martes, 19 de mayo de 2015

ANTE LAS CAMARAS: CAPITULO 8





Momentos después, Pedro se encontró en la entrada de una cabaña de estilo rústico. Dejó que Paula pasara primero. 


Al hacerlo, su pelo le rozó la cara. Se quedó por unos segundos sin respiración, por lo que no pudo disfrutar de su perfume. Pero no tenía importancia, había tenido ya suficiente durante el viaje. Suficiente de su perfume y de ella. 


¿Qué era esa química?


Con Connie, el sexo había sido algo sin complicaciones, agradable y tierno. Aquel calor que sentía cada vez que Paula Chaves estaba cerca de él le producía un sentimiento de frustración y le hacía perder el control.


Paula se volvió para mirarle. Percibió el brillo y la viveza de sus ojos, pero retiró la vista de él y se dirigió a la mujer de pantalones vaqueros y camiseta que estaba sentada en la mesa de recepción.


—¿Señora McLaren? —preguntó Paula.


Pedro había averiguado que Sandra McLaren era la persona que estaba a cargo del campamento.


La mujer de pelo canoso miró a Paula en principio con indiferencia, pero un par de segundos después se quedó con la boca abierta y se le cayeron las gafas hasta casi la punta de la nariz. Se levantó de la mesa como movida por un resorte.


—¡Usted es Paula Chaves! ¡No me lo puedo creer! ¿Es usted, verdad?


—Sí, soy yo —dijo ella con una cordial sonrisa, tendiendo la mano a la señora McLaren que la estrechó efusivamente—. Estoy aquí para ver a Libby Dalton. ¿Me permitiría verla? No puedo quedarme mucho tiempo.


—¿Quiere usted ver a Libby? No hay ningún problema —dijo la mujer, echando una ojeada a su reloj—. Está ahora con el grupo de manualidades y actividades artísticas. Estarán en la zona del picnic, en las mesas que hay en medio del bosque. Vengan, les enseñaré el lugar. ¿Está usted segura de que quiere ver a Libby?


La señora McLaren echó una mirada a Pedro.


—Sí, claro —respondió Paula—. Le presento al señor Alfonso. Está aquí velando por mi seguridad.
No queremos que la prensa airee esta visita. Ésa es la razón por la que no la avisé de mi llegada.


—Lo entiendo perfectamente.


Salieron de la cabaña y siguieron a la señora McLaren a través de una senda que discurría entre otras cabañas similares a la primera. Cuando llegaron, les señaló una mesa e hizo luego un gesto en dirección a Libby, que estaba muy concentrada pintando con un pincel una figurita de cerámica. 


Todos los niños estaban enfrascados en sus trabajos y no prestaron ninguna atención a Paula hasta que ella se detuvo junto al banco de Libby.


—¿Libby Dalton?


La niña de once años, alta y despierta, de ojos castaños y pelo caoba, llevaba una camiseta de tirantes, unos pantalones vaqueros cortos y unas zapatillas deportivas como la mayoría de los niños.


Cuando vio a Paula, se quedó con la boca abierta de la sorpresa, abrió los ojos como platos, y se le quedó, como helada en la cara, una sonrisa de perplejidad.


—¡Señorita Chaves! ¡Recibió mi carta!


Al oír el nombre de Paula, todo el mundo volvió la cabeza.
Paula puso la mano en el hombro de la niña.


—Sí, claro que recibí tu carta. Tenía intención de escribirte, pero pensé que sería mejor venir a verte.


—¡No me puedo creer que esté usted aquí! —dijo Libby sin poder salir aún de su asombro.


Como los niños se iban acercando cada vez más, Pedro se puso al lado de ella vigilando a todos con mucha atención.


Paula se inclinó hacia Libby de forma que sólo ella pudiera oírla.


—En tu carta me decías que estabas pensando operarte la nariz. Yo te veo perfecta así como estás. Conforme te hagas mayor serás cada vez más guapa, ya lo verás.


—Pero tengo una nariz tan larga y afilada… —insistió ella.


—Estoy segura de que, cuando crezcas, tu cara se ensanchará y tu nariz no parecerá ya tan larga. Libby, lo más importante es que llegues a sentirte a gusto contigo, tal como eres. Sólo entonces te sentirás segura de ti misma.


