domingo, 30 de octubre de 2016

PELIGROSO CASAMIENTO: CAPITULO 17




-Ha sido demasiado fácil.


Pedro mantuvo la mirada clavada en el retrovisor unos instantes mientras atravesaban North Aurora en coche. 


Había atisbado las luces de un coche desde que salieron de los dominios de Cphar. Alguien los había seguido. No había más tráfico, sólo la luz persistente de un par de faros a su espalda. Maldición. Desde el momento en que entraron en el edificio supo que algo no iba bien. Había sido demasiado fácil. Instintivamente apretó más a fondo el acelerador.


Pau se quitó la trenka. Pedro vio por el rabillo del ojo cómo su melena sedosa y rubia se le desparramaba por los hombros. Sintió deseos de acariciarla con los dedos. Pero lo que hizo fue apretar el volante con más fuerza.


-Lo conseguimos -exclamó la joven con entusiasmo.


-Yo no estoy tan seguro de que hayamos salido tan limpios como tú crees.


-Eres un pesimista -aseguró Pau dejando la trenka a un lado-. Te dije que la identificación que he utilizado estaba limpia. Tal vez mañana, cuando revisen las entradas, alguien se pregunte por qué se ha utilizado una identificación que llevaba tanto tiempo desactivada. ¿Y qué? Para entonces ya estaremos lejos de allí. ¡Lo hemos conseguido! Ahora tenemos lo que necesitamos -aseguró relajándose en el asiento-. Mañana a estas horas puede que tenga la prueba necesaria para recuperar mi vida.


Pedro maldijo entre dientes con la atención dividida entre la carretera que tenía delante y el espejo retrovisor.


-Ponte otra vez la trenka -dijo al comprobar que las luces que iban tras ellos seguían allí-. Tenemos compañía desde que salimos de Cphar y no quiero que vea tu melena rubia.


Pedro aumentó la velocidad del coche hasta ponerlo a ciento sesenta kilómetros por hora.


-¿Por qué vamos tan deprisa? Esta carretera está llena de curvas.


-Lo sé -respondió el detective apagando las luces.


-¿Estás loco? ¡Vamos a oscuras!


Pedro tomó la siguiente curva más deprisa de lo que le hubiera gustado. Apretó con fuerza el volante y sintió la adrenalina corriéndole ponlas venas.


-Saca el revólver para tenerlo a mano en caso de tener que utilizarlo.


-¿No puedes dejarlos atrás sin necesidad de ir tan rápido? -preguntó Pau con la voz atenazada por el miedo, mientras buscaba el arma en la guantera del coche-. Nunca he disparado a nadie antes, así que creo que será mejor que busques un plan alternativo.


-Estoy en ello -se limitó a decir Pedro pisando a fondo el acelerador


Pedro respondió tragando saliva.


Los bosques y las casas que había a ambos lados de la carretera se convirtieron en una masa uniforme y oscura mientras el coche avanzaba a toda velocidad por el asfalto como si fuera un cohete a punto de despegar.


Entonces se escuchó un sonido sordo. El espejo retrovisor del asiento del copiloto se hizo añicos.


-¿Qué ha sido eso? -gritó ella presa del pánico-. ¡Nos están disparando! -confirmó cuando la luna de atrás se vino abajo.


Otro disparo fue a parar al parabrisas, justo en medio de los dos.


“Maldición”, pensó Pedro. No podía conducir y disparar al mismo tiempo. Ni tampoco quería arriesgarse a que ella devolviera los disparos.


Al ver que no tenía otra alternativa, pisó el freno y giró violentamente hacia la izquierda. Las ruedas chirriaron. Olía a goma quemada. Pau dejó escapar un grito de terror y se agarró al salpicadero.


Pedro volvió a pisar el acelerador y avanzó en la dirección opuesta, dejando a un lado al otro vehículo, un coche plateado. Pero enseguida los tuvieron de nuevo pegados. No había tiempo de pensar en nada. El detective atisbó la entrada de un camino. No había casas a la vista. Dos segundos más tarde tomó el giro a toda velocidad. El coche se balanceó a los lados mientras abría un sendero antes inexistente. El sonido de los arbustos y la hierba alta golpeando el metal llenó el silencio que había en el interior del vehículo. Y entonces, con una fuerza que lanzó a ambos hacia delante, el coche se detuvo bruscamente con un sonido seco.


