viernes, 2 de octubre de 2015

DIMELO: CAPITULO 18






La fiesta en el cabaret sigue; realmente lo estamos pasando bien, pero siento que debemos irnos a otro sitio. La invito a sentarnos y, tras unos cuantos besos más, nos bebemos lo que queda de nuestro champán. Miro la hora y le propongo, mientras le despejo el pelo de la cara:
—¿Nos vamos, o prefieres que nos quedemos un rato más?


—Vamos.


La percibo un poco titubeante, pero se pone de pie, así que cojo su chaqueta para ayudarla a colocársela y luego le alcanzo el bolso. Salimos de allí cogidos de la mano; me encanta sentir su contacto, me magnetiza sentir que la guío.


—Me ha fascinado el local, Pedro.


—Me alegro de que te hayas divertido.


—Mucho.


Llegamos al coche, pero no desactivo la alarma hasta que estamos junto a él. En el mismo instante en que lo hago, cojo la manija de la puerta pero no la abro. La arrincono contra el automóvil, como hice la noche anterior cuando la besé por primera vez, y la agarro por la cintura de manera
posesiva; la empujo con mi cuerpo y la beso, hundiendo mi pelvis contra ella. Quiero que sienta cómo me pone, quiero que sepa que es la causante del dolor insoportable que tengo en mi sexo, que note las tremendas ganas que me provoca su cercanía. La beso desmesuradamente; el beso es mucho más profundo que cualquiera que nos hayamos dado, y es que quiero que entienda lo que pretendo; la
estoy devorando con mi boca, me estoy quedando sin aliento y sé que a ella también le falta, pero no estoy dispuesto a parar: quiero llevarla al límite del deseo.


Justo en el momento en que estoy por pedirle que vayamos a mi apartamento, me dice:
—Despacio, Pedro, quiero ir despacio. Por favor.


Sus palabras suenan como un mazazo, no esperaba que me pidiera que parase. Al contrario, quería que me propusiera que la llevara a algún lugar más íntimo..., pero Paula es así, una constante sorpresa para mí. Me quedo con la frente apoyada en la suya y continúo sin poder creerme lo que me ha pedido, pero no me queda más remedio que aceptar. 


Abro el coche para que se suba y cierro la puerta. Esto es muy incómodo: mi erección es muy molesta, caminar lo es aún más. Me paso la mano por la frente mientras rodeo el automóvil, rebusco mi sonrisa más seductora y, al entrar, le
sonrío ampliamente. Tal vez debería decirle algo, como que no se preocupe, o ser más considerado, pero las palabras no me salen. Me acomodo en el asiento del conductor y me quedo mirándola a los ojos. Irremediablemente mi vista se desvía a sus labios; se los he dejado hinchados y muy rojos por el arrebato de mi último beso y ahora, recordando el momento, mi dolor en la entrepierna se hace más intenso. 


No quiero darme por vencido, quiero hundirme en esta rubia que se ha convertido en mi obsesión y, aunque intento comprender que le resulte todo muy precipitado, mi pene tiene vida propia y no entiende de razones.


—Lo lamento —me dice con un tono que evidencia su culpa.


«Pues sí, siéntete mal, me has dejado hecho una mierda», quiero decirle.


Finalmente, decido ser un poco caballero.


—No hay problema. —Le sonrío, pero lo cierto es que quisiera que se retractase, aunque igualmente no voy a forzar la situación. Quiero que esté completamente decidida y, por encima de todo, que se muera de ganas, aunque presumo que ganas no le faltan, pero está intentando ser
moderada.


Pongo el coche en marcha y conduzco hasta su casa sin preguntarle; entiendo que la noche ha terminado. Durante el camino, un elocuente silencio cae sobre nosotros hasta que decido romperlo.


—¿Estás bien?


—Sí, Pedro, muy bien, no te preocupes.


Ladeo la vista y estiro la mano para acariciarla; rozo su mejilla con el dorso de mis dedos y ella me coge la mano y me la besa.


¡Cómo me ha gustado eso! Y no lo entiendo, pero creo que estoy tan caliente que el más mínimo roce me hace trepidar.


