domingo, 17 de enero de 2016

DESTINO: CAPITULO 26





Paula se quedó dormida cuando hicieron el amor por segunda vez; pero, al cabo de un rato, Pedro la despertó con un beso.


–Hay que levantarse, bella durmiente. Si no vamos a recoger a los chicos, tendremos que responder a muchas preguntas.


Ella le acarició un muslo.


–Empiezo a pensar que merecería la pena.


–No lo estarás diciendo en serio…


–¿Qué pasaría si lo estoy diciendo en serio?


Pedro sonrió con picardía y le acarició un pezón. Ella soltó una carcajada y se apartó de él.


–De acuerdo, de acuerdo… Ya me levanto.


–Pues date prisa, o cambiaré de opinión y le daré la custodia de esos chicos a nuestros queridos amigos.


Veinte minutos más tarde, llegaron al domicilio de Lisa y Tobias y se dirigieron al jardín. Por las voces que oían, los chicos estaban en la piscina, pasándoselo en grande. Pero, antes de regresar con ellos, Pedro la tomó entre sus brazos y dijo:
–No olvides esta noche. No la olvides nunca.


–¿Por qué dices eso? –preguntó, perpleja–. No la voy a olvidar…


–Te conozco, Pau. No quiero que te pongas a analizar lo sucedido y llegues a la conclusión de que no ha significado nada. Ha sido importante. Para los dos.


–Lo sé. En serio.


Él asintió.


–Entonces, veamos qué nos hemos perdido.


Al llegar al jardín, descubrieron que Lisa y Tobias estaban sentados en unas tumbonas y que Melisa se había quedado dormida sobre una pequeña manta.


–Se durmió hace un buen rato –le informó Lisa con una sonrisa.


Paula se sintió culpable.


–No estaría enfadada, ¿verdad?


–¿Enfadada? No empieces a sentirte culpable por haberte marchado. No estaba enfadada. A decir verdad, los chicos ni siquiera han notado vuestra ausencia.


Pedro gimió..


–¿Cómo le dices eso? Es tan obsesiva que, a partir de ahora, no querrá alejarse nunca de ellos, por miedo a que la olviden – bromeó.


–Yo no soy obsesiva –protestó.


–¿Os apetece tomar algo? –intervino Tobias.


–Sí, no nos vendría mal –contestó Pedro–. Pero seguid sentados. Ya me encargo yo.


Mientras Pedro entraba en la casa, Paula se acercó al borde de la piscina y empezó a contar cabezas. Tamara estaba nadando; Pablo y David, jugando al waterpolo con Kevin y Tomas, quien tenía dificultades para alcanzarlos por culpa de su pierna y de las aletas que Tobias le había dado. Pero ¿dónde estaba Joaquin?


Preocupada, se giró hacia Lisa y preguntó:
–¿Sabes dónde se ha metido Joaquin? 


–No me digas que no está en la piscina… 


–No.


–Entró en la casa hace una hora –dijo Tobias, para tranquilidad de Paula–. Seguro que está en la habitación de Kevin, con algún videojuego.


–Será mejor que vaya a decirle que hemos vuelto.


–Paula… –dijo Lisa en tono de advertencia.


–Déjala, Lisa –intervino Pedro, que acababa de llegar con las bebidas–. No se quedará contenta hasta que se asegure de que se encuentra bien.


Paula entró en la casa y se dirigió al dormitorio de Kevin, pero lo encontró vacío. Asustada, se puso a buscar en el resto de las habitaciones, con el mismo resultado. Y cuando ya no quedaba ningún sitio donde buscar, salió al jardín y dijo con voz temblorosa:
–¡Pedro! ¡Oh, Pedro…!


Él corrió hacia ella al instante.


–¿Qué sucede?


Paula lo miró con los ojos llenos de lágrimas, incapaz de hablar.


–¿Pau?


–No está… –dijo al fin–. Joaquin se ha ido.




DESTINO: CAPITULO 25





Paula pensó que una de las ventajas del invierno era que oscurecía pronto. Y se alegró enormemente, porque su timidez regresó en cuanto entraron en la casa. Por una parte, ansiaba tomarlo entre sus brazos y abandonarse al placer; por otra, tenía tanto miedo por las consecuencias de sus actos que habría salido corriendo si hubiera podido.


Acababan de llegar al salón cuando Pedro declaró:
–Será mejor que me duche. He estado jugando al fútbol y me siento sucio.


Pedro


Él la tomó de la mano.


–Ven conmigo, Pau.