Durante tres segundos Pedro fue incapaz de moverse. Tenía el rostro hundido en una almohada suave. El airbag se desinfló tan deprisa como se había inflado.


-¡Corre! -le gritó a su acompañante, que parecía desconcertada pero no herida-. ¡Corre, maldita sea!


Pau estaba paralizada. No podía moverse.


La cabeza le daba vueltas y le zumbaban los oídos. Pedro le estaba gritando. De pronto, su puerta se abrió bruscamente y una mano firme le desabrochó el cinturón y la sacó del coche.


El sonido de las puertas de otro coche en algún punto a sus espaldas le congeló la sangre en las venas. Pau fue consciente de golpe de que estaban en un lugar solitario donde nadie podría ayudarlos.



Todo había terminado. Estaban muertos.


-¡Corre, maldita sea! -le repitió Pedro tirando de ella.


Una bala pasó rozando la oreja izquierda de la joven y fue a clavarse en un árbol.


No hizo falta ningún aviso más. Pau salió corriendo como alma que lleva el diablo. Pedro la llevaba sujeta de la cintura. 


Estaba tan oscuro que apenas distinguían las formas de los árboles cuando pasaban rozándolos. Medio tambaleándose, medio corriendo, consiguió seguir el ritmo del detective.


Los pasos los seguían muy de cerca. Los disparos ocasionales iban a parar cerca de ellos, al suelo, o al tronco de algún árbol. Pau fue consciente entonces de por qué nadie se despertaría con los tiros y llamaría a la policía. Sus perseguidores utilizaban silenciadores. Nadie oiría nada.


De pronto, Pedro giró a la izquierda sin previo aviso y la agarró con fuerza de la muñeca.


-¿Sabes nadar?


En el instante en que su cerebro asimiló la pregunta, los oídos de Pau escucharon un nuevo sonido en la oscuridad.


Agua. Una serpiente oscura y zigzagueante de agua en movimiento se abría a sus pies.


-¡Salta! -gritó Pedro cuando una bala fue a parar al río.


El detective inclinó el cuerpo hacia delante sin soltarle la muñeca, sin dejarle opción. Pau sintió cómo el agua la rodeaba, cegándola, llenándole la boca sin darle la oportunidad de haberla cerrado antes, cubriéndole la nariz y evitando cualquier opción de tomar aire. Sintió que se hundía en las oscuras profundidades, pero una mano firme tiró de ella hacia arriba.


-Lo único que tienes que hacer es quedarte quieta -susurró Pedro con firmeza-. Nado lo suficientemente bien como para conseguir que ambos lleguemos al otro lado.


Pau giró el rostro hacia aquel cuerpo fuerte que la sostenía y trató de relajarse. A lo lejos, en la orilla, se escuchaban las voces de los hombres pero parecían distantes. Si se mantenían quietos y se movían con rapidez, podrían llegar al otro lado sin ser vistos.


¿Cómo era posible que se hubieran movido tan deprisa? Fue entonces cuando se dio cuenta de lo rápido que bajaba el agua.


-Ya casi hemos llegado -murmuró Pedro con la respiración entrecortada.


Por primera vez desde que diera comienzo su aventura, Pau escuchó fatiga en su voz. Rezó para que aguantara hasta que tocaran tierra. Los hombres que los perseguían habían renunciado a perseguirlos a pie y conducían su coche plateado por la orilla, apuntando con los faros hacia el agua.


De pronto, Pedro estaba ya de pie, arrastrando su cuerpo mojado.


-Tenemos que seguir. No deben alcanzarnos.


¿Cómo era posible que siguiera teniendo tanta energía?


-Espera -murmuró Pau tambaleándose y dejándose caer de rodillas-. Tengo... Tengo que recuperar el aliento.


De pronto sentía mucho frío. Estaban a mediados de julio, pero tenía frío de igual modo. De hecho estaba congelada. 


Temblando.


Antes de que pudiera hacer nada para evitarlo, Pedro la agarró en brazos y se la cargó al hombro.


-¿Qué... qué estás haciendo? -preguntó con escasa convicción.


-Salvar nuestra vida.


Pedro dejó suavemente su carga en los escalones de una cabañita. Había llegado todo lo lejos que podía. Estaba exhausto.


