miércoles, 7 de marzo de 2018

EN LA NOCHE: CAPITULO 17





-Desde luego, el azul es el color que mejor te sienta –dijo Judith, mientras descolgaba otro vestido-. Mira cómo te resalta el color de los ojos.


-A mí me gusta el rojo de seda –dijo Geraldine-. Con esa figura que tienes, estarías impresionante. Aprovéchala mientras te dure.


-Vamos, Gelraldine –protestó Judith-. Es tu primer hijo, y el embarazo es la parte más fácil.


-¿Fácil? ¿De verdad te parece fácil el embarazo? Aún me queda un mes, y hace varias semanas que no me veo los pies.


-Adelgazarás en muy poco tiempo.


-Estás muy guapa –intervino Paula-. Rebosas felicidad.


-Tonterías. En fin, esto me pasa por casarme con un hombre atractivo.


La sonrisa de Paula se convirtió en risa.


-Lo siento, pero a pesar de las pruebas, no puedo considerar atractivo a mi hermano.


-Menos mal. Hablando de hombres atractivos, ten cuidado con Pedro. Iba a quemar mis vestidos de premamá en cuanto diera a luz, pero los guardaré para ti –se llevó una mano a la boca-. Oh, Dios mío, Paula, ¿estás…?



-¿Qué?


-No tiene nada de malo, por supuesto. Estas cosas pasan.


-¿Crees que…? –Paula sacudió la cabeza-. No, no estoy embarazada.


Geraldine levantó las cejas.


-¿Estás segura?


-Completamente.


-Tienen prisa porque están enamorados, eso es todo –dijo Judith-. ¿No te has fijado en que Pedro no le quita las manos de encima?


-Ah, recuerdo aquellos días –suspiró Geraldine-. Jeronimo era tan apasionado… Probamos todos los muebles de la casa.


Paula cerró los ojos. Pedro y ella habían estado tumbados juntos en la cama y en el suelo, y sabía que a él no le importaría probar la cocina. De repente, se imaginó debajo de Pedro en la mesa de cristal. Se preguntó una vez más qué ocurriría si no estuvieran fingiendo.


Se lo había preguntado muchas veces durante aquella semana, desde que visitaron la propiedad de Fitzpatrick. 


Ninguno de los dos quería hablar de la forma en que había terminado la visita. Al margen de felicitarla por su capacidad de improvisación, Pedro no había hecho ningún comentario.


Era un asunto de negocios. Ni siquiera la había rozado.


Ya no sabía si aquello era o no lo que ella quería. Aquella situación se le estaba escapando de las manos. Quería que su familia aceptara su compromiso y a la vez le sentaba mal su entusiasmo. Quería que Pedro se mantuviera alejado de ella y se sentía frustrada cuando cumplía sus deseos.


No entendía cómo era posible que no hubiera significado nada para él. Noche tras noche, la escena se repetía en su mente. La fría superficie de la mesa, los espejos que reflejaban su imagen, el cuerpo de Pedro sobre el suyo.


Pero en sus sueños no tenían público, y ninguno de los dos fingía.


-¿Te has puesto colorada, Paula? –preguntó Judith.


-Aquí hace mucho calor –explicó apresuradamente, mientras volvía a colgar la prenda que había sacado su cuñada-. Ese vestido es demasiado extravagante. No suelo ponerme esas cosas.


-De eso se trata. No te ofendas, pero hace varios años que estoy buscando la ocasión de intentar convencerte para que cambies el vestuario.


-Mi ropa no tiene nada de malo.


-No, pero eres tonta –contestó Judith, riendo.


-No te entiendo.


-Debajo de esas cosas tienes una figura impresionante, pero no dejas que nadie lo note.


-La ropa suelta me resulta más cómoda.


-¿Y por qué no llevas el pelo suelto?


-Se me caería en la comida al cocinar.



-Judith tiene razón –intervino Geraldine-. Has estado empeñándote en ocultar que eres una mujer atractiva porque no querías atraer a ningún hombre.


-Eso es ridículo.


-No te critico. La verdad es que, teniendo en cuenta lo que pasaste con Ruben, es perfectamente comprensible que no te atrevieras a volver a acercarte a un hombre.