Dicho eso, se apartó un poco del oído de la niña.


Quería que todos oyeran lo que iba a decirle a la niña.


—Acabo de hablar con el propietario de Jeans & More. Tú y una amiga tuya podéis concertar una cita con la señora Valaquez —Paula hizo una pausa para entregar a Libby su tarjeta de visita—. Es la directora de la tienda y os ayudará a elegir la ropa escolar para la temporada de otoño. Completamente gratis. ¿Qué os parece?


Pedro contempló como la niña trataba de encontrar infructuosamente las palabras de agradecimiento. Tenía los ojos llenos de lágrimas y acabó abrazándose a Paula.


—¡Gracias! Muchas gracias. No sabe lo que esto significa para mí.


—¡Oh, sí! Claro que lo sé —dijo devolviéndole el abrazo.


Pedro contempló a Paula allí, abrazada a aquella niña, con su maravilloso pelo ondeando al viento. Llevaba las sandalias algo sucias tras su caminata por aquellos senderos, pero no parecía importarle nada.


¿Era aquel espectáculo un simple montaje en su propio beneficio? ¿Habría planeado un reportaje con la prensa para aparecer como el hada madrina de una triste niña de once años? Parecía sincera, y verdaderamente lo era. Pero esa Paula no parecía encajar mucho con la que salía en las revistas del corazón… la Paula Chaves de la que se rumoreaba había tenido una aventura con un magnate griego… la Paula Chaves del mundo de la jet-set que estaba cada semana en un lugar diferente, dejando a su paso algún corazón roto.


Eso era algo que afortunadamente no podía pasarle a él. La muerte de su esposa y del bebé ya le habían roto hacía tiempo el corazón. En cualquier caso, no podía empezar con ella una relación que, con toda seguridad, arruinaría su carrera.


—¿Quieren que les enseñe lo que estoy haciendo? —dijo la niña tras despegarse de ella.


—Paula, creo que deberíamos irnos ya —le dijo Pedro al oído.


—Un par de minutos más —dijo ella—. Es importante.


Pedro echó una ojeada al reloj. Habían pasado ya casi veinte minutos desde que habían llegado. Sabía muy bien lo que pasaría en los próximos cinco. De hecho, había visto a uno de los chicos sacando una foto a Paula con su móvil. Si se le ocurría mandarla a alguien, los paparazzi podían presentarse allí en pocos minutos.


Pero Paula se había sentado ya junto a Libby en su banco y estaba mirando con mucho interés la figurita de un caballo que había hecho.


—Quisiera tener uno algún día —le confió Libby—. Pero no sé si podré comprármelo. Papá dice que cuestan mucho dinero.


—Si no puedes comprarlo, al menos sí que puedes cuidarlo —le aseguró Paula—. Pero no dejes escapar nunca tu sueño de tener uno. Si deseas algo con todas tus fuerzas, tu deseo se hará realidad.


—¿Usted hace ahora lo que siempre había soñado que quería hacer? Usted es tan famosa… Todo el mundo la conoce. ¿No es maravilloso?


—A veces sí y a veces no. Creo que estoy haciendo lo que siempre he soñado, pero tengo también otros sueños.


Otra niña, de aproximadamente la misma edad de Libby, asomó por allí la cabeza entre Paula y Libby.


—¿De veras te conoce? —dijo la niña.


Paula estaba a punto de responderle cuando otro grupo de chicos se acercaron a ella por el otro lado de la mesa. 


Llevaban en la mano cada uno un trozo de papel.


—¿Puede darnos su autógrafo?


Volvió entonces a escuchar la voz de Pedro apremiándola.


—Paula…


—Sólo tres minutos más —le pidió ella.


Aquellos ojos tan maravillosos… Podían hacer que un hombre creyera casi en cualquier cosa.


—¿Y si dijera que no?


—Me quedaría de todos modos —respondió ella con una de aquellas seductoras sonrisas que desarmarían a cualquier hombre.


Pedro se encogió de hombros.


—Tengo la impresión de que quieres que la prensa nos pille aquí.


—Piensa lo que quieras —le respondió ella frunciendo el ceño.


