domingo, 10 de mayo de 2020

SU HÉROE. CAPÍTULO 37




—Me temo que mi teoría no ha cuajado —Pedro alzó la voz para hacerse oír por encima de los gritos de los niños.


—¿Disculpa? —dijo Paula al otro lado de la línea.


—Disculpa tú. Son los niños, que están armando mucho jaleo —Pedro cerró la puerta de la cocina para poder hablar con más calma—. Acabo de recibir una llamada de la policía.


—¿Sí? Cuéntame.


—No son buenas noticias. Han investigado a todas las personas que invirtieron en la empresa de Benjamin y que viven en la zona de Philadelphia. No ha aparecido nadie que tuviera un hijo o una hija estudiando en Boston. Lo más aproximado era un universitario de Georgetown, pero lo han entrevistado y los datos no encajaban. Lo siento —Pedro maldijo entre dientes antes de añadir— Parece que lo único que sé hacer últimamente es pedirte disculpas. Creía que de verdad había dado con algo la pasada semana.


—No es culpa tuya. Puede que solo sea una coincidencia que me pincharan las ruedas y llenaran de pintadas mi plaza de aparcamiento en periodo de vacaciones.


—Pero encajaba. Era más que una coincidencia. Yo intuí que encajaba.


—Lo sé.


—También he llamado para decirte que voy a llegar un poco tarde a recogerte. Mi madre no puede pasar a ocuparse de los niños hasta las siete.


—No hace falta que vengas —dijo Paula de inmediato.


—Tu padre quiere que te lleve a la fiesta de Año Nuevo de la empresa y eso pienso hacer. Voy a estar tan ocupado vigilando el terreno, protegiendo tu espalda e investigando a cualquiera que quiera hablar contigo que vas a pasar la peor tarde de tu vida. Pero al menos estaré allí haciendo mi trabajo. Y te devolveré a casa de una sola pieza.


Paula dejó escapar una risa cálida, encantada, y Pedro sintió un grado de satisfacción que rozaba el ridículo.


¿Por qué reaccionaba así con aquella mujer? El mero hecho de poder hacerla reír lo llenaba de júbilo.


Cuando pasó a recogerla a las siete y cuarto en punto no pudo ocultar su admiración al verla. 


Estaba fabulosa con el vestido negro de tirantes que había elegido para la ocasión. El vestido se ceñía a todas las partes en que aún era posible hacerlo y caía en pliegues donde no era posible. 


Su espalda y sus hombros desnudos eran pálidos y perfectos, y Pedro deseó al instante poder deslizar los labios por su cálida y cremosa piel.


Paula lo recibió con una sonrisa deslumbrante, tal vez demasiado, y un brillo en sus ojos azules que podría haber competido con las luces de Las Vegas. Ya que Pedro esperaba ver reflejado en ella su propia e indigesta mezcla de emociones negativas, no pudo evitar alzar una ceja con gesto irónico.


—¿Has recibido un regalo de navidad de última hora, o algo parecido?


—He decidido que tengo que cambiar de actitud —contestó Paula, que a continuación tomó un pequeño y elegante bolso negro y se echó un chal del mismo color por los hombros. Su voz y sus movimientos eran vigorosos, decididos —. Este es el año en que va a nacer mi niño y quiero que empiece con buen pie.


—Te tomas pocas cosas con calma, ¿no? —preguntó Pedro mientras salían.


—Soy testaruda, y soy una luchadora —Paula cerró la puerta y se encaminaron hacia el coche—. ¿Pero qué es lo que dice ese cuento sobre el roble y los juncos? —continuó—. Los juncos se pliegan ante el viento y sobreviven, pero el roble permanece rígido y es arrancado de raíz.


—¿Acaso temes que los vientos que soplan también te arranquen a ti de raíz? —Pedro abrió la puerta del coche y tomó a Paula por el codo para ayudarla a entrar porque el suelo estaba mojado y resbaladizo. De inmediato captó su aroma a jazmín y azahar. Pensó que ya debería ser inmune a él, pero no era así. En todo caso, el poder que ejercía sobre sus sentidos era cada vez más intenso.


—Solo querría aprender a dejarme llevar un poco más —dijo Paula, melancólica—. Veo cómo lo hacen otras personas, por ejemplo tú, y a menudo me encuentro observándolas para tratar de aprender la técnica.