Llegamos al barrio semiprivado donde vive y abre el portón, entro con el coche y freno en la entrada de su casa. Emito un profundo suspiro audible, y luego ambos nos quitamos el cinturón. Ha llegado el momento de la despedida, pero me resisto, soy terco, cabezón, obstinado, y no me doy por
vencido.


—Ha sido una noche especial, gracias. Lo he pasado muy bien —me deja en claro.


—Yo también lo he pasado muy bien.


Me acerco a ella y la beso entusiasmado; mi lengua recorre su boca y se enzarza con la suya, que me recibe con verdadero gusto. La cojo por la cintura y entierro mis dedos en su carne; sé que lo estoy haciendo con fuerza, pero aunque quiero detenerme no lo consigo, estoy nublado, su boca me pierde, me traiciona y no me permite pensar. La cojo por sorpresa con ambas manos y la siento a horcajadas sobre mí; estoy acostumbrado a llevar el control y también a conseguir lo que deseo. La encajo en el espacio que queda entre el volante y mi cuerpo, que es poco, así que bajo una de las manos para accionar el mecanismo que corre el asiento hacia atrás; me propulso con los pies sin abandonar sus labios, mientras Paula me sostiene de la nuca y hunde sus dedos en mi cabello. Se muestra sensual y besa de maravilla; su boca es perfecta, dulce, suave y húmeda. Subo la mano y la introduzco bajo su camiseta; le acaricio un pecho por encima del encaje del sujetador y me siento como en la gloria, aunque creo que llegar a la gloria con ella es lo que verdaderamente anhelo. Se lo aprieto y llena mi palma; eso provoca que me mueva bajo su cuerpo y frote mi erección en su entrepierna. Una oleada de placer se apodera de ella también, y se mueve sobre mi bragueta buscando
el mismo roce que yo busco. Ondea su cuerpo y creo que mi pene está tan hinchado que reventará la cremallera. Le levanto la camiseta y subo su sujetador, dejando al descubierto sus senos; los admiro, son perfectos, no puedo creer lo que estoy viendo y eso que he visto muchos pechos a lo largo de mi vida... Pero Paula Chaves perfecta, es una escultura de carne y hueso. Levanto mi cabeza y clavo mis ojos azules en sus pupilas azules llameantes, luego hundo la cabeza para lamer una de las areolas y trazo círculos con mi lengua sobre ella; atrapo el pezón entres mis dientes y tironeo de él, mientras la miro por entre las pestañas y me sonrío, malicioso. Vuelvo a meter el pezón en mi boca y lo succiono, lo suelto y el sonido que hace mi boca parece el sonido de un corcho al salir de una botella. Estoy muy caliente, necesito hundirme en ella y calmar esta sed que me provoca. Me revuelve el pelo y yo ruego para que me pida que bajemos; no quiero tirármela aquí, aunque en este momento no me importa demasiado el lugar.


Su vaquero es muy ajustado e intento meter mi mano por la cinturilla para tocar su trasero, pero no puedo, así que llevo la mano hacia delante para desprenderle los botones; siento sus manos sobre la mía mientras sigo perdido lamiendo sus pechos. Oigo apenas un hilo de voz que alcanza a salir de
su boca y que se confunde con un gemido.


—También lo deseo, pero quiero estar segura.


«No, otra vez lo ha hecho, otra vez me ha detenido... Esto no puede estar pasando dos veces. ¡Esta mujer es una asesina!»


Levanto la cabeza para poder oírla mejor y niego mientras resoplo buscando un poco de oxígeno. Me besa tiernamente los labios y coge mi rostro entre sus manos.


—Por favor —me ruega mientras respira entrecortadamente.


—Como quieras —digo, simulando entenderla. Pero en realidad quien no lo entiende es mi pene; él está muy necesitado.


—¿Te has enfadado?


—No, ¿por qué piensas eso? Sólo que tus besos son afrodisíacos, y tus tetas... —Las admiro, las tengo a escasos centímetros de mi rostro—. Quiero tenerte —le digo mientras se las cubro; no puedo soportar más esa visión si no voy a poder gozarlas—, pero puedo esperar. Entiendo perfectamente que necesites que nos conozcamos más.


—Gracias por comprenderme. No es fácil tampoco para mí, pero no quiero equivocarme.


