viernes, 21 de mayo de 2021

EL TRATO: CAPÍTULO 23

 


Un gemido lo despertó. Pedro tardó un momento en darse cuenta de que había sido él mismo, el que lo había lanzado.


El sueño había sido tan real. Paula estaba debajo suyo, susurrando dulces palabras, excitándolo más allá de lo razonable. Se sentó y se frotó los ojos. Miró el reloj y se dio cuenta de lo tarde que era; no había oído el despertador o, tal vez ni siquiera lo había puesto; no podía recordarlo.


Se puso de pie y se dio cuenta de cómo estaba. Eso tenía que parar. Lo que necesitaba era una ducha bien fría; pero más que eso, tenía que quitarse de la cabeza a esa mujer. Se acordó de algo mientras dejaba correr por su cuerpo el chorro de agua helada, tratando de disminuir su ardor. Tenía que llamar a Carmichael y, si eso no le podía quitar de encima el recuerdo de Paula, es que nada podía hacerlo.


Dario Carmichael. Habían sido unos amigables enemigos durante años, tantos que no lo recordaba. ¿Cuándo habían empezado? ¿En la universidad? ¿O fue ese día en el Club de Campo? Pedro lo recordaba muy claramente. Era uno de esos días que le quemaban en el recuerdo y no podía evitarlo por mucho que lo intentara. Desde ese mismo día, le ardía el rostro cuando lo recordaba por la vergüenza que le daba.


Era sólo un crío entonces, orgulloso, egoísta y que trataba de impresionar a una chica. Ni siquiera recordaba el nombre de la chica, pero eso no era importante. Lo que sí lo era es que había utilizado su apellido, su dinero, su educación y su tontería de adolescente para rebajar a alguien, para ponerlo en su sitio. Ese día lo tenía tan presente como si hubiera sido el día anterior y repasó mentalmente el incidente.


Era verano y él estaba en el Club de Campo. Dario Carmichael trabajaba allí. Venía de una familia de obreros pobres y se había hecho el propósito de mejorar, de hecho eso era algo evidente para todo el mundo que lo conocía. El padre de Pedro le había proporcionado a Dario un trabajo como «caddy» y, cuando terminaba la temporada de golf, hacía sustituciones en la cafetería.


Era uno de esos días en que Pedro venía de la piscina con algunos amigos. Había visto a Darío en la universidad e incluso había hablado con él un par de veces, pero decir que eran amigos hubiera sido una exageración. Darío siempre había sido grande, medía más de un metro ochenta por entonces y sobrepasaba en mucho a Pedro, que todavía no se había desarrollado del todo. El padre de Pedro siempre había hablado muy bien de Darío, ensalzando sus habilidades y su ética de trabajo, lo que siempre le había fastidiado a Pedro, ya que además siempre estaba tratando de agradar al viejo.


A su padre no le hubiera gustado mucho la forma que tuvo de comportarse ese día.


El grupo de chicos se sentó en una mesa al extremo de la cafetería. Dario los miró de vez en cuando, pero siguió limpiando los cristales, aparentemente sin prestarles atención. A Pedro le irritó que no fuera más solícito. Después de todo, estaba allí por su padre.


—¡Eh, tú, chico! —le gritó a Darío.


Recordaba cómo Darío se quedó como helado por un momento y, luego, siguió limpiando, pero más despacio, como controlándose.


—¡Eh, contéstame! ¿Me oyes?


Dario no levantó la mirada de la barra.


—Te oigo, Alfonso, lo mismo que la mitad del club.


Pedro se dirigió entonces a la barra.


—Para ti «señor Alfonso», Carmichael. ¿O es que tus padres no te han enseñado a hablar con tus superiores?


Luego Pedro se dio la vuelta y sonrió a la concurrencia.


Darío se puso aún más colorado de lo que era habitualmente, pero logró mantener la frialdad, lo que enfureció aún más a Pedro.


—¿Qué queréis?


