sábado, 2 de septiembre de 2017

UN MARIDO INDIFERENTE: CAPITULO 5




Nazirah dejó de hacer preguntas y, por un rato, viajaron en silencio a través de la ciudad mientras Paula miraba por la ventanilla fijándose en la gente.


Estaba enamorada de Kuala Lumpur, con su maravillosa mezcla de arquitectura ilustrando la turbulenta historia colonial del país. Los rascacielos contemporáneos se mezclaban con las mezquitas árabes, templos chinos, y edificios victorianos según la trayectoria colonial británica. La lujuriosa vegetación tropical daba sombra a las calles y edificios.


El estómago le rugió de forma poco elegante y Nazirah sonrió.


—¿No has desayunado?


—No. No quería perder el apetito.


Habría montones de comida para probar en el mercado y Paula ya estaba lista para probar algo. Era lo justo si iba a escribir sobre comida, debía probarla primero. Ya tenía su cuaderno de notas y su bolígrafo listos, así como una buena dosis de entusiasmo para ayudarla. Los mercados al aire libre eran sus lugares favoritos. Sonrió para sí misma. Iba a ser un día excitante. Ya lo podía sentir.


Los minaretes iluminados se recortaban contra el cielo oscuro como una imagen de las mil y una noches. Se sentía agotada pero feliz y no creía poder volver a comer en una semana.


Los grandes portones se abrieron y el coche entró sin ruido hasta la puerta frontal de la casa de su padre. Paula salió, pagó al taxista y subió los escalones de la terraza. El vigilante nocturno estaba dormido en su felpudo y ni siquiera se movió cuando ella entró. Pobre chico. Probablemente tendría otro trabajo por el día para conseguir llegar a final de mes.


La casa estaba en silencio. Su padre había volado a Singapur y no volvería hasta el día siguiente. La casa se sentía solitaria y vacía. Suspiró y encendió las luces de las lámparas de bronce del salón y tiró su cuaderno en la tapicería de seda del sofá.


Podría ponerse a trabajar en sus notas esa misma noche, pero antes se quería quitar la ropa y darse una ducha para quitarse el calor y el polvo del día.


Se dirigió a su habitación y allí encendió la luz, pero se quedó paralizada.


El corazón le dio un vuelco antes de palpitar desbocado. El caos. Los cajones habían sido dados la vuelta y la ropa estaba tirada por todas partes. Los ventanales franceses estaban abiertos de par en par y las cortinas de encaje se agitaban en el aire de forma fantasmal.


Nunca le había pasado aquello en toda su vida y durante un interminable momento, las piernas se le paralizaron y se quedó clavada al suelo.


Ladrones, fue su primer pensamiento. Ladrones en busca de dinero y joyas.


¡Joyas! ¡El collar de diamantes de su madre! ¡Oh, Dios, no! 


Era una herencia que había pasado de madre a hija durante varias generaciones. Corrió hasta la cómoda y encontró el joyero de terciopelo con todo: sus anillos, pendientes y el collar de su madre. Todo estaba allí. No se habían llevado nada. Sintió una oleada de alivio seguida de otra de confusión. Si los ladrones no se habían llevado sus joyas, ¿qué estarían buscando? No habían tocado el resto de la casa. O al menos el salón cuando ella había pasado por él.


—¿Qué querrían de su habitación?


Tenía las piernas temblorosas mientras inspeccionaba la habitación intentando entender.


«Tengo que hacer algo», pensó. «Tengo que llamar a alguien. A la policía».


Alcanzó el teléfono de la mesilla comprendiendo en el acto que no sabía el número de la policía en aquel país.


Y comprendió algo más a la vez. El teléfono estaba cortado.


Nunca antes había sentido tanto miedo.


Y entonces fue peor.


Sintió un movimiento a sus espaldas. Mientras empezaba a darse la vuelta, una mano la tapó la boca y se vio arrastrada al suelo de la habitación.





UN MARIDO INDIFERENTE: CAPITULO 4




—Desapareciste como por arte de magia —la acusó Nazirah una hora más tarde de camino al Mercado Central de la ciudad.