—No hay problema, de verdad. —Le doy un beso sonoro en los labios—. ¿Nos vemos mañana en el cumpleaños de André?


Me siento tentado de ofrecerle venir a recogerla, pero me contengo; quiero darle espacio.


—Sí, claro.


Se sitúa en el asiento del acompañante y recompone su ropa. Paso la mano por delante de ella y le abro la puerta, pero antes vuelvo a besar sus labios brevemente; creo que mi subconsciente no se resigna a dejarla ir. Cuando baja del coche, da la vuelta y se para junto a mi puerta a la espera de que baje el cristal. 


—Me ha encantado salir contigo.


—A mí también. Nos veremos mañana —le digo y ella se inclina para darme un último beso a través de la ventanilla.


 Estoy frustrado, pero no se lo demuestro.Paula se aparta y, tras un sutil movimiento de su mano a modo de despedida final, desaparece en el interior de su apartamento.


Voy camino a mi casa. La noche está tranquila, y las calles, bastante despejadas; es un poco tarde, debe de ser por eso. 


Emito un suspiro profundo mientras enciendo el equipo de música; comienza a sonar Love is in on fire, de Italo Brothers. Presto atención a la letra y no puedo dejar de sonreírme: parece una onomatopeya de lo que siento.


Vislumbro que sólo es cuestión de tiempo que sea mía, pero incluso sabiéndolo sigo sintiéndome molesto, y es que creo que el problema es que mi cerebro no piensa igual que el cerebro de mi aparato sexual; sí, creo que es eso: mi pene tiene un cerebro propio y está jodidamente empeñado en enterrarse en el coño de Paula.


Quizá un poco de actividad física a las tres de la madrugada ayude a bajar mi erección.


Definitivamente, eso es lo que haré cuando llegue a casa.













DIMELO: CAPITULO 17





No sé por qué me he quedado, aún no entiendo el motivo por el cual todavía estoy sentada aquí.


Lo miro, lo miro un poco más y lo sigo mirando... y entonces me doy cuenta de que sé perfectamente la razón, pero no quiero reconocerla; si no la reconozco, puedo hacer como que no es así. Aunque, por más que lo niegue, por más que no lo diga, lo cierto es que este hombre está volviéndome loca y me atrae muchísimo.


Se acerca y me retira el pelo de la cara. No me dice nada, él también me observa y no aparta la mirada de mí. Creo que también está intentado entender algo.


—Come —me dice con un tono que me pone más a mil todavía; le da un trago largo a su cerveza y continúa comiendo.


«¿Es que acaso piensa ignorarme toda la noche?»


Maldigo todo lo que le he dicho, maldigo no tener la fuerza suficiente para levantarme e irme, maldigo que mi cuerpo haga todo lo contrario de lo que pienso. Me pongo de pie y no levanta la cabeza de su plato.


«¡Aaah, qué hombre más odioso!»


Quiero gritar, quiero salir corriendo de aquí. Sin embargo, me quedo tiesa. Continúo sin entender qué es lo que me detiene.


—¿Dónde está el baño?


Levanta la cabeza, me sonríe, burlón, y sé que sabe que nuevamente no he sido capaz de irme y dejarlo plantado.


—Al fondo. —Señala con la mano y sigue comiendo.


Me voy hacia el baño toda enfurruñada; es el colmo de la descortesía y no creo merecerlo. Allí, me miro en el espejo y me desconozco: no soy una mujer sin carácter, pero Pedro parece habérmelo quitado. Me refresco y salgo; al volver, nos sirven el segundo plato. Ya tengo un nudo en el estómago y no sé si me pasará bocado. Realmente estoy pasándolo mal.


Moja una tempura en salsa tentsuyu y, cogiéndome por sorpresa, me la mete en la boca.


—Crocante y deliciosa, ¿verdad?


Está realmente así, pero no sé qué decir. Estoy desconcertada por lo cambiante que es su estado de ánimo. ¿Será siempre así?


—¿Te gusta? —insiste para que le dé una respuesta.


—Sí, está deliciosa, tal como has dicho.


—Dime, ¿tienes idea de cuándo viajaremos?


—Aún falta conseguir algunos permisos; en cuanto estén, concretaremos y sacaremos los pasajes.


—¿Cuántos días calculas que estaremos fuera?


