viernes, 16 de junio de 2017

ROJO: CAPITULO 15




Su propia felicidad, su oportunidad de conseguir que Pedro y ella tuvieran una verdadera relación dependía de ello.


Si seguía aceptando su dinero sólo por acostarse con él ¿cómo iba a esperar algo más sobre todo? Y, sobre todo ¿cómo iba a convencerlo de que estaba con él porque lo quería y no por su dinero?


Cuando abrió la puerta de su casa, esperó el saludo de su abuelo... pero la recibió el silencio. Tampoco estaba en el salón y, como estaba lloviendo, no podía estar en el jardín.


Se preguntó entonces, angustiada, si habría cumplido su promesa de no volver al casino. Estaban a punto de grabar la nueva serie y ella sabía lo importante que era eso para su abuelo, de modo que sólo podía esperar que fuera suficiente para alejarlo del juego.


Paula empezó a hacer la cena para los y sólo cuando estaba metiendo en el horno unos filetes de pescado congelado se dio cuenta de que la lucecita del contestador estaba encendida.


Sólo había un mensaje pero, por alguna razón, tal vez un sexto sentido, no se atrevía a pulsar el botón. En lugar de eso, puso la mesa para dos y se dispuso a hacer una ensalada.


Y; sin embargo, la lucecita roja del contestador seguía centelleando...


Dejando escapar un suspiro de frustración, Paula soltó los utensilios sobre la encimera y, por fin, pulsó el botón del contestador... y se le heló la sangre en las venas al escuchar la voz de Lee Ling.


‐«Este es un mensaje para la señorita Chaves. En vista de que no ha cumplido su promesa de pagar el dinero que me debe y ya que tampoco ha amortizado los intereses de su préstamo, he llegado a la única conclusión posible: si no puede pagarme el dinero que me debe en su totalidad para final de mes me veré obligado a recuperarlo vendiendo la casa de su abuelo».


El mensaje terminaba allí, el pitido del teléfono haciendo eco en la habitación.


¿Por qué no habría usado su abuelo el adelanto que le habían dado en la cadena de televisión para pagar su deuda con Lee?


Sólo había una conclusión posible: debía habérselo jugado.


Paula se dejó caer sobre el sofá, enterrando la cara entre las manos.


Sabía que debería haberlo vigilado más. ¿Por qué había pensado que iba a cambiar? Pensó entonces en el cheque que aún tenía en el bolso, el cheque de Pedro. Un cheque que no quería aceptar y que simbolizaba la diferencia entre lo que quería y lo que ya nunca podría tener.


Cuando sonó el timbre del horno se levantó. Sólo podía hacer una cosa para salvar su hogar: tenía que pedirle a Ling más tiempo... y luego, de alguna forma, tenía que encontrar los fondos necesarios para pagar esa deuda, empezando por el dinero de Pedro.


Un dinero que había pensado devolver al día siguiente, en la oficina.


Cuando oyó llegar el coche de su abuelo por el camino se levantó a toda prisa para borrar el mensaje del contestador. Después de cenar, iría al casino a ver a Ling y resolver asunto. Si podía convencerlo para que reconsiderase su amenaza de vender la casa, por fin podría respirar tranquila.


Paula pasó la mano por el vestido rojo, el que se había puesto la última vez que fue con Ling al casino, antes de acercarse a él para poner una mano sobre su hombro. Y; al verla, sus ojos se iluminaron con un brillo de satisfacción.


Ling tomó su mano para ponerla sobre su brazo, dándole una palmadita mientras terminaba su conversación con un grupo de empresarios chinos. Ella no entendía el idioma, no hacía falta que lo entendiera; las sonrisas de complicidad de los hombres dejaban claro para qué pensaban que estaba allí.


Paula se obligó a sí misma a sonreír; tarea muy difícil cuando algo le decía que estaba cometiendo un terrible error, que debería haberle hablado a su abuelo de la llamada de Ling y exigido saber qué había hecho con el dinero que le había adelantado la cadena de televisión.