Luego tomó una pluma y se dispuso a firmar alrededor de una veintena de autógrafos.


Después de despedirse de todos y dar otro abrazo a Libby, pidiéndole que la mandase alguna foto con su nuevo vestido, Paula se dirigió a Pedro.


—Lista.


La tomó del brazo y caminó deprisa por el sendero. Pero, a mitad de camino, le apretó con fuerza del brazo y se desvió.


—Por aquí —dijo él.


—Pero, tu coche…


Sin soltarla del brazo, Pedro echó a correr, sorprendiéndose al ver que ella era capaz de seguir su ritmo. Pasaron por una hilera de cabañas y llegaron a la zona del aparcamiento, donde había aparcada una furgoneta de la prensa. Esta vez Pedro no necesitó decirle que se diese prisa. Entraron en el coche, él arrancó el motor y salieron a toda velocidad, dejando tras de sí una nube de polvo.


Pedro miró al espejo retrovisor antes de incorporarse a la autopista.


—Tuviste suerte —murmuró él.


—Gracias a ti. Tuviste el oído fino. Les oíste llegar antes que yo.


Él frunció el ceño mientras miraba de nuevo por el espejo retrovisor.


—No te estás tomando esto en serio.


Pedro, a veces tengo que aprovechar las ocasiones que se me presentan, de otro modo me quedaría encerrada las veinticuatro horas en la habitación de un hotel. Eso no es vida.


De camino al hotel, Pedro reflexionó sobre lo que ella había dicho. Él era un hombre precavido de nacimiento, pero desde que Connie había caído abatida a tiros desde un coche lo era aún más. Quizá fuera eso por lo que los clientes pedían sus servicios. Sabían que él sería cauteloso aunque ellos no lo fueran.


Pero ahora se preguntaba si toda esa cautela que había tenido le había permitido vivir la vida en toda su plenitud.


Tomó una ruta alternativa, algo más larga, para llegar al hotel. Paula parecía absorta en sus pensamientos y él no se atrevió a interrumpirla. Estaban mejor así, sin hablar. Él no necesitaba saber nada más de ella y ella tampoco nada más de él. Él era su guardaespaldas, y ella su cliente.


Aparcó en la parte de atrás del hotel, entraron sigilosamente por la puerta de servicio, y subieron a la suite. Paula se dirigió al dormitorio. Pedro comprobó los mensajes recibidos en el contestador del teléfono.


Uno era de Patricia Chaves. Otro era de una publicación que quería una entrevista con Paula. Un tercero era de su madre. Su voz era casi tan dulce como la de Paula, aunque con un acento algo más marcado.


Nunca hubiera pensado llegar a ser el secretario de Paula Chaves. Debería haber dejado que ella misma se ocupase de sus mensajes, pero él tenía la obligación de revisar todas las llamadas. Se llevó con él a la habitación de Paula las hojas con los mensajes. Tras llamar a la puerta, pasó dentro. Tenía aún los tres mensajes en la memoria. Pero sobre todo el de su madre.


—Ardemos en deseos de que vuelvas a casa. Tu padre y yo te echamos de menos. Deberías ver lo que hemos hecho en los establos. Te gustará. Llámame cuando tengas tiempo. Ciao, bambina.


Pedro oyó el grito ahogado de Paula sin saber lo que pasaba. Entonces, se dio cuenta de que se había desabrochado la blusa. Su sujetador era una creación de encaje blanco capaz de despertar en él todas sus fantasías.


No sabía qué decir, así que decidió pasarlo por alto y decir lo primero que le vino a la mente.


—Después de todo, ahora vas más vestida que en la foto de aquella revista.


Paula se quedó pálida. Le miró como si quisiera hacerle desaparecer de la faz de la tierra.


Pedro se arrepintió inmediatamente de la broma. Al parecer, era más sensible de lo que se había imaginado.


Se acercó a ella, manteniendo los ojos fijos en los suyos, apartados de la suave y tentadora piel que asomaba por encima su exiguo sujetador.


—¿Cuál es la verdadera historia de esa foto? —le preguntó él.


—No quiero hablar de eso —respondió ella con voz apagada mientras se abotonaba la blusa.