—Supongo que no serán más de siete. —Me llevo un bocado a la boca y luego le digo—: Tienes razón, se come muy bien aquí.


—¿Has visto?


Pedro, ¿puedo preguntarte algo?


—Dime.


—¿Por qué te has enojado tanto?


Me mira y, cuando creo que me contestará, me dice:
—¿Irás al cumpleaños de André?


—¿Tú irás?


—Sí.


—Le he prometido que acudiré. André siempre organiza buenas fiestas. —Es evidente que no piensa contestarme. Hombre terco.


—¿Hace cuánto que conoces a André?


—Hace... cuatro años, más o menos. Lo conocí en una producción fotográfica para Agent Provocateur, cuando trabajaba como modelo para la marca. Me gustaron tanto las imágenes que me sacaba cuando él me fotografiaba que me lo llevé conmigo cuando creé Saint Clair; se lo robé. A
fecha de hoy es el único que me saca fotos. Salvo en eventos, claro.
»Tendremos que ir a algunos eventos cuando salga la nueva colección, deberemos hacer promoción. Eso te ayudará a ti también a promocionarte. ¿Has pensado en lo que te comenté de buscar un agente?


—No lo he hecho, ya veremos.


Seguimos comiendo; poco a poco nos vamos relajando y la cena se vuelve muy amena; nos reímos mucho, nos damos de comer en la boca... Pedro, cuando quiere, puede ser muy caballeroso y en extremo seductor.


Terminamos de cenar y me invita a tomar una copa en un bar del que nunca he oído hablar, aunque según él es un sitio muy interesante. No deja de extrañarme que, sin ser de París, conozca tantos lugares inusuales; bueno, inusuales para mí, que estoy acostumbrada a ir sólo a sitios de cinco
estrellas... Así era siempre con Marcos: todo locales selectos para VIP. Los lugares a los que me lleva Pedro tienen su encanto; a decir verdad, él tiene su encanto: es diferente, enigmático, decidido y, aunque a veces tenga un carácter muy incívico, creo que me gusta el conjunto de este hombre.


Llegamos a un local sencillo y donde apenas concurren turistas, por lo que me asombra mucho más no conocerlo. 


Es un piano-bar llamado Aux Trois Mailletz y está ubicado en la entrada del barrio Latino, junto a la iglesia de Saint-Severine. Su particularidad radica en que no es un típico bar.


En la planta principal hay una mezcla ecléctica de jazz, ópera, canciones de Édith Piaf... Pero no nos quedamos aquí, sino que descendemos por una escalera de metal hacia un sótano donde la edificación es llamativa: es una cueva con un tablado; los techos abovedados le confieren un aire misterioso y me recuerdan a los arcos de las famosas catacumbas de París. Pedro me guía de la cintura y nos
acomodamos en una mesa apartada. Por primera vez durante la noche, se muestra muy caballeroso: aparta mi silla y espera a que me siente. En ese espacio todo es el mejor estilo latino francés: rumba, sabor y mucho ritmo. Y se nota que se está gestando en el lugar una gran fiesta.


—Espero que te guste el sitio. Es muy peculiar: un cabaret donde los artistas que cantan y tocan en vivo son los mismos empleados a los que seguramente verás también sirviendo las mesas.


Se acerca a mi oído para hablarme y su aliento me produce un hormigueo en todo el cuerpo. Me remuevo sin poder evitarlo y me quito la chaqueta, que cuelgo en el respaldo de la silla. Estamos sentados contra la pared y Pedro ajusta su silla para quedar más cerca de mí. Noto de pronto cómo
mira mi escote sin disimulo, pero no me molesta; a decir verdad, elegí esta camiseta para que lo hiciera.


Comienza el show y diferentes personajes van pasando por el entarimado que está al fondo del local. Cantan temas en varios idiomas y todo se anima muchísimo; se nota que parte de los presentes son clientes habituales. Animados por los ritmos de Latinoamérica, se suben a las mesas y bailan, y
otros cantan a la par de los artistas... Cada uno está en lo suyo, muy divertidos. El ambiente del local es de penumbra, dado que la iluminación procede de las velas de las mesas y de los focos del entarimado. Decidimos tomar postre porque no lo hemos llegado a tomar en el otro sitio, y ambos elegimos una tarta de frutas de temporada.


