martes, 20 de agosto de 2019

AMARGA VERDAD: CAPITULO 23




Paula se miró en el espejo del baño. Una desconocida despeinada y con los ojos enrojecidos la miró desde el otro lado. Tenía la cadena enmarañada con el pelo y le faltaba un pendiente. El pintalabios había desaparecido y se le había corrido la máscara de ojos. Pedro tenía razón: era un anuncio andante de pasión y dolor.


Consiguió arreglar los mayores desperfectos, aunque, si alguien se fijara, se daría cuenta de que había estado llorando. Como era imposible volverse a hacer el recogido, decidió dejarse el pelo suelto.


Pedro la estaba esperando y, desde luego, nadie diría que hacía unos minutos estaba desnudo. Estaba impecablemente vestido, como si se hubiera pasado toda la noche leyendo en la biblioteca.


—¿Lista?


—No. Me falta un pendiente.


— Ya lo buscaré yo más tarde. Con el pelo así, no se nota. Vamos.


Una vez en el jardín, tomaron el camino del río para que su historia resultara creíble.


— Sonríe, por Dios. Parece que, en vez de un pendiente, hubieras perdido a tu mejor amiga.


— Así es —contestó ella—. Gracias a ti, me he enterado de que mi madre no era quien decía ser.


— Intenté ahorrártelo, pero insististe.


—No me apetece un sermón de «Ya te lo dije».


— Claro. Supongo que, sí yo estuviera en tu lugar, a mí tampoco me apetecería. ¿Sirve de algo si te digo que no he disfrutado lo más mínimo contándotelo y que desearía haberte podido contar algo mejor?


—No mucho. Eso no cambia nada.




AMARGA VERDAD: CAPITULO 22




AL llegar al salón y no ver a nadie, Natalia se dio la vuelta convencida de que Pedro habría ido a buscar a Esmeralda y de que había vuelto a perder la ocasión de hablar con él.


Esperaron un par de minutos y, entonces, él se levantó y se fue. Paula se sintió perdida sin el calor de su cuerpo.


Corrió a vestirse y, cuando estaba medio cayéndose por las prisas, apareció él con un albornoz.


—No destroces el vestido. Natalia se ha ido convencida de que no había nadie. No creo que vaya a aparecer nadie más.


— ¿Cómo puedes estar tan tranquilo después de que lo que acaba de ocurrir, que ha sido un desastre?


—¿Te refieres a lo de Natalia o a habernos dejado llevar?


— ¡A las dos cosas! —gritó nerviosa—. Se supone que sales con otra mujer, pero no dudas en hacer el amor conmigo y, cuando están a punto de descubrirnos, te quedas ahí tumbado como esperando.


—Para empezar, has sido tú la que ha propiciado nuestro encuentro sexual.


Era cierto y aquello hizo que Paula se sonrojara.


—Bueno, tú tampoco me has rechazado precisamente.


— No, Paula, supongo que ningún hombre habría rechazado una proposición tan encantadora. Al fin y al cabo, somos mortales, como las mujeres. Y tú eres de lo más seductora cuando te lo propones.


—¿Estás tan obsesionado con el sexo que no tienes en cuenta el contexto? ¿Qué habría ocurrido si Natalia nos hubiera pillado?


— Precisamente porque veo el contexto, no me preocupo por algo que no ha ocurrido. Lo que me importa es que he traicionado al hombre que ha sido mi padre, mi amigo y mi mentor.


—Supongo que te estás refiriendo a lo de mi madre —dijo terminando de ponerse el vestido—. Si te preocupa que vaya corriendo a decírselo a Hugo...


— ¡Me importa un bledo lo que hagas! —le espetó furioso—. Lo que no me va a dejar dormir es lo que yo he hecho. No te hagas la buena conmigo. Hugo se va a enterar de todo, pero va a ser por mí, porque se lo voy a decir nada más levantarme. Me he portado de manera desleal, pero no soy un cobarde.


—¿Eso es lo único de lo que te arrepientes?


—¿Debería arrepentirme de algo más?


