sábado, 12 de marzo de 2016

¿NOS CASAMOS?: CAPITULO 5




Paula colgó el teléfono y se recostó sobre la silla con un claro suspiro de alivio. Era cierto: una reunión con un potencial cliente no era un contrato firmado. Incluso un contrato firmado con un cheque depositado no sería ni una gota en el cubo financiero, pero al menos era una distracción.


—¿Buenas noticias?


Ella sonrió ante el tono optimista de su abuelo.


—Tal vez. Esta tarde tengo una reunión con una posible novia.


—Ah, ya veo. Te lo dije, mi querida —sonrió Claudio—. Siento los vientos de cambio sobre nosotros. Pronto cambiará todo.


Como siempre, Paula dudaba de cuánto realismo imprimir en su respuesta.



—Ten en cuenta, abuelo, que es solo una reunión preliminar. 


—Para una boda mediana que, con suerte, resultaría en un cheque mediano. Abrió la laptop—. ¿Podrías contestar los llamados mientras armo una propuesta para la novia con problemas de presupuesto?


—Con gusto, cariño. Tú trabaja y no te preocupes por el teléfono. Yo me encargo.


Paula no estaba preocupada. Tendrían suerte si el teléfono sonaba una vez y no era número equivocado. Mientras trabajaba, echó un vistazo a su abuelo. Tenía el teléfono inalámbrico en una mano y un libro de Agatha Christie en la otra. Una ola de afecto la invadió. Realmente era el abuelo más maravilloso de todo el universo. Se mordió el labio. 


¿Siquiera era correcto intentar mantener abierta la capilla nupcial Corazones Esperanzados? Tal vez fuera tiempo de dejar el negocio antes de contraer una deuda importante. Si pudiera convencer a su abuelo de retirarse, quedaría suficiente dinero como para ayudarlo a establecerse en una residencia para adultos mayores activos. ¿No sería más feliz jugando al golf y flirteando con un grupo de señoras de pelo plateado?


—Yo estoy bien si tú estás bien.


Paula salió de su ensimismamiento.


—¿Disculpa?


Claudio dejó el libro a un lado.


—Te estás preguntando si tu abuelo no sería más feliz viviendo en Arizona, jugando al golf, totalmente libre de preocupaciones por mantener a flote nuestra pequeña capilla. Bueno, no me gustaría. Para nada. Yo estoy dispuesto a continuar luchando si tú lo estás.


—Oh, abuelo. —Paula se acercó a sentarse junto a él—. ¿No te cansas de preocuparte por el flujo de efectivo?


Él se encogió de hombros.


—Preocuparse es parte de la vida. Puedo aceptarlo sin perder la esperanza.


—Esperanza. —Paula se reclinó para apoyar la cabeza contra la pared. Levantó las manos y se masajeó las sienes—. Entonces, te preocupas por un momento y luego, ¿qué? ¿Niegas la realidad?


—Ah, realidad. Es gracioso que utilices esa palabra, Paula.


—¿Qué tiene de gracioso?


Claudio sonrió.


—Bueno, verás, hay realidades y realidades.


Paula sacudió la cabeza.


—No veo la diferencia.


—No pensé que lo harías. —Claudio suspiró—. La gente parece olvidar que pueden decidir no hundirse en la preocupación. No es una casa, no tenemos que vivir en ella. La preocupación no es una forma de meditación que debemos practicar a diario, y no es una afirmación que debemos repetir constantemente.


Ella levantó una ceja.


—Entonces, ¿no te preocupas? ¿Nunca?


—Algunas veces, sí, pero no por dinero. Me preocupo por cosas que realmente importan.


—¿Por ejemplo?


Estiró la mano y le pellizcó la mejilla con afecto.


—Tú.


Ella rio.


—Yo soy la menor de tus preocupaciones, abuelo.


