domingo, 24 de julio de 2016

¿LO DESCUBRIRA?: CAPITULO 3




Llegaron al cuarto de aperos, pero estaba cerrado.


—¿Tienes la llave? —preguntó él.


—No. Está en… —iba a decir la casita, pero paró a tiempo—, la casa, en alguna parte —lo que intentaba era no mencionar la casita donde él había vivido y donde ella vivía con Dario.


Él se encogió de hombros y entró en el granero. Paula no lo siguió, temerosa de que hiciera alguna alusión al interludio amoroso que habían tenido años atrás. Una pasión improvisada alimentada por una botella de whisky.


Se sonrojó al recordarlo. Se sentía como si hubiera vuelto a la niñez.


La Remolacha, era uno de los nombres que Anabella le había puesto. Y ella se avergonzaba mucho cuando la llamaba así delante de la gente. En realidad había pasado mucha vergüenza durante su niñez, y en ese momento, delante de un fantasma del pasado, volvía a sentirla.


No más. Pensó que no iba a quedarse allí esperando a ver si el señor Pedro Alfonso decidía hacer alguna insinuación sobre el pasado. Regresó a la casa y lo dejó solo. Entró en la cocina y abrió el frigorífico para tomar un refresco. Solo había vino blanco, y tónicas para acompañar a la botella de ginebra que estaba en un estante. Ginebra y tónica era lo que su madre tomaba. Tiempo atrás, en demasía.


Paula se sirvió una tónica con hielo y estaba dando un trago cuando entró Pedro. Él la miró y luego miró la botella de ginebra. Paula adivinó lo que él pensaba. Decidió ser valiente.


—¿Quieres beber algo?


—Es un poco pronto para mí —contestó él—. Pero no te cortes.


—No me corto —murmuró Paula sin querer negar lo que él no iba a creer.


—¿Desde cuándo bebes?


Paula alzó la vista a tiempo de ver la expresión de desaprobación y de lástima de la cara de él.


Ella miró ostensiblemente el reloj.


—Desde hace tres minutos y veinticinco segundos.


—Quería decir en general.


—Lo sé —replicó Paula con una mueca.


—¿Y entonces?


¿Qué esperaba? ¿Una confesión sincera y completa? «Me llamo Paula y soy alcohólica».


—Solo para que conste. Esto es tónica pura —el descaro de él la hizo arriesgarse—. Pero tomé mi primera bebida de verdad cuando tenía dieciséis años. Fue whisky. No recuerdo bien quién me lo dio.


Claro que se acordaba, pero se preguntaba si él se acordaría.


La expresión en los ojos de Pedro cambió. 


¿Culpabilidad? ¿Desagrado?


Él no abandonó el tema.


—Tenías diecisiete años.


No era que fuera pedante. La edad era importante, y por eso ella le había mentido.


—En realidad solo dieciséis y un par de semanas.


—Tú me dijiste…


—¿Acaso importa? Tú estabas borracho. Yo estaba borracha. Y los dos queríamos vengarnos de mi madre. Fin de la historia.


Paula sabía que estaba siendo brusca, pero eso era mejor que sonrojarse.


Pedro soltó una carcajada. Se sentía aliviado. Siempre se había sentido culpable por la forma en que había utilizado a la hermana pequeña de Anabella, pero parecía que la había subestimado.


—No hay nada como decir las cosas como son —comentó—. De todos modos, tú eras la más honrada del montón… ¿Sin rencores? —se acercó a ella, tendiéndole la mano. 


Paula se quedó mirándolo y se apartó de él con evidente disgusto. Él no esperaba esa reacción. Lo había tratado como a un paria, pero no era justo. En efecto, ella era muy joven, quizás demasiado, cuando hicieron el amor aquella vez. Pero ella lo había deseado. Y mucho, según él lo recordaba. Él retiró la mano—. ¿No es demasiado tarde para que me trates como a un intocable?


—Vale más tarde que nunca —replicó Paula y trató de alejarse de él.


Él la agarró por el brazo.


—Si lo que quieres es que me disculpe, me disculparé. Sentí mucho, siento mucho la forma en la que te traté.


Pedro parecía sincero y Paula se sintió desarmada. Se le encogió el estómago al sentir la mano de él sobre su piel. Se preguntaba en qué momento su amor se había convertido en odio. ¿Durante esos diez años? ¿O en ese preciso momento?


