miércoles, 20 de marzo de 2019

EN APUROS: CAPITULO 6




Mientras entraba en la cocina, Pedro se pasó las manos por la cara y el pelo para espabilarse un poco. La luz del sol que se deslizaba por las entreabiertas persianas le hizo parpadear. 


Aunque solo eran las nueve de la mañana, y el sol de julio no había alcanzado todo su potencial, sí tenía ya la fuerza suficiente para cegarle.


Con los ojos medio cerrados, dejó sus notas sobre la encimera. Quería ponerse a trabajar en su próximo artículo de inmediato, pero antes necesitaba una dosis de cafeína, ese maravilloso estimulante que era lo único que conseguía despertarlo definitivamente.


Pedro echó una cucharada de café soluble en una taza con agua hirviendo, sacó la leche de la nevera y la olisqueó antes de servirse.


—Creo que lo tomaré solo.


Después de tres sorbos, el estimulante líquido consiguió activar lo suficiente su sistema nervioso para nacerle abrir los ojos y ponerse a pensar en su visita del día anterior a casa de su hermana. Por suerte, todo había acabado bien.


Con la promesa de comprarle el nuevo CD de los Breaker Boys consiguió que Simon, de once años, le perdonara por haber escrito sobre su última rabieta. A Kevin, por su parte, no le importaba en absoluto que su tío le retratara en la columna como el Nudista Loco del Sur, pero aún así, se quedó más contento cuando su tío le regaló las dos bolsas de golosinas prometidas.


Con Belen, sin embargo, le costó un poco más. Debía de haber imaginado que no le perdonaría fácilmente haber escrito sobre su primera menstruación, el gran tabú de las chicas de su edad. Tuvo que jurarle que le regalaría dos vestidos antes de conseguir arrancarle una sonrisa.


En el fondo, Pedro sospechaba que a los niños no les importaba salir en la columna, solo lo fingían para seguir manteniendo la posibilidad de chantajearle. A todos los niños les gustan los regalos, pensaba Pedro, contento de tener una excusa para mimarles un poco. Por otra parte, aquellos «chantajes» también eran una forma de ayudar a Ana, que siempre andaba justa de dinero.


Además, la cena en casa de su hermana había sido especialmente fructífera, pensó, mientras colocaba en la nevera las sobras que Ana había insistido en que se llevara. En cada visita se llevaba comida suficiente para una semana y material al menos para tres artículos.


Todavía estaba apoyado en la encimera, revisando las notas y comiendo pollo frío, cuando sonó el teléfono. Estaba tan concentrado que por un momento sintió la tentación de no contestar, pero cuando oyó el décimo timbrazo, decidió hacerlo. No volvería a olvidar conectar el contestador.


—Buenos días, ¿el señor Garcia? ¿Cómo está usted? —oyó que le saludaba una voz femenina.


—No tengo tiempo, gracias —dijo, y colgó.


Odiaba las ventas y las encuestas por teléfono. 


Aquella gente siempre se las arreglaba para pillarle en medio de una comida. Enchufó el contestador y volvió a la cocina.


No había hecho más que asir el tenedor, cuando el teléfono volvió a sonar. Pedro dio un respingo y la mitad del pollo y la salsa se le cayeron encima de los pantalones y las notas para su artículo.


Mientras se afanaba por arreglar el desaguisado, oyó la misma voz femenina de la anterior llamada.


—Señor Garcia, no pretendo venderle nada, pero tengo una oferta que hacerle que no podrá rechazar.


—Sí, seguro —murmuró Pedro. A pesar de aquel tonillo de marisabidilla, tenía que reconocer que esa voz tenía un toque sensual y misterioso. Por otra parte, le resultaba algo familiar…


—Soy P.E. Chaves, de Modern Man Magazine. Sé que está usted ahí, así que responda, por favor.


—¡Maldita sea! —masculló Pedro dejando el tenedor sobre las notas. En su carrera hacia el teléfono se tropezó con una silla y se dio un golpe que le hizo ver las estrellas.


«Una oferta que no podrá rechazar». Se preguntó a qué se referiría: ¿Le iban a dar más espacio en la revista? ¿Un libro quizá? Era bastante posible. De hecho, una de las razones que le habían hecho decidirse por aquella revista era que la compañía a la que pertenecía también editaba libros.


Y eso haría que su cuenta aumentara sustancialmente.