—¿Te animas a tomar una champán que no sea el que bebes siempre, o prefieres que pida vino?


—Vamos con el champán.


Hoy estoy dispuesta a que todo sea diferente; creo que necesitaba hacer algo distinto con mi vida y de la mano de Pedro lo estoy haciendo.


Cantamos Propuesta indecente. Conocía la canción en la voz de Romeo Santos, pero la versión del cantante que ahora la ejecuta es muy buena.


Él quiere bailar; yo me siento un poco avergonzada y no sé por qué; insiste y, finalmente, me animo. Nos levantamos y nos unimos a los demás, que se mueven al ritmo de la música que nos eclipsa. De pronto me siento muy sensual; esto es adrenalina corriendo por mi cuerpo, y me gusta.


Bailo junto a Pedro, que se mueve también estupendamente. 


Lo cierto es que los ritmos latinos se le dan genial. Me asombra cómo se mueve, me encanta, y sumo algo más a las muchas cosas que estoy descubriendo que me gustan de él.


Me río y en ese momento me coge de la cintura, se acerca a mí y... Estoy ardiendo. De un movimiento, me sube en el banco central y él, sin esfuerzo, aparece a mi lado; no somos los únicos subidos a la tarima, pero así nos lo parece, como si solamente él y yo estuviéramos ahí.


Mientras bailamos, nos besamos y nada importa, nada existe a nuestro alrededor; no dejamos de movernos, esto es verdaderamente muy caliente: el baile es caliente, la canción es caliente..., pero no quiero ir tan deprisa.


«Pedro Alfonso, eres un cohete lanzado por la Nasa. ¿Cómo detenerte? No paras de seducirme.»


Dios, me da vergüenza pensar y sentir así, pero estoy encharcada, y léase este término en todos los sentidos que presenta, porque así es como me siento.


«¿Es esto normal?»


Me desconozco, nunca un hombre me ha puesto las hormonas a pensar tanto.






DIMELO: CAPITULO 16





Hago el camino que me ha indicado y, cuando estoy llegando, la veo esperándome donde me ha dicho. Está hermosa vestida de blanco. La admiro desde lejos y creo que se me parará el corazón por la belleza de esta mujer. 


Siento que es mi edén, pero también se está convirtiendo en mi perdición.


Freno justo a la altura donde está parada y bajo la ventanilla de mi lado para ofrecerle una amplia sonrisa que me es correspondida. Estoy seguro de que está esperando a que me baje a abrirle la puerta, pero he decidido que no lo haré, así que me estiro, abro desde el interior la puerta del
acompañante y le indico con eso que estoy esperando a que suba. Al instante se muestra divertida, echa la cabeza hacia atrás y sé que ha adivinado mi intención; se ríe festejando mi falta de caballerosidad, así que comprendo también que no dirá nada porque ya ha entendido mi juego. Da la vuelta al coche y sube. Mientras ella camina, yo aprovecho para desprenderme del cinturón y así tener más libertad dentro del vehículo. No la dejo pensar siquiera y, nada más sentarse, la cojo por la nuca y me apropio de su boca; hurgo en ella con mi lengua pero intento ser mesurado, aunque la
verdad es que me encantaría perder la calma por completo. 


Retomando el control, me aparto; debemos ir a cenar y, si sigo besándola, de lo único que tendré ganas será de reclinar el asiento e intentar hacerla mía aquí mismo. Salgo de su boca y lamo sus labios antes de soltarla. Me relamo.


—Mmm, sabes a chicle Hollywood Sweetgum.


Ríe, sube una mano hasta mi nuca y no me deja apartarme por completo; su mano en mi piel me escuece.


—Es el brillo labial —me informa y luego me da un toque de labios con naturalidad.


Me libera, resuelta, para colocarse el cinturón de seguridad y que podamos marcharnos.


Me quedo mirándola un poco incrédulo; no me esperaba que actuara de forma tan natural conmigo. La imito y me abrocho el cinturón, dispuesto a salir de allí; pongo primera y doy la vuelta para encarar la salida. Vive en un barrio semiprivado. 


Cuando estamos llegando al portón, éste se abre y me doy cuenta de que lo ha activado ella con un mando a distancia. 