Pero era demasiado tarde, ya estaba comprometida.


‐Me alegro de volver a verte, querida ‐sonrió el prestamista cuando se quedaron solos, lanzando una mirada libidinosa hacia su escote.


Paula dio un respingo, casi como si la hubiera tocado, pero intentó disimular un gesto de asco mientras sacaba del bolso el cheque de Pedro.


‐Imagino que con esto será suficiente por el momento... y que no volverás a amenazar con vender la casa de mi abuelo.


Ling miró el cheque y sonrió, avaricioso.


‐Por el momento‐asintió‐. Pero aceptaré este cheque con una condición.


‐¿Cuál?


‐Que volvamos al acuerdo original y me acompañes cada noche esta semana. Estoy esperando a una gente muy importante y seguro que apreciarán tu compañía.


Paula tuvo que contener una ola de bilis que subió a su garganta mientras asentía con la cabeza. No quería pensar en lo que podría pasar si Pedro se enteraba de que había vuelto con Ling. Había dejado bien claro que la quería a su servicio exclusivamente y se pondría pálido si supiera lo que estaba haciendo, aunque sólo fuera actuar como cebo para la clientela del prestamista.


Odiaba animar a la gente para que hiciera precisamente lo que intentaba que su abuelo dejase de hacer. Era terrible, pero no veía otra salida.


Angustiada, deseó haberle contado a Pedro la verdad desde el principio, la razón por la que estaba en el casino, vestida de esa manera, acompañando a Ling para que sus clientes apostasen más... un dinero que luego perdían y tenían que pedirle prestado a él.


Pero no podía contárselo por mucho que afectase a su vida y ya no habría oportunidad de convencerlo de que era algo más que su secretaria durante la semana y su amante a partir del viernes por la tarde.


A la mañana siguiente, Paula intentó disimular un bostezo mientras guardaba el bolso en el armario de la oficina.


Le había costado un mundo levantarse de la cama y había tardado más de lo que esperaba en ocultar las ojeras con maquillaje.


Suspirando, se dedicó a su rutina matinal: abrir la correspondencia de Pedro y descargar sus correos electrónicos antes de llevar todo lo que pudiera ser interesante a su despacho


Su corazón dio un saltito al verlo tras su escritorio, como le pasaba siempre. Pero cuando Pedro levantó la mirada del ordenador, Paula se detuvo al ver su expresión.


Ya no era el amante del fin de semana ni el profesional con el que trabajaba cada día.


En lugar de eso estaba mirando a un hombre poseído por una furia de la que no lo creía capaz.


‐¿Ocurre algo? ‐le preguntó, dejando la correspondencia sobre su mesa.


‐¿Si ocurre algo? ‐replicó Pedro, clavando en ella sus ojos‐. Dímelo tú, Paula.


‐No sé de qué estás hablando ‐murmuró ella, conteniendo el deseo de ir a su despacho, tomar el bolso y volver a casa para empezar otra vez.


‐Tal vez te gustaría explicarme esto.


Pedro giró su ordenador portátil para que pudiera ver la pantalla y Paula vio una imagen tomada por una cámara de seguridad. Y no tenía que seguir mirando porque enseguida reconoció la sala VIP de jugadores del casino y a la pareja que había en el centro...


Le encantaría explicar por qué estaba allí con Ling, pero no podía hacerlo. No podía traicionar el secreto de su abuelo porque le había dado su palabra. Y al menos uno de los dos tenía que cumplirla.


La noche anterior, antes de irse de casa, le había dicho a su abuelo que iba a hacerle un pago a Ling y él había jurado que le devolvería el dinero. Naturalmente, Paula no lo había creído pero no podía hacer nada. ¿Qué iba a hacer? Sólo se tenían el uno al otro.


Entonces miró a Pedro, esperando encontrar comprensión en sus ojos, que de alguna forma supiera que no hacía aquello porque quisiera hacerlo.


‐¿Y bien? ‐dijo él, levantándose.


‐Fui al casino anoche. ¿Eso es un crimen?