Lo que había dicho Geraldine era tan cierto que Paula se sintió incómoda.


-No se me había ocurrido pensarlo. No me había dado cuenta de que os avergonzáis de ir por la calle conmigo.


-No me importa tu forma de vestir –dijo Judith-. ¿No te das cuenta? Lo que me preocupa es el motivo por el que vistes así.


Geraldine asintió.


-Te queremos como a una hermana, y queremos verte feliz.


-No soy infeliz.


-¿No te das cuenta de que has estado escondiendo el corazón, igual que escondes el cuerpo? Ahora que estás con Pedro, ya no tienes motivos para seguir comportándote así.


-Pero…


-No es sólo el embarazo lo que hace que Geraldine esté rebosante de felicidad. Es el amor. Atrévete a disfrutar de esos sentimientos, Paula. No hay nadie que lo merezca más que tú.


-Oh, no –murmuró Geraldine, sacando un pañuelo del bolso.


Paula se arrodilló junto a su cuñada al ver que estaba llorando.


-¿Qué te pasa?


-No te preocupes. Es por las hormonas. Últimamente lloro por cualquier cosa.


-Sí, está insoportable –bromeó Judith-. No la puedo llevar a ningún sitio.


-Quizás te sentirías mejor en casa –dijo Paula-. Con todo el trabajo que tengo que hacer, podríamos salir de compras en otra ocasión.


-Nada de eso –protestó Geraldine, enjugándose las lágrimas-. No te vas a escapar tan fácilmente. Tengo una misión, y voy a cumplirla.


-¿Una misión?


-No vamos a salir de aquí hasta que no te hayas comprado un vestido que deje sin aliento a Pedro.


-Pero…


-Ya lo sé, ya lo sé. Probablemente ya lo has dejado sin aliento, a juzgar por las miradas que te lanza.


-Te has vuelto a poner colorada –dijo Geraldine, riendo-. ¿En qué piensas?



-Déjalo para después –declaró Judith, entregándole varios vestidos y empujándola al probador-. Cuando salgamos de aquí tenemos que ir a la peluquería.




EN LA NOCHE: CAPITULO 16





Frente a ellos apareció la casa, impresionante. Las ventanas reflejaban los rayos de sol vespertino.


No era un edificio ostentoso, pero emanaba la sensación de poder y dinero en grandes cantidades. Dinero sucio y poder corrupto.


Un hombre, vestido con un impecable traje negro, que, sin embargo, lucía también la marca de la pistola bajo la axila, dirigió las maniobras de Pedro para aparcar frente a la casa.


-Todo lo que tienes que hacer es mantenerte serena y actuar con naturalidad –le recordó Pedro, con un susurro, mientras aparcaba junto a una limusina negra.


-Vale –dijo Paula, secándose una vez más las palmas de las manos en la falda.


-Ojalá podamos inspeccionar la parte trasera de la casa en esta visita, pero si no surge la ocasión no la forzaremos; sería absurdo poner el plan en peligro. De momento, seguiremos nuestro instinto.


-Odio esa palabra.


-No hace falta que te pongas histérica –le dijo Pedro, arqueando una ceja.


-¡Por supuesto que no! –protestó ella.


-No dejaré que te pase nada, Paula –dijo en voz baja.


Otro hombre vestido de negro, más alto y musculoso si cabía que los anteriores, los precedió a la entrada de la casa. Los condujo a una cómoda habitación que daba a un pequeño jardín interior. Paula guardó silencio mientras esperaban, repasando los distintos menús que había preparado para someterlos a la aprobación de la familia.



Diez minutos después se abrió la puerta que daba al jardín, dando paso a una joven de pelo rojo y estatura baja.


-Perdón por el retraso –dijo mientras se sacudía los pantalones cortos, manchados de tierra-. Espero no haberos hecho esperar mucho tiempo.


Paula levantó la cabeza de sus notas y la miró sorprendida.


-¿Es usted la señorita Fitzpatrick? –preguntó.