Parecía una jovencita a la que le hubieran hecho una pregunta que fuese más allá de su entendimiento. ¿Qué había sucedido en aquel incidente? Él no lo sabía. Pero lo que sí sabía era que tenía que salir de allí antes de que no pudiera evitar tomarla en sus brazos y besarla.


En lugar de besarla, le entregó los mensajes escritos.


—Quizá te interese escuchar el de tu madre. Suena como si te echara de menos.


Se sintió sorprendido y consternado al ver los ojos de Paula llenos de lágrimas. Pero parpadeó con rapidez unas cuantas veces y pareció controlar la emoción que sentía en ese momento. ¿Haría eso con frecuencia? ¿Trataba de dar la impresión de estar sintiendo algo diferente de lo que verdaderamente sentía?


No podía tomarla en sus brazos. No, no podía. Pero podía tocarla. Consciente de que estaba tentando al destino, alzó la mano y pasó suavemente el reverso de ella por su mejilla.


Sintió un relámpago, pese a que no había tormenta.


O quizá estuviese equivocado y hubiese, en efecto, una tormenta en su corazón. Ya se había imaginado que la piel de ella sería de una extrema suavidad. Con la proximidad, advirtió en su cara una serie de pequeñas pecas que usualmente cubría con el maquillaje.


—Deberías dejar que tus pecas se vieran —le dijo él afablemente.


Entonces, antes de seguir acariciándola, antes de empujarla sobre la cama y besarla, antes de que la pasión le dominara, se dio la vuelta y salió de su dormitorio.


En ese momento, lamentó la decisión. Pero no lo lamentaría más tarde.


Había hecho lo correcto. Él siempre hacía lo correcto.






ANTE LAS CAMARAS: CAPITULO 7





Paula estaba en un rincón oscuro cerca de la puerta trasera del hotel. Pedro le había dicho que le esperara allí y no se moviese hasta que él llegase, que, si le desobedecía, no le volvería a hacer ningún favor.


¿Favores de Pedro Alfonso? ¿Quería acaso ella recibir favores de ese hombre?


Recordó la conversación que habían mantenido en la suite, el momento en que él se había acercado a ella y luego ella a él. A pesar de la indiferencia que habían reflejado sus ojos, creía haber percibido algo más en él. ¿Deseo? ¿Había querido tocarla? ¿O quizá besarla?


Y, siendo sincera, a ella le hubiera gustado que hiciera ambas cosas. ¡Qué insensatez! Él era su guardaespaldas. ¿En qué estaba pensando? ¿Se creía acaso la protagonista de una película romántica? No podía salir nada bueno de una relación como ésa.


Pero una voz interior le decía que él no era como Miko.


Una voz interior. ¿Dónde había estado esa voz cuando se había encaprichado de Miko?


Se puso un pañuelo blanco de seda en la cabeza y se ajustó las gafas oscuras de sol que le tapaban media cara y que la hacían casi irreconocible. La seguridad del hotel era muy buena. Saliendo a esas horas y por la puerta de atrás, sería casi imposible que pudiera haber periodistas.


La puerta se abrió de repente y apareció Pedro haciéndole señas.


—Vamos. Por aquí.


—¿Dónde está tu coche? —le preguntó ella, tratando a duras penas de seguir su paso con las sandalias de plataforma que llevaba.


Él la tomó del brazo como si tuviera miedo de que no pudiese ver bien con las gafas de sol. El cuerpo de ella se puso en alerta. Tenía callos en las manos. ¿Tan duro era aquel trabajo? Sintió un estremecimiento por todo el cuerpo al darse cuenta de cuánto le gustaba sentir el contacto de sus manos en la piel…, de la seguridad que le transmitía yendo a su lado.


Pedro se paró bruscamente delante de un pequeño vehículo híbrido de color verde.


—¿Es éste? ¿Lo alquilaste?


—Es mío. Todo el mundo espera verte en un sedán negro o en una limusina, nadie pensará que puedas ir en un coche como éste.


—¿Es tuyo? ¿De verdad? ¿Vives en Dallas?


—Podemos seguir con esta conversación, pero corremos el riesgo de que alguien nos vea. Sube y salgamos de aquí cuanto antes. Tendremos tiempo de hablar durante el viaje.