‐¿Un crimen? Una pregunta muy interesante, Paula.


‐¿Cómo has conseguido esa fotografía?


Pedro la fulminó con la mirada. ¿Podía ser aquél el mismo hombre que había gritado nombre mientras hacían el amor menos veinticuatro horas antes? Ahora la miraba como si fuese una extraña y no la persona con la que compartía todo tipo de intimidades.


‐Cómo haya conseguido la fotografía no es lo importante. Lo importante es qué estabas haciendo tú con Ling. Dime la verdad, Paula ¿qué hacías anoche con ese hombre cuando te pedí expresamente que no volvieras a verlo?


‐Es algo personal.


‐¿Algo personal? ‐repitió él‐.¿Y lo que hay entre nosotros no es personal? ¿O estás diciendo que nos colocas a Ling y a mí en la misma categoría?


‐¡No es eso!


‐Entonces dímelo, ¿qué es?


‐¿Cómo puedes preguntarme eso cuando durante la semana no soy para ti más que una empleada mientras que los fines de semana es todo lo contrario? Ya no sé ni dónde estoy...


‐¿Quieres que me deje llevar por mis deseos durante la semana, en la oficina, cuando sé que con sólo alargar la mano te tengo ahí, dispuesta, sumisa, suplicándome que haga esto... ?


Pedro la tomó por la cintura, su rostro a unos milímetros del suyo, mirándola a los ojos mientras, bruscamente, apartaba a un lado la blusa para acariciar sus pechos.


Y entonces, tan rápidamente como había empezado, la soltó, dejándola con el corazón en la garganta.


‐¿Cómo te atreves? ‐le espetó ella, ajustándose la blusa.


‐Me atrevo porque tú me dejas. Tú me deseas tanto como yo a ti. ¿Quieres saber por qué te trato de manera diferente en la oficina? Te trato como si no hubiera nada entre nosotros porque es la única manera de trabajar sin estar obsesionado contigo. Sin querer cerrar la puerta de mi despacho, tirar todo lo que hay en el escritorio y tomarte allí mismo para verte desnuda, loca de deseo por mí. Es lo único que puedo hacer sabiendo que estarás ahí para mí los fines de semana... pero nada de eso, ni el dinero ni yo, es suficiente para ti, ¿verdad? ‐Pedro sacudió la cabeza, disgustado‐. ¿Cuando dijiste en Melbourne que me querías lo decías en serio?


¿La había oído? Paula se llevó una mano al corazón. Había querido convencerse a sí misma de que no la había oído, de que perdido en la pasión del momento, Pedro no se había dado cuenta. No había dicho nada entonces cuando le confesó sus sentimientos sin querer pero ahora había una posibilidad de convencerlo.


‐Pues claro que lo dije en serio ‐Paula respiró profundamente. Todo dependía de que pudiera convencerlo de que estaba diciendo la verdad‐.Nunca hubiera dicho que te quería si no lo sintiera. Ojalá pudiese decirte la verdad sobre Ling, pero no puedo. No tiene nada que ver contigo y conmigo, Pedro...


‐No me mientas, Paula ‐la interrumpió él‐. ¿Quieres saber cómo he conseguido esa fotografía? Yo te lo diré: tengo vigilado a Ling porque ese hombre tiene por costumbre vender información. Información que afecta a mi empresa como tú no puedes imaginar siquiera. Miles de puestos de trabajo están en peligro cada vez que él vende un secreto.
¿Crees que es un simple prestamista? Así es como empieza y cuando la gente no puede pagarle con dinero, les exige otro tipo de pago. Dime, ¿cuánto dinero le debes tú, Paula?


Ella empezó a darse cuenta de que, al no contarle la verdad desde el principio, Pedro había pensado lo peor... pero antes de que pudiera ordenar sus pensamientos Pedro siguió, en el mismo tono:
‐Alguien de la corporación Tremont está consiguiendo información sobre nosotros, antes de que aparezca en los periódicos financieros. Yo me había convencido a mí mismo de que no podías ser tú, no quería creer que lo fueras... pero ahora, al ver esta fotografía, ya no estoy tan seguro. Así que dime, Paula, ¿qué información le estás vendiendo a Ling y a qué precio?