Una vez que salimos, vuelve a accionarlo y lo guarda en su bolso. Cojo la avenida Foch y me interno en el tráfico en
dirección al barrio de Saint-Germain. Tengo unas expectativas muy altas de esta noche juntos.


Llegamos a la calle d’Argenteuil, muy cerca del Palais Royal, y busco dónde estacionar mi automóvil.


—Hemos llegado —le indico, y ella me mira un poco desconcertada. Sé que está esperando que le diga adónde vamos—. Es ese restaurante que ves ahí. —Señalo con la mano un lugar muy sencillo, con un toldo de color naranja—. Como verás, aquí no podrás tomarte un Dom Pérignon, no creo que lo incluyan en su carta, pero te aseguro, como ya te comenté, que podrás comer las mejores tempuras que hayas probado jamás. ¿Qué dices, bajamos?


—Bajamos.


Toma la manija y, tras quitarse el cinturón, desciende del coche; no me extraña que no espere a que le abra la puerta, creo que ha entendido que no la trataré con ninguna de las deferencias a las que está acostumbrada. Me espera a un lado del automóvil mientras me apresuro a bajar y lo rodeo sin quitarle la vista de encima. Cuando me sitúo a su lado, le ofrezco mi mano para que caminemos juntos y ella, gustosa, me facilita la suya. Me encanta tenerla así; en un gesto cariñoso se la beso y echamos a andar. Anclo mi vista en ella; la miro sin dejar entrever lo que pienso, porque eso creo
que la haría sonrojar. Me ofrece una sonrisa plena y puedo notar que está distendida, como si hubiese encontrado su verdadera autonomía, y presumo que se siente así porque a mi lado no tiene necesidad de fingir, ni de comportarse de ninguna manera supuesta. Eso es lo que quiero, deseo demostrarle que, junto a mí, puede dejar de ser la figura pública y ser ella misma.


Por fin entramos en el modesto restaurante, y observo que estudia el entorno.


—¿Quieres comer aquí? —le pregunto porque quiero asegurarme; sé que el lugar dista mucho de los sitios donde ella debe de estar acostumbrada a comer y no deseo forzarla ni que se sienta incómoda.


—Todo se ve muy limpio, acomodémonos.


Atravesamos la terraza cubierta y las mesas en el interior; con mi mano apoyada en su cadera, la guío hacia la barra con vistas a la cocina, donde veo que hay espacio para que nos sentemos. La recepción que nos ofrecen es muy amable; los empleados son todos asiáticos y, si miramos
alrededor, se pueden ver muchos clientes japoneses, lo que por supuesto es buena señal. Le alcanzo la carta y le sugiero que pidamos el menú, que contiene una entrada de arroz y pollo en salsa salsifí y, como plato principal, una tempura de camarones y verduras.


—Pero a ti no te gusta la comida japonesa, obviemos el entrante —me dice, solícita.


La cojo por la barbilla y me acerco para hablarle a apenas cuatro o cinco de centímetros de distancia.


—Si tú puedes obviar el Dom Pérignon y sentarte en un lugar que dista mucho de los lugares a los que estás acostumbrada a ir, yo puedo comer un menú enteramente japonés.


Me besa suavemente los labios y el contacto sutil vuelve a cogerme por sorpresa.


—¿Podemos pedir antes un aperitivo?


—Por supuesto. ¿Te parece que tomemos un Calpis?


—No sé lo que es.


—Es un refresco típico de Japón, a base de lácteos, con sabor cítrico y dulce; creo que puede gustarte.


—Probemos.


Pido y no tardan en traernos los refrescos. Da el primer trago y exclama:
—Mmm..., ¡exquisito! Eres un gran conocedor de las costumbres japonesas para no gustarte su comida. —La obsequio guiñándole un ojo—. Pedro, hay algo que quisiera comentarte; no sé si te has enterado de que ha salido una noticia sobre nosotros en una revista.


—¿Ya han salido las fotos que preparamos?


—Lo que se ha publicado es una foto nuestra en las Tullerías: es una toma del momento en que tú me tienes abrazada, cuando me sacaste del tumulto. En la revista, que es de cotilleo, insinúan que tú y yo tenemos algo desde hace tiempo y que por eso se entiende por qué un total desconocido será la nueva cara de la campaña de Saint Clair.