-Tuteadme, por favor –repuso la muchacha, quitándose los guantes de jardinero y cruzando la habitación para presentarse-. Gracias por venir. Tú debes de ser Paula. Tu madre me dijo que traerías una lista de posibles menús –añadió, mirando a Pedro.


-Éste es Pedro Alfonso, mi novio –se apresuró a decir Paula.


Marion apenas prestó atención a la presentación de Pedro; se dedicó de lleno a estudiar los menús con Paula y planear los detalles. En cuestión de minutos, las dos estaban enfrascadas en la conversación, discutiendo sobre el color adecuado de los manteles y la variedad de los canapés.


Poco a poco, Paula empezó a relajarse. Para ser la hija de un criminal, Marion Fitzpatrick era una muchacha muy agradable; parecía tan emocionada por el acontecimiento como cualquier otra novia. Juntas, repasaron las notas que Paula y su madre habían preparado. No sólo los Chaves iban a servir la comida, sino que también iban a encargarse de las bebidas en el baile que seguiría a la comida. 


Ciertamente, era un encargo muy importante para Chaves Catering, que iba a ganar mucho dinero con ello.


Pero Larry Fitzpatrick era un delincuente, lo que quería decir que el suyo no era dinero limpio. Paula se preguntaba hasta qué punto estaría enterada Marion Fitzpatrick de los negocios de su padre. Pedro había dicho que le mafioso se enorgullecía de mantener separada la familia de los negocios, así que era más que probable que su hija no supiera nada.


-Me gustaría que celebráramos la fiesta en el jardín –dijo Marion, señalando la ventana-. Siempre ha sido mi lugar preferido de la casa.


-No me extraña. Es precioso –asintió Paula.


-He intentado disuadirla, pero veo que es imposible.


Un hombre de mediana edad, corpulento y de buena presencia irrumpió en la habitación, con una apacible sonrisa en los labios. Se colocó junto a Marion y, con delicadeza, la besó en la mejilla.


-¿Qué tal van las cosas, cariño?


-Bien, papá. Creía que tenías una cita.


-Y la tengo. Sólo quería despedirme de ti antes de irme.


Marion se volvió hacia Paula y Pedro.


-¿Conocéis a mi padre?


Paula ahogó un grito de sorpresa. De modo que aquel hombre era Larry Fitzpatrick, el peligroso delincuente. Tenía que tratarse de un error; aquel señor tan agradable no podía ser un mafioso.



-Mi padre no quiere que hagamos la fiesta en el jardín; dice que sería un desastre si hiciera mal tiempo.


-Entiendo perfectamente que el tiempo le preocupe, señor, pero no creo que esta ola de calor vaya a durar demasiado, y contamos con protectores con barras y sombrillas para las mesas en caso de que llueva. Además, las carpas son impermeables.


-¡Eso es genial! –exclamó Marion, volviéndose hacia su padre.


A Fitzpatrick no pareció gustarle demasiado la idea. Durante un instante, la apacible expresión cambió y Paula vislumbró una mirada tan dura como el acero tras su sonrisa imperturbable.


-Sí, eso lo arreglaría todo. Podríamos colocar las mesas y lo demás en la parte este de la casa.


-Gracias, papá –respondió Marion, entusiasmada.


Pedro esperó hasta que el señor Fitzpatrick abandonó la habitación para continuar la conversación.


-Si nos enseñas el lugar podremos empezar a proyectarlo todo –dijo a Marion.


-Vale. ¿Hemos acabado ya con los menús? –preguntó a Paula.


-Sí, lo tengo todo. De todas formas, si surge algo te llamaré inmediatamente.


-Genial –contestó Marion, conduciéndolos al exterior.


La limusina negra abandonaba en aquellos momentos la propiedad, y Pedro vigiló atentamente su marcha.


-Después de echar un vistazo al jardín será mejor que continuemos la gira hasta la cocina –observó Pedro-. Así podremos hacernos una idea de lo que vamos a necesitar.


-Con la cantidad de invitados que esperamos, vamos a tener que habilitar un lugar en el jardín donde podamos preparar los platos y organizar las cosas –añadió Paula.


-Ah, y no queremos molestar, así que si no enseñas las partes de la propiedad que debemos evitar.