Ella negó con la cabeza, furiosa. No podía creer eso, era imposible. Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero intentó contenerlas.


‐¡Yo no le vendo nada! Tienes que creerme, Pedro. Si él está vendiendo información de Industrias Alfonso no consigue esa información a través de mí, te lo aseguro.


‐¿Creerte? ‐repitió él‐. ¿Cómo voy a creerte si no me cuentas nada? Es evidente que te tiene en su poder, de no ser así no estarías con los dos. ¿O es otra cosa? ¿Te gusta vivir peligrosamente? ¿Un hombre no es bastante para ti? Tal vez has estado acostándote con él todo este tiempo...


‐¡No! ‐gritó Paula‐. No hagas esto, Pedro. Por favor, te quiero... de verdad. Pero no puedo explicarte mi relación con Ling. No puedo hacerla.


‐¿No puedes o no quieres? A mí me parece que no tienes alternativa. O me lo dices o nuestra relación ha terminado.


‐Por favor, Pedro, tienes que confiar en mí.


‐No puedo... ya no puedo hacerlo.


‐¿Y mi trabajo? ‐preguntó Paula, con un nudo en la garganta. Sin su trabajo, su abuelo y ella se quedarían en la calle.


‐Por el momento prefiero que sigas aquí, donde yo pueda vigilarte. Pero si descubro vuelves a ver a Ling, puedes ir buscando empleo.






ROJO: CAPITULO 14





Llevaban un mes en Auckland después del viaje a Melbourne y, sin embargo, a Paula le parecía como si hubiera pasado una eternidad.


Durante las últimas cuatro semanas, Pedro se había mostrado distante, un hombre diferente al amante insaciable que había sido en Melbourne.


El domingo por la mañana, después de desayunar, habían visitado la Galería Nacional de Victoria antes de volver al hotel para hacer el equipaje e ir al aeropuerto.


Pero habían terminado en la cama de nuevo, las sábanas de algodón egipcio prácticamente ardiendo de pasión. Al final, habían tenido que guardar las cosas en la maleta a toda prisa para no perder el avión.


Durante el viaje de vuelta Pedro se había puesto a estudiar unos documentos y, además, había contratado dos coches, que los esperaban en el aeropuerto, para que volvieran a casa por separado.


Paula volvió a su casa sintiéndose como si hubiera sido descartada, relegada a una esquina hasta que fuera necesaria de nuevo.


En la oficina, Pedro se mostraba estrictamente profesional. 


Ni una sola referencia a intimidades, ni a su declaración de amor, hecha en un momento de pasión durante su última noche en Melbourne.


Casi empezaba a pensar que había imaginado aquella experiencia... hasta que Pedro le preguntó el viernes siguiente si estaba interesada en hacer más «horas extra».


Como Ling le había recordado el día anterior que los intereses de la deuda aumentaban cada día, Paula aceptó su oferta sin negociar y sin darse cuenta de su decepcionada expresión mientras firmaba un cheque.


Pasar juntos los fines de semana se había convertido en una costumbre; salía de la oficina con Pedro el viernes por la tarde y volvía casa el domingo por la noche.


Durante el tiempo que estaba con él como si fueran dos personas completamente diferentes a los que eran en la oficina. No había clientes, ni trabajo, ni llamadas de teléfono, sólo Pedro y las interminables horas que pasaban juntos.


En aquel momento, como todos los domingos por la noche, él la había dejado en la puerta de su casa y, mientras metía la llave en la cerradura, por primera vez esperó que su abuelo no estuviera allí.


No podría soportar su mirada de censura de nuevo, especialmente porque era su comportamiento, su decisión de jugar en el casino, lo que la había puesto en aquella terrible situación. Si hubiera estado dispuesto a tragarse su orgullo y buscar ayuda para su enfermedad, todo se habría solucionado.