—No quiero nada de ti —sentenció Paula con desdén—. Así que si me sueltas, te acompañaré a la puerta —Pedro estaba desconcertado. Ella no aceptaba sus disculpas, había atribuido su breve relación a la borrachera, y sin embargo estaba tan enfadada que temblaba—. ¡Suéltame! —ordenó tratando de zafarse.


Pedro la sujetó más fuerte.


—Aún no. Primero explícame qué te pasa.


—¿Explicarte?


—Hace diez años nos despedimos de manera más íntima. De acuerdo, en que fue con la ayuda de un whisky algo fuerte. Desde entonces no nos hemos visto ni hablado a excepción de una carta sin contestar. Y ahora me tratas con desprecio. Puede que yo sea lento de entendederas, pero creo que me he perdido algo —y Paula también. ¿Una carta sin contestar?—. O se trata de la diferencia de clases sociales — ella continuaba callada—. Nosotros los mozos de cuadra estamos bien para una sesión rápida sobre el heno, pero no para entrar en la gran casa…


—¡Eso es ridículo! —consiguió decir Paula. Ella nunca había sido una esnob.


—¿Lo es? —la retó él.


—¡Sí! Para empezar, tú nunca fuiste un mozo de cuadra. Es cierto que alguna que otra vez limpiaste los establos para ganar dinero de bolsillo, pero muy a menudo conseguías que lo hiciera yo. Palear excrementos de caballo era un trabajo demasiado bajo para el señor Cerebro Alfonso.


—De acuerdo. A lo mejor no era un mozo de cuadra, pero estaba lo bastante abajo en la escala social para que me miraras por encima del hombro.


—No es cierto —protestó convencida—. En todo caso, el condescendiente eras tú. Pobrecita estúpida y fea Paulita, vamos a hacerle un par de caricias y a ser amable con ella. Eso, cuando no me tratabas como si fuera invisible, claro.


—No recuerdo nada de eso.


—¡Cómo ibas a recordarlo!


—Yo nunca insinué que fueras fea ni estúpida.


—No hacía falta —lo acusó ella—. Era obvio. Y además, lo era.


—No, no lo eras —Pedro la miró consternado como si dudara de que estuviera bien—. Eras bonita y divertida, y…


—¡Déjalo! —lo cortó Paula—. Ya estás otra vez acariciándome y no lo necesito. Estoy satisfecha de mí misma y de mi vida. Solo estaba señalándote que si no dejo que me des coba no es por la clase social en la que hemos nacido.


—¿Acariciándote? —le alzó un brazo con la mano—. ¿Esto cae en la categoría de acariciar?


—No cambies de tema —contestó Paula.


—Lo siento, pero creo que me he perdido algo. Si esto es lo que tú consideras acariciar, debes de tener una vida privada muy aburrida. Si hubiera hecho esto —la rodeó con un brazo y la atrajo hacia sí—, o esto —levantó el otro brazo y con la mano le acarició la mejilla—, tendrías razón.


Pedro se había movido con tanta rapidez que Paula no pudo reaccionar hasta que él ya la había soltado.


Ella se quedó con el corazón palpitante, y llena de rabia que no pudo contener; le dio una bofetada con tanta fuerza que la palma de la mano le dolió.


Paula vio horrorizada cómo la mejilla de él enrojecía. Nunca le había dado una bofetada a nadie, ni tampoco había sentido ganas de hacerlo. Era un instinto básico y primitivo. 


Como el sexo.


Y como la reacción de Pedro, que pasó de la sorpresa a la venganza. Agarró a Paula por ambos brazos, la aprisionó contra los armarios de la cocina y, con una mano, la estiró del pelo y comenzó a besarla en los labios.


Era un asalto que le robó el aliento pero no la voluntad de luchar. Lo agarró por la chaqueta e intentó empujarlo, con furia y sin temor, al reconocer que él la subyugaba.


Pero él era más fuerte que ella y la furia y la pasión se confundieron y el beso continuó, haciendo que afloraran en Paula sentimientos dormidos. No hubo un momento exacto, ni una línea de división entre el odiado beso y las dulces sensaciones que lo siguieron.


Había empezado rechazándolo y había acabado implorándole, rodeándole el cuello con los brazos, vencida por su beso, hasta que pudo oír el latido de su corazón palpitando sobre sus senos. Y cuando él le apretó las caderas para acercarla a su cuerpo y que sintiera su excitación, ella comenzó a gemir.