—No es del todo cierto. Me preocupa que estés aquí atrapada, angustiada por mí cuando podrías estar haciendo algo más con tu vida. Deberías estar viviendo tu sueño, no el mío. —Miró hacia el vestíbulo de la capilla—. Tu abuela y yo forjamos esta pequeña capilla a partir de un sueño. Pero ¿qué forjarás tú de tus propios sueños?


Paula se miró las manos y examinó sus largos y afilados dedos que terminaban en una manicuría francesa.


—No creo que haya nacido para forjar.


—Ajá, esa declaración solo demuestra que estás perdiendo el tiempo preocupándote por mí cuando deberías estar soñando. —Tomó su novela de misterio—. ¿Por qué no terminas tu propuesta y yo me sentaré aquí a no preocuparme por los dos?


Paula sacudió la cabeza con remordimiento.


—Casi no sé cómo discutir esa lógica. —Regresó al escritorio e intentó concentrarse en la propuesta que tenía frente a ella, pero no era una tarea sencilla. La pregunta de su abuelo se repetía una y otra vez en su cabeza mientras miraba los números en la pantalla. ¿Qué iba a forjar con su vida? ¿Cuáles eran sus sueños? Lo único que sabía con certeza era que era realmente triste que, a los veintiocho años, no tuviera idea de lo que quería en la vida.


Cerró la laptop y se puso de pie.


—Iré al Oasis del Desierto, abuelo. Puedo terminar la propuesta allí mientras espero a la novia. ¿Estarás bien aquí?


Él asintió.


—Vete; un cambio de ambiente te hará bien. —Levantó el teléfono—. Yo me encargo de todo aquí.


Paula guardó todo lo que necesitaba en su bolso.


—Deséame suerte.


—No necesitas suerte —le aseguró Claudio—. Necesitas divertirte, conocer a alguien, disfrutar un trago con un apuesto desconocido.


Paula rodeó el escritorio y le dio un beso en la mejilla a su abuelo.


—Tu problema es que piensas que la vida es una novela romántica con un final feliz garantizado.


—Y tu problema es que no estás de acuerdo conmigo. Ahora vete, encuentra algo de diversión.







¿NOS CASAMOS?: CAPITULO 4





Cuando Pedro irrumpió en la sala de reuniones, vio de inmediato que su abuela estaba en plena forma.


—Qué amable de tu parte haber venido, Pedro. —Margarita Alfonso era una dínamo menuda de un metro sesenta, de setenta y cinco años de edad, con melena de color plateado brillante, uñas pintadas de rojo, y con una presencia imponente. Hablaba varios idiomas con fluidez, entre estos, el sarcasmo—. Estábamos en vilo esperando que nos honraras con tu compañía.


Pedro resistió las ganas de sonreír. Mantuvo una expresión seria mientras se inclinaba para besarle la mejilla.


—Lo siento, abuelita —se disculpó utilizando el apodo afectuoso del que sospechaba que ella disfrutaba en secreto—. ¿Me creerías si te dijera que estuve de parranda hasta tarde y me quedé dormido?


—No. —Señaló la única silla vacía alrededor de la mesa—. Siéntate.


Él se sentó. Margarita Alfonso era el tipo de mujer al que la gente obedecía. Administraba el Fideicomiso Familiar Alfonso con gesto adusto y mano de hierro. No tenía nada que envidiarle a la reina Isabel en el área de la entrega al deber.


Pedro miró a sus primos y asintió en señal de saludo. 


Tomas desvió la mirada, y Eduardo se miró las manos. 


Gente educada eran sus primos. El padre de Pedro tenía dos hermanos, y cada uno había tenido un hijo. El padre de Tomas dividía los días entre sus dos vicios: el juego y el alcohol. El padre de Eduardo había fallecido hacía unos cinco años, y el de Pedro era un artista que rehuía de cualquier cosa que considerase convencional o comercial. 