—¿Era eso lo que estabas haciendo en la fiesta que se organizó en la iglesia? —de pronto, Pedro vio la imagen de Paula en su recuerdo, su gesto, su peculiar expresión de anhelo. En aquel momento se había asustado, pero, ¿y si la había interpretado mal?


—Supongo que sí —contestó ella—. Probablemente. Pero es una locura, porque imagino que eso podría funcionar tan bien como si alguien que quisiera aprender a tocar el piano pretendiera conseguirlo a base de ver tocar a un virtuoso. ¿Pero cómo hemos acabado hablando de esto?


Dedicó una mirada acusadora a Pedro mientras este arrancaba el coche y reía al sentir que se le había quitado un gran peso de encima. ¿Paula estaba tratando de aprender a ser una buena madre a base de observarlo a él? Más que darle miedo, aquello resultaba gracioso, porque, ¿qué respuestas tenía él? ¡Ninguna!


—No ha sido culpa mía. He hecho un simple comentario sobre la poca calma con que te tomas las cosas.


—No ha sido simple. Ha sido personal y perspicaz. Pero lo único que pretendo hoy es pasar una buena noche de Año Nuevo, así que no lo olvides.


—¿Forma parte de mis obligaciones conseguir que los pases bien?


—No lo dude, señor Alfonso.


Pedro miró a Paula de reojo mientras conducía.


—Me pregunto si seré capaz de llevar adelante un encargo tan duro, señorita Chaves—dijo con suavidad.


—Si quieres, podemos hacer algún ejercicio práctico.


—¿Y en qué consistiría?


—¿Y usted qué cree, señor Alfonso?


—Hmm... Se me ocurren algunas ideas.


De manera que Paula Chaves podía flirtear. Era una faceta de ella que Pedro no había visto hasta entonces. Pero no era de extrañar porque, dadas las circunstancias, había habido muy pocas oportunidades de que aflorara aquel aspecto más ligero de su personalidad.





SU HÉROE. CAPÍTULO 36





Una vez en el salón, Pedro dejó a los niños frente a la chimenea y les hizo extender las manos hacia el fuego para que entraran en calor.


—Son unos niños encantadores y muy obedientes —dijo Paula —. Apenas te dan guerra.


—No están mal —dijo Pedro en tono desenfadado, y sonrió.


Paula rió.


—¡Como si no te parecieran la cosa más preciosa del mundo, Pedro Alfonso!


—De acuerdo, de acuerdo, pero no exageremos —dijo él, y se puso repentinamente serio—. Me siento como si ya hubiera resuelto el caso, y no debería.


—¿Y no lo has resuelto? De momento yo estoy muy impresionada.


—No está resuelto —insistió Pedro mientras quitaba los abrigos a los niños.


—¿Chocolate? —dijo Leonel, esperanzado.


—Enseguida estará listo —contestó su padre, y volvió a mirar a Paula —. Simplemente es una posibilidad a seguir en las investigaciones.


—Eso es bastante, ¿no? Mucho más de lo que teníamos hace un par de horas —Paula tomó los abrigos de los niños—. Voy a meterlos un rato en la secadora.


—Tenemos que convencer a la policía para que enfoque la investigación desde ese punto de vista.


En lugar de seguir la conversación se centraron en los niños. El chocolate, unido al efecto del aire fresco y el fuego, los dejó rápidamente adormecidos. Con Leonel en brazos sorbiendo el chocolate y aún embrujado por el fuego, Paula sintió que una plácida y desconocida calidez se apoderaba de ella.


Qué piel tan suave y que pelo tan sedoso tenía... 


Lo besó impulsivamente en la mejilla. ¿Sería su bebé tan perfecto, tan brillante, tan feliz? Pedro era muy afortunado. Mucho más de lo que él mismo podía imaginar.


Tras terminar el chocolate, los dos niños acabaron dormidos en la alfombra, frente al fuego.


—¿Cuánto tiempo crees que dormirán? —preguntó Paula.


—Si les dejo, unas dos horas. Pero entonces se dormirán demasiado tarde, así que les dejaré dormir más o menos una. Y me gustaría aprovechar este rato para que hablemos un poco con calma.


—¿Sobre el tipo de las pintadas? Estoy...


—No, no sobre eso.


—Estoy harta de ese tipo.


—Lo sé. Pero de lo que quiero que hablemos es de lo que pasó ayer. Decirte que te fueras porque a Bruno se le iba a hacer tarde fue una grosería, y quiero disculparme por ello.


Paula tenía dos opciones: aceptar las disculpas o discutir. La primera era la más cómoda.