—Bueno, esperemos que hoy no nos cace ningún paparazzi, si no, darán por sentado el romance. —Intento hacer un poco de broma—. ¿Te preocupa esa noticia?


Niega con la cabeza mientras sorbe su bebida.


—En absoluto.


—Tal vez no soy buena imagen para ti.


—Según tú, ¿cuál es una buena imagen para mí?


—Marcos Poget; supongo que él sí lo es.


—Hoy estuvo en Saint Clair.


Siento que se me anuda el estómago al oír lo que acaba de decirme; debería haber sabido que regresaría y debería haberme dado cuenta de que esta cena era para ponerme en mi lugar. No contesto nada; si quiere decir algo al respecto, que lo diga ya. Pero entonces... ¿por qué ha permitido que la besara? ¿Y por qué me ha besado ella a mí?


—Vino a pedirme explicaciones. —Nos traen nuestro pedido, pero sinceramente creo que nuestra noche se ha arruinado.


—Si lo que necesitas es que hable con él para dejarle claro que entre tú y yo no hay nada, no tengo problema en hacerlo.


—¿De qué hablas, Pedro? Estoy aquí sentada contigo. ¿Eso no significa nada para ti?


—¿Qué tendría que significar?


—Te creía más inteligente.


—Yo también pensaba eso de ti, pero supongo que la fortuna Poget es muy tentadora.


Saco mi billetera y no sé por qué de pronto me encabrono tanto, pero estoy así, cabreado a la enésima potencia. Le pido al camarero que me cobre todo lo que hemos pedido. 


Sin entender nada, y es lógico porque ni yo mismo lo hago, ella me mira.


Pedro, no quiero irme.


Coge mi mano y me quedo mirando su agarre.


—Deja de sacrificarte. ¿Cuál es tu juego? No tienes necesidad de seguir burlándote de mí, estás aquí haciendo un esfuerzo sobrehumano, sentada en un restaurantucho de mala muerte, cuando podrías estar cenando tal vez en... Le Procope, con Poget; sin duda sería un lugar más acorde a tu
rango y ahí te servirían tu maldito champán favorito.


—Eres un necio, eres más necio que él. Llévame a mi casa.


Se pone en pie esperando que me levante. Pero ¿quién es ella para ordenarme qué hacer? Está muy equivocada si cree que me va a manejar a su antojo. Dejo de mirarla a los ojos y me pongo a comer el arroz y el pollo.


—¿Sabes qué? Ahora el que no quiere irse soy yo, así que, si quieres marcharte, tendrás que buscarte un taxi, porque he venido a cenar y de aquí no me iré hasta que lo haga.


Pedro, por favor, nos estás poniendo en ridículo, todos nos están mirando.


—Siéntate y come si no quieres que nos miren, o vete de una vez.


«Mierda, malditas mujeres que todo lo hacen difícil.»


Contra todo pronóstico, se sienta a mi lado; en verdad creí que se iría. Deja su bolso a un lado, toma los palillos chinos y los hunde en el arroz.


Estoy cabreado y no sé por qué. Tal vez estoy siendo injusto y me estoy comportando como un cerdo. El silencio se instala entre nosotros. Le doy un sorbo a la clásica cerveza japonesa Kirin, con espuma congelada, y veo que ella también toma su vaso y bebe; luego hunde su dedo en la bebida y me toca la nariz, dejándome un copo de espuma esparcida en ella. Me limpio y nos quedamos mirándonos.


Pedro, me pareces un hombre sumamente interesante, pero a veces eres muy jodido. De todas formas, quiero conocerte, sería una hipócrita si no admitiese que ese beso que nos dimos me gustó. Quiero que esta noche lo pasemos bien, no espero nada más que esta noche; si tiene que haber una siguiente, supongo que se dará de forma natural.


Estiro mi mano y cojo la suya, entrelazando mis dedos con los suyos. Me gustaría preguntarle por Poget, pero me contengo; no me reconozco a mí mismo. Me quedo mirándola a los ojos y ella parece leerme la mente.


—Estoy aquí contigo, intentando tener una cena agradable y sacarte el mal humor.