Todo eso dejaba a Margarita Alfonso sin hijos que pudieran continuar la labor de la familia y con tres nietos que no se llevaban lo suficientemente bien como para trabajar en equipo.


Para resolver la situación, ella dividió la empresa familiar en tres compañías diferentes de manera que cada uno de los tres manejara una y le rindiera cuentas solo a ella. Sin embargo, con respecto a la fundación, no era legalmente posible dividirla. Eso significaba, según les había informado Margarita, que debían llevarse bien para administrar la fundación o, si no, morir en el intento.


—Bien, muchachos, concentrémonos en los que nos convoca. —La matriarca Alfonso no tenía ningún reparo en referirse a los tres hombres adultos como “muchachos”—. Estamos aquí, en Las Vegas, la ciudad del pecado, el centro del vicio estadounidense, con un propósito específico.


—¿Un propósito? —repitió Eduardo.


Pedro echó un vistazo con expresión divertida en dirección a su primo. Pobre Eduardo. A juzgar por el temblor en su voz, había conectado en su mente la palabra “propósito” con “probable esfuerzo”.


—Concéntrense, muchachos, concéntrense. —Margarita les entregó una carpeta azul a cada uno—. En esa carpeta encontrarán sus instrucciones. —Levantó una mano para impedir la pregunta que Tomas estaba por hacer—. Sin preguntas. Todo lo que necesitan saber está allí. Tienen una semana para cumplir con su tarea. Hay pocas reglas, excepto las siguientes: primero, hagan todo de manera legal. Segundo, trabajen solos. Aunque no podrían trabajar juntos con éxito, lamentablemente. Tercera y última regla: sean creativos en la planificación y dinámicos en la ejecución. —Miró a Tomas, luego a Eduardo y después a Pedro—. Sin dudas, me verán por el complejo turístico. Si estoy en el bar, déjenme sola. Si estoy en la piscina, no me molesten. Y, por todos los cielos, no llamen a mi suite a menos que alguno de ustedes esté sangrando o haya sido arrestado. ¿He sido clara?


Pedro se puso de pie y colocó la carpeta debajo del brazo.


—Absolutamente. —Saludó a los primos con la mano e hizo un gesto de asentimiento a su abuela antes de salir al corredor. Su curiosidad, sin dudas, se había despertado, pero no iba a satisfacerla hasta que estuviese en algún lugar privado y tranquilo, donde pudiera leer la idea de juego más reciente que había tenido su abuela. Un juego que iba a ganar, de un modo o de otro.





¿NOS CASAMOS?: CAPITULO 3





Paula se mantuvo ocupada con gimnasia matemática y levantamiento de lápiz hasta que su abuelo regresó de la bolera. Sonrió cuando lo vio entrar y colocar su bola de boliche en el armario del recibidor. Su expresión era fácil de descifrar, así que supo que lo había disfrutado. Excelente.


—Hola, cariño. —Su mirada se desvió hacia los números sobre los que ella había estado trabajando—. ¿Te divertiste?


Paula sonrió.


—No tanto como tú. ¿Cómo estuviste?


—Como un campeón. —Guiñó un ojo—. No tenemos que sumergirnos en todos esos números, ¿verdad?


—No, hoy no. —Pero pronto tendrían que tener una conversación de la que ella temía que le rompería el corazón al abuelo. Él amaba la capilla nupcial Corazones Esperanzados. La abuela de Paula, Olivia, había amado Las Vegas. Desde su primera visita, ella le había dicho a su joven marido que sería un sueño vivir en una ciudad que deslumbrara como Las Vegas. Entonces Claudio había hecho realidad el sueño de su flamante esposa al invertir todos sus ahorros en una capilla nupcial. Paula recordaba que su abuela solía decir que ella y su marido vivían en un estado de dicha conyugal al ayudar a otros a casarse con la persona que amaban. Olivia y Claudio habían sido una joven pareja idealista, amorosa y llena de sueños, y habían disfrutado al máximo la vida que habían construido.