—¿Sí? ¿Diga? —casi gritó cuando por fin agarró el auricular. Sin embargo, ya habían colgado.


Maldiciendo su suerte, con la pierna dolorida y lo que parecía el principio de una terrible jaqueca, se dejó caer en un sillón.


Menos mal que sus lectores no podían verle en aquel momento, se consoló. Qué estúpido había sido: no solo no había reconocido a su editora sino que encima casi se mata con aquella silla. 


Iba a perder la ocasión de su vida y todo por su propia estupidez.


De repente se le ocurrió una idea: el número de la revista estaría en la memoria del teléfono. Ni corto ni perezoso pulsó la tecla adecuada y esperó expectante.


Ella respondió al primer timbrazo. No se andaba con tonterías: ya se había dado cuenta la primera vez que había hablado con ella, hacía unos meses. Desde entonces, solo se habían comunicado por correo electrónico, tal y como él le había pedido, a lo que ella no puso ninguna pega. Al oír su voz por tercera vez pensó que quizá aquella idea del email había sido una soberana estupidez.


—Señor Garcia —le saludó. Pedro era todo oídos: estaba seguro de que su nerviosismo se debía a la posibilidad del libro, y no tenía nada que ver con el toque sensual de aquella voz—, tengo estupendas noticias para usted —«Seguro que sí», se dijo Pedro. Nuestra revista ha decidido dedicarle un reportaje.


—¿Cómo dice?


—Vamos a preparar un número especial sobre usted, señor Garcia… ¿o debería llamarle señor James?


—Alfonso está bien. Y la respuesta es no, definitivamente, no.


—¿Perdón, cómo dice? —replicó Paula Por el tono de su voz, Pedro sospechaba que nada más lejos de su intención que pedir disculpas.


—Escuche: yo escribo artículos y no tengo la menor intención de convertirme en el tema de uno.


—Ya, entiendo que no le guste la fama, señor Garcia, pero me temo que, en este caso, tendrá que hacer una excepción.


Pedro escuchó atónito mientras ella le contaba los detalles de la reunión con su jefe.


—¿Quiere decir que ese tipo piensa que soy una mujer?


—No exactamente: en su opinión, es una mujer la que escribe la columna para usted. Necesita que se demuestre que está equivocado.


—Si me manda un billete de avión, puedo presentarme mañana mismo en su oficina y escribir el próximo artículo en el ordenador de su despacho. Supongo que eso podría convencerlo, ¿no?


—No creo que sea necesario. Yo misma iré a Richmond.


—¿Qué? ¿Usted aquí?


—Seré la encargada de escribir el reportaje. El tema será: Un día en la vida del autor más popular de Modern Man Magazine y sus hijos.


Los niños. Un sudor frío empezó a resbalarle por la frente, y el estómago se le contrajo en un nudo.


—¿Qué le parece el viernes? —preguntó Paula 


Solo quedaban tres días.


—No… no creo que sea posible. Te… tengo otros compromisos.


—Entonces habrá que buscar otra fecha, cuanto antes, mejor. ¿Le va bien el viernes siguiente?


Aquella mujer era implacable. Probablemente era igual de fría en persona, una tirana que no hacía mas que dar órdenes, esperando que el mundo girara a su alrededor. Iba a demostrarle que él era un hueso duro de roer.


—Como ya le he dicho, no tengo la menor intención de ser el protagonista de ningún reportaje.


Se hizo una larga pausa al otro extremo de la línea. Por fin Pedro oyó un fuerte suspiro, pero no de derrota, como ingenuamente había pensado.


—Se lo explicaré de otra forma —dijo—: mi jefe piensa que usted es un fraude, y si no le convencemos de lo contrario, la columna de este mes será la última de la serie «Viviendo y aprendiendo».


¿Un fraude? ¿Cómo se atrevía su jefe a insinuar semejante cosa? Puede que fingiera ser un padre viudo, pero no había plagiado sus artículos. Todas y cada una de las columnas habían salido de su cabeza, desde la primera hasta la última palabra. No era ningún fraude…


En fin, tenía que reconocer que, en cierto sentido, puede que lo fuera. Y si P.E. Chaves llegaba a Richmond, estaría de acuerdo. Pero si no lo hacía… Adiós columna, adiós seguridad, y adiós ingresos.


¿Cómo ayudaría entonces a Ana y los niños? Se había imaginado que los artículos le proporcionarían ingresos regulares durante años, que llegarían por lo menos hasta pagar la boda de Belen.