–No sé… –dijo, entre asustada y excitada.


–Me podrás frotar la espalda.


Pedro lo dijo en tono de broma, pero la simple perspectiva de tocarlo, de pasar los dedos por sus hombros, bastó para inflamar un poco más su deseo.


La tentación empezaba a ser irresistible, así que lo acompañó hasta el dormitorio principal, que observó con interés. Era una habitación grande, de estética moderna y masculina, con una cama de matrimonio que le pareció gigantesca. Pero no había ningún detalle que indicara gran cosa sobre la personalidad de Pedro. No había libros ni fotografías. Y todo estaba perfectamente limpio y ordenado, como en un campamento militar.


Sorprendida, se sentó en la cama y dijo:
–¿Pedro?


Él vio su ceño fruncido y malinterpretó lo que pasaba.


–¿Te arrepientes de haber venido?


–No exactamente… ¿Cómo puedes vivir así? –preguntó, echando un vistazo a su alrededor.


–No te entiendo…


–Es un lugar tan… estéril.


Pedro se encogió de hombros.


–No sé. No le había prestado mucha atención.


–¿No tienes fotografías de tus padres? ¿O de alguna antigua novia?


Pedro sonrió.


–¿Preferirías que tuviera la fotografía de una antigua novia junto a la cama?


–Sinceramente, sería mejor que esto.


–¿Por qué?


–Porque aquí no hay nada de ti. Me siento como si estuviera en una habitación de hotel.


–Tú sabes todo lo que hay que saber de mí. Lo llevo en mi corazón.


Ella sacudió la cabeza.


–¿Cómo puedo saber lo que hay en tu corazón si no te entiendo? Una vez me hablaste de tus padres, pero tu historia es mucho más que eso. ¿Cómo eras de niño? ¿Qué asignaturas te gustaban? ¿Siempre quisiste ser ingeniero?


Él le acarició los labios con dulzura y, a continuación, descendió hasta sus senos. Paula se estremeció de placer, pero no iba a permitir que se saliera con la suya. Necesitaba saber más.


–Háblame, Pedro.


–¿Ahora? –preguntó con asombro.


–Sí, ahora.


Él la miró fijamente.


–Estás hablando en serio, ¿verdad?


–Por supuesto –contestó–. Anda, siéntate conmigo.


Pedro se sentó a su lado y se pasó una mano por el pelo.


–¿Qué quieres saber? Espero que no sea mucho, porque no estoy seguro de que pueda estar tan cerca de ti sin tocarte.


–Piénsalo de este modo… Servirá para poner un poco de espontaneidad en el momento.


Pedro gimió y la tumbó en la cama con él. Ella soltó una carcajada, pero su risa y su necesitad de respuestas se apagaron al instante cuando lo miró a los ojos y distinguió el destello de su deseo y un terrible sentimiento de soledad. 


¿Cómo era posible que un hombre que conocía a tanta gente se pudiera sentir tan solo? Y sobre todo, ¿por qué la había elegido a ella para romper esa soledad?


Paula no lo sabía. Pero supo que le debía devolver al menos una parte de la felicidad que había llevado a su vida durante las últimas semanas.


–Quiero hacer el amor contigo, Pedro. Ahora.


–¿Estás segura?


–Completamente. Ya me hablarás de ti en otro momento.


Él la besó cuando todavía no se había apagado la última palabra de la frase de Paula. Luego, le quitó la camiseta y, a continuación, expuso sus senos a las tiernas y sensuales caricias de su lengua.


–No tengas miedo, Pau –susurró al ver que temblaba.


–Es que no hago el amor todos los días…


–Ni yo. Últimamente –puntualizó con humor.


–Pero tú tienes más experiencia. ¿Qué pasará si…?


Él le puso un dedo en los labios.


–Olvídate de esas cosas, Pau. Esta es nuestra primera vez. Nuestra –dijo–. El pasado no importa. Yo estoy tan nervioso como tú, y no sabré qué hacer si tú no me lo dices… Como ves, viajamos en el mismo barco.


Pedro la empezó a acariciar de nuevo y Paula pensó que su afirmación no era del todo cierta. Le hacía el amor con tanta habilidad como dulzura. La provocaba, la incitaba, jugaba con ella. Y, como para demostrar que no había comparación posible entre ellos, decía cosas que la hacían sentir increíblemente especial.


–¿Sabes a qué me recuerdan tus ojos? De día, tienen el mismo azul que unas flores silvestres de Texas. Pero ahora… – Pedro bajó el tono de voz–. Ahora son oscuros como la medianoche.