-Oh, bueno, eso es lo más sencillo. Mi padre tiene sus oficinas en el ala de la casa que da al otro lado del garaje. El acceso a esa parte de la casa está prohibido a los invitados; el resto es todo vuestro.


Durante la siguiente media hora, Marion se dedicó a enseñarles la propiedad. Aunque sus gestos eran relajados y su mirada tranquila, Paula era consciente en todo momento de la intensa actividad cerebral de Pedro, que registraba cada detalle en su mente.


El recorrido finalizó en la cocina, una inmensa estancia, acondicionada con todas las novedades en electrodomésticos del mercado. Aquel lugar iba a hacer las delicias de Esther y Christian.


Marion echó un rápido vistazo al reloj de pared que colgaba frente a ellos.



-Lo siento, pero tengo que darme prisa. He quedado con mi novio en menos de media hora, y necesito cambiarme de ropa… -dijo, contemplando sus pantalones manchados de tierra.


-Gracias por dedicarnos tanto tiempo. Va a ser una boda preciosa –dijo Paula, estrechándole la mano.


-Gracias por todo –respondió Marion-. Os acompañaré a la puerta.


-Oh, no te preocupes. Sabemos salir –interrumpió Pedro.


En cuanto Marion hubo desaparecido, Pedro avanzó en dirección contraria.


-Por ahí no se sale –le advirtió Paula.


-Ya lo sé. Quédate aquí y disimula. Si viene alguien, ponte a contar cacerolas, o algo así.


-Pero has dicho que no íbamos a arriesgarnos –protestó Paula.


-He dicho que seguiríamos nuestra intuición. Y ésta es una oportunidad demasiado buena para desaprovecharla.


Paula lo había seguido por el pasillo, hacia la puerta que separaba las oficinas del resto de la casa.


-Vuelve a la cocina y espérame.


-No.


-Paula…


-No me voy a quedar en la cocina esperándote, con todos esos gorilas merodeando. Me quedo contigo.


-No tengo tiempo para discutir –susurró Pedro-. Sígueme y estate callada.


Ambos se introdujeron en una habitación que tenía la puerta entreabierta. Un pequeño recibidor permitía el acceso a un par de puertas cerradas. Pedro trató de abrir una de ellas, sin éxito.


-Éste debe ser su despacho –comentó.


Luego lo intentó con la siguiente, que se abrió fácilmente, mostrando lo que parecía una anticuada sala de espera, con un inmenso sofá y dos sillones a juego. Pedro echó una mirada, inspeccionando la habitación, y volvió al recibidor para continuar con el recorrido.


Había una tercera puerta al final de la sala, que le había pasado desapercibida; con precaución, Pedro inspeccionó la manija de la puerta para introducirse en ella, y Paula lo siguió.


Un repentino movimiento en la pared de enfrente hizo que Paula contuviera la respiración, hasta que fue consciente de que era su propio reflejo en un espejo. Sorprendida, miró a su alrededor. Las paredes de toda la sala estaban cubiertas de espejos, creando una sensación de infinitas habitaciones que se abrían interminablemente.


-¡Bingo! –exclamó Pedro.



-¿Qué?


-Esta es la sala de reuniones. Espejos en las paredes y la mesa de cristal transparente. Así nadie puede esconder armas, grabadoras o casa así. Supongo que Fitzpatrick se sienta en la silla que está frente a la ventana, con la lámpara detrás.


-¿Qué haces? –preguntó Paula, sorprendida con las idas y venidas de Pedro.


-Comprobar a qué parte de la casa de esta ventana. Creo que da justo al otro lado; la parte más separada e independiente de la propiedad.


De pronto, Paula se dio cuenta del peligro que corrían.


-Pedro, date prisa, puede venir alguien.


-No te preocupes. Si nos sorprenden, buscaremos alguna excusa.


-Creo que deberíamos marcharnos ya.


Paula miró hacia la puerta. Con las prisas no la había cerrado convenientemente. Y quizá fuera su imaginación, pero había creído oír el sonido de unos pasos. Pedro se llevó el dedo a los labios para pedirle que guardara silencio.


En efecto, una sombra se reflejó en uno de los espejos de las paredes.