—Unas Coca-Colas. Con mucho hielo. Llévalas a la mesa. Y deprisa.


Pedro le dio un par de golpes a la barra para darle énfasis a la orden y volvió al grupo.


Al cabo de poco tiempo, Darío les acercó una bandeja con cuatro refrescos y se los puso delante a cada uno. Cuando se volvió para marcharse, Pedro derramó deliberadamente su bebida con el codo y su contenido se desparramó por toda la mesa y el suelo. Darío tenía fuego en la mirada y Pedro recordaba que, por un momento, sintió miedo, hasta que la posibilidad de una pelea le inyectó adrenalina en sus venas de adolescente y se dejó de cautelas.


—Límpialo —le dijo—. No te olvides de quién te consiguió este trabajo, Carmichael.


Eso le proporcionó el suficiente sentido común a Darío como para darse la vuelta y traerle otro refresco y una bayeta, pero la forma en que lo miraba se le quedó grabada en la memoria a Pedro, incluso después de tantos años. Se preguntaba si Darío recordaba ese día tan claramente como él.


Cerró el agua y se secó, frotándose más fuertemente de lo que era necesario. Lo que había hecho no tenía nombre, y lo sabía. Ese día había descubierto una sensación de poder, pero ese poder le había dejado un regusto amargo. Con esa victoria vacía había aprendido una lección importante y que nunca olvidaría.


¿Pero a qué precio? Lo que podía haber sido una amistad entre dos chicos brillantes se había transformado en una larga batalla. Nunca dijo que sentía lo que había hecho. Realmente lo sentía, pero la oportunidad no se le había presentado nunca. Y así la herida se había agrandado, como su enemigo; se había hecho mayor, más importante, más poderoso de lo que cualquiera se podría haber imaginado ese día de verano, hacía ya tanto tiempo.


Dario se dedicaba desde hacía tiempo a perseguir cualquier cosa que quisieran los Alfonso; Pedro recordaba también cuando se les adelantó en un trato que se suponía que era totalmente secreto. Roberto Alfonso murió poco después de eso y Pedro estaba convencido de que se había debido al disgusto que se llevó porque Darío se les adelantara.


Él podía perdonar y olvidar muchas cosas, pero no ésa, en particular por la ayuda que su padre siempre le había prestado a Darío a lo largo de los años. Le parecía especialmente cruel que Darío se lo devolviera de esa manera. Más de una vez se había preguntado si no sería ésa la forma que había tenido Dario de devolvérsela a él. Era una culpa que arrastraba y que nadie más sabía, salvo posiblemente Dario.



EL TRATO: CAPÍTULO 22

 


Podía haberla llamado.


Era casi medianoche cuando Paula se metió en la cama. Las sábanas estaban recién limpias y frescas al tacto. Como su corazón. Podía haber hecho algún esfuerzo durante el día para ver si ella estaba viva o muerta con una simple llamada telefónica. Para saber cómo le había ido en su primer día en su casa. Era una cortesía que se debía a cualquier huésped, mucho más a una esposa.


Mil lágrimas le corrieron por el rostro por enésima vez en ese día. ¿Sería que no le importaba? ¿Es que lo que habían hecho la noche anterior no había significado nada para él? ¿Sería un tipo sin corazón?


Enterró la cabeza en la almohada, mojándola con las lágrimas. Durante horas se dijo que llamaría, incluso cuando sonó el teléfono a eso de las once, el corazón le dio un salto. Seguramente era él. Había tenido un día largo y duro y no debía haberla podido llamar hasta entonces.


Pero nadie fue a buscarla. Tenía que afrontar el hecho de que no le importaba como persona. Era un trato de negocios, el quince por ciento de la compañía y nada más. Por otra parte ¿quién podría culparlo por lo de la otra noche? No es que ella le hubiera echado a palos de su lado, precisamente. ¿Qué hombre de sangre caliente hubiera dejado pasar a una mujer que se le hubiera puesto tan a tiro? No era raro que no llamara, debía de estar alucinado con la virgen hambrienta que se había encontrado y que prácticamente le había obligado a hacer el amor con ella. ¡Qué horrible! Dios, esperaba que no volviera nunca de ese viaje.