Tenía razón. Llevaba ya mucho tiempo viviendo así, sin poder vivir como la gente normal y corriente.


Quería vivir como los demás, ir sola por la calle, tener una casa, un jardín y un perro. La voz interior le recordó otro deseo que guardaba muy dentro de sí. Tener hijos.


Paula suspiró. Al menos, la casa parecía factible de conseguir. Estaba decidida a adquirir en breve una casa en la Toscana, cerca de la villa de sus padres. Una simple casita, quizá un pequeño bungalow, cualquier lugar donde pudiera sentirse una mujer normal.


Tan pronto entró en el coche y se abrochó el cinturón, Pedro puso en marcha el motor. En seguida dejó atrás la zona del hotel y enfiló hacia la autopista en dirección al campamento de Libby Dalton. Durante el trayecto, miró constantemente por el espejo retrovisor, se cambió de carril una y otra vez, adelantando vehículos por uno y otro lado y volviéndose a cambiar nuevamente de carril.


—No veo a nadie siguiéndonos, y mi instinto no me avisa de ningún peligro —dijo él muy satisfecho y aparentemente relajado.


Ella se soltó el pañuelo de la cabeza, dejándolo caer por los hombros. Luego se quitó las gafas de sol y se volvió hacia él.


—¿Confías en tu instinto?


Pedro la miró de reojo un segundo y luego fijó de nuevo la vista en la carretera.


—¿Tú no? —le preguntó él a su vez a modo de respuesta.


—A veces mi instinto se queda mudo con la gente y el ruido que suelo tener a mi alrededor.


—¿Cómo puedes soportarlo?


—Así es como me gano la vida —dijo ella sonriendo—. Pero las cosas se han ido volviendo cada vez más difíciles de lo que había imaginado. Todo lo que deseaba era ser una mujer con clase como mi madre y salir algún día en la portada de las revistas.


—¿Hay alguna portada de revista en la que aún no hayas salido?


Ella se paró a pensarlo unos segundos.


—Nunca he salido en el National Geographic —dijo riendo.


—En Rolling Stones, en TV Guide…, en cualquiera de las revistas que se venden en los kioscos. Tú has salido en todas.


—He trabajado mucho para conseguirlo. Llevo en esto desde los diecisiete años.


—¿Cuántos años tienes?


—Veintiocho. ¿Y tú?


—Treinta y siete.


Treinta y siete, se dijo Paula para sí. Con toda seguridad habría estado alguna vez enamorado. Habría tenido más de una relación formal. Pero no se atrevió a preguntárselo. Aún no se conocían lo suficiente.


¿Aún? No debía pasarle esa idea siquiera por la cabeza. 


Pertenecían a mundos muy diferentes. Y hablando de…


—Pensé que Baltazar me había dicho que tenías fijada tu residencia en Nueva York.


—Tengo familia en Dallas. Es la razón por la que tengo aquí un coche.


—¿Mucha familia?


No era nada malo hacer unas cuantas preguntas, pensó Paula, contribuiría además a hacer más ameno el viaje.


—Mi madre y una hermana.


—¿Vas a ir a verlas mientras estés aquí?


—Si tengo ocasión, sí.


Todo dependía, entonces, de su programa de actividades, de las cosas que ella le pidiera.


Dejaron de hablar y aprovechó la oportunidad para analizarle cuidadosamente. Desafortunadamente, le gustaba lo que veía. Y no sólo el exterior. Se estaba formando ya una idea de cómo era él por dentro. Sí, él la sacaba a veces de quicio, pero estaba empezando a gustarle su forma de actuar y lo que decía y hacía.


—¿Buscas algo? —le preguntó él, sorprendiéndola en medio de su examen.


—Se supone que debes tener los ojos en la carretera, ¿no?


—Y así es, pero mi sexto sentido sigue funcionando. Confío más en él que en los otros cinco.


Paula se quedó callada. No iba a decirle por qué estaba mirándole. No iba a decirle que le encontraba enigmático, diferente en muchos aspectos de todos los hombres que había conocido. Él no trataba de mostrarse encantador con ella, ni de halagarla a todas horas. Más bien lo contrario.


