lunes, 19 de octubre de 2020

EN SU CAMA: CAPÍTULO 26

 


Hacía años que nadie lo llamaba por su primer nombre, desde que decidiera que lo llamaran Pedro. Le sostuvo la mirada un segundo y volvió a besarla, con tanto ardor esta vez que Paula se quedó sin aire en los pulmones, pero lo besó con idéntico entusiasmo.


Pedro le acarició los costados y los muslos, por dentro y por fuera.


En su ir y venir, rozó con los nudillos el triángulo de rizos alojado entre sus piernas y empezó a explorarlo. La acarició, incitándola, y un gemido brotó de sus labios cuando notó que ya estaba mojada.


Paula se retorció debajo de él, mientras éste hundía dos dedos en la húmeda cavidad. Jadeaba y le costaba respirar más cada vez, mientras él exploraba en busca del diminuto botón de placer oculto entre sus pliegues íntimos.


Entonces presionó y Paula explotó. Experimentó un orgasmo avasallador que la inundó de calor.


Se encontró con la sonrisa satisfecha de Pedro, cuando abrió los ojos. Se ruborizó bajo el intenso escrutinio de él, avergonzada de pronto por la manera en que había reaccionado a sus caricias.


—Estás preciosa cuando te sonrojas —le dijo él, besándola en la comisura de los labios.


No le dio oportunidad de responder sin embargo, sino que empezó a acariciarla de nuevo con manos hábiles sin dejar un solo milímetro de piel insatisfecho.


La punta de su erección presionó ligeramente en la entrada vaginal, y Paula abrió las piernas, invitándolo a entrar. Él entró poco a poco, llenándola con su miembro duro y cálido. Cuanto más profundizaba, más potente era la reacción de ella. El deleite que vibraba en ella la hizo olvidar cualquier sensación dolorosa.


Pero cuando Pedro se hundió en una potente embestida, lo que hasta el momento había sido una soportable incomodidad se convirtió en una afilada punzada de dolor que la obligó a gritar entrecortadamente.


Pedro se retiró de inmediato, el ceño fruncido y los ojos entornados.


—Paula —dijo, con respiración entrecortada, totalmente inmóvil—. ¿Eres virgen?



EN SU CAMA: CAPÍTULO 25

 


La habitación estaba casi a oscuras, iluminada tan sólo por los rayos de la luna, que se colaban a través de las cortinas diáfanas de las ventanas francesas. Le costó un poco acostumbrarse a la falta de luz, pero cuando Pedro la depositó sobre el colchón y se apartó un poco para desabrocharse la chaqueta, decidió que no importaba. Podía verle lo bastante bien y en pocos minutos estaría acariciándolo por todas partes, sintiéndolo en todas partes.


Pedro se quitó la chaqueta y los zapatos, y empezó a desabrocharse los primeros botones de la camisa, sin dejar de mirarla ni un solo momento.


Paula, que no quería ser un mero espectador, se puso de rodillas y empezó a quitarse las sandalias de tiras, que tiró fuera de la cama. Entonces alargó las manos hacia atrás con la intención de bajarse la cremallera.


—No.


El tono de voz bajo e imperativo la detuvo. Pedro avanzó hasta el borde de la cama y le acarició los brazos desnudos seductoramente.


—Déjame a mí.


Paula notó el manojo de nervios que se le formó en el estómago, cuando Pedro le pasó los dedos por el abdomen y los costados, en dirección a la parte baja de la espalda. Lentamente, deslizó las palmas hacia arriba a lo largo de toda la espina dorsal.


El contacto de sus manos le abrasaba la espalda, a medida que ascendían por el terciopelo del vestido, y entonces le bajó la cremallera. El sonido áspero de los dientes de metal separándose, se parecía a su dificultosa respiración.


Pedro la ayudó a salir del vestido con sus grandes manos y lo dejó caer sin contemplaciones a sus pies.


Paula se arrodilló en el borde del enorme colchón de dos metros cubierta sólo con un conjunto de lencería de color rojo cereza y un par finas medias que le llegaban hasta el muslo. El corazón le latía desbocado y temblaba de nervios como si tuviera un enjambre rabioso en el estómago. Se humedeció los labios resecos y permaneció totalmente quieta, observando a Pedro y esperando.


Él también se había quedado inmóvil, los ojos azules clavados en su rostro. Entonces terminó de desabrocharse los botones y se sacó los faldones de la camisa de los pantalones.


Se movía sin prisa, pero sin pausa. No tardó en quitársela y entonces hizo lo mismo con los pantalones. Como no había cinturón que aflojar, le bastó con un giro de la muñeca para soltar el botón y la cremallera.


Medio desnudo ya era bastante impresionante, pero desnudo por completo, era el objeto de las fantasías de cualquier mujer. Sus brazos y torso estaban bellamente esculpidos. El vientre totalmente liso descendía hasta unas estrechas caderas y unas piernas largas y musculosas.