Y sin embargo, en aquellos momentos estaba en juego incluso su propia seguridad.


Tenía que hacer algo… y tenía que hacerlo antes del viernes.



EN APUROS: CAPITULO 5




Paula estaba sentada delante de su mesa, buscando frenéticamente las tabletas antiacidez. 


Siempre guardaba una caja en la oficina, otra en casa, otra… Rebuscó en el bolso y por fin la encontró. Sacó dos y las masticó de inmediato.


¿Cómo había sido capaz «el Segador» de insinuar que Pedro no era más que un fraude? ¿Acaso pensaba de verdad que aquellos artículos los escribía un ama de casa mientras Garcia se limitaba a contestar el teléfono y prestar su nombre? Ridículo.


Paula sabía distinguir un material auténtico cuando lo tenía delante. Y Pedro Garcia era un auténtico viudo empeñado en educar a sus tres hijos. No hacía falta más que leer sus artículos para darse cuenta de eso. Paula podía notar su preocupación cuando afrontaba problemas serios, y su genuino alivio cuando los solucionaba. Era evidente su alegría y su amor por su familia.


Aquel hombre presentaba sus emociones desnudas, y seguramente fuera eso más que otra cosa lo que había molestado a su jefe.


¿Molestado? Le había aterrado: no podía soportarlo, como tampoco podían hacerlo los otros machos de la redacción. Sin embargo, esos artículos no habían producido el mismo efecto en los lectores, que estaban encantados, como demostraba el aumento de las ventas y las entusiastas cartas que se recibían cada día.


Pedro Garcia era la persona más auténtica con la que se había tropezado en años. Estaba dispuesta a arriesgarlo todo por lavar su reputación.


Paula tragó saliva y se metió en la boca otras dos tabletas. Sabía que había puesto toda la carne en el asador: su trabajo, su prestigio profesional, sus planes para el futuro…


—Demostraré que no es un fraude —había dicho en el despacho de su jefe—. Yo misma haré un reportaje en profundidad sobre el autor y sus hijos… en su propia casa. Eso entusiasmará a los lectores.


Su jefe aceptó sin vacilar. Paula notó incluso cómo empezaba a calcular mentalmente los beneficios. Su propuesta recibió todos los parabienes, e incluso se admitió que, por un tiempo, dejara a un lado sus otras responsabilidades para centrarse en el artículo. 


Sin embargo, si el reportaje demostraba que Pedro Alfonso no era mas que un fraude…


Entonces bien podía despedirse de su trabajo; su prestigio profesional quedaría a la altura del betún y jamás de los jamases conseguiría el anhelado puesto de editora jefe de la revista.


Sin embargo, no tenía porqué preocuparse. 


Todo lo que tenía que hacer era convencer a un hombre muy celoso de su intimidad, tanto que ocultaba su verdadero nombre y el de sus hijos detrás de un seudónimo, para que aceptara una entrevista muy lucrativa. Y tendría que hacerlo si no quería renunciar a unos sabrosos ingresos.


Planteado de aquella forma, ¿qué padre de familia se negaría a aceptar?


Paula echó un vistazo a su reloj: las nueve en punto. Un día más que se quedaba hasta las tantas en la oficina. Demasiado tarde para llamar a nadie que viviera en la Costa Este. 


Decidió que telefonearía a la mañana siguiente.




EN APUROS: CAPITULO 4




Pedro se encaminó por el sendero flanqueado de petunias que conducía a la entrada de la casa de estilo colonial de su hermana. Era la casa perfecta, situada en un arbolado barrio residencial de la señorial ciudad sureña de Richmond, en Virginia. Perfecta también para una mujer divorciada con tres hijos, dos chicos y una chica. Sin embargo, resultaba demasiado doméstica para él, Pedro Alfonso, que empezaba a considerarse a sí mismo un impenitente solterón. Por esa razón había puesto la mansión a nombre de su hermana cuando una anciana tía se la dejó en su testamento.


Aquella casa, sin embargo, le sentaba como un guante a su alter ego, Pedro Garcia, padre soltero y escritor. Por suerte para los dos Pedros, aquellas visitas a casa de su hermana le proporcionaban material suficiente para elaborar los artículos de varios meses.


Dio un par de golpes con la aldaba de bronce que adornaba la puerta de roble pulido y, a través de los cristales entrevió la silueta de su hermana que se acercaba a abrirle. Cuando lo hizo, notó el delicioso aroma del asado.