—Tenía dolor de cabeza.


—Te vi hablando con ese tipo. ¿Te dijo quién era?


—Un consultor del Banco Mundial. Está aquí sólo por una temporada.


Paula intentó sonar aburrida. No quería hablar de Pedro. Ni siquiera quería pensar en él.


—¿Y qué más te contó?


—Que le gusta el curry —dijo con repentina inspiración—. Y le vuelve loco el satay con salsa de cacahuetes.


Todo lo cual era verdad, pero desde luego no lo sabía por la conversación del día anterior.


—¿Es de eso de lo que hablaste con un hombre tan interesante? ¿De comida?


El tono de Nazirah indicaba su desdén por aquella táctica tan particular.


—La comida es un tema estupendo. Todo el mundo tiene que comer. Y es controvertido también, porque cada uno tiene su opinión.


Nazirah parpadeó varias veces.


—Puedes aprender mucho de la gente averiguando el tipo de comida que le gusta. Si son aventureros, si tienen imaginación, si son conservadores, románticos, aburridos a morir. Yo escribí un artículo sobre el uso de la comida en el análisis del carácter el mes pasado. A mis lectores les hice un gran servicio.


—¿Y qué descubriste de él? —preguntó dudosa Nazirah—. ¿Qué dice eso de su carácter?


—A él le gusta todo —lo que era básicamente verdad—. Lo que le hace conservador, imaginativo, aventurero y con tendencias aburridas.


Nazirah soltó una carcajada.


—¿Y en el asunto romántico?


—¿Romántico?


—Que si es romántico.


Paula se lo pensó.


—Tiene sus momentos. Flores, chocolate, joyas, ese tipo de cosas.


A veces también lujosos libros de cocina y extraños utensilios de los sitios más exóticos del planeta.


—Hum. ¿Y qué hay de las letras y la poesía? ¿Y de las llamadas de teléfono eróticas? —Nazirah bajó la voz—. Adoro las llamadas eróticas.


A Paula se le contrajo el pecho y tragó saliva ante el repentino nudo en la garganta. Apartó la vista.


—Nada.


—¿Es un buen amante?


El corazón le dio un vuelco. Dios bendito, tenía que cambiar de tema. Lo último en lo que quería pensar era en los talentos de Pedro en la cama.


—Escucha —dijo con impaciencia—. Hay límites en lo que puedes averiguar de un hombre sólo por conocer sus preferencias culinarias. Si estás tan interesada en ese hombre, sal con él, acuéstate con él y descúbrelo tú misma.


«Dios mío. ¿Qué estoy diciendo?», pensó con una oleada de pánico.


Nazirah la miró con asombro.


—¿Por qué te has enfadado conmigo?


—No estoy enfadada contigo.


—Pues eso parecía. Yo sólo estaba charlando para divertirme un poco contigo.


—Lo siento.


Nazirah se quedó en silencio un momento.


—No intento enfadarte, pero si estás interesada tú en él, me mantendré alejada.


—No estoy interesada en él. Te lo puedes quedar. Quizá tu madre pueda invitarle a cenar. A él le encantan las comidas caseras —se mordió el labio—. Me lo dijo él mismo.


La confusión y la vacilación asomaron a la cara de Nazirah.


—Tú conoces a ese hombre, ¿verdad? —preguntó con suavidad.


—No —dijo ella sintiendo frío—. Sólo pensé que lo conocía.



****


Ella tenía veintiún años cuando conoció a Pedro en una fiesta que habían dado sus padres en Washington. En aquella época, Pedro trabajaba con su padre en USID y era tenido en muy alta estima por él. Una mirada a Pedro y Paula también había pensado maravillas de él. El corazón casi se le había parado y se había olvidado de respirar. El mundo alrededor de ella había dejado de existir. La copa de vino que llevaba en la mano se le había deslizado y aunque no se había roto, el vino se había derramado sobre la valiosa alfombra persa de su madre.


Pedro le había conseguido otra copa de vino y no se había despegado de su lado en toda la tarde. Los días y semanas que siguieron estaban nublados entre una mezcla de amor, risas y pasión.