«Pero desde la primavera pasada he adquirido la costumbre de tomar el camino más difícil para todo», pensó. Unos segundos después se oyó decir:
—Si eso es cierto, ¿por qué lo dijiste?


Pedro contestó tras un largo silencio.


—No lo sé —su expresión era cerrada y no invitaba a ningún tipo de discusión.


A Paula le conmocionó la intensidad de la decepción que sintió. Sabía que Pedro estaba mintiendo, y le dolió que así fuera.


Pero lo ocultó muy bien.


—Avísame cuando lo sepas.


Pedro volvió la mirada hacia la chimenea.
—De acuerdo.


Paula no sabía si enfadarse o dejarlo correr. Lo cierto era que se trataba de una pequeñez comparada con los crudos y emocionales momentos que habían compartido.


Pedro se movió en el sofá, claramente incómodo, y añadió:
—Te avisaré cuando averigüe por qué todo lo que siento por ti me asusta tanto. De momento, tendrás que conformarte con el «no lo sé».


—De acuerdo —contestó Paula, como si nada de aquello importara demasiado.


El problema era que todo lo relacionado con Pedro Alfonso estaba empezando a importarle más y más, y no le estaba sirviendo de nada tratar de negarlo.




SU HÉROE. CAPÍTULO 35




—Tienes razón —dijo una hora y media después—. Son realmente obscenas.


Pedro había pasado por el garaje a tomar unas fotos de los mensajes escritos con un pulverizador rojo en la pared del aparcamiento. 


Sus hijos estaban jugando en otra habitación con Eileen. Paula y él estaban reunidos con Otis en el despacho de este.


—Creo que tienes razón al pensar que podemos llegar más lejos si nos olvidamos de la policía —dijo Pedro —. Este es un caso insignificante para ellos. Quiero echar un vistazo a todo lo que tenemos al respecto para ver que nos sugiere.


Paula sabía que estaba trabajando privadamente en el caso, pero no sabía que ya lo tenía todo tan organizado. Pedro extendió sobre el escritorio un listado en que se detallaban las fechas en que se habían recibido los anónimos, las fechas de los matasellos y las palabras que contenían, además de los otros incidentes.


—Si hay un patrón en todo esto, no es nada obvio —comentó.


—Excepto que parece que nuestro tipo se está especializando en que mis vacaciones resulten memorables —dijo Paula—. Me rajó las ruedas el día de Acción de Gracias.


Otis rio.


—Anota eso en tu lista, Alfie. A ese miserable no le gusta el pavo.


—Puede que lo haga, porque de lo contrario apenas tenemos nada —contestó Pedro —. La compañía de Benjamin tenía más o menos dieciséis mil inversores por todos los Estados Unidos. Las cartas han sido enviadas de seis localidades distintas. Tres de ellas tienen huellas de tres juegos de dedos diferentes, pero no encajan con ninguna de las que la policía guarda en sus archivos.


Se encogió de hombros.


—No tienes experiencia en ese terreno, ¿verdad? —preguntó Otis.


—No. Y te aseguro que no me molestaría en lo más mínimo si contrataras a alguien que sí la tenga. Mi especialidad consiste en prevenir los crímenes, no en resolverlos.


—Aún no quiero hacer eso —Otis se levantó y empezó a caminar de un lado a otro del despacho—. ¿Le has contado a Benjamin algo de todo esto, Paula?


—No. Apenas hemos estado en contacto. Aún estoy esperando a saber qué quiere hacer respecto al bebé.


—Creo que deberías contárselo. Benjamin podría darnos alguna pista.


Otis movió la cabeza lentamente, como si la enormidad de los fallos de Benjamin Deveson fuera más de lo que podía soportar. Paula sintió la oleada de determinación que se apoderaba de ella cada vez que veía a su padre agobiado. Ella podía manejar a Benjamin, saliera con lo que saliera. Y también podía enfrentarse al asunto de su misterioso agresor. Benjamin no tenía por qué enterarse de aquello.


—Ahora voy a echar una cabezada —dijo Otis—. ¿Por qué no sacáis mientras a los niños a dar un paseo? Tienes aspecto de necesitar un poco de aire fresco, Paula.


«Sí, pero no en compañía de Pedro».


Paula no dijo aquello en alto, y se limitó a asentir. Su padre parecía cansado. Todo aquel asunto le estaba afectando más que a ella misma.


—Voy a por mí abrigo, Pedro —dijo—. Y mientras tú te ocupas de recoger tus papeles iré a atrapar a los niños. Papá tiene razón respecto a lo del aire fresco.