—Hmmmm. Huele de maravilla —dijo, besando a Ana en la mejilla…


—Sí, no me extraña que te parezca apetitoso, teniendo en cuenta que te alimentas de pizza y palomitas.


—Pizza, palomitas y una cervecita de vez en cuando —le corrigió Pedro.


—Más que de vez en cuando, a juzgar por la tripa que se te está poniendo.


—¡Mentirosa!


No le pasaba nada a su tripa ni a ninguna otra parte de su cuerpo. Hacía ejercicio todos los días por pura necesidad: pasaba ocho o nueve horas al día delante del ordenador, y temía los problemas que eso pudiera acarrearle, especialmente teniendo en cuenta que ya había pasado de los treinta…


Tenía que reconocer, sin embargo, que cuidaba muy poco su alimentación, pero, por suerte, Ana se había propuesto corregir ese defecto.


—¡Tío Pedro! —su sobrino Kevin, de cuatro años, irrumpió en la habitación y corrió hacia él. Pedro lo levantó en brazos.


—¡Hola, monito! —dijo, besando al pequeño.


—No soy un monito, soy un león.


—¿Pero no eras un monito la otra vez que vine?


—Los monos tienen que comer verdura —replicó el pequeño haciendo una mueca de asco.


—¡Qué cara tienes! ¿Y qué comen los leones? —preguntó Pedro.


—Monos —contestó Kevin con un rugido.


—¿Dónde están tus hermanos? No me digas que también te los has comido…


—No, claro que no, pero ellos serían capaces de comerte a ti. Están muy enfadados porque volviste a sacarles en tu revista.


—No lo hice.


—Sí lo hiciste —replicaron Ana y Kevin a coro.


—De todas formas, ¿cómo es que leyeron Modern Man?


—En casa de su padre. Y no cambies de tema: volviste a sacarles en tu artículo.


—Solo utilicé un par de anécdotas, y cambié los detalles. ¡Ni siquiera puse sus nombres!


—Lo que necesitas es una esposa y una familia propias sobre las que escribir —dijo Ana.


—Eso es mucho peor que las verduras —se estremeció Pedro—. Me parece mucho mejor seguir con este arreglo.


—Cobarde: bienvenido al club de los gatos escaldados.


—Tú saliste escaldada —replicó Pedro—. A mí me hicieron pedacitos y dejaron que me devoraran los abogados.


Su experiencia matrimonial y el amargo trago del divorcio le habían enseñado todo lo que quería saber sobre las relaciones de pareja, y de ahí su empeño por evitar enredarse en otra.


Esa había sido la segunda gran lección de su vida. La primera la había obtenido en el mundo académico: tras pasarse años trabajando e investigando, había sido el jefe de su departamento el que se había llevado todos los laureles. Y había sido tan ingenuo como para pensar que tras una denuncia oficial iba a conseguir el reconocimiento que le debían.


Al final, se había encontrado sin nada: sin trabajo, sin cartas de recomendación y sin ahorros. Aprendió rápidamente que una saneada cuenta bancaria era el mejor sinónimo de seguridad en la vida.


Y por ese baremo medía el éxito que había alcanzado aquellos meses. Gracias a «Viviendo y Aprendiendo» sus ahorros crecían de día en día.


Y cuanto más dinero tuviera, más podría ayudar a Ana y a sus sobrinos. Ella no había tenido suerte con el divorcio: aunque su marido le pasaba regularmente y sin la menor queja la pensión que había determinado el juez, no era suficiente ya que tampoco su ex cuñado era precisamente un hombre rico.


Otra buena razón para evitar caer en la trampa matrimonio — divorcio.


La voz de su sobrino le hizo volver a la realidad.


—Simon y Belen se pusieron como locos.


—¿Y tú, señor León? ¿También estás enfadado conmigo?


—Ummm —Kevin meneó la cabeza, considerando aquella pregunta con la mayor seriedad.


—Me parece que necesito un poco de magia para arreglar este asunto: ¿qué tal si le regalo un CD a Simon, un vestido nuevo a Belen y te doy a ti una bolsa grande de gominolas? —propuso Pedro persuasivo.


—¡Nada de chantajes! —protestó Ana encaminándose a la cocina.


—Dos bolsas —susurró Kevin al oído de su tío.


—Trato hecho.