Pero la triste verdad era que Hugo Chaves había puesto su orgullo por encima de su casa y de su propia nieta. Y Paula lo quería demasiado como para echárselo en cara.


La noche anterior, mientras nadaba desnuda en la piscina climatizada de la casa de Pedro, en la península Broomfield, al sur de la ciudad, había tomado una decisión. Estar con Pedro se había convertido para ella en algo tan necesario como respirar.


Quería estar con él, pero ya no podía aceptar dinero por hacerlo. Sí, sabía que muchos hombres ricos tenían amantes a las que colmaban de regalos, ropa, coches, joyas, incluso apartamentos y casas. Lo que ella estaba haciendo no era diferente, salvo que en el fondo de su corazón, donde importaba de verdad, sabía que estaba mal.


Aceptar su dinero cada viernes la destrozaba por dentro.


Aquel fin de semana, Pedro se había mostrado diferente, ella había sido diferente, más relajada, y el tiempo que pasaron juntos le había hecho ver que era hora de enfrentarse con Hugo y decide que debía buscar ayuda profesional.





ROJO: CAPITULO 13




Le temblaban tanto las manos mientras levantaba la cafetera que le cayó un poco de café hirviendo en la muñeca. Paula hizo un gesto de dolor mientras se secaba con una servilleta de papel.


No, no era tan tonta como para creerse enamorada de Pedro Alfonso. Lo deseaba, desde luego... ¿pero enamorada?


No, imposible. El amor era otra cosa; la unión de dos personas que se conocían, que tenían intereses y gustos similares, que se entendían la una a la otra. Una conexión profunda entre dos personas que las convertía en una sola.


La única conexión que había entre Pedro y ella era física... y lo que él estuviera dispuesto a pagar por saciar su deseo. Y hasta ahí era hasta donde podía llegar Paula con un hombre como él.


Se preguntó entonces a qué mujer amaría Pedro, con quién formaría una familia. Y le sorprendió sentir una punzada de envidia.


Ella quería ser esa mujer.


Lo deseaba con una desesperación que sobrepasaba todo lo que había deseado en su vida. Pero aunque soñara cómo sería despertarse con él todos los días, estar absolutamente segura de su amor, se dijo a sí misma que absurdo. Era imposible.


No, tenía lo que tenía con él y nada más. Debía guardar los recuerdos de aquel encuentro en un rincón de su corazón porque eso era lo único que iba a tener.


Cuando volvió a su lado con la taza de café, él levantó la mirada.


‐Gracias.


‐De nada.


Pero cuando Paula iba a retirarse, Pedro sujetó su muñeca
‐¿Qué es esto? ‐le preguntó.


‐Nada, es que me ha caído un poco de café mientras lo servía...


‐¿Te has puesto agua fría en la quemadura?


‐No, no es nada. El café no está tan caliente, afortunadamente.


‐Deberías cuidarte mejor ‐dijo él.


‐¿Te preocupa que haya dañado la mercancía? ‐replicó Paula, molesta.


Pedro levantó una ceja.


‐No hagas eso.


‐¿Que no haga qué?


En lo único que podía pensar era en el roce de sus dedos acariciando su muñeca. ¿Podría sentir cómo se había acelerado su pulso, cómo se excitaba cuando la tocaba?


‐No te rebajes así. Los dos sabemos que tú has elegido estar aquí conmigo y estás siendo recompensada por ello.


Oh, sí, bien recompensada, desde luego.


Ese recordatorio le dio la armadura que necesitaba para controlar tan locos pensamientos.


Pero entonces Pedro se llevó su muñeca a los labios para besar con la mayor ternura la suave piel marcada por una red de venitas azules y Paula se estremeció.


Cuando la soltó estaba temblando.


‐Voy al lavabo... a mojarme un poco la mano. 


Sentía los ojos de Pedro clavados en su espalda, como si un hilo invisible los uniera, y suspiró, aliviada, cuando la puerta se cerró tras ella.