Ella se había enamorado muchas veces, pero ninguna comparada con aquella. ¡Aquello era lo auténtico! Amaba a aquel hombre con toda su alma. Lo sabía.


Un mes más tarde estaban casados.







UN MARIDO INDIFERENTE: CAPITULO 3




El conductor de su padre la llevó de vuelta a la casa, que no estaba muy lejos. El vigilante salió corriendo a abrir las puertas para dejar pasar su coche.


Le dio las buenas noches al conductor y éste volvió a la fiesta a esperar a su padre.


En el recibidor brillaba una pequeña luz, pero el resto de la casa estaba en sombras. Los sirvientes se habían acostado y la casa parecía desierta. Sintió un extraño escalofrío en la espalda. La casa era demasiado grande y ella no estaba acostumbrada a tanto espacio vacío. Su apartamento de Washington era pequeño pero acogedor. Se había trasladado allí después del divorcio porque no había querido quedarse en la histórica casa georgiana que había compartido con Pedro durante su matrimonio. Había querido un nuevo comienzo para que nada le recordara a Pedro


Había sido una ilusión tonta, como si fuera posible borrar a Pedro de su vida. Un hombre como Pedro Alfonso dejaba una huella imborrable que marcaba para toda la vida.


La luz de la luna brillaba entre las palmeras del exterior produciendo unas sombras móviles en los muebles y el suelo. El precioso mobiliario de madera labrada y las exquisitas alfombras chinas, los tapizados de seda y las lámparas de bronce habían sido producto de la decoración de un profesional y la casa carecía del toque personal. Paula sabía lo que su madre hubiera opinado de ella: demasiado opulenta y pretenciosa. Su madre había muerto de forma inesperada un año atrás y su padre había estado perdido desde entonces. Había aceptado un nuevo trabajo y se había trasladado a nuevos y exóticos países, pero eso sólo parecía acentuar su soledad.


Paula encendió un par de lámparas de camino a su habitación, que estaba en la parte trasera de la casa. Una vez dentro, encendió la luz. Dejó el bolso en una silla y notó que los ventanales franceses que daban al jardín estaban ligeramente abiertos.


Ella los había cerrado antes de irse. ¿O no? Se en cogió de hombros. Bueno, quizá no. Se mordió el labio sintiéndose inquieta. Sentía que algo iba… mal. Sintió que se le erizaba el vello de la nuca como si algo invisible estuviera allí con ella, una presencia, una energía en el aire. No había nada desacostumbrado. Todo estaba tal y como lo había dejado.


Se fue al cuarto de baño adyacente, buscó una aspirina y se la tomó haciendo una mueca ante el espejo.


—Eres un caso perdido —dijo en voz alta.


No había fantasmas en la habitación; estaban en su mente.


Se sentía acosada por las sombras del pasado, eso era lo que pasaba. Había perdido todo su equilibrio por haber vuelto a ver a Pedro.


—No le has visto en cuatro años —dijo a su reflejo en el espejo—. Estáis divorciados. ¿A qué viene tanta agitación?


Se quitó la ropa y se preparó para acostarse. Cayó en un sueño inquieto, cargado de imágenes de Pedro. Deseaba tocarle, deslizar la mano por su cuerpo, sentir su calor, su fuerza. Estiró la mano, pero no le alcanzaba por mucho que lo intentara. Era como si un campo magnético le impidiera llegar hasta él. Se despertó llorando.


Y le costó mucho tiempo volverse a dormir.


A la mañana siguiente se despertó por la llamada a la oración desde el minarete islámico. Eran casi las seis y un débil brillo se filtraba por las finas cortinas. Escuchó el monótono cántico, conociendo su significado aunque no entendiera el árabe.


Permaneció quieta en la cama hasta que el sol bañó la habitación con la brillante luz del día.



UN MARIDO INDIFERENTE: CAPITULO 2




Era una fiesta maravillosa. Paula dio un sorbo a su vino sabiendo que debería disfrutar en vez de dejar que la vieja sensación de premonición le amargara la diversión. 