Su ejercicio de seducción continuó de forma tan implacable que, al cabo de un rato, Paula se sentía como si estuviera a punto de estallar. Su piel se había cubierto de una fina capa de sudor, y no había un solo centímetro de su cuerpo que no ansiara las caricias de Pedro.


–Te amo, Paula. Te amo a ti y solo a ti.


–Entonces, demuéstramelo… –le rogó, desesperada–. Por favor…


Pedro alcanzó un preservativo, se lo puso y la penetró muy despacio, alargando el placer. Cuando por fin llegó al fondo, Paula se sintió completa por primera vez en su vida; y cuando se empezó a mover, comprendió el significado de la magia.


–Eres tan bella…


–Sigue, Pedro –Paula se arqueó, urgiéndolo a acelerar el ritmo.


Ya no quería cumplidos. Ya no quería promesas de ninguna clase. Solo quería liberarse de la tremenda y maravillosa tensión que había acumulado.


Entonces, él bajó la cabeza y le succionó un pezón con una ternura asombrosa. Fue una caricia sutil, increíblemente leve, pero suficiente para desatar el orgasmo que Pedro había estado alimentando.


Paula no se dio cuenta de que había empezado a llorar hasta que Pedro la miró con preocupación y le secó una lágrima.


–¿Te encuentras bien? ¿Te he hecho daño? –preguntó, nervioso.


–Yo…


–¿Qué ocurre? Dímelo, por favor. Si te he hecho daño, no me lo perdonaría nunca.


Paula le dio un beso.


–No, no me has hecho daño. Es que ha sido maravilloso.


Pedro soltó un suspiro de alivio.


–Y va a ser mucho mejor. Te lo prometo.


Paula le acarició el pecho, completamente liberada de su timidez.


–Me haces promesas todo el tiempo… 


–Y las cumpliré siempre. Para siempre.


Ella sacudió la cabeza.


–Nada es para siempre, Pedro. Los dos lo sabemos.


–Bueno, yo solía decir lo mismo que tú, pero he cambiado de opinión. Nuestro amor es para siempre –afirmó con vehemencia–. Y te aseguro que te lo voy a demostrar.


Paula no se lo discutió. Se había excitado de nuevo y no quería perder el tiempo con conversaciones. Pero pensó que, más tarde o más temprano, la realidad demostraría que ella tenía la razón.







DESTINO: CAPITULO 24






Paula nunca habría imaginado que a Pedro le pudiera gustar un acto como el festival de arte de Coconut Grove. A decir verdad, tampoco esperaba que le gustara a ella. Suponía que todo estaría lleno de coches, que habría demasiada gente y que las supuestas obras de arte serían poco menos que basura.


Sin embargo, se equivocó en todos los aspectos. Y Pedro parecía encantado de llevarla de un sitio a otro, tan feliz como un niño en una pastelería.


–Mira, Pau –le dijo en un determinado momento–. Tienes que ver esto.


Paula miró los cuadros que Pedro le señaló. Eran paisajes de los cañaverales de Florida, que expresaban bastante bien su enorme extensión, pero no su majestuosidad.


–Lo siento. No me gustan –dijo en voz baja, para que el autor no la oyera.


–¿Por qué no?


–Porque carecen de emoción. El lugar que ha pintado es extraordinariamente especial, pero en sus cuadros parece común y corriente.


Pedro los observó con más detenimiento.


–Pues es verdad. Tienes buen ojo con el arte…


Ella abrió la boca para hablar, pero él le puso un dedo en los labios.


–No te atrevas a decir que es una simple cuestión de gustos –le advirtió Pedro.


Ella rio.


–No iba a decir eso. Iba a decir que, durante años, escribí una columna de arte para el periódico de mi universidad.


–Ah…


La contención de Pedro solo duró medio minuto más, hasta que se quedó encantado con otra cosa. Esta vez, eran joyas artesanales.


–¿Te gustan? –le preguntó.


–Sí, me gustan mucho.


Paula fue sincera. Eran joyas que, normalmente, le habrían llamado la atención. Pero lo dijo con desinterés, porque estaba pensando en otra cosa.


–Si ni siquiera las estás mirando… 


–¿Dónde están los chicos?


–Al otro lado de la calle, un poco más abajo.


Ella se giró, los miró y los contó para estar segura de que estaban todos.


–No se van a perder, Pau. Te lo prometo.


–Está bien… Puede que esté siendo demasiado obsesiva.