Mientras dejaba que el agua fría aliviase el escozor de la quemadura se preguntó qué iba a hacer para que Pedro Alfonso no supiera lo que sentía por él. Porque no tenía la menor duda de que la descartaría como un periódico viejo si supiera que su secretaria se había enamorado de él.


En el aeropuerto de Melbourne fueron recibidos por una limusina que los llevó al centro de la ciudad a toda prisa. Y; una vez en el hotel, el portero les abrió la puerta del coche mientras llamaba a un botones para que se encargase del equipaje.


‐Vamos a ver si la suite está preparada ‐dijo Pedro‐. Tenemos algún tiempo antes de la primera reunión y quiero que revisemos algunas cosas.


Paula nunca olvidaría su primera mirada al vestíbulo del hotel, con una fuente de mármol en el centro y una escalera doble a cada lado, arañas de cristal en los altísimos techos, enormes espejos enmarcados en pan de oro...


Era como entrar en otro mundo; Y eso fue lo que decidió hacer ese fin de semana: fingir que estaba en otro mundo... mundo en el que Pedro y ella eran una pareja de verdad, juntos porque querían estarlo.


Cuando llegaron a la suite, su nuevo mundo estuvo completo. La vista del río Yarra y la ciudad de Melbourne reforzaba esa sensación fantasía y, en aquel momento, lo último que deseaba era descansar. Lo que quería era echarse en los brazos del hombre que había entrado tras ella en la suite y demostrarle con actos, ya que no podía hacerlo con palabras, lo que sentía por él.


Y guardar aquel recuerdo en su memoria para siempre.


El botones entró tras ellos con el equipaje y Pedro se encargó de darle una propina mientras ella inspeccionaba el resto de la suite. Paula se llevó una mano al corazón al entrar el cuarto de baño, con paredes de mármol de color oro antiguo.


Incluso allí había arañas de cristal y un jacuzzi lo bastante grande para dos personas...


Desde aquella noche en la piscina, y en la ducha de la piscina, Paula apenas podía mirar el agua sin experimentar una sensación agridulce.


Cuando se miró al espejo y se vio con los ojos brillantes y las mejillas enrojecidas pensó que no parecía una secretaria competente. No, parecía una mujer enamorada, a punto de disfrutar del mayor de los placeres con su amante...


Un ruido en la puerta hizo que levantase la mirada.


Pedro estaba allí y sus ojos se encontraron a través del espejo.


Esmeraldas encontrándose con el oscuro zafiro.


Sin decir nada Pedro se colocó tras ella, poniendo las manos en sus caderas. Paula sintió el calor de sus dedos a través de la tela de la falda cuando se inclinó para besar su cuello...


‐Sí ‐murmuró ella instintivamente.


Pedro deslizó las manos por sus caderas antes de levantar la falda y lo oyó contener el aliento cuando vio que debajo sólo llevaba medias con sujeción de encaje y un tanga diminuto.


Lo miró por el espejo, sintiéndose casi como una voyeur, como si no fuera su cuerpo el que estuviera tocando sino el de otra mujer.


Pedro empezó a acariciar sus muslos con una mano mientras con la otra sujetaba la falda sobre su cintura. 


Apretó sus nalgas, acariciándola con un dedo por encima de las braguitas... y ella tembló como respuesta.


La acariciaba arriba y abajo y, con cada roce Paula empujaba las nalgas hacia él para rozar el bulto bajo el pantalón. La tensión era insoportable y sentía que estaba a punto de llegar al orgasmo... pero no del todo.


Hasta que Pedro metió los dedos bajo el tanga para rozar su clítoris, enviando un escalofrío monumental por todo su cuerpo, antes de bajarle la prenda.


Soltó su falda y, por el espejo, Paula vio que se llevaba la mano a la hebilla del cinturón. Un segundo después, el pantalón caía al suelo y Pedro se liberaba de la presión de los calzoncillos.


Lo sintió temblar cuando la aterciopelada punta de su miembro rozó sus nalgas, acercándose poco a poco a la zona que anhelaba su posesión.