Contempló la mezcla tan interesante de gente. Mujeres ataviadas con brillantes sarongs y saris de seda así como con elegantes vestidos de diseño. Hombres con trajes muy bien cortados y otros con túnicas. Desde el gran salón con su precioso mobiliario chino, la fiesta se prolongaba al jardín tropical malayo aromatizado con el olor de los jardines.


Era una fiesta maravillosa. Sin embargo, algo iba muy mal.


Paula apretó la copa de cristal y miró a su padre, un hombre alto y distinguido que le sacaba la cabeza a la mayoría de la gente de la fiesta. Parecía preocupado y no le gustó. Había llegado a Kuala Lumpur dos semanas atrás para una visita prolongada y unas vacaciones de trabajo y había sentido al instante que algo le preocupaba a su padre. Sabía que tenía algo que ver con los negocios, algo relacionado con la poca escrupulosa compañía de inversiones de Hong Kong, pero su padre le había dicho que no era serio.


Pero ella no le había creído en absoluto.


Nazirah apareció a su lado entre un crujido de seda esmeralda.


—¿Has visto a ese hombre tan estupendo que ha entrado hace un minuto? —susurró.


Paula se encogió de hombros con indiferencia.


—¿Cuál?


—Ven conmigo. Voy a arreglarme la cara.


En el lujoso cuarto de baño, se pusieron al lado en frente del espejo. Eran de la misma altura, igualmente esbeltas, pero ahí acababa todo parecido. Nazirah era medio americana, medio malaya, con un larguísimo pelo negro y rizado y ojos castaños.


Nazirah sacó una barra de labios de su pequeño bolso.


—¿Estás segura de que no quieres verlo? —preguntó mirando a Paula—. Ese tan alto con las espaldas tan anchas. Pelo oscuro y ojos grises. Un aspecto calmado y compuesto, pero se nota que debajo es todo pasión. Él…


—No —declinó Paula con cortesía mientras buscaba su barra de labios en el bolso.


—De acuerdo, no estás interesada en los hombres.


Nazirah la miró con curiosidad a través del espejo.


«Y desde luego, mucho menos en los altos con ojos grises», pensó Paula. Sintió una punzada de tristeza. Cuatro años después del divorcio y seguía sintiendo aquellos momentos de angustia disparados por un aroma, un recuerdo, una palabra.



—¿A qué hora quieres que empecemos mañana? —preguntó para cambiar de tema.


Nazirah iba a llevarla a explorar el Mercado Central.


Los padres de Nazirah eran amigos del padre de Paula y ella se había ofrecido a hacer de guía y traductora en sus excursiones por Kuala Lumpur. Paula estaba escribiendo un artículo para una revista acerca de la comida callejera.


—Cuanto antes mejor —dijo Nazirah—. Te recogeré a las siete. ¿Sabes? Me encanta tu vestido. Tiene clase pero es sexy. ¿Dónde lo compraste? ¿En Washington?


Paula asintió. A ella también le encantaba aquel vestido.


Hecho de un suave crepé de seda de varios tonos de aguamarina, era largo y, ajustado y la hacía menos baja. Los tacones altos y, por supuesto, los largos pendientes, también ayudaban.


—Vamos a tomar una copa. Estoy sedienta.


El bar estaba instalado en el jardín donde las lámparas escondidas creaban un ambiente romántico.


—¡Ahí está! —susurró Nazirah apretando el brazo a Paula—. ¡Vaya hombre!


Paula alzó la vista y se quedó paralizada. Se quedó sin aliento y el corazón le dejó de latir por un instante.


Alto y delgado con un inmaculado traje tropical, era el perfecto espécimen masculino, atlético, saludable y confiado. 


Los ojos de color gris acero brillaban contra la cara angulosa morena y su fuerte mandíbula indicaba autoridad. Allí estaba un hombre que se sentía cómodo en el mundo, seguro de sí mismo. Un hombre de un magnetismo innegable.


El hombre que en otro tiempo había sido su marido.


—Hola, Paula —dijo la familiar voz.


Era la voz que le producía temblores en las piernas y le hacía derretirse el cuerpo de calor después de todos aquellos años.


