial… Le encantaba su risa, su carácter firme, su honradez y ese sentido del humor que llevaba siempre consigo.


Después de todo, casarse con ella no estaría nada mal.


Quizá se encontraba un poco eufórico por estar en plenas vacaciones. En esos momentos, no quería ni oír hablar de su trabajo.


Consciente de que la vaquera lo estaba mirando, Pedro bebió cuidadosamente un sorbo de café negro. Le daba la impresión de que Paula estaba más callada aquella mañana… No era de extrañar: aún tenían que decirle a todo el mundo que lo del compromiso había sido puro teatro.


—¿Qué planes tenemos para hoy, señor Harding? —preguntó Alfonso, para borrar sus pensamientos sombríos—. Es más tarde que otros días.


—No pasa nada. Podéis ir a comprobar en qué estado están las vallas lindantes con el este del rancho.


Paula casi se atraganta con lo que estaba tomando. No le importaba trabajar duro, pero no por puro capricho del abuelo.


—¡Pero si Sebastian y tú lo estuvisteis revisando antes de ayer! Están en perfecto estado.


—Verificadlo de nuevo —ordenó Samuel Harding, sin más palabras.


—Pero…


—Venga, en marcha. Ya va siendo hora de que os pongáis en camino. Habéis trabajado duro durante toda la semana, no pasa nada por que os relajéis un poco hoy.


—De acuerdo —aceptó Paula.


Samuel Harding era el jefe del rancho; por mucho que no estuviera de acuerdo con él, Paula acataría sus órdenes.


—Me parece estupendo que disfrutéis de estos días. Al fin y al cabo es el momento adecuado para que celebréis vuestro compromiso —aconsejó la abuela de Paula.


La vaquera fue consciente de nuevo del lío en el que le había metido Pedro. Y estaba dispuesta a solucionarlo lo antes posible. Pero ¿cómo? Si hacían como que habían reñido para romper el compromiso, estarían mintiendo de nuevo. Por otra parte, decir la verdad iba a ser tan bochornoso…


—Lo pasaremos bien recorriendo las vallas —dijo Pedro con entusiasmo—. Podríamos hacer otro picnic.


—Lo dudo… —susurró secamente, la vaquera.


—Estupendo —se entusiasmó Eva, haciendo caso omiso de las palabras de su nieta—. Ahora mismo os preparo la comida para que os la llevéis.


Paula asesinó con la mirada a Pedro y dijo:

—Termina tu desayuno tranquilamente. Nos reuniremos dentro de una hora en el patio central.


Como respuesta, Alfonso le dedicó la mejor de sus sonrisas.