— Supongo que el hecho de habernos arriesgado a un embarazo no deseado con lo que acabamos de hacer sería motivo más que suficiente de preocupación para otros —contestó helada ante su indiferencia.


—Encima, gracias por recordarme eso. Supongo que no estarás tomando la pildora.


—Pues no. Los encuentros ocasionales no forman parte de mis aficiones y, a diferencia de ti, no salgo con nadie —contestó poniéndose los zapatos e intentando peinarse—. Por cierto, ¿y si Esmeralda se entera de que tú y yo nos hemos.,. ?


—¿Acostado? Bueno, yo no se lo voy a contar y no creo que tú quieras ir por ahí gritando a los cuatro vientos tus indiscreciones.


— También tú has sido indiscreto —le recordó asombrada de lo que le dolía su insensibilidad—. Yo empecé, pero a ti no te costó nada seguirme y culminar la faena.


Pedro la miró y proyectó en ella su furia.


— ¿Quieres que te diga que me siento culpable también por eso? ¡Muy bien, pues sí! Soy el mayor imbécil del mundo. Deberían colgarme por los pulgares, a no ser que prefieras que me corten otra parte del cuerpo, pero no soy mago. No puedo dar marcha atrás en el tiempo. A lo hecho, pecho. Tendremos que vivir ambos con ello.


—¿No ha habido nada bueno, Pedro? —le preguntó sintiendo que las lágrimas le abrasaban los ojos—. ¿Por qué no me rechazaste?


— Porque no es tan fácil —le contestó casi con ternura—, pero no te puedo dar lo que tú quieres. Por eso no deberíamos habernos acostado.


—¿Y qué es lo que yo quiero?


— Amor —le contestó sencillamente—. Por eso viniste a Stentonbridge. Has perdido a tu familia y eso te ha dejado vulnerable, lo que hace que vayas pidiendo amor a gritos — le explicó acercándose y acariciándole la mejilla—. Me habría resultado muy fácil ignorar mi conciencia y haber tenido una aventura de verano contigo. Te mentiría si te dijera que no me atraes, pero no estamos enamorados, Paula. De hecho, ni siquiera nos llevamos bien. He visto a mucha gente que se destroza la vida por confundir sexo y amor. No estoy dispuesto a cometer ese error y menos con la hija de Hugo Presión. Le debo un respeto.


Todo lo que le estaba diciendo tenía sentido. Intentar hacer pasar la lujuria por amor era una locura, algo irrisorio, pero, entonces, ¿por qué le estaba costando tanto no ponerse a llorar? ¿Por qué se sentía como si hubiera encontrado algo maravilloso y se lo hubieran arrebatado sin que le diera tiempo de empezar a disfrutarlo?


—Tienes razón. No me van las historias de verano. Yo quiero algo más de un hombre. Quiero compromiso, continuidad.


— Y yo no estoy dispuesto a ofrecerte eso. Ni ahora ni puede que nunca.


— Ya lo sé y no espero que lo hagas —dijo mirando por la ventana porque no podía mirarlo a los ojos y aunando todas las fuerzas que le quedaban para decirle lo que tenía en mente —. Creo que lo mejor para todos será que olvidemos lo que ha pasado entre nosotros esta noche. No le digas nada a Hugo, no le hagas eso.


— Se lo tengo que contar.


—No —dijo sacudiendo la cabeza y sintiendo que las lágrimas le resbalaban por las mejillas—. No pongas en peligro la relación que tienes con él por lo que me has contado. Ya es bastante con que ya sepa la verdad.


— No te puedo prometer nada, Paula.


— Será mejor que lo hagas —le gritó yendo hacia las escaleras —. Si lo quieres tanto como dices, no descargues tu conciencia sobre él. Tendrás que vivir con ello.Igual que yo.


—¿Dónde vas?


— ¡Donde sea, pero lejos de ti!


—No creo que sea una buena idea. Supongo que nos habrán echado de menos en la fiesta. Si no quieres que nadie sospeche, tenemos que volver juntos. Si nos preguntan, estábamos paseando junto al río. 