Pero ahora el negocio se estaba viniendo abajo. Recién cuando su abuela falleció, Paula supo que Olivia había sido el cerebro financiero de la pareja. Paula siempre había trabajado en la capilla nupcial, pero había estado tan ocupada con la Universidad y con la Escuela de posgrado que no había participado de los detalles administrativos. 


Deseaba haber prestado más atención a lo que fuera que Olivia había hecho para mantener la capilla con números positivos. Ahora todo era rojo, y Paula no sabía si podía mantener las cosas sin incurrir en deudas importantes, algo a lo que tanto ella como el abuelo se oponían. En ese punto, su oposición a pedir un préstamo era irrelevante: nadie en su sano juicio les prestaría más de veinticinco centavos.


—¿Algún llamado o algún cliente potencial que haya entrado en mi ausencia? —preguntó Claudio.


—De hecho, sí, alguien entró. —Paula quitó algunos pétalos de las rosas que tenía en un rincón del escritorio—. Pero no era un cliente potencial. Al contrario.


Claudio se volteó a verla; tenía una expresión divertida.


—¿Candidato para una cita, entonces?


Paula rio.


—Oh, abuelo, solo si fuera el último hombre sobre la Tierra y tal vez ni siquiera entonces. —Pero el desconocido era increíblemente atractivo. A ella le gustaban los hombres altos. El costoso traje a medida no ocultaba su figura atlética y esbelta. Otro punto a su favor era que tenía pelo oscuro y ojos celestes: una combinación ganadora. Y su acento británico era absolutamente sensual. Era una lástima que tuviese tan malos modales. Suspiró—. De todas maneras, no vale la pena pensar en él. No volveremos a verlo.








¿NOS CASAMOS?: CAPITULO 2




Pedro Alfonso se paró en el Las Vegas Strip y miró hacia el cielo azul. Solo algunas nubes blancas salpicaban la extensión de azul. El sol de media mañana estaba fuerte, pero no llegaba a ser molesto. Era otro día maravilloso en la Ciudad del Pecado, lo que le provocaba nostalgia por el cielo nublado de su Inglaterra natal. Al menos allí el cielo gris hubiera combinado mejor con su estado anímico.


Ese era el primer viaje de Pedro a Las Vegas y estaría satisfecho si fuera el último. Observaba las entradas de los hoteles y de los casinos a medida que pasaba. Las luces y los detalles arquitectónicos exagerados se veían chillones a la luz de la mañana. La noche favorecía a Las Vegas, no el día. En realidad, no había dejado su hotel la noche anterior. 


En su lugar, había optado por una cena en la habitación y luego había pasado el resto de la velada leyendo las notas para la reunión de la mañana siguiente. Esperaba estar bien preparado, o al menos un poco mejor que sus dos primos. Si bien Pedro no consideraba rival a ninguno de los dos para su agudeza empresarial, no dudaba de que estarían en plan de pelea, listos para dar el primer golpe en un intento de ser declarados los ganadores del premio. El premio eran los millones de la abuela y el control definitivo del fideicomiso familiar. Definitivamente, no era un premio que cedería con facilidad. No a ellos dos.


Pedro miró su reloj. Diez y diez. Frunció el ceño. Eran diez y diez la última vez que había mirado. Sacudió la muñeca y luego golpeteó el reloj con el índice: estaba parado. Buscó el celular en el bolsillo, pero no estaba. Lo había dejado sobre la cómoda en el hotel. Gruñó.


Lo último que necesitaba era llegar tarde a la reunión. Era cierto: esa era la misma reunión de la que se había estado quejando toda la semana, diciendo que haría casi cualquier cosa por no tener que asistir. Estar atrapado en el tránsito de Los Ángeles en la hora pico durante un día de verano y sin aire acondicionado era preferible a lo que le esperaba. Pero el deber exigía su presencia en la reunión anual del Fideicomiso Familiar Alfonso.