—Cuéntame algo de tus padres —le dijo él.


Paula no estaba muy segura de si lo que le pedía Pedro era sólo para romper el desagradable silencio que se había producido entre ellos, o si realmente le interesaba la vida de sus padres.


—Ya sabes quién es mi padre. Dirige la cadena de joyerías Chaves en Italia.


—Tengo entendido que tu madre, además de una famosa actriz, desciende de la realeza. ¿Es verdad?


—Creo que desciende de alguna rama lejana —contestó ella con indiferencia.


—He oído también que sigue figurando entre las diez mujeres más famosas de Europa.


Paula guardó silencio, sin saber qué responder.


—No me puedo creer que pueda hacer un comentario para el que no tengas preparada de antemano una respuesta —dijo él con un deje irónico.


—¿Estás tratando acaso de psicoanalizarme?


—No, trataba sólo de conocer tus reacciones. Puede servirme de mucha ayuda en mi trabajo. Me permite predecir lo que puedes decir o hacer, y saber así la forma más eficaz de cubrirte.


Cubrirla.


De repente, ella tuvo ante sus ojos la imagen de ellos dos en la cama, con su cuerpo cubriendo el suyo.


¿Qué le estaba pasando?


Para apartar de su mente esos pensamientos, trató de responder a su pregunta.


—Mi madre colabora en multitud de obras benéficas y acompaña a mi padre en sus viajes siempre que puede. Siguen aún muy enamorados.


—¿Cuánto tiempo llevan casados?


—Este invierno hará veintinueve años.


—No es fácil encontrar en estos días historias de amor como ésa.


—Lo sé. Mi padre tenía treinta años y mi madre veinte cuando se conocieron. Fue un flechazo, se enamoraron en el acto. Él era ya por entonces el director de la joyería de Roma.


—¿Tuvo algún problema para conseguir la mano de tu madre?


—¿Quieres decir si hubo alguna oposición por parte de sus padres? Mi padre tenía una buena posición y era también de buena familia, aunque eran nuevos ricos.


—¿Hay alguna diferencia? —le dijo Pedro riendo.


—Tú, que has protegido a multimillonarios, sabes que la hay. Se da cierto esnobismo a veces entre la gente rica. Pero los padres de mi madre lo único que querían para ella era un hombre honrado que la quisiera.


—Tú tienes un poco de acento italiano. ¿Se hablaba italiano en tu casa cuando eras pequeña?


Ella no quería entrar en ese tema. No porque tuviese algo que ocultar, sino porque recordaba con tristeza lo sola que se había sentido siempre en su infancia, a pesar de haber gozado de algunas ventajas sobre los demás chicos. Su niñera le había hablado siempre en italiano. Sus padres eran bilingües.


—Mi padre y mi madre hablaban habitualmente en inglés.


Eso era todo lo que estaba dispuesta a contar al respecto.


Una locución del GPS les anunció la salida de la autopista que debían tomar. Salieron por ella, y cinco minutos después estaban ya en la carretera que conducía al campamento.
Instintivamente, Paula sacó un pequeño espejo de su bolso, comprobó el estado de su maquillaje y se pasó la mano por el pelo, tratando de ahuecárselo y de corregir los desperfectos ocasionados por el pañuelo que había llevado puesto. Cuando concluyó, observó a Pedro contemplándola.


—Estás… bien —dijo él, concluyendo la frase como si hubiese estado a punto de emplear otro calificativo, pero no se hubiese decidido finalmente a usarlo.


—Tengo que estar mejor que bien. Quiero entusiasmar a los amigos de Libby Dalton.


—Lo conseguirás, créeme. Lo que me preocupa es que alguien pueda llamar por teléfono a la prensa antes de que salgamos de allí. Así que, por favor, trata de estar el menor tiempo posible.


—Lo entiendo, Pedro, así lo haré. Pero he venido para ayudar a Libby, y eso es lo que voy a intentar.


Y, dicho eso, tomó el bolso y abrió la puerta del coche.






ANTE LAS CAMARAS: CAPITULO 6




Quería volver a su trabajo como responsable de seguridad de las tiendas Chaves, volver a ser independiente, no estar las veinticuatro horas cuidando de la modelo publicitaria de la familia.