–Es lógico. Es como si fueran hijos tuyos.


–Eso es cierto.


Justo entonces, los chicos se les acercaron.


–¿Podemos tomar helado? –preguntó Pablo.


–Sí, sí… –dijo Melisa, entusiasta.


Pedro miró a Joaquin y dijo:
–Sabes dónde está el puesto, ¿verdad?


–Sí.


–Entonces, llévalos a comprar un helado y asegúrate de que no se separen –Pedro le dio unos cuantos billetes–. Nos encontraremos en esa esquina, dentro de media hora.


Joaquin pareció sorprendido por el gesto de confianza de Pedro. Hasta Paula se dio cuenta, aunque el chico se apresuró a disimular su sorpresa tras su habitual expresión de enfado.


–Vamos –dijo a los demás.


Cuando ya se habían ido, Paula dijo:
–No estoy segura de que sea una buena idea. Quizá deberíamos ir con ellos.


–Oh, vamos. Joaquin necesita saber que confiamos en él.
Además, Tamara se encargará de que no pase nada.


–No puedo creer lo que estás diciendo. ¿No eras tú quien afirmaba que Joaquin no era de fiar? –preguntó.


–Sí, era yo, pero también creo que debemos hacer lo posible por ayudarlo. Además, no parece que el trabajo le esté ayudando demasiado.


–Yo no estaría tan segura de eso. Sé que disimula cuando tú estás delante, porque no quiere que sepas que te está agradecido. Pero lo conozco y sé que está cambiando para mejor. La responsabilidad le ha venido bien.


–Me temo que su sentido de la responsabilidad no ha mejorado mucho.


Ella frunció el ceño.


–¿Qué significa eso?


Pedro suspiró.


–Olvídalo. Hablaremos más tarde.


–No. Hablaremos ahora.


–Pau…


–Dímelo de una vez, Pedro. ¿Qué ocurre?


–Que ha estado faltando al trabajo.


–¿Faltando al trabajo? ¿Por qué?


–No lo sé. Teo dice que siempre le pone alguna excusa para faltar, y que no son demasiado creíbles.


–¿Has hablado con Joaquin?


–No. Está a cargo de Teo porque le prometí que no dependería de mí –contestó–. Y, francamente, no quiero intervenir en el asunto. Solo espero que, si lo despiden por culpa de su comportamiento, aprenda la lección.


–Maldita sea, Pedro… ¿Por qué no me lo habías dicho? Habría hablado con él.


–Un jefe no habla con la madre de un empleado cuando este se porta mal –alegó–. Además, no quería preocuparte.


–Pues estoy preocupada.


–Justo lo que yo pretendía evitar.


Él le puso las manos en los hombros y la obligó a mirarlo a los ojos. Estaban en mitad de una multitud, pero ella se sintió como si estuvieran solos.


Paula suspiró y se preguntó qué habría pasado si se hubieran encontrado en otra época de su vida, cuando estaba totalmente libre de responsabilidades, cuando habría podido conocerlo mejor sin las presiones que afrontaban ahora. Sin embargo, se encogió de hombros y pensó que era una pregunta sin sentido. Como había dicho Pedro en determinada ocasión, eran las cartas que les habían dado y tenían que jugar con ellas.


–No voy a permitir que nos arruinen las vacaciones, Pau. Tenemos tres días y… 


–Dos.


–Lo que tú digas. Pero dejemos el problema de Joaquin para más adelante. De momento, nos vamos a divertir y vamos a pasarlo bien.


–¿Así como así? –preguntó con escepticismo.


Los ojos de Pedro brillaron con humor.


–Así como así.


–Bueno, si tú estás a cargo, no tendré más opción que acatar tus órdenes –dijo con una sonrisa–. De momento.


–Me alegra que te muestres tan dócil… –Disfrútalo mientras dure.


–Descuida. Lo disfrutaré.


Un buen rato después, cuando ya se habían reunido con los chicos, Pedro declaró que era hora de marchase a la casa de sus amigos.


–Sí, capitán –dijo Paula con sorna.


Él se inclinó y le susurró al oído:
–Cuida tus modales. Si no muestras respeto a tu oficial superior, puedes terminar en un consejo de guerra.


–¿Y cuál sería el castigo?


Pedro le acarició un seno.


–No sé, seguro que se me ocurre algo… –dijo, aparentemente pensativo–. Ah, sí. Se me ocurren bastantes cosas. ¿Quieres que te las diga?