La soltó para tomar aliento y la miró anhelante.


Durante unos instantes Paula se debatió entre la locura y la razón. Estaba llena de deseo y se habría dejado llevar, pero se apartó de él y conmocionada, avergonzada, desesperada, solo dijo:
—No puedo. Simplemente, no puedo. Déjame, por favor.


—Está bien —fue todo lo que él contestó, y la soltó, marchándose, sin discutir ni rogar, y cerrando la puerta tras de sí.


Pero ella no lo vio, porque sus ojos se llenaron de lágrimas por el terrible dolor de la herida que él había abierto.




¿LO DESCUBRIRA?: CAPITULO 2





Paula se estremeció al oírlo. Habían transcurrido casi diez años. Ella estaba en el comedor y se había quedado perpleja ante la crueldad de su madre, viendo cómo a Pedro le subían los colores, hasta que por fin el orgullo lo hizo reaccionar.


Nunca había visto a su madre tan anonadada. Claro que nadie la había llamado vaca idiota, malvada y engreída.


En realidad la respuesta había sido bastante moderada, teniendo en cuenta la furia que su madre había despertado en él.


Su madre se había quedado sentada, con la cara congestionada, mientras Anabella se reía divertida.


Había sido mucho más de lo que Paula podía soportar.


—De todos modos, hubo alguna compensación —añadió él entre dientes, pero lo bastante fuerte como para que Paula lo oyera. Ello lo miró a los ojos, pero tras unos instantes desvió la miraba porque se sonrojaba.


Una noche con la hermana equivocada. Una especie de premio de consolación. La conducta de él podía justificarse. 


¿Pero la de ella?


Paula acalló los recuerdos adoptando una actitud brusca y profesional.


—Habla con mi madre, si quieres. Ya has visto todas las habitaciones menos los áticos y las cocinas. ¿Quieres verlos?


—No especialmente. Ya tengo las dimensiones del ático y puede que conozca la disposición de las cocinas mejor que tú, señorita Paula.


Parecía bromear, pero no engañaba a Paula. Su tono delataba amargura y tenía razón.


—Seguro —dijo ella, y se dirigió hacia la magnífica escalera.


La voz de él la detuvo.


—¿No sería más fácil atravesar las cocinas para ver las otras dependencias?


—¿Quieres verlas? —estaba segura de que él también conocía la parte trasera.


—Ver en qué estado están —confirmó él—. Los establos no estaban en muy buen estado cuando los vi por última vez.


Podía haber sido un comentario inocente. Quizás solo ella 
recordaba los detalles exactos de dónde y de cómo.


Se sintió molesta y avergonzada y se giró para que él no lo notara, caminando erguida y tensa.


Él la seguía, preguntándose por qué se habría disgustado y repasando todo lo que le había dicho.


Paula lo guio hacia el patio trasero, que estaba en bastante mal estado, lleno de hierbajos y basura. En un rincón estaba el coche de Paula, viejo y aparentemente abandonado. La pintura roja del garaje y de los establos estaba desconchándose.


Pedro estuvo muy discreto y no hizo ningún comentario mientras medía y evaluaba lo que habría que reconstruir.


Paula permanecía callada. Se suponía que debía de intentar vender la casa, pero no creía que él la fuera a comprar.




¿LO DESCUBRIRA?: CAPITULO 1





Era uno de esos momentos que te cambian la vida. Al menos para Paula. Abrió la puerta, y allí estaba él. Algo mayor, claro. Mejor vestido, con traje oscuro y corbata de seda. Pero, en esencia, el mismo.


—¿Paulita? —sonrió él a medias, sin estar seguro de que fuera ella. Ella estaba anonada. Era como si él regresara de entre los muertos—. Soy Pedro Alfonso —se identificó.


No era necesario. Alto como una torre, metro ochenta y cinco, cabello oscuro y ojos grises. Pómulos salientes y una sonrisa maliciosa. No era fácil de olvidar.


Ella intentó centrar sus ideas, pero solo consiguió tartamudear:
—Yo… yo…


Toda su compostura, cultivada durante diez años, echada por la ventana. Volvía a ser la torpe adolescente, regordeta y con el horrible apelativo de Paulita.


No podía hablar. Y eso era una ventaja, porque le habría dicho: «¡Vete! Ahora tengo una vida propia».


Y él no lo habría entendido.