—¿Pedro? —susurró Paula.


Parecía que el aire se había acabado. Ella no estaba preparada para aquello. Se sintió mareada del shock o de la falta de oxígeno.


Él asintió con los fríos ojos grises clavados en su cara.


—¿Cómo estás? —preguntó tomándole la mano entre las suyas.


Su voz sonaba perfectamente calmada, como si estuviera saludando a un conocido o a un colega.


Paula tragó saliva ante la sequedad que sintió en la garganta. Su mano era cálida y firme y el contacto le produjo un cosquilleo por todo el cuerpo, despertando cada una de sus células a la vida del amor recordado.


«Esto es una locura», pensó. Una locura total. Allí estaba ella, estrechando la mano con educación al hombre con el que en otro tiempo había compartido la cama, cuyo cuerpo conocía íntimamente. Sofocó una carcajada de histerismo y se obligó a sonreír con cortesía.


—¡Qué sorpresa encontrarte aquí!


Él le soltó la mano, pero sus ojos no abandonaron su cara.


—El mundo es un pañuelo.


Bueno, desde luego que lo era. Las comunidades de extranjeros en otros países eran relativamente pequeñas. 


Asintió sin saber qué decir.


—Me ha alegrado volver a ver a tu padre de nuevo. No le había visto en años. Me ha dicho que dejó el Departamento y trabaja para una empresa privada, una de inversiones, nada menos.


—Sí —dijo ella escuchando más el timbre de su voz que sus palabras.


No podía apartar los ojos de él, como si estuviera hipnotizada o en algún tipo de trance.


Pedro dio un sorbo de su copa.


—Tengo entendido que están inmersos en unos interesantes proyectos de inversión en China.


—Sí. La verdad es que por todo el sur de Asia. La apertura de China es la causa de que estén interesados.


Hablaba de forma automática sin saber siquiera lo que estaba diciendo y sin importarle. Lo único que veía era la cara del hombre al que había amado en otro tiempo.


Pedro estaba igual, sólo un poco más viejo. Y un poco más duro. Tenía algunas mechas grises por las sienes y su mandíbula era más dura. Ahora tenía treinta y siete años, comprendió. Diez más que ella. Pero le pareció más atractivo que nunca.


—¿Estás trabajando en Malasia? —preguntó ella.


La pregunta le había salido de forma automática como si una parte de ella estuviera haciendo el esfuerzo de mantener una conversación educada mientras la otra estaba luchando contra el caos emocional.


Él asintió.


—Estoy trabajando para el Banco Mundial. Frutas tropicales.


—¿Qué haces exactamente?


—Producción, procesamiento y exportación. La forma de desarrollar el negocio en Malasia. He pasado las semanas anteriores viendo granjas y fábricas. Hay una demanda creciente de frutas exóticas en todo el mundo occidental.


Ella asintió.


—La gente ya está cansada de las manzanas y las peras.


—Sabía que lo entenderías —dijo él con sequedad antes de dar otro trago a su copa—. ¿Estás en Malasia para visitar a tu padre?


Su tono era educado, pero había algo diferente en su voz. 


Era más áspera, como la de alguien que hubiera visto mucho en la vida y no esperara nada.


Paula se humedeció los labios.


—Sí. Es un lugar fascinante y pensé que podía quedarme una temporada para escribir algo. Ahora que vive aquí mi padre es una buena oportunidad.


Él la estudió con interés.


—No has cambiado.


—¿Y debería? ¿Esperabas que lo hubiera hecho?


El corazón le latía desbocado.


Él se encogió de hombros.


—No sé, pensé que habrías cambiado.


—¿Por qué?


Algo brilló brevemente en sus ojos.


—Nunca hubiera imaginado que serías la misma persona que conocí en otro tiempo —se encogió de hombros—. Pero tampoco se puede juzgar, ¿verdad? Sólo estoy viendo la fachada —esbozó una sonrisa educada—. Y es tan agradable como ha sido siempre.


Siempre el caballero.


—Gracias —dijo ella deseando tener una bebida—. En cuanto al resto de mí, supongo que soy la misma persona que siempre he sido, excepto un poco más vieja y más sabia.