No había dormido nada en toda la noche. No había oído el más mínimo ruido en su dormitorio, pero la había tenido muy presente. Demasiado presente.


Llenó la cafetera y la puso al fuego. Hurgando en los armarios de la cocina, encontró una bolsa de tortitas. Luego abrió el frigorífico. Había huevos, leche, zumos, yogures, queso fresco, fruta, y todos los ingredientes para hacer una ensalada. Sacó una sartén de una de las estanterías inferiores y se fue con todo ello dispuesto a preparar un buen desayuno.


Acababa de terminar de preparar la masa de las tortitas cuando percibió un ligero perfume femenino.


Flores y especias. El mismo que había percibido la noche anterior en Paula, un perfume que le excitaba. Todo lo que tenía que ver con ella le excitaba. Se sorprendió al verla entrar vestida con un vestido de punto de estar por casa. Iba sin maquillar y con el pelo húmedo, como si acabase de salir de la ducha. Nunca había esperado verla así, tan… vulnerable.


Le señaló el montón de cartas que le había entregado el servicio de seguridad del hotel.


—Alguien trajo todas estas cartas de la joyería. Parece que todo el mundo estaba enterado de su llegada a la ciudad.


—La semana pasada se publicó un artículo en Style sobre mí en el que se anunciaba mi llegada a la ciudad esta semana.


Paula se dirigió a la encimera de la cocina, tomó un taza y se sirvió un poco de café.


—¿Contesta a alguna de sus cartas?


—Lo intento —respondió ella.


Pedro se sentía incómodo, e intentó encontrar algún otro tema de conversación.


—Estoy haciendo unas tortitas. ¿Le gustaría probarlas?


—Quizá una.


—¿Una? ¿Está bromeando? Nadie come sólo una.


—Yo sí. Pero, si pone mantequilla y mermelada, tendré que hacer luego una comida más ligera —dijo ella echando una ojeada a la masa de las tortitas.


—Es usted muy profesional y responsable, ¿verdad?


Ella dejó la taza de café en la mesa y se sentó en una silla.


—Sí, muy profesional. Aunque tengo que tomar algunas proteínas con la tortita, de lo contrario puedo correr el riesgo de caer desfallecida a mitad de mañana.


—Puedo freírle unos huevos.


—Usted quiere que me suba el colesterol —dijo ella sonriendo—. No, creo que he visto algo de queso fresco bajo en grasas por ahí. Tomaré un poco. Pero no se preocupe por mí. Puedo valerme por mí misma.


—Le haré una. Y unos huevos poco hechos irán bien como acompañante.


Ella se limitó a mover la cabeza y tomó un par de cartas de la mesa.


El aroma de las tortitas y de los huevos fritos inundó la cocina. Ella se enfrascó en la lectura de una de las cartas. Entonces, para su sorpresa, Pedro observó que tenía los ojos llenos de lágrimas. Dejó lo que estaba haciendo y se acercó a ella para leer el contenido de la carta.



Querida Señorita Chaves. He leído en el periódico que va a venir a la ciudad y me he decidido a escribirle. Tengo once años. Mi mamá se murió el año pasado y desde entonces he sido muy desgraciada. Mi padre trata de comprenderme, pero no consigue entender mis problemas. Tengo una nariz y unas piernas muy largas. Ya no sé cómo vestirme. Los demás niños se ríen de mí. Hasta que empiece de nuevo el colegio, estoy pasando unos días en un campamento de verano que odio. Pero papá no me deja que esté sola.
¿Podría escribirme y decirme qué debo hacer? Estaba pensando que quizá debería operarme la nariz, pero no sé si mi padre me dejará, así que a lo mejor tendré que esperar hasta que tenga dieciocho años. ¿Qué puedo hacer para gustar a los chicos? ¿Cómo me debo vestir? ¿Cómo me debo arreglar? ¿Qué podría hacer?
Libby Dalton


Paula se dio cuenta entonces de que Pedro estaba leyendo también la carta.


—Se me rompe el corazón —le dijo ella.