Miró hacia la calle semidesierta. La media mañana en Las Vegas no era una buena señal para encontrar muchos comercios abiertos. Maldición. Quedarse parado no iba a hacer que llegara a la reunión, así que Pedro comenzó a caminar. No vio a nadie a quien pudiese preguntarle la hora, pero a unos treinta metros vio a alguien que salía de un edificio y caminaba rápidamente. Pedro aceleró el paso. En alguna parte de ese edificio debía haber un reloj. Sin duda sería algo chabacano al estilo Vegas con vasos de chupito para representar las horas, pero al menos podría ver cuán tarde llegaría.


Llegó a la entrada de un edificio con fachada de iglesia de color blanco. Dos corazones rojos entrelazados de neón colgaban sobre el letrero negro que le decía que estaba a punto de entrar a la capilla nupcial Corazones Esperanzados. Abrió las puertas de vidrio y buscó un reloj. 


No había ninguno en la entrada. ¡Cielo Santo!, ¿la realidad era tan relativa en Las Vegas que nadie quería saber qué hora era?


—Hola —llamó; de pronto se sentía totalmente ridículo. 


Nadie respondió, lo que coincidía con lo que venía sucediendo esa mañana. Cruzó el piso de losas blancas y negras, y se preguntó si ese lugar alguna vez había sido una cafetería. Había una mesa roja de fórmica contra la pared y dos sillas de vinilo que hacían juego, corridas debajo de la mesa. Varios portafolletos estaban llenos con folletos trípticos que, no lo dudaba, exaltaban las virtudes de un matrimonio expeditivo.


Su mirada se deslizó por una pared cubierta de fotos enmarcadas. Cada una mostraba una pareja de novios con un sonriente Elvis parado entre ellos. Elvis joven, Elvis viejo, Elvis con un traje dorado, con cuero negro, o con un mono tachonado de diamantes falsos; todos estaban allí. Pedro levantó las cejas.


—¿Podría ser más chabacano? —preguntó en voz alta.


—Bueno, buenos días para usted también —saludó una voz femenina en un tono teñido de sarcasmo—. Supongo que no viene a contratarnos como el lugar para celebrar su boda.


—Dios no lo permita. En realidad necesito... —Se dio vuelta en mitad de la oración, pero no pudo completar la idea, ni siquiera hilar dos palabras coherentes porque la mujer que lo observaba era la criatura más hermosa que jamás había visto.


Era casi tan alta como él, y buena parte de su metro setenta eran piernas. Vestía una pollera negra de cuero que resaltaba tanto las piernas como la delgada cintura. Una blusa blanca de seda, abierta en el pecho lo suficiente como para mostrar solo una pizca del entreseno, acentuaba la suave turgencia de sus pechos. Su piel brillaba con un bronceado saludable. El color del pelo solo podría describirse como tiziano. Siempre había preferido las mujeres con pelo de color caoba, pero esa mujer opacaba a todas. Se obligó a mirar sus ojos de color castaño.


—Necesita... —lo guio ella.


Pedro pestañeó. Por un momento no podía ni recordarlo. 


Respiró profundo y se obligó a hablar.


—La hora. Necesito saber la hora.


La mujer le sostuvo la mirada por un largo momento antes de mirar el reloj.


—Son casi las diez y treinta.


Él maldijo en voz baja.


—¿No era la respuesta que esperaba?


—No, en realidad no lo era. Pero tendré que conformarme. —Pedro echó un vistazo al recibidor. Aparentemente las bodas en Vegas no eran asuntos matutinos—. ¿A qué distancia está el hotel Oasis del Desierto?


—Está en el otro extremo del Strip, junto a la capilla nupcial Rosa Amarilla de Texas.


—¿Otra maldita capilla? —Una vez que las palabras salieron de su boca, Pedro no sabía por qué las había pronunciado—. Quise decir... —Pero la mujer lo interrumpió.