—Todos maduramos y aprendemos.


Paula se preguntó si habría oído un leve tono de sorna. 


Encontraba aquella mirada fría desconcertante. Pero, ¿qué había esperado? Desde luego nada de calidez o de humor.


—O sea, que sigues siendo consultor, ¿verdad?


Cuando lo conoció, cuatro años, atrás trabajaba con su padre para la Agencia Internacional de Desarrollo, pero enseguida se había convertido en un consultor independiente que trabajaba en al campo de la economía agrícola internacional y a menudo le contrataba el Banco Mundial.


Él asintió.


—Sí, eso es lo que hago. Estuve dos años dando clases en Cornell para cambiar el ritmo de mi vida, pero decidí volver a la consultoría. Me divierte más que la enseñanza. ¿Y cómo va tu carrera?


—Me va bien.


Sus artículos se vendían en revistas y periódicos y estaba escribiendo su segundo libro, un híbrido entre viajes y gastronomía para lectores aventureros aderezado con humor. Le gustaría poder encontrar algo de humor en la situación presente, pero no podía.


Él le miró la mano izquierda.


—¿No te has vuelto a casar?


El corazón se le contrajo de dolor.


—No.


Se cruzó de brazos sabiendo que la postura parecía defensiva, pero no sabía qué hacer con las manos.


Él enarco las cejas ligeramente.


—Pensé que te habrías casado.


—¿Por qué?


—Porque eres del tipo de persona que le pega estar casada, con todos tus talentos domésticos.


Su voz no mostraba nada. En otro tiempo había disfrutado de sus talentos domésticos. De su cocina especialmente.


 Paula apartó los recuerdos.


—¿Y tú? ¿Te has casado de nuevo?


Había conseguido que la voz le saliera natural, pero el terror le embargaba el pecho como si no quisiera oír la respuesta.


No quería saber que había otra mujer en su vida.


Él lanzó una seca carcajada.


—Creo que me ahorraré el esfuerzo.


El terror se desvaneció sustituido por una oleada de rabia inesperada y sorprendente. ¿Esfuerzo? ¿Qué esfuerzo había hecho él en su matrimonio?


—No sabía que haber estado casado conmigo hubiera sido una prueba tan dura —comentó intentando aparentar frialdad y sofisticación.


Pero supo que no lo había conseguido.


Debido a su carrera había habido largas ausencias en su matrimonio, pero cada vez que había estado en casa entre viaje y viaje, la vida no debió parecerle tan dura porque ella le había tratado como a un rey.


Porque lo amaba. Porque había creído que era el hombre más maravilloso y sexy que había conocido nunca. Y porque había sido una idiota romántica.


Él se encogió de hombros con indiferencia.


—Vamos a dejarlo, ¿de acuerdo? Además, ahora ya no importa.


Como si un matrimonio fracasado fuera una trivialidad.


—A ti nunca te importó, ¿verdad? —preguntó ella con amargura mientras el cuerpo se le tensaba de dolor.


Los ojos de él brillaron como el cristal frío.


—Nunca te molestaste en preguntarme. ¿Cómo podrías saber si me importó o no?


—Como esposa tuya, tuve tiempo de notarlo. Me alegro de haber acabado cuando lo hice.


Ahora fue él el que se puso rígido.


—Ni siquiera quisiste tener una discusión cuando acabamos nuestro matrimonio —dijo él con aspereza—. Me importara a mí o no fue irrelevante para ti. ¿Tiene algún sentido mantener esa discusión ahora, cuatro años más tarde?


—No, no lo tiene, tienes razón —dijo ella con frialdad.


Se giró entonces y se alejó sabiendo que no podía soportar seguir a su lado ni un momento más, por terror a la oleada de emociones que la habían asaltado, las que creía enterradas hacía tiempo: rabia, amargura y una profunda angustia.


Sentía un palpitante dolor de cabeza y los ojos le ardían. Ya había tenido suficiente. Lo único que quería era volver a su casa, dormirse y olvidar que había visto a Pedro.