No había ningún lugar donde esconderse en aquella habitación y, si los encontraba allí alguno de aquellos fornidos guardaespaldas, cualquiera sabe de qué sería capaz.


Pedro se movió con rapidez. Tomando a Paula por la cintura, la subió a la mesa. Sin decir una palabra empezó a desabrocharle la blusa y subirle la falda.


Desconcertada, Paula le dejó hacer, sin entender a qué venía todo aquello. De pronto, comprendió sus intenciones.
“Si nos sorprenden, buscaremos alguna excusa”.


No debería haberse sorprendido, pero lo hizo. Pedro, el intrépido investigador, no se arredraba ante nada.


Con una sacudida se quitó las sandalias, prestándose a colaborar en la parodia. Le rodeó la cintura con las piernas y lo atrajo hacia sí. Con la falda subida había muy pocas cosas entre el cuerpo de Pedro y el suyo. Podía sentir perfectamente cada centímetro de él.


La puerta se abrió, y Paula empezó a gemir, quedamente al principio, y con toda la fuerza de la pasión que representaba al poco tiempo.


-Sí, por favor, sigue.


-¿Así, cariño? –preguntaba Pedro, empujando con la pelvis.


-Sí, sí… -suspiraba Paula.


-Cariño, me vuelves loco…


Paula vio de reojo que un guardia armado entraba en la habitación y se apoyaba en la pared, mirando la escena con los brazos cruzados.


Pedro la tomó por las caderas, alzándola ligeramente para encajarla con más firmeza en su cuerpo, y ocultar con la falda lo que estaban haciendo. O, en realidad, para ocultar que no lo estaban haciendo.


Ambos aceleraron el ritmo de los gemidos, acoplándose al movimiento de caderas. Paula suspiró en lo que a ella le pareció una buena imitación de una mujer en pleno éxtasis, y Pedro la imitó al cabo de unos segundos. Reclinándose sobre ella, Pedro le susurró al oído:
-Gracias –consiguió articular, casi sin aliento-. Creo que se lo ha tragado.


Incorporándose, Paula se miró en el espejo de la pared. 


Apenas se reconocía en aquella mujer de cabellos sueltos y revueltos y camisa arrugada. Sus ojos relucían de excitación y deseo. Parecía una mujer desinhibida.


De pronto, fue consciente del riesgo que estaban corriendo.


-¿Habéis terminado ya, muchachos?


Paula fingió una sorpresa que estaba lejos de sentir.


-¡Dios mío, Pedro! –gritó, abrazándose a él.


Pedro continuó abrochándose el cinturón, como si nada hubiera pasado.


-Eh, amigo, no te importa, ¿verdad?


No había asomo de sospecha en el rostro sonriente del guardia.


-No, hombre –contestó mientras los escoltaba hasta la furgoneta-. Claro que no le importa.


EN LA NOCHE: CAPITULO 15



Por supuesto, su madre quedó encantada con Pedro. Pero Constanza habría aceptado a cualquier persona que Paula hubiera elegido, siempre y cuando su aspecto fuera decente y sus intenciones honradas. Pero fue la actitud de su padre lo que realmente sorprendió a Paula: le llevó toda la noche, pero al fin Pedro consiguió cautivar a Joel Chaves, hasta el punto de que empezó a tratarlo como a un nuevo yerno.


Los dos hombres estaban sentados en el salón, contemplando atentamente un viejo álbum de fotos. Desde la cocina, Paula podía oír sus voces, enfrascadas en una agradable charla.



Su padre no era un hombre fácil de complacer. Bastaba con preguntar a cualquiera de sus siete hijos. Pero, de alguna forma, Pedro se las había arreglado para causarle muy buena impresión.


Vestido convenientemente para la ocasión, lucía una camisa blanca entallada con pantalones tostados de pinzas, que añadían prestancia a su atractiva figura.


Había sido fascinante verlo en acción aquella noche. Había hecho exactamente lo que le había dicho que haría, y de una forma tan sutil que nadie se percató del engaño.


Para su madre, era el novio amante y el yerno atento y servicial. Ante su padre había desempeñado el papel de futuro marido, protector y responsable. Y ambos estaban gratamente sorprendidos por el joven.