No podría hacerlo. No podría fingir que estaba estupendamente cuando tenía el corazón partido.


—Pero si no estás vestido —le dijo apartándolo—. Además, soy perfectamente capaz de inventar una excusa para mi ausencia. No te necesito.


—Estás hecha un asco —le dijo francamente—. Nunca conseguirías engañar a Hugo. Lávate un poco la cara y péinate mientras yo me visto. Tardo un par de minutos.




AMARGA VERDAD: CAPITULO 21




Paula giró la cabeza, paralizada por las conclusiones que tenía en la cabeza. De repente, recordó cosas de la personalidad de su madre que encajaban dolorosamente con lo que le acababa de contar Pedro.


Camila no bebía bajo ningún concepto, detestaba los abusos. De hecho, había sido voluntaria en una casa de mujeres maltratadas. Había insistido en que Paula fuera a la universidad porque ella no había podido ni siquiera acabar el colegio y aquello le había costado muy caro durante su juventud. Tenía una necesidad compulsiva de mejorar. De hecho, había ido a cursos nocturnos uno detrás de otro y había acumulado tantos créditos como para que le dieran el título de licenciada en bellas artes.


— ¿Y bien? —pregunto Pedro mirándola pacientemente—. ¿Por qué se hizo cargo Hugo de la familia de otro hombre?


—No lo sé —contestó girando la cara por completo para que no la viera llorar—, y no me importa. Solo quiero saber por qué no luchó por mí.


Pedro la agarró de la barbilla y la obligó a mirarlo.


—Cometió un error. Se dejó arrastrar por el orgullo herido y, para cuando se dio cuenta de que se había equivocado, tú creías que Nicolas Chaves era tu padre. Te quería tanto que prefirió dejarlo estar y te sigue queriendo tanto que no quería que supieras cómo era tu madre en realidad, quería que tuvieras un buen recuerdo de ella.


— ¡Mi madre! —gimió con amargura a medida que la verdad la invadía—. Camila Chaves, la elegante esposa del doctor, la perfecta anfítriona, la ciudadana respetable cuya vida era una pura mentira. Y yo me creí todo lo que me dijo. ¡Se debió de reír mucho!


Al ver que la histeria se estaba adueñando de ella, Pedro la abrazó y la atrajo hacia sí, a pesar de que ella no quería.


—No te tortures así —le susurró acariciándole la espalda—. Tú eras la víctima, estabas en medio de todo. Tú no tienes la culpa de nada.


—Efectivamente, es tuya. ¡Te odio, Pedro Alfonso, por lo que me has robado esta noche!


—Me odio a mí mismo. Ojalá no te hubiera contado nada. Paula, cariño, no llores así. Te vas a poner enferma.


— jNo me importa! —exclamó mirándolo furiosa—. ¿Sabes lo vacía que me siento? ¿Sabes lo fea que me siento por dentro?


—Tú no tienes nada de fea —le dijo con ternura agarrándole la cara entre las manos —. Eres guapa y deseable y...


Y la besó con tal maestría que se diría que quería borrar todo el mal que le había hecho. La besó con tanta dedicación y pasión que consiguió encender una pequeña llama en el frío que Paula sentía por dentro.


Al notar la mano de Pedro en el cuello y luego en el hombro, Paula le tocó el pecho con las yemas de los dedos y percibió el galope de su corazón. Justo antes de cerrar los ojos, vio un fuego intenso en los de él. Y la llama que sentía en su interior creció, tomó fuerza y corrió por sus venas combatiendo el horror vivido de hacía unos momentos.


Todos los terribles detalles que le acababa de revelar se tornaron una sed insaciable.


Necesitaba que la acariciara, sentirse querida, como si fuera la última mujer sobre la faz de la Tierra. Ansiaba que la amaran, aunque no fuera para siempre, solo un rato.


Le acarició la camisa, buscó los botones y comenzó a desabrocharlos con impaciencia.


Pedro le agarró los dedos con delicadeza.


—No es un buen momento para dejarse llevar. Ni tú ni yo estamos pensando lo que hacemos.