-¿Dónde estamos? -murmuró ella haciendo un valiente esfuerzo por ponerse en pie.


-No estoy seguro.


Pedro miró por la ventana de la puerta de atrás en busca de algún signo de vida. Intentó mover el picaporte. Para su sorpresa, se giró.


-Quédate sentada -le ordenó con la esperanza de que estuviera demasiado cansada para hacer otra cosa.


Una vez dentro, el detective sacó sus gafas de visión nocturna de la mochila y dejó caer el resto de su contenido en la encimera para comprobar que todo seguía intacto. 


Luego inspeccionó cada habitación. Aunque estaba claro que allí vivía gente, en aquel momento estaba deshabitada.


Seguramente se trataría de una cabaña de fin de semana, pensó.


No había teléfono, lo que significaba que tendrían que esperar a que se hiciera de día para encontrar uno y llamar para que les facilitaran otro vehículo. El móvil que llevaba en el bolsillo de la chaqueta no había sobrevivido a la prueba del río.


-Podemos quedarnos aquí un tiempo -le dijo a Pau cuando volvió a salir por la puerta de atrás.


Ella estaba apoyada en la barandilla y parecía demasiado cansada para que le importara nada.


-Estupendo. No creo que esta noche pudiera sobrevivir a otra confrontación.


Una vez dentro, se giró hacia Pedro.


-Está muy oscuro.


-No podemos encender la luz. Es demasiado arriesgado. Tal vez sigan buscándonos.


Ella se estremeció. El detective no podía verla, pero estaban tan cerca que lo sintió.


-¿Tienes frío? Hay una secadora. Quítate la ropa y te la secaré.


-Necesito algo para ponerme encima -murmuró ella tímidamente.


Pedro sonrió sin poder evitarlo. ¿Dónde estaba la pequeña seductora que había intentado engatusarlo vestida sólo con una toalla?


-No te preocupes. No veo nada -la tranquilizó-. Pero espera aquí y veré qué puedo traerte.


El detective encontró una manta ligera para ella y una toalla para él sin tener que buscar mucho. Paula aceptó la manta con mano temblorosa. Pedro podía imaginar cómo le había afectado lo sucedido. Había pretendido ser tan valiente cuando entraron en el edificio de Cphar...


Ambos empezaron a desvestirse allí mismo; en la oscuridad de la cocina. Pedro trató de ignorar los sonidos de su ropa al caer pero no lo consiguió. Los pantalones mojados cayeron al suelo. Luego siguieron los calcetines. Después el inconfundible sonido de una cremallera bajándose...


Pedro sacudió la cabeza y le advirtió a su cuerpo encendido que tenía que tomárselo con calma. Después de todo era una jovencita. Demasiado joven para él. Demasiado inocente. Y demasiado...


El detective gruñó. Era virgen.


Se viera como se viera, no el convenía. Aunque no fuera su cliente.


-¿Estás bien? -le preguntó la joven con voz temblorosa.


Entonces le tocó. Le puso una mano suave sobre el hombro.


 Una oleada de calor invadió el cuerpo del detective, depositándose en su entrepierna.


-Sí, perfectamente -contestó apartándose de su contacto-. ¿Y tú?


-Yo también -respondió Pau con dulzura-. Gracias a ti.


Oh, cielos... Aquello era lo último que necesitaba. Una sensación de gratitud alzándose entre ellos.


-No... No he terminado de desvestirme -murmuró Pedro-. Si quieres puedo continuar en otra habitación...


-No hace falta -respondió ella-. No se ve nada.


Mientras se quitaba la ropa que le quedaba, el detective escuchó el roce de la manta sobre el cuerpo desnudo de Pau. No pudo evitar dejar escapar un suspiro.


-Deberías intentar dormir un poco -aseguró tras envolverse en la toalla-. Yo vigilaré.


-¿Y tú no necesitas descansar?


Consciente o inconscientemente, la joven se había ido acercando hasta colocarse entre Pedro y la secadora, que estaba al otro lado de la habitación.


-Echaré la cabezada que necesito.


El detective rodeó a Paula por completo. Pero cada parte de su cuerpo reaccionó ante la idea de que ella estuviera allí cubierta sólo por una fina manta.


-Cuando estaba en el ejército aprendí a dormir en intervalos de tres minutos -explicó metiendo la ropa mojada en la secadora-. Tú puedes dormir en el sofá. Yo me sentaré en una silla.