Mientras introducía uno a uno los platos en el lavavajillas, Paula se prometió no dejarse embaucar de nuevo por los encantos de Pedro. No sabía cómo podía haberla afectado de aquella forma el asunto del anillo. En realidad, no quería comprometerse de nuevo. Pero debía reconocer que sintió algo muy especial cuando notó el anillo en el dedo. A pesar de que habían pasado ya siete años, el recuerdo de Ruben seguía vivo en su mente…


Qué diferente había sido la noche de la pedida con él. Ruben había llegado a su casa con una docena de rosas en la mano y le había jurado amor eterno. Entonces, los dos pensaban que aquella promesa duraría para siempre.
Incluso después de que Ruben rompiera el compromiso, Paula siguió llevando el anillo, y no se lo quitó hasta que tuvo que venderlo para abonar las cuantiosas facturas del hospital.


Cerró el lavavajillas, y se apoyó en él, pensativa. No debía dejar que aquello removiera los dolorosos recuerdos del pasado.


-Así que estás aquí –Constanza entró en la cocina con una bandeja de tazas de café vacías-. Te dije que dejaras los platos para más tarde.


Forzando una sonrisa, Paula tomó la bandeja.


-Quería ayudar, mamá.


-Gracias, cariño –dijo su madre, abrazándola-. Soy tan feliz… Pedro es un chico encantador. Desde el primer momento en que os vi supe que había algo especial entre vosotros. Y no me refiero a la atracción física. No le dije nada a tu padre de… Bueno, lo de que Pedro pasara la noche en tu casa.


-¡Mamá!


-Oh, vamos, cariño. A mi edad ya no sorprendo de nada. Además, al fin y al cabo, vais a casaros. La forma en que te mira es tan romántica… me recuerda a tu padre, cuando éramos novios.


A Paula le hizo gracia que Constanza encontrara a su padre y a Pedro parecidos. No podía haber dos hombres más diferentes. Su padre era varios centímetros más bajo y, antes de que su cabello se llenara de canas, era pelirrojo, como Jeronimo y Christian; no tenía, como Pedro, el pelo negro y denso, con aquellos rizos tan sensuales que le caían por la frente. Cuando era joven, su padre había sido un hombre bien parecido desde un punto de vista convencional; nada había en su aspecto que recordara la viril atracción que Pedro despertaba.


Pero al margen de las evidentes diferencia físicas estaban, sobre todo, las distintas personalidades. Su padre era un hombre tranquilo, conservador en sus ideas, y escrupulosamente honrado. Si llegara a sus oídos que su presunto futuro yerno era un policía secreto trabajando de incógnito, Pedro rodaría escaleras abajo y ella se encontraría encerrada en su habitación hasta el fin de sus días.


-Pedro ha comentado que ha perdido el trabajo –Constanza continuó con la conversación-. Es una lástima. Ocurre demasiado a menudo últimamente.


-La empresa le ha dado una generosa indemnización –se apresuró a explicar Paula.


-Sí, ya nos lo ha dicho. Ahora que tiene tiempo libre, ¿crees que podría echarle una mano a Agustin? Ya sabes que tu hermano está pensando en comprar un ordenador para la empresa.


-Vale, se lo preguntaré.


-Oh, no hay prisa; ya tendremos tiempo de aprovechar sus habilidades cuando sea miembro de la familia. Por cierto, ¿te importa si le pido a Pedro que nos eche una mano con la boda de los Fitzpatrick?


-¿Qué?


-Va a ser un gran banquete, y vamos a necesitar ayuda. Además, Pedro comentó que estás tan ocupada últimamente que apenas tienes tiempo para él. Si nos ayuda en la boda, pasaréis el día juntos –explicó su madre-. Igual que tu padre y yo cuando empezamos a salir. Éramos inseparables.


Paula no daba crédito a lo que estaba oyendo. Todo estaba saliendo demasiado bien.


Aunque ya sabía por experiencia lo bien que se le daba a Pedro conseguir que los demás hicieran lo que él quería.


-Sí; sería muy agradable –contestó Paula.