Él aprovechó su silencio para hacer inventario y examinarla. 


Desde el cabello rubio y la cara fina hasta la esbelta figura, piernas inclusive.


—¡Quién iba a pensarlo! ¡La pequeña Paulita ya es mayor! —su tono era juguetón, pero no de burla.


Paulita, es decir, Paula, que así se llamaba, lo sabía, pero no conseguía parecer coherente.


—Ahora, nadie me llama así —dijo por fin—. ¿Puedo ayudarte en algo?


Era una frase cortés para enmascarar su condescendencia hacia él.


Alfonso se dio cuenta. Siempre había sido ágil de mente. 


Excepto en lo que concernía a Anabella, la hermana de Paula.


—Da miedo —comentó él.


—¿Qué? —preguntó Paula, sin poder evitarlo.


Él sonrió, como si se riera de algo.


Paula recordaba esa sonrisa. Pedro Alfonso observando a la familia de ella como si fueran curiosidades, sin poder hacer comentarios debido a su posición, pero dejando traslucir lo que pensaba.


—¡No has cambiado! —lo acusó ella.


—Tú sí —replicó él—. La dama de la casa señorial.


Paula se indignó, pero no quiso discutir.


—Mejor que no tener modales —contestó.


Él pareció sorprendido. Podría ser el hijo de la cocinera, educado en la escuela pública, pero Pedro siempre había sabido comportarse. Entornó los ojos antes de responder:
—Pronto sabrás cómo es. Ya que no tendrás casa… —él había oído que la casa estaba en venta.


—¿Estás bromeando?


—No.


No parecía una broma, pero hacer comentarios crueles no era una faceta de él que Paula recordara.


—¿Está tu madre? ¿O debo decir su señoría?


—No, no debes. Mi madre volvió a casarse.


—Claro. Y por eso perdió el título. Pobre Rosa, eso debe de haber sido un trauma para ella —y lo había sido. Por eso había tardado en volverse a casar—. ¿Está o no?


—No.


—¿Y Anabella? —preguntó con desinterés.


Paula no se dejaba engañar. Pedro nunca sintió desinterés por Anabella.


—Tampoco. Está en Nueva York. Con su marido.


—¿Vive allí?


—De momento.


No era mentira. Anabella estaría allí por algún tiempo. Y estaba con su marido. No era necesario decirle que los dos estaban cara a cara en un tribunal de divorcio.


—Bueno, me encantaría charlar un rato, pero estoy esperando a alguien.


—Sí, lo sé —replicó él con expresión divertida.


Paula tardó un poco en reaccionar.


—¿Eres el hombre de Jadenet?


—Sí soy yo —asintió Pedro. Ella siempre le había gustado. Era lo mejor de los Chaves-Hamilton. Y estaba mucho más bonita, incluso bella, pero se parecía más a su madre—. Telefonea a la inmobiliaria —sugirió—. Comprueba mis credenciales, si quieres.


Le ofreció el teléfono móvil.


Paula lo ignoró.


—¿No tienes ni idea, verdad? —lo acusó.


—Es obvio que no.


—¿Sabes cuántos años hace que los Chaves-Hamilton viven en esta casa? —preguntó Paula con arrogancia


—No me lo digas. ¿Desde la Carta Magna?


Paula no sabía bien cuándo había sido eso, pero estaba claro que él se reía de ella.


Siempre lo había hecho, solo que en el pasado había sido con cariño.


—¿Qué importa? No lo comprenderías.


—Por ser de clase campesina, ¿quieres decir?


Paula deseó no haber dicho nada. Estaba dando la imagen de una esnob, y no lo era. Pedro la había desconcertado.


—No he dicho eso.


—No hacía falta. Ya sabes lo que tu familia pensaba de mí. Lo oí de buena fuente, ¿lo recuerdas? —Paula se sonrojó. Claro que se acordaba. Tenía sus propios recuerdos de ese día—. Siempre pensé que tú eras diferente, Paulita.


Paula quería decir que sí, que lo era y que lo seguía siendo. 


Pero estaba más segura sin decir nada.


—No me llames Paulita —fue todo lo que pudo decir—. Ya no tengo diez años.


—No —Pedro dijo con énfasis, fijándose en su cuerpo esbelto, piernas largas, y la forma del pecho y las caderas—. Eso puedo verlo.