Entonces Pau dijo la última cosa que él hubiera querido escuchar.


-¿Podemos compartir el sofá? -murmuró la joven exhalando algo parecido a un suspiro-. Me sentiré más segura contigo al lado.


-Sí, claro -respondió Pedro acariciándose la barbilla.


Después colocó la mano sobre el hombro de Paula para guiarla por el pasillo en dirección al salón. Ella volvió a suspirar. Pedro trató de no pensar en la calidez de su piel bajo su contacto.


-Lo siento -se disculpó Paula sentándose a su lado en el sofá-. Normalmente no soy tan infantil pero no me gusta la oscuridad. Siempre duermo con una luz encendida.


Con todo lo que habían pasado en las últimas cuarenta y ocho horas, la oscuridad era la menor de sus preocupaciones.


-Gracias por haberme salvado la vida de nuevo -murmuró ella.


Su mejilla era como seda sobre su antebrazo.


-No hay por qué darlas -murmuró Pedro molesto consigo mismo.


Paula no tenía ni la más remota idea de lo que estaba haciendo con él. Sentía deseos de darse de golpes por haber perdido cualquier asomo de objetividad. Aquél no era su estilo en absoluto.


-Buenas noches, Pedro.


-Buenas noches, Paula.


Pedro cerró los ojos y dejó caer la cabeza en el sofá. No podía quitarse de la cabeza que estaba prácticamente desnuda. Si había justicia en el mundo ella debería dormirse al instante.


Y él que creía que había escapado de la muerte al eludir a aquellos tipos...


¿Cómo iba a imaginar que Paula tenía pensado matarlo suavemente... durante toda la noche?







PELIGROSO CASAMIENTO: CAPITULO 16




A media noche, Pedro detuvo el coche en la cuesta que había a medio kilómetro de la puerta principal de Cphar. 


Aquello no le gustaba nada.


-¿Estás segura de que quieres hacer esto? -le preguntó a Pau por enésima vez.


-Completamente -respondió ella en la penumbra con una sonrisa.


Ambos iban vestidos con trenkas negras, jerséis oscuros de cuello vuelto, guantes negros, y botas y pantalones del mismo color. Pedro no quería arriesgar ni lo más mínimo. Si tenían que salir huyendo, estarían preparados. Linternas, un decodificador de seguridad electrónico y todo lo que fuera necesario. La mayoría de las cosas iban en la mochila que llevaría a la espalda.


-De acuerdo. Hagámoslo.


Se cambiaron de sitio para que Paula ocupara el lugar del conductor en caso de que hubiera alguna cámara. Cuando llegaron a la puerta, ella salió del coche y colocó la mano en el escáner que había dentro de una taquilla pequeña con aspecto de cabina de teléfono. Pau se inclinó hacia delante y se quedó muy quieta para el escáner de retina. Cinco segundos más tarde, la puerta se abrió.


Tres minutos después estaban en el interior del edificio. 


Llevaban puesta la capucha de la trenka para cubrir sus rostros al máximo sin obstruirles la visión mientras atravesaban las zonas vigiladas por cámaras.


Sin decir palabra, Pau abrió camino hacia el archivador que estaba en el sótano. Cphar tenía tres plantas subterráneas. Pau le explicó en un susurro que las dos plantas inferiores se utilizaban para trabajar con virus extremadamente peligrosos o con sustancias tóxicas.


Pedro siguió observando atentamente a su alrededor mientras Pau localizaba los archivos. El escáner de temperatura que había llevado consigo no mostraba signos de vida en los alrededores.


-Aquí está el archivo de seguridad de hace tres años, cuando me convertí en vicepresidenta primera.


Pedro colocó las hojas del archivo que necesitaba en una bolsa de pruebas que luego metió en la mochila. Después le devolvió la carpeta a Pau.


Transcurrieron quince minutos hasta que ella encontró el archivo que contenía su secuencia de ADN procedente de aquel estudio realizado cuatro años atrás. Un estudio del que Crane no podía tener constancia, le había asegurado a Pedro. El detective colocó las páginas en la bolsa de plástico junto a sus huellas.


Pau hizo amago de salir corriendo hacia el ascensor, pero él la detuvo.