-¿Tú crees que puede molestarle que le ofrezcamos trabajo?  –dudó Constanza-. Quiero decir que quizá no es un buen momento, ahora que lo han despedido. No me gustaría que se sintiera ofendido.


-No te preocupes, mamá –sonrió Paula-. Estoy segura de que a Pedro le gustará tu idea.


-Estupendo –concluyó su madre, tomando un plato de galletitas y dirigiéndose al salón-. Esta misma noche lo comentaré con tu padre.



***** 


Los guardias de la verja de entrada iban armados. Por eso llevaban chaqueta, a pesar del calor. No había duda respecto a los sospechosos bultos bajo la axila que afeaban su aspecto. Paula, probablemente, no se habría dado cuenta si Pedro no la hubiera advertido. Pero ahora que lo sabía le parecía muy evidente.


Un guardia se aproximó al vehículo mientras hablaba a un micrófono que llevaba incorporado al aparato receptor instalado en la oreja.


-¿Nombre? –les preguntó con voz fría.


-Pedro Alfonso y Paula Chaves –contestó Pedro con una sonrisa en los labios-. Somos de la Chaves Catering. La señorita Fitzpatrick nos espera.


El guardia volvió a hablar por el micrófono.


-Esperen aquí.


Por la esquina apareció un segundo guardia, que se dirigió directamente a la puerta trasera de la furgoneta.


-¿Qué llevan ahí?


Paula miró a Pedro, un tanto asustada. Él sonrió y la atrajo hacia sí.


-Relájate –le susurró al oído-. No pasa nada. Mientras no hagamos nada sospechoso no nos harán nada. Para ellos es pura rutina.


Luego se dirigió a la parte trasera y abrió la puerta al guardia, que entró a inspeccionar la furgoneta. Después de cerciorarse de que no había nada sospechoso, dio por concluido el registro y salió del vehículo.


-Mi madre me habló de esto –dijo Paula, vigilando los movimientos de los guardias por el rabillo del ojo-. Pero no me imaginaba que el lugar estuviera tan… protegido.


Tras la valla se vislumbraba un enorme edificio de cemento, con estrechas hendiduras a modo de ventanas. Tenía el aspecto de un búnker inexpugnable.


El primer guardia se les acercó de nuevo.


-Está bien. Pueden entrar. Conduzca hasta el final del camino. No detenga el coche hasta que haya llegado.


-De acuerdo –contestó Pedro, sonriendo amablemente.


El guardia tecleó una combinación de números en el mando a distancia y se abrieron las puertas.


-Y ahora, ¿qué? –preguntó Paula, con un hondo suspiro.


-Iremos directamente hasta el final del camino, tal y como nos ha dicho el guardia –contestó Pedro, colocando la furgoneta justo en el centro del camino, y manteniendo la velocidad a veinte kilómetros por hora-. ¿Te importa apoyarte un poco en la puerta?


-¿Para qué?


-Estás bloqueando la cámara.



-¿Qué?



-Tranquilízate y actúa con naturalidad. Hay una cámara de circuito cerrado que nos apunta desde el abedul de la derecha.


-¿Y por qué no quieres que bloquee la cámara? No lo entiendo…


-Quiero que te comportes de forma natural para la cámara del árbol –contestó Pedro, manteniendo una sonrisa y hablando entre dientes-. Lo que quiero es que no me tapes la cámara que llevo en la furgoneta.


-¿Cuándo has puesto una cámara en la furgoneta?


-Anoche. Es uno de los juguetitos de Bergstrom.


Paula reprimió el impulso de mirar a su alrededor para buscarla, pero se reclinó en la puerta en silencio, mientras Pedro seguía conduciendo.


-¡Claro! Por eso conduces tan despacio, para que la cámara pueda registrar sin problemas todo el camino.


-Exactamente –confirmó Pedro.


Guardias armados, cámaras en los árboles y en la furgoneta… Por supuesto; aquél era el verdadero motivo de la presencia de Pedro junto a ella. Trabajo. Había estado tan ocupada convenciendo a todo el mundo de su compromiso que había olvidado de nuevo el verdadero objetivo del asunto.