Casi la había desnudado con la mirada. Qué ironía. Diez años antes soñaba con que él la mirara de esa forma, y en ese momento la incomodaba.


—Papeles —dijo ella con hostilidad—. Supongo que traerás papeles.


—¿Papeles?


—Algo que demuestre que tienes una cita para visitar la casa.


Pedro tensó los labios. ¿Quién se creía que era su alteza Chaves-Hamilton? Y ¿quién creía que era él? Sacó una tarjeta de la cartera y se la tendió con una sonrisa. Paula la tomó, pero sin sus gafas apenas la podía leer.


—Si quieres te la leo —sugirió él.


Esa vez su tono era menos sarcástico.


—No soy tan tonta, ¿sabes?


—¿Acaso he dicho algo así, Mi… Paula? Solo que recordé que antes usabas gafas para leer.


Paula miró la tarjeta hasta que las letras quedaron enfocadas.



Pedro Alfonso
Director Gerente
P.A. Net


No se molestó en mirar el resto. No era Jadenet como había dicho su madre. Y ¿qué más había dicho sobre el posible comprador? Que era un empresario de internet estadounidense con muchos dólares. O no se había enterado de quién era, o era demasiado orgullosa para admitir la verdad.


—¿Sabe mi madre que P.A. Net eres tú? —preguntó con brusquedad.


—Es posible que no —dijo él encogiéndose de hombros—. No concerté yo mismo la cita.


No, claro. Él tendría lacayos que lo hicieran. «Id a comprar la casa de mi niñez», les habría dicho. No era la casa de su niñez la que estaba en venta. La casita en la que él había vivido era la que no se vendía. Ella suponía que él ya lo sabía.


—Será mejor que entres —dijo ella y le hizo seña de que la siguiera.


La casa estaba casi vacía. Su madre había subastado casi todos los muebles. También había intentado hacerlo con la casa, pero no obtuvo el precio deseado y por eso la había puesto en venta.


Pedro examinó con detenimiento toda la casa. Evaluaba y medía todas las habitaciones. Por fin llegaron al comedor. 


Allí se detuvo. La sala estaba vacía y Paula se preguntaba si Pedro recordaría la noche que él había entrado buscando a Anabella. Paula estaba sentada en un extremo de la mesa y Rosa Chaves-Hamilton en el otro. Anabella no estaba. 


Había dejado a su madre para que actuara de intermediaria. 


Y Paula había sentido mucha vergüenza ajena.


Volvió a la realidad cuando él le dijo:
—Me gustaría echar un vistazo arriba.


Paula le dio permiso con un gesto. Pensó que debía esforzarse en resaltar lo bueno de la casa, pero no podía. No a Pedro.


Pedro comenzó a subir las escaleras y ella lo siguió. Cuando llegaron al rellano Paula le preguntó:
—¿Siempre ambicionaste volver y comprar esta casa?


—Veo que no ha cambiado tu gusto como lectora.


—No sé qué quieres decir —dijo Paula perpleja.


—¿Jane Eyre? ¿O era Cumbres Borrascosas? Esa en que el burdo mozo de cuadra regresa rico para vengarse de la familia…


—Cumbres Borrascosas —contestó ella.


Él señaló hacia afuera, a los jardines y campos abandonados, el laberinto y el pequeño lago.


—No es exactamente Heathcliff, ¿verdad? No creo que pueda oír a Cathy llamándome —dijo en tono de burla.


Paula sabía cómo borrarle la sonrisa.


—¿Quieres decir Anabella?


—¿Anabella? —frunció los labios—. ¿Quieres decir el Gran Amor de mi Vida? —Paula no esperaba que fuera tan franco, ni que a ella le doliera aún que prefiriera a su hermana mayor—. Siento decepcionarte, pero ha llovido mucho. He tenido al menos dos o tres grandes amores desde entonces.


Su tono era burlón y Paula le contestó de forma similar, escondiendo sus verdaderos sentimientos.


—Cuánto me alegro por ti. Y por ellas, claro.


¿Qué más podía hacer? ¿Decirle lo mucho que había sufrido mientras él se divertía? Y no sería cierto. Ella y Dario eran felices.


Pedro se quedó cortado. La nueva Paula tenía zarpas afiladas.


—Tomaré eso como un cumplido.


—Yo no lo haría —murmuró Paula.


Pedro hizo caso omiso del comentario y quiso aclarar las cosas.