-Tómatelo con calma -la advirtió en un susurro-. Estamos a punto de salir de aquí. No querrás que nos descubran ahora... En algún lugar del edificio hay un guardia de seguridad nocturno. No podemos arriesgarnos. ¿Lo entiendes?


Ella asintió con la cabeza.


Pedro sintió entonces creer en él una nueva oleada de respeto. Aquella jovencita era mucho más valiente de lo que nunca hubiera imaginado. Y eso le hacía desearla más.


Suspiró. Ella frunció el ceño, interrogándolo con sus grandes ojos azules.


-Vamos -le dijo Pedro.


Con expresión todavía confundida, Pau se dio la vuelta y lo guió hacia la salida.



****


El teléfono sonó suavemente.


David Crane se despertó de su sueño y lo descolgó. Se puso en alerta al instante. Una llamada a aquellas horas de la noche no podía significar nada bueno.


-¿Diga?


-Señor Crane, lamento llamarlo a estas horas.


Era Graham, el jefe de seguridad nocturno de Cphar.


-Ha hecho lo correcto -aseguró Crane aclarándose la garganta-. ¿Qué ha ocurrido?


-Usted nos pidió que si ocurría algo inusual en el edificio se lo comunicáramos personalmente.


Así es -dijo Crane sentándose y sintiendo una oleada de adrenalina.


-Una empleada de mantenimiento ha entrado en el edificio -explicó Graham-. No me hubiera sorprendido de no ser porque se trata de una empleada a la que no conozco. Busqué su expediente y he visto que es bastante antiguo. Lleva tres años inactivo.


Una sonrisa lenta se dibujó en el rostro de Crane.


-¿Sigue todavía en el edificio?


-Sí, señor.


-Quiero que coloque un dispositivo de seguimiento en el vehículo en el que ha llegado. Hágalo ahora. No quiero que se marche sin él.


-Pero, señor, podría detenerla ahora. Está en el sótano. Puedo hacer que cuatro hombres bajen allí en treinta segundos.


-No -respondió David con sequedad. Con tanta sequedad que la mujer que dormía a su lado se quejó suavemente.


-No se acerquen a ella. Repito: No se acerquen a ella. No quiero ningún incidente en el edificio.


Ni tampoco quería que nadie se acercara lo bastante a Pau como para hacerse preguntas.


-Haga exactamente lo que le he dicho. Si ese vehículo desaparece sin un rastreador le costará el empleo.


-Sí, señor.


David colgó el teléfono con suavidad.


-Ya te tengo -murmuró entre dientes-. Esta vez no te escaparás, cariño.


Luego apartó las sábanas y se levantó de la cama. Todavía estaba de mal humor por el fracaso del día anterior. Si sus hombres no eran capaces de orquestar una sencilla explosión a dos bandas, entonces tal vez tendría que pensar en jubilarlos. Permanentemente.


Por la mañana tendría a aquella zorra exactamente donde quería verla. A dos metros bajo tierra. Crane se rió ante aquella idea. Se lo había puesto más difícil de lo que debió haber sido. Y cuando se hubiera asegurado de que tanto ella como su amigo estaban fuera de circulación, entonces ataría el último cabo.


Entró en la habitación de Adrian Chaves con el sigilo de un ratón. Encendió la luz y se acercó a sentarse en la cama del anciano agonizante.


David se inclinó para asegurarse de que todavía respiraba. 


El anciano gimió y abrió los ojos. Tardó unos instantes en centrar la mirada, y entonces el miedo se abrió paso en aquellas profundidades azul pálido.


-Pronto -le advirtió David-. Muy pronto terminará tu agonía. Y entonces yo tendré todo lo que siempre te ha importado.


Adrian Chaves gimió con desesperación. Por sus ojos resbalaron las lágrimas. A pesar de su incapacidad para levantar la cabeza de la almohada, era plenamente consciente de lo que estaba ocurriendo a su alrededor.


David le palmeó el brazo cuando el anciano levantó una mano temblorosa hacia él.


-No te preocupes -dijo con sonrisa amenazadora-. También me ocuparé de ella.


Al regresar a su habitación, David hizo una última llamada antes de meterse en la cama.


-¿Los tienes?


Al otro lado de la línea, una voz respondió afirmativamente.


-Bien. Si viven para ver otro día, entonces serás tú quien no lo vea.