—No quiero pensar. Quiero sentir... quiero curar mis heridas —contestó ella besándole el cuello suavemente y suspirando —. Ayúdame, Pedro.


—No empieces algo que no estás dispuesta a terminar —le susurró. Al notar su lengua lamiéndole el pezón izquierdo, no pudo evitar un gemido de placer.


—Hazme el amor —le suplicó.


—Pero si antes no querías —gimió.


— Pero ahora, sí —le contestó siguiendo con la uña la hilera de vello que descendía por su abdomen.


—Eso no hará que el pasado sé borre.


—No me importa el pasado. Solo el aquí y el ahora. Esto solo nos concierne a mí — continuó acariciándole el abdomen con la palma de la mano y jugando con la cremallera de sus pantalones—... y a ti.


— ¡Pau... la! —suplicó intentando controlar la situación.


Ella le pasó la lengua por el cuello mientras acariciaba con la mano los contornos de su anatomía que no podía disimular.


Pedro se estremeció y gimió. Intentó apartarla, pero ella, arrastrada por el deseo, se quitó el vestido. No llevaba sujetador ni combinación.


Los ojos de Pedro se quedaron clavados en aquel cuerpo y ella supo que había ganado. La besó y le susurró al oído lo que le iba a hacer para que olvidara sus palabras y, a continuación, lo llevó a la práctica.


Le agarró los pechos y succionó sus pezones erectos con tanta fuerza que Paula creyó que se le iba a salir el alma. Siguió bajando con la lengua hasta el ombligo y volvió a subir hacia su boca.


Su lengua sabía a coñac y al perfume de ella. Le puso una mano en la espalda y deslizó la otra hasta la cremallera de la falda. Con una lentitud atormentadora le acarició la parte interna del muslo hasta el encaje de las braguitas. Si no hubiera sabido ya que Paula se moría por él, lo habría averiguado en ese instante.


Aquel hombre era un diablo y un ángel a la vez. Paula se aferró a él y se dejó llevar por los espasmos de placer.


Cuando ya creía que las rodillas no podrían aguantarla mucho más, sintió que Pedro le quitaba el vestido y las braguitas y las dejaba en el suelo. La levantó en brazos y la llevó a uno de los sofás.


Mientras oleadas de placer recorrían su cuerpo, Paula observó cómo Pedro se despojaba de sus ropas. Lo que había debajo merecía la pena.


Alargó la mano para tocarlo, pero él se lo impidió.


—Déjame que te toque. Quiero darte placer.


—Todavía no he terminado contigo —contestó él con voz acaramelada.


—Pero, no puedo... otra vez, Pedro... —dijo cerrando los ojos y sintiendo lágrimas bajo las pestañas.


Pedro se metió entre sus piernas y la recorrió con la punta de la lengua hasta hacer que se arquearse compulsivamente.


— Sí, sí que puedes, Paula, Y, cuando esté dentro de ti, lo comprobarás.


Paula estaba segura de que estaba equivocado. Le hubiera bastado con el placer de abrazarlo y de verlo gozar, pero lo siguió y cruzó con él la frontera del placer hasta que su simiente se desparramó en su interior.


El olor de sus cuerpos, de la loción de él y del perfume de ella, del coñac, de un hombre y una mujer, del sexo, empapó la noche. El silencio solo se veía interrumpido por la respiración entrecortada de Pedro. Paula sentía sobre ella el peso de su cuerpo, mientras él descansaba tras el esfuerzo en aquel lugar secreto, perfecto para el descanso del guerrero.


Paula no sabía cuánto tiempo habían estado así, pero, de repente, oyeron la puerta de abajo y la voz de Natalia.


Pedro, ¿estás ahí? Tenemos que hablar.


Paula exclamó horrorizada. Miró a su alrededor y vio las ropas de ambos tiradas por toda la habitación. Sintió que se le tensaban todos los músculos del cuerpo y miró a Pedro, que seguía sobre ella. «¿Qué hacemos?», pensó.


Pedro sacudió la cabeza y le tapó la boca. 


Natalia ya estaba en la planta de arriba y avanzaba por el pasillo hacia allí.