Bueno, tenía que crecer alguna vez, se dijo a sí misma. Eso era la vida real, no la casa de muñecas que era la de J.C.


Trató de pensar en alguna otra cosa.


Recordó lo que había sido su primera cena en la casa de los Alfonso. La siempre elegante Eleonora estaba sentada al final de la mesa con el siempre serio Eduardo delante suyo. La comida, por supuesto, estaba exquisita. Los niños, Gabriel y Laura eran encantadores y se portaban magníficamente. La educación que recibían en un colegio privado se veía en su comportamiento en la mesa y la forma de hablar. Paula no se hubiera sentido más incómoda aunque lo hubiera intentado.


Entonces pensó en la única persona que podía quitarle de la cabeza a Pedro en esos momentos. Había recibido por lo menos una docena de telegramas felicitándola por la boda, pero ninguno de ellos era de esa persona. Eso le dolía. Mateo no sabía que ese matrimonio era un montaje. Podía haberse alegrado por ella, como lo había hecho ella por él durante años.


Había llamado a Carlton esa tarde, pero una vez más, Mateo se había negado a hablar con ella. Tenía que encontrar la forma de arreglar las cosas con él. Patricio la había prevenido de que podía reaccionar de esa manera, pero ella todavía seguía sintiendo que era algo justificado el no decirle a Mateo la verdad acerca de cómo andaban de dinero. Tenía que arreglar ese problema con Mateo antes de que se transformara en algo serio de verdad.


Había quedado con el señor Sagen en que iría a visitarlos dentro de dos días. Tenía que decirle la verdad a Mateo, aunque le costara. Ya no importaba, el daño ya estaba hecho… la boda ya se había celebrado y el trato estaba en marcha. Mateo podría ver que ya no había razón para seguir así. Ella se daba cuenta de que tenía derecho a sentirse dolido y enfadado, pero tenía que encontrar la forma de convencerlo, de que lo había hecho pensando sólo en él y en su bien.


Tenía la cabeza llena de sentimientos confusos y trató de dormir sin conseguirlo.


¿Qué había hecho?




EL TRATO: CAPÍTULO 21

 


Eran casi las ocho, hora del Pacífico cuando Pedro se metió en la suite del hotel Hyatt de San Francisco que compartía con su hermano. Estaba absolutamente agotado, pero antes de dejarse dominar por el sueño, tenía que hablar con Paula, aunque fuera sólo un minuto.


No había tenido tiempo en todo el día de llamarla. Había estado siempre rodeado de gente y lo que le tenía que decir no podía hacerlo en público. La había tenido constantemente en la cabeza, a veces casi en el subconsciente, otras casi interrumpiéndole los pensamientos. Había perdido la cuenta de la cantidad de veces que había preguntado «¿Qué era eso?» o le había pedido a alguien que le repitiera lo que se había dicho. Brian le había dicho a todo el mundo en broma que la preocupación de Pedro se debía a su reciente matrimonio. Su reputación de astuto hombre de negocios estaba todavía intacta, a pesar de que se había comportado un poco raro delante de la gente a la que respetaba, por el ansia que había mostrado por irse a dormir tan temprano.


Y ése era el problema. Porque no había nada en el mundo que pudiera añorar tanto en ese momento como el estar en la cama con Paula, haciendo el amor. Había tantas cosas que quería mostrarle, enseñarle. Había sido una temeridad ese asunto de la virginidad. Las posibilidades eran infinitas. Las ideas le daban vueltas en la cabeza, fascinándolo y excitándolo. Quería hablar con ella, estar con ella, tocar su cuerpo, hacer el amor hasta quedar completamente agotado. Quería dormir con ella todas las noches, tenerla en sus brazos hasta que los despertara la aurora. Y luego quería volver a empezar.