—No estoy seguro de que puedas atrapar nada más veloz que un gusano —dijo Pedro a Paula cuando el padre de esta salió de la habitación.


Esperaba ganarse una risa, pero todo lo que obtuvo fue una media sonrisa. ¿Estaría enfadada, o simplemente se mostraba cautelosa? Después de cómo la había despedido el día anterior, tenía derecho a ambas cosas. Su remordimiento no le sugería una estrategia útil para superar el problema. 


¿Disculparse? Solo si quería empezar lo que acabaría siendo una incómoda discusión. 


¿Besarla, tal vez?


¡No!


¿Cuántas veces había tenido que volver a la casilla de salida con aquella mujer? No quería tener que volver a hacerlo. Sin duda, su relación tendría que evolucionar en algún momento. 


Debía dejar de desearla y de desconfiar de ella a la vez... y de odiarse a sí mismo por tener ambos sentimientos. «Resuelve el caso y así podrás salir de su vida», se dijo. «Encuentra al sospechoso».


Como Paula, él estaba intuitivamente seguro de que se trataba de un hombre. ¿Pero de qué hombre?


Una vez en el jardín, los niños empezaron a corretear y a jugar con la nieve. La semana anterior había habido una fuerte nevada en la zona y aún quedaba bastante.


Les encantaba, y Paula respondió a sus gritos y a sus risas mientras jugaban. Hicieron bolas de nieve y un muñeco de nieve muy pequeño.


Pedro no se dio cuenta de que llevaba varios minutos mirándola sin dejar de sonreír hasta que empezó a dolerle la cara.


¿Por qué no podía dejar de mirarla? ¿Por qué apartaba ella la vista tan rápido cada que veía que la estaba mirando? El pelo se le había soltado y la punta de su nariz y sus mejillas se habían puesto rojas a causa del frío. En determinado momento tropezó y estuvo a punto de caer sobre la nieve. Pedro fue rápidamente a ayudarla, pero ella negó con la cabeza.


—Estoy bien, pero es normal que con esta barriga pierda el equilibrio de vez en cuando.


—¿Estás segura? ¿No quieres que volvamos a entrar?


—Estoy bien, Pedro, pero los niños tienen los guantes empapados y los dedos helados.


Pedro iba a decir algo, pero de repente se quedó callado, como si acabara de pensar en algo.


—¡Es un niño! —dijo de pronto—. Tiene que ser un niño. Es lo único que encaja.


Por un momento, Paula no comprendió. Los oscuros ojos de Pedro parecían brillar especialmente, y en su rostro había una clara expresión de triunfo.


—¿Te refieres al tipo de los anónimos? —preguntó, extrañada.


—Sí —Pedro se agachó para retirar los guantes empapados de las manos de Martin—. Uf, tienes razón respecto a lo de sus dedos. Será mejor que volvamos dentro.


Tomó a ambos niños en brazos para llevarlos de vuelta a la casa, pero Leonel empezó a gimotear porque quería seguir en la nieve. Pedro miró a Paula.


—¿Con qué puedo distraerlos? —preguntó.


—¿Les gusta el chocolate caliente con bizcocho? 


Los niños se animaron de inmediato al oír aquello y Pedro siguió hablando mientras se encaminaban hacia la casa.


—Debe tratarse de un estudiante joven. Pero no es tan brillante como pretende que creamos, porque si de verdad tiene intención de entrar en tus cuentas a través de Internet, aún no ha conseguido nada.


—Al menos según las comprobaciones que se han hecho hasta ahora.


—Por tanto es un peso ligero. Pero eso no significa que no sea peligroso.


—¿Por qué? —Preguntó Paula, y añadió—: Deja que yo lleve en brazos a uno de los niños.


—Estoy bien —casi habían llegado a la casa—. Voy a dejarlos un rato ante la chimenea para que entren en calor mientras tú preparas el chocolate.


—¿Quieres tú uno?


—Sí, por favor. Y en cuanto a tu pregunta, ¿te refieres a por qué creo que es un estudiante?


—Sí.


—Por lo que has dicho respecto a que estaba haciendo que tus vacaciones resultaran memorables. Su casa debe estar en Philadelphia, pero su colegio debe estar en otro sitio. Boston, tal vez. Sus apariciones en tu vida se limitan a los periodos de vacaciones. Esto es un juego para él. Al menos en teoría. Podría estar equivocándome.