Ella sacudió la cabeza, sobrecogida por la intensidad de su mirada. Pedro le guiñó un ojo y llevó a los chicos hacia la furgoneta.


Cuando llegaron a su destino, Paula estaba tan desconcentrada que casi no prestó atención a la comida ni a ninguna otra cosa. Contestaba las preguntas de Lisa con respuestas que intentaban ser mínimamente racionales, pero no podía apartar los ojos del hombre que se había puesto a jugar al fútbol con todo el grupo. Hasta David, que siempre se mostraba reticente, se había sumado a ellos.


–Qué interesante… –dijo Lisa, mientras se sentaba junto a ella.


–¿Cómo? –dijo, parpadeando.


–Parece que te interesa mucho el partido.


–Hum…


–¿O solo te interesa uno de los jugadores?


–Umm…


–¡Paula! –protestó Lisa con exasperación.


–¿Qué?


–¿Qué está pasando entre Pedro y tú?


–Nada…


–Oh, vamos, me resulta difícil de creer. Es un hombre muy atractivo, y hace varias semanas que vive bajo tu techo. Seguro que ha pasado algo.


Paula guardó silencio. No tenía ninguna intención de darle explicaciones.


–Para ser psicóloga y creer en las virtudes de la comunicación, estás increíblemente callada. ¿Sabes lo frustrante que resulta? –continuó Lisa–. Aunque supongo que es buen síntoma… Pedro también se comportó de forma rara cuando estuvo en nuestra casa, hace un par de semanas. Me alegra que las cosas vayan bien entre vosotros.


–¿De qué estás hablando, Lisa?


Lisa se levantó y entró en la casa, seguida a poca distancia por Paula.


–¿No me has oído? –insistió–. ¿Qué significa eso de que las cosas van bien entre nosotros? No hay un nosotros, Lisa.


–Ya.


–Oh, vete al infierno…


Pedro, que apareció entonces, oyó la expresión de Paula y dijo:
–¿Siempre habla mal cuando se enfada?


–No lo sé –contestó Lisa–. Nunca la había visto enfadada.


–Vaya, qué interesante… –declaró él, sin apartar la vista de los ojos de Paula.


–Déjame en paz, Pedro.


Él sacudió la cabeza.


–Ven conmigo.


–¿Adónde? –preguntó con desconfianza.


–Deja de refunfuñar y ven conmigo de una vez.


Pedro la llevó hasta la furgoneta y abrió la portezuela.


–No nos podemos ir así como así –protestó ella.


–Por supuesto que podemos.


–Pero los niños…


–Estarán bien. Te recuerdo que Lisa es profesora. Está acostumbrada a enfrentarse a clases enormes.


–Aun así, me parece una descortesía por nuestra parte.


–Dudo que a nuestros amigos les parezca una descortesía. Sobre todo, porque ya he hablado con ellos.


–¿Cómo? ¿Qué les has dicho exactamente?


–Que quería estar a solas contigo.


–¿Y les ha parecido bien?


Pedro sonrió.


–Digamos que me debían un favor.


Ella sacudió la cabeza.


Pedro, no estoy preparada para esto.


–Los dos estamos más que preparados. Te lo demostraré antes de que se vaya el sol.


–Y encima, eso. Aún es de día, Pedro



–¿Y qué? ¿Tienes algo en contra de hacer el amor de día?


Paula dudó un momento.


–No sé, todo esto me parece tan calculado, tan premeditado…


–Paula, vivimos con un montón de niños. Si queremos hacer el amor, tendrá que ser algo calculado y premeditado.


–¿Y eso no te molesta? ¿No preferirías un poco de espontaneidad?


–Me contento con tenerte entre mis brazos –dijo en voz baja–. Es todo lo que importa.


Ella tragó saliva.


–Quiero besar cada centímetro de tu piel –prosiguió Pedro–. Quiero conocer tu cuerpo tan bien como el mío. Quiero que ardas de placer… Y si eso implica ser poco espontáneos, puedo vivir con ello. ¿Y tú?


–No lo sé –dijo con sinceridad.


–Pau, te prometo que, si no quieres hacer el amor conmigo cuando lleguemos a mi casa, respetaré tus deseos.


Paula lo miró a los ojos y supo que lo decía de verdad. Pedro respetaría sus deseos en cualquier caso, en todo momento.


Un segundo después, sus dudas desaparecieron tras una repentina e intensa necesidad que no había sentido nunca. 


Se llevó la mano de Pedro a los labios, besó sus nudillos y dijo con suavidad:
–Conduce deprisa, por favor.