Pedro se preguntó por qué. Ella no tenía por qué identificarse con aquella chica. ¿Por qué iba a hacerlo? Era bellísima, gozaba de una posición brillante y tenía aún a sus padres.


—¿Piensa escribirle?


—Tengo que hacer algo, pero no sé bien qué.


—De momento, lo mejor que puede hacer es tomarse su tortita, si no se le quedará fría.


—Gracias —dijo ella con una sonrisa, y con un extraño brillo aún en los ojos.


Pedro se sentó al otro lado de la mesa y comenzó a tomarse su desayuno. No tenía que preocuparse por tratar de entablar ninguna conversación. Paula fue al frigorífico, sacó el queso fresco y se sirvió un poco en un plato.


Pedro terminó de desayunar. Se disponía a discutir los detalles del programa del día cuando sonó su teléfono móvil.


—Es uno de los jefes de la tienda —dijo disculpándose—. Tengo que atender la llamada.


Ella asintió con la cabeza sin prestarle atención, como si estuviera preocupada por otra cosa. Cuando acabó su conversación con el jefe de la joyería, ella ya había terminado también de desayunar y se había ido de la cocina.
Media hora más tarde, Pedro estaba colocando los platos en el fregadero cuando ella volvió a entrar. Llevaba una camiseta de tela escocesa a cuadros rojos y blancos, unos vaqueros y unas sandalias.


Se sintió irresistiblemente atraído hacia ella.


—Quisiera ir a un sitio antes de asistir al lanzamiento de la campaña publicitaria —le dijo Paula.


—¿Adónde quiere ir?


—Al campamento de Libby Dalton.


Pedro estuvo a punto de echarse a reír, pero se contuvo al ver la expresión seria de ella.


—Antes necesito arreglar algunas cosas. Iré allí yo primero, localizaré a la chica y buscaré una zona segura donde pueda entrevistarse con ella.


—No. No quiero que se haga así.


—Soy su guardaespaldas, señorita Chaves. Las cosas se harán como es debido. Soy responsable de su seguridad.


—Es sólo un campamento de niños, señor Alfonso.


Pedro —le corrigió él, cansado ya de tantas formalidades.


—De acuerdo, Pedro. Quiero causar buena impresión. Pero no esa clase de impresión. Quiero ayudar a Libby, no herirla. Me gustaría que fuera una sorpresa, para la gente del campamento, para ella y para sus amigas.


—No es sensato lo que dice, señorita Chaves.


—Paula —dijo ella dulcemente.


Tanto, que él inconscientemente se acercó peligrosamente unos pasos a ella.


—Quiero hacer esto de incógnito, hasta que estemos allí —le dijo ella—. No quiero a nadie de la prensa. No quiero que ninguna influencia externa pueda estropearlo.


Pedro tuvo la sensación de que las próximas semanas no iban a ser fáciles. Paula Chaves no iba a resultar una cliente colaboradora.


Pedro, quiero hacer esto por una triste y solitaria niña de once años que cree que no tiene amigos. ¿No puedes permitirme esto?


¿Estaba coqueteando con él? ¿Era consciente del poder de sus ojos castaño dorados, del embrujo de su perfume, de la sensualidad de su cuerpo? ¿Estaba quizá usando esas armas para convencerle de que accediera a hacer lo que ella quería? ¿O se trataba sólo de un favor que una persona estaba pidiendo a otra?


¿Estaba jugando con él?


Pensó en lo que le estaba pidiendo, en la logística que ello conllevaba, en todo lo que tendrían que hacer para poder llegar allí sin que los pudiera seguir nadie.


—¿Vas a ir así a la joyería? —preguntó él.


—No. Tengo que volver para cambiarme.


—Vamos a tener el tiempo muy justo.


—No te preocupes, yo me cambio muy rápido.


Deseaba tocarla.


Pero era su guardaespaldas. No sólo tenía que velar por su seguridad, sino proteger también su reputación.


—Está bien, pero no puedes estar allí mucho tiempo.


—Necesito sólo quince o veinte minutos.


—De acuerdo, veinte minutos, ni uno más. Luego te sacaré de allí, hayas terminado o no.


—Trato hecho —respondió ella con una sonrisa.


Pedro suspiró. Iba a arrepentirse. Lo sabía.