Pero él más que nadie comprendía la imposibilidad de hacer esas cosas. Tenía que controlarse más que nunca. Lo que no tenía ni idea era de cómo iba a lograrlo, ya que el mero hecho de llamarla por teléfono lo estaba excitando. ¿Qué demonios iba a hacer cuando estuvieran juntos?


Pedro tomó el teléfono. Respiró profundamente y cerró los cansados ojos. Se preparó para oír su voz. «Oh, Dios», pensó. «¿Por qué me has dado una mujer que deseo más que a nada en el mundo, sólo para que sea la única mujer del mundo que no puedo tener?» No le parecía un juego limpio.


—¿Hola?


—¿Eduardo? Soy Pedro.


—¡Pedro! Esperaba saber de ti antes.


—Sí, bueno, es una larga historia. Acabo de terminar. ¿Cómo va todo por allí?


—Bien, bien. ¿Cómo te ha ido en la reunión? ¿Vuelve ya a casa Brian?


—La reunión fue muy bien. Mejor de lo que esperábamos y Brian va a tomar un avión de vuelta más tarde. Ahora está en la ciudad con una gente.


—Siempre igual. Cuando quiero algo de él, siempre está de bares.


—Eduardo, por favor, no empieces. He tenido un día muy duro y se me está haciendo cada vez más largo.


—Bueno, antes de que cuelgues, Dario Carmichael le dejó un mensaje a Eleonora para nosotros, quiere que lo llames.


—¿Para qué?


—No tengo ni idea. Pero tenemos que averiguar qué es lo que sabe.


Pedro suspiró; no se encontraba en condiciones para pensar en Carmichael en ese momento.


—De acuerdo, le llamaré por la mañana. Hazme un favor, Edu. Dile a Paula que se ponga, tengo que hablar con ella.


Eduardo dudó un momento.


—No puede ponerse ahora.


—¿Dónde está?


—Se ha ido a la cama. Dijo algo acerca de un dolor de cabeza durante la cena y desapareció. Probablemente ya esté dormida.


—Eduardo, allí son sólo las once. Di que la llamen. Estoy seguro de que querrá hablar conmigo.


Pedro, ella, bueno, dejó muy claro que no quería que la molestaran por ninguna razón.


—¿Va algo mal?


—No, no creo. Hoy recibió un telegrama y parecía muy preocupada por su hijastro, pero no creo que sea nada serio.


—Entonces llámala, Eduardo.


—Muy bien.


Pedro cerró los ojos mientras esperaba lo que le parecía una eternidad. Sabía que Eduardo estaba tremendamente intrigado por lo que estaba pasando entre Paula y él; lo podía adivinar en su voz. Pero ¿cómo iba a poder explicarle algo que no podía comprender ni él mismo.


—¿Pedro?


—Sí, Eduardo. ¿Dónde está Paula?


—Dice que no quiere hablar contigo.


—¿Qué?


—Que dice que está ocupada.


—¡Ocupada! —dijo Pedro furioso. ¿Demasiado ocupada para hablar con él?


—Sí, bueno, eso es lo que ha dicho. A lo mejor está… en mitad de algo. ¿Le dejas un mensaje?


—Sí, le puedes decir que… No, olvídalo. Ya se lo diré yo mismo cuando la vea. Cuando pueda.


Pedro colgó con fuerza. ¡Ocupada! ¿Qué podría ser más importante que hablar con él? Especialmente después de lo que habían compartido la noche anterior.


Pero tal vez no habían compartido nada. Tal vez era solamente un experimento por parte de ella, mientras que para él había sido… hacer el amor, de verdad. Se tumbó en la cama y se quedó mirando al techo. Le hubiera gustado saber qué era lo que le pasaba por la cabeza a Paula, que estuviera en ese momento allí para poder preguntárselo, para estar cerca de ella, para acariciarla. Cerró los ojos y trató de dormirse.


Quería tantas cosas…