—De todos modos, es pura coincidencia que queramos comprar este sitio —«¿queramos?», pensó Paula—. Necesitamos una base cerca de Londres. Sussex está bien situado en relación al continente y Highfield es una de las tres posibilidades que nos ha dado la agencia inmobiliaria. La que preferíamos se vendió antes de que pudiéramos optar a ella y la otra no tiene permiso para uso comercial. Eso nos deja con Highfield.


Parecía como si se resignara a su querida casa de estilo georgiano, una de las mejores del condado.


—No te preocupes. Al menos tiene algo a su favor.


—¿Qué?


—Siempre puedes decir que es tu heredad, y así impresionar a los otros nuevos ricos, amigos tuyos.


Paula había ido demasiado lejos, pero no le importó.


Quería hacer tambalear su confianza en sí mismo. Herirlo como él la había herido, aún sin saberlo. Porque Pedro no tenía ni idea de lo mucho que había llorado por él.


Pedro no sabía cómo reaccionar. El perrito de peluche se había convertido en un Rottweiler que guardaba su propiedad. Solo que ya no sería suya por mucho tiempo, tanto si él la compraba como si no. Pensó que en efecto parte del encanto era que Rosa Chaves-Hamilton descubriera que el comprador de su mansión era el hijo de la cocinera. Pero no era parte del plan y, si no era adecuada, no la compraría.


—Puede que tengas razón —replicó con sequedad—. El escudo de armas sobre el dintel de la puerta y mi retrato sobre la chimenea. ¿Qué te parece? —parecía que él se estaba burlando otra vez—. Si quieres, te lo encargo a ti.


—¿A mí?


—Si no recuerdo mal, tú eras una artista.


—Eso era antes.


—¿No hiciste la carrera de arte?


Paula había querido hacerla, pero la realidad era otra.


—No. Hice otras cosas —contestó cortante, sin aclarar más. Pedro supuso que habría seguido el camino de su hermana, colegio privado, puesta de largo… Sería por eso que había cambiado tanto—. ¿Quieres ver las otras habitaciones?


—Tú quieres vender la casa, ¿no?


Ella se sonrojó. No quería venderla, pero tenía que hacerlo.


—Lo siento. No estaba segura de que aún te interesara.


—Si no la veo toda, no me interesa.


—De acuerdo —y prosiguieron examinándola.


Las habitaciones estaban vacías y deterioradas. Solamente quedaban muebles en su antiguo cuarto.


—Este era tu dormitorio —adivinó él al ver los libros de la estantería. Ella asintió—. ¿Aún vives aquí?


—No —contestó Paula—. No quedará nada para cuando la casa se venda.


—¿Dónde vives ahora?


—En el barrio.


—¿Estás casada? —añadió él con curiosidad.


—¿Con quién podría estar casada? —contestó ella contrariada.


—Bueno… Estaba ese chico —repuso Pedro con una sonrisa—, de una de las fincas cercanas. Solías montar a caballo con él. Tenía el pelo rubio, y varios hermanos.


Paula sabía en quién estaba pensando, pero no dijo nada. No había tenido un romance con Henry Fairfax.


Pedro, has estado fuera casi diez años. ¿Crees que la vida del resto del mundo se ha detenido?


—Tienes razón. Pero es cierto que, cuando no ves a la gente durante un tiempo, su imagen se queda congelada.


Tenía razón. Hasta ese mismo momento, la imagen de Pedro había permanecido en su mente como la de su primer amor, un joven al que idolatraba, pero que no la correspondía.


Y allí estaba él, demasiado real, y suscitando resentimientos que no habían aflorado hasta entonces.


—¿Y a qué se dedica la nueva Paula? —preguntó él sonriendo.


Quizás lo preguntaba con verdadero interés, pero a Paula le parecía que no. Nunca se había fijado en ella cuando Anabella estaba presente.


—A arreglar casas —contestó ella.


—¿Arreglar? —repitió él dudando—. ¿Cómo qué, exactamente?


Paula lo miró de reojo. Algo en su expresión indicaba que realmente creía que la familia había caído muy bajo.


La idea la divirtió. Lo suficiente como para seguirle la corriente.


—Por lo general, ¿cómo se arregla una casa?


—¿Las limpias? —preguntó él, incrédulo.


En realidad las decoraba, pero estaba disfrutando de la confusión y no lo dijo.


—¿Te parece mal?