—Es evidente que tiene que estar en otro lado, así que no deje que lo detenga.


Mientras Pedro la observaba dar media vuelta e irse, una extraña decepción lo invadió. Sacudió la cabeza. La reunión. 


Eso era lo que requería de su atención. Abandonó la capilla por donde había entrado y comenzó a caminar rápidamente. 


Pero no pudo evitar preguntarse qué clase de nombre tendría una preciosa pelirroja.






¿NOS CASAMOS?: CAPITULO 1






—Si es otra notificación de mora, abuelo, puedes dar la vuelta y regresar por donde viniste. —Paula Chaves arrojó el lápiz sobre el anotador en el que había estado haciendo cuentas. Miró el pilón de cartas en la mano de su abuelo—. No quiero esos sobres cerca de mi escritorio. A menos que creas que alguno podría contener un cheque.


—Lo siento, cariño, no hay señales de dinero entrante en estos. —Claudio Chaves, de setenta y dos años, fundador y dueño de la capilla nupcial Corazones Esperanzados, dejó los sobres blancos encima del escritorio de su nieta. Le dio un beso rápido en la frente y luego sonrió con optimismo—. Pero recuerda: esto es Las Vegas, y nuestra suerte está destinada a cambiar en cualquier momento.


—Eso es precisamente lo que temo —auguró Paula. Hizo caso omiso de las facturas nuevas. Podían aguardar en fila detrás de las otras solicitudes de pago por parte de floristas, fotógrafos y diferentes comerciantes dedicados a las bodas—. También me preocupa que después digas que nuestro nuevo Elvis subió de peso y no le entra la ropa.


—De acuerdo, entonces no te diré que lo vi en la heladería de aquí a la vuelta. ¡Cielos!, parece que a ese hombre le encanta la salsa de caramelo.


Paula no pudo evitar una sonrisa.


—Abuelo, ¿te estás burlando de mí?


—Sí. Considéralo como el intento desesperado de un anciano por llevar un poco de buen humor a tu día. ¿Lo logré? —Su expresión era de esperanza.


—Tu plan perverso funcionó. Sonreí. —Paula sintió una ola de afecto por el hombre que la había criado desde el momento en que ella se había presentado a su puerta como una niña de ocho años triste, solitaria, desgarbada, con largas trenzas coloradas. La tristeza no había durado mucho después de haberse mudado a Nevada con su abuelo. Ahora sabía que las piernas largas eran una ventaja, pero en ese entonces se sentía como un potrillo torpe. Si bien su pelo aún era colorado, su abuelo siempre se refería a este como cobrizo, lo que hacía más fácil tolerarlo—. Lamento haber sido tan cascarrabias respecto de las cuentas últimamente. Es solo que no puedo dejar de pensar en que nos veremos obligados a tomar algunas decisiones drásticas si las cosas no cambian.


—Yo cambio... —Su abuelo movió las manos para señalar la capilla nupcial de ciento ochenta y seis metros cuadrados que había abierto en 1952—. Me mantengo actualizado.


—Si tú lo dices...


—¿Qué? —El abuelo miró a su alrededor—. Redecoramos hace poco.


—La década del ochenta no es reciente, abuelo. —Claudio Chaves, un romántico empedernido, se había dejado llevar por la fiebre de la boda real cuando el príncipe Carlos le había propuesto matrimonio a una tímida Lady Diana Spencer. En un momento de derroche inusual, su abuelo, con ayuda de Bella, había cambiado el empapelado, alfombras y pintura de su amada capilla. Adiós a la decoración de los cincuenta y bienvenida la opulencia de los ochenta. Y el único cambio del que Paula había logrado convencer a su abuelo desde entonces había sido quitar el retrato de casamiento de la desafortunada pareja real.


—Entonces, ¿crees que debemos renovarnos?