‐Ah, demonios ‐masculló Pedro entonces apartándose‐. Espera un momento, no te muevas. Voy a buscar un preservativo.


Por el espejo, Paula vio que se inclinaba para subirse el pantalón antes de salir del baño. Temblando de deseo, anhelando estar con él, se miró al espejo... y se quedó sorprendida al ver aquella imagen voluptuosa. No parecía ella, parecía otra persona.


Afortunadamente, él volvió enseguida para retomar lo que habían dejado a medias. Y Paula agradecía haber llevado tacones porque así Pedro tenía más fácil acceso.


Se mordió los labios, conteniendo un gemido, cuando entró en ella, ensanchándola hasta quedar enterrado del todo. Luego pasó un brazo por su pelvis para levantarla un poco más y, rozando los rizos con un dedo, buscó el capullo escondido mientras embestía una y otra vez.


Paula levantó la cabeza para mirarse al espejo porque necesitaba una conexión con él que fuera más allá de la conexión de sus cuerpos. Las embestidas empezaron siendo lentas, atormentándola una y otra vez mientras rozaba su clítoris con los dedos.


Luego el tiempo aumentó, volviéndose casi frenético y, de repente, Paula no podía aguantar más... las caricias de sus dedos, su posesión, verse en el espejo doblada de placer... era demasiado y se apretó contra él, siguiendo su ritmo. 


Dejando escapar un gemido ronco que era casi un grito, Pedro clavó los dedos en su carne cuando llegó al orgasmo.


A Paula le pareció una eternidad hasta que su corazón volvió al ritmo normal y las piernas dejaron de temblarle. Pedro estaba inclinado sobre su espalda, su aliento quemando su cuello, aún enterrado en ella...


Pero entonces, sin decir nada, se apartó para quitarse el preservativo mientras ella se estiraba, bajándose la falda.


Aparte de un leve enrojecimiento en las mejillas y la garganta y una manchita de máscara bajo los ojos, nadie podría imaginar lo que había experimentado unos segundos antes. Nadie más que el hombre que estaba lavándose su lado... y Pedro no podía ni imaginar lo sentía por él.


‐Será mejor que empecemos a repasar esas notas ‐le dijo mientras volvía a subirse los pantalones, pasando de amante a hombre de negocios en un segundo.


Y así, de repente, la magia había terminado. Pedro salió del baño sin decir una palabra y Paula comprobó su blusa en el espejo, agradeciendo que no se hubiera arrugado. Unas braguitas nuevas y sería como si no hubiera pasado nada.


Pero ella sabía en su corazón que haría falta algo más que unas braguitas nuevas para todo estuviera bien.


Y; sin embargo, obligándose a sí misma a dejar de pensar que la esperanza moría un poco más cada vez que él se alejaba, hizo los arreglos necesarios en su maquillaje y se reunió con Pedro en el salón de la suite.


De vuelta a la normalidad.


Pedro observaba a Paula en el casino Melbourne, charlando con un grupo de clientes australianos con los que llevaba negociando un día y medio. Y; mientras la miraba, tenía que hacer un esfuerzo sobrehumano para controlar el deseo que sentía por ella.


Había pensado que aquel fin de semana se saciaría del todo... y lo había intentado. Pero no era suficiente. Cada vez que hacían el amor sólo conseguía que su apetito por ella aumentase un poco más.


El vestido azul que llevaba resaltaba el color de sus ojos como nunca y Pedro tuvo que luchar contra una oleada de celos cuando la vio acercarse al director de la firma con la que estaban negociando y le dijo algo al oído. Los celos se convirtieron en algo más primitivo cuando el hombre bajó la mirada hacia su escote...


Aquel tipo podía meterse el negocio donde quisiera. No tenía derecho a mirar así a Paula.


De repente, Pedro decidió que estaba harto.


Harto de juegos y harto de ver a otros hombres babeando por su mujer.


¿Su mujer?