—No. Claro que no —su propia madre, aunque oficialmente era la cocinera, había limpiado en la casa de los Chaves-Hamilton—. Solo que nunca te he imaginado haciendo ese tipo de trabajo.


—Así es la vida —sentenció Paula—. Yo tampoco te imaginé como un importante hombre de negocios.


—Tampoco es eso —negó él—. Diseño y vendo páginas web. Da la casualidad que ahora el dinero está en eso.


No era falsa modestia. Paula lo sabía. Pedro nunca había exagerado sus logros. Había sacado el bachillerato y la universidad con sobresalientes; pero, seguro de su capacidad intelectual, nunca había sentido necesidad de vanagloriarse.


Fue al padre de Paula a quien se le ocurrió que hiciera de tutor de Paula. Hasta entonces, el hijo de la cocinera había trabajado en los establos, o en la granja. Pero, con su cerebro, seguro que sería mejor emplearlo ayudando a Paula.


Había sido una idea loca. Un chico de diecisiete años, por muy inteligente que fuera, ¿cómo iba a poder ayudar a una niña de once en lo que había fallado la cara escuela a la que asistía?


Pero había funcionado. Él había sido el primero en darse cuenta de que Paula podía recordar cualquier cosa que se le enseñara verbalmente, podía hablar sobre casi cualquier materia, y solo perdía capacidad cuando se enfrentaba a un papel. Él había sugerido que podía tratarse de dislexia, y las pruebas habían demostrado que estaba en lo cierto.


—¿Y el dinero es tan importante? —preguntó ella por decir algo.


—Lo es cuando no se tiene —respondió él. Ella no se lo discutió. Sabía que hablaba por experiencia. La madre de Pedro había muerto de cáncer y no le había dejado nada más que el dinero para el funeral. Pedro estaba mirando por una ventana trasera hacia donde estaba la casita en la que él y su madre habían vivido años atrás—. Tengo entendido que la casita está alquilada.


A Paula se le hizo un nudo en el estómago pero mantuvo la calma.


—Sí, lo está. ¿Sabías que no forma parte de lo que está en venta?


—No lo sabía. Las condiciones particulares no lo mencionan —Paula miró la carpeta que Pedro tenía en la mano. Fiándose de lo que su madre le había dicho, no había leído los detalles del texto de la inmobiliaria—. No entiendo cómo puede estar excluida, considerando que está en mitad de la finca.


—¡Pues lo está! —rebatió Paula con una seguridad que no sentía.


Pedro se encogió de hombros sin querer discutir.


—Quizás sea por eso por lo que tenéis dificultades en venderla. La gente compra este tipo de fincas para tener intimidad.


—¿Quién ha dicho que tenemos dificultades para venderla?


—El hecho de que la finca haya estado en venta durante más de un año. ¿Acaso se trata de inquilinos a quienes no se puede desalojar?


—¿Por qué? —Paula no tenía ni idea de lo que ella era.


—Porque si estás preocupada por no poder echarlos, hay métodos para hacerlo.


—¿Métodos? —Paula abrió los ojos—. ¿Qué quieres decir exactamente?


—Pues se les puede mandar un par de matones para intimidarlos —Pedro adivinó lo que ella pensaba—. O se les puede ofrecer una suma generosa para ayudarlos a trasladarse. Personalmente, prefiero la segunda opción. Me parece algo más civilizado.


Le estaba tomando el pelo otra vez y Paula volvió a sentirse como la niña que llamaba Paulita, a quien él siempre hacía rabiar con dulzura y que había terminado adorándolo.


Pero en ese momento no le parecía dulce sino condescendiente.


—La casita no está en venta —repitió ella.


Él no se dejó impresionar.


—Veremos lo que dice tu madre, suponiendo que yo esté interesado.


—¿Vas a hablar con mi madre? —dijo ella sorprendida.


—¿Hay alguna razón por la que no deba hacerlo? —¿estaba bromeando? Paula podía pensar en alguna, pero no iba a decirla—. A menos que tú creas que no es conveniente.


—Bueno… —ella hizo una mueca—. No os despedisteis de la mejor manera.


—No. No lo hicimos, ¿verdad? —sonrió él al recordarlo—. ¿Qué dijo? —ella se acordaba muy bien, pero no iba a ayudarlo—. Ah, sí… Algo así como que, aunque tuviera un título de Oxford, el hijo de la cocinera no era un pretendiente adecuado para sus hijas.