Paula no pensaba que pudieran comprar ni una estampilla, lo que hacía imposible una redecoración, pero no tenía sentido decir en voz alta algo que ambos ya sabían.


—Tal vez el año próximo.


—Esa es la actitud. —Claudio aplaudió y señaló la puerta—. Paula, te digo que la próxima persona que entre por esa puerta será una señal de que nuestra suerte cambiará. —Ambos se quedaron mirando la puerta de vidrio durante unos momentos, pero nadie pasaba siquiera—. Ten paciencia.


Tres minutos después, Paula estaba a punto de decirle al abuelo que debían regresar a su trabajo cuando las campanillas tintinearon al abrirse las puertas.


Una joven pareja con su atuendo nupcial completo entró sonriendo. “¿Amor de juventud —se preguntó Paula— o demasiada champaña?”. Tal vez ambos. De cualquier manera, eran clientes.


Su abuelo se adelantó y sonrió con amabilidad a la pareja.


—Bienvenidos a la capilla nupcial Corazones Esperanzados.
La novia ladeó la cabeza.


—¿Corazones Esperanzados? ¿Eso dijo?


—Correcto. —Claudio abrió los brazos como si fuera un mago que estuviese haciendo aparecer un tigre a partir de un gatito—. Si buscan ingresar al estado de dicha conyugal, están en el lugar indicado.


La pareja miró a su alrededor y luego se miraron entre sí.


—En realidad, no creo que sea así —dijo el futuro marido.


—Nervios prenupciales, jovencito, es todo. No temas: el matrimonio es una institución bendita.


El matrimonio era un juego de azar, según pensaba Paula, y las probabilidades no estaban a favor de la casa. Pero permaneció en silencio. Su abuelo se veía tan esperanzado que no pudo interrumpirlo.


—No, creo que mi prometido quiere decir que estamos en el lugar equivocado —aclaró la novia—. ¿No es esta la capilla nupcial Corazones Felices?


Paula y su abuelo intercambiaron una mirada rápida: parecía que la suerte no estaba cambiando.


—Entonces, ¿es esta la capilla nupcial Corazones Felices? —insistió la novia.


—Podría ser —respondió Claudio. Su voz tenía una cuota de esperanza que a Paula le llegó al corazón.


Ella se puso de pie y rodeó el escritorio.


—La capilla que buscan está a una cuadra de distancia por el Strip. Vengan, les señalaré el camino. —Guio a la pareja hasta la acera y les dio instrucciones breves para llegar a la capilla que buscaban—. Buena suerte —les deseó cuando ya estaban en camino. (La necesitarían).


Y ella también, si quería conservar las puertas abiertas.


—Nuestras probabilidades acaban de mejorar —anunció su abuelo cuando ella regresó a su lado—. Eso significa que la próxima persona que entre está destinada a ser el amuleto de la buena suerte que necesitamos.


Paula suspiró. No había forma de sacar a su abuelo de ese eterno optimismo una vez que se sentía con suerte. Tomó un billete de veinte dólares de su cartera y se lo dio.


—Tómate el resto del día libre, abuelo. Esto te alcanzará para algunas entradas en la bolera y para el almuerzo.


Claudio miró el dinero.


—Tal vez deba hacerlo. Si nos vemos tapados de trabajo el resto del mes, tendremos que dejar de lado el tiempo de recreación.


Paula rio.


—Solo tú, abuelo, puedes ver el lado positivo de cada situación. Ve y diviértete.


—¿Vienes conmigo?


Ella sacudió la cabeza.


—No quiero espantar a ninguna de las damas que se fijen en ti. Ve tú. Yo estoy bien aquí.


Él la observó dubitativo.


—¿Estás segura?


—Completamente. —Paula le oprimió los hombros con afecto—. Además, alguien tiene que quedarse aquí y aguardar a que nuestro amuleto de la buena suerte entre por esa puerta. Bien podría ser yo.