Eso sí que era una broma.Paula sólo era suya mientras la pagase y, por alguna razón, pensar eso le dolía. Si aparecía otro hombre con un talonario mayor... pero rechazó la idea de antemano. Haría lo que tuviera que hacer para retenerla a su lado durante el tiempo que quisiera. Era su acompañante y, en aquel momento, él necesitaba su compañía.


Cuando volvieron a la suite prácticamente se lanzó sobre ella, incontrolable en su deseo de poseerla, de dejar su marca, de hacerla irrevocablemente suya. Y cuando la llevó al orgasmo y Paula gritó su amor por él, se sintió completo como no se había sentido antes. Era suya, absolutamente suya.


Tarde; mucho más tarde, con Paula dormida a su lado, Pedro miraba el techo de la habitación intentando reunir las piezas del el enigma que era esa mujer y que, en unos días había dado más placer que todas sus aventuras juntas.


Su descontrolada exclamación de amor seguía sonando en sus oídos, enviando un escalofrío por su espalda. Amor.


¿Qué sabía él del amor? ¿Y qué realista podía ser una declaración de amor hecha bajo el signo del dólar? ¿Pensaría Paula que eso era lo que esperaba de ella? ¿Que se sentiría satisfecho con una mala copia de la realidad?


Pensó entonces en su experiencia con el amor y su convicción de que estaba cargado de expectativas y responsabilidades con las que uno tenía que cumplir.


Expectativas y responsabilidades que él cumplía cada día de su vida.


Como único superviviente de gemelos, siempre había sentido que tenía que compensar a sus padres por la pérdida del otro niño. Era absurdo, por supuesto, pero siempre había pensado que padres merecían algo más.


Nunca había sentido que él era suficiente y, con el tiempo, supo que la pérdida del otro niño había tenido un impacto negativo en la relación de sus padres.


Los Alfonso habían vivido y trabajado juntos durante casi toda su vida, pero Pedro sentía que les faltaba algo. Tal vez por eso se había esforzado tanto siempre. Competía fieramente con su primo, Bruno, en el colegio privado en el que estudiaron, fuera y dentro del aula, buscando siempre alguna manera de aventajar al otro. Su amigo Draco Sandrelli se reía de ellos... para luego apuntarse a todas las aventuras.


Pedro había tenido poco tiempo para relaciones más que con su familia y sus dos mejores amigos y, sin embargo, sabía que también a él le faltaba algo. Algo que ahora había descubierto en los brazos de Paula, en sus caricias, en su aceptación del deseo que sentían el uno por el otro.


Ella se movió entonces, su aliento una caricia sobre su torso, la suave melena sobre su piel. Pedro apretó su cintura, como si así pudiera retenerla para siempre. Era como una droga. 


Cuanto más la probaba, más la necesitaba. Y más le daba ella.


Sin embargo, Paula no había pedido nada a cambio. Aquel fin de semana había tenido la oportunidad de hacer que abriese el talonario para sacarle lo que quisiera pero, aparentemente, no tenía interés en gastar su dinero. Claro que si necesitaba dinero para pagar una deuda, gastárselo en ropa no sería una de sus prioridades.


Pensó entonces en cuando le dijo que irían al casino esa noche, esperando que mostrase cierto entusiasmo. Pero en lugar de eso se había mostrado nerviosa mientras entraban en la zona VIP, sin mostrar el menor interés por las mesas de juego.


Ése no era el comportamiento de una persona con una adicción al juego, pensó. A menos, claro, que su deuda con Ling fuera tan grande que empezaba a tener miedo.


Pero su conducta no había sido la que él esperaba en absoluto. Teniendo la oportunidad de jugar con un dinero que no era suyo, sin riesgo alguno, ¿no debería haberse aprovechado?


Al fin y al cabo, había aceptado el cheque Pedro sabía que lo había cobrado casi de inmediato.


Había algo que no cuadraba en aquella situación y lo molestaba no saber qué era. Pero mientras despertaba a Paula una vez más para tomar lo que tan generosamente le daba, se prometió a sí mismo que llegaría hasta el final del asunto de una manera o de otra.