Paula notó que se le aceleraba el pulso y se le secaba la boca, cuando centró la mirada en la zona que quedaba entre sus muslos. También era impresionante en ese sentido.


Como no sabía qué decir o hacer decidió quedarse donde estaba y esperar a que Pedro diera el primer paso.


No tuvo que esperar mucho. De una sola zancada se acercó a ella y la estrechó entre sus brazos mientras la comía a besos.


Sus labios se amoldaban a la perfección, sus lenguas se entrelazaron y allí donde Paula notaba que su piel entraba en contacto con la de él, sentía como si la quemaran.


Paula le clavó los dedos en los hombros, arañándoselos ligeramente. Notó cómo Pedro manipulaba el broche del sujetador hasta que lo soltó. Tuvo que separarse de él, pero sólo lo justo para permitir que se lo quitara.


En vez de estrecharla nuevamente entre sus brazos, Pedro tomó sendos pechos en las palmas de las manos y jugueteó un poco con los pezones duros. Pero sin romper el beso en ningún momento.


Ella gimió en su boca y se pegó más a él, acariciando cada centímetro de carne dura y caliente a su alcance: los brazos, la espalda, los pectorales y los sensibles costados.


Entonces fue él quien dejó escapar un entrecortado gemido de deseo, cuando Paula le pasó las yemas de los dedos por el fibroso trasero y después continuó ascendiendo por la base de la espina dorsal con la punta de las uñas.


Paula casi sonrió. Percibía la desesperación que iba creciendo dentro de él, por la forma en que le apretó más los pechos y profundizó el beso, al tiempo que se pegaba más a ella, totalmente excitado.


Sin previo aviso, desenroscó las piernas de Paula de debajo de ella y la tumbó de espaldas sobre la cama. Acto seguido se puso encima, cubriéndola por completo con su cuerpo, mientras perfilaba con los labios el contorno de las mejillas, los párpados, la mandíbula y detrás de las orejas.


Al mismo tiempo, le fue quitando las medias, deslizándolas lentamente por los muslos y las pantorrillas hasta llegar a los pies. A continuación procedió a hacer lo mismo con las braguitas, y Paula levantó un poco las caderas para que le fuera más fácil, hasta que por fin quedó totalmente desnuda, y pudo sentir el cuerpo de Pedro en los lugares más oportunos.


Pedro posó la boca en la garganta de Paula y empezó a lamerla y a chuparla y a gemir, provocándole escalofríos de placer que la sacudieron hasta lo más profundo de su ser, al tiempo que la atraía hacia él sujetándola por las nalgas, haciendo que Paula se encendiera al sentir su erección y todo su cuerpo se derritiera de deseo.


—Eres tan hermosa —murmuró él, besándola por todas partes—. Más de lo que imaginaba. Y mucho más de lo que hubiera podido fantasear en las últimas semanas.


Ella sonrió y le acarició el pelo mientras disfrutaba con la ronca declaración, aunque se lo hubiera dicho a un millón de mujeres antes que a ella. Aquello no se trataba de compromiso o sinceridad. Se trataba sólo de lujuria, deseo e indecible placer, por fugaz que fuera.


—Tú tampoco estás mal —respondió ella, recordando la multitud de sueños eróticos que había tenido con él desde que llegara al palacio.


Sonriendo ampliamente, Pedro levantó la cabeza y la miró. Se inclinó y la besó apasionadamente y entonces se apartó y la miró con expresión seria.


—Dime que me deseas —exigió.


Ella lo contempló un momento, sin apartar los ojos de los suyos. Era más guapo de lo que un hombre merecía ser, y cuando la hacía objeto de todas sus atenciones, la hacía sentir como si fuera la única mujer en el mundo. Al menos la única que le interesaba.


Y en ese momento, eso era lo único que importaba.


—Te deseo —susurró, abrazándolo con brazos y piernas para que no pudiera separarse de ella—. Hazme el amor, príncipe Nicolás Pedro Alfonso.





EN SU CAMA: CAPÍTULO 24

 


Recorrieron el camino hasta su habitación en silencio, y le sorprendió notar que era un silencio cómodo. Tal vez se debiera a que había sido un día muy largo y ajetreado, y estaba demasiado cansada para pensar en algo que decir o hacer. Y tampoco parecía preocuparle lo que Pedro pudiera hacer o decir.


Cuando llegaron, Pedro abrió la puerta y se hizo a un lado para que entrara ella primero. Paula atravesó el salón a oscuras y se acercó a encender la lámpara que había en una mesita, derramando su luz dorada por el espacio circundante.


Se irguió entonces y al girarse estuvo a punto de chocar con Pedro, que se le había acercado por detrás en silencio y en esos momentos se encontraba a escasos centímetros de ella. Por un momento, se quedó sin saber qué hacer o decir. Contuvo la respiración y notó que el corazón empezaba a latirle como si fuera un tambor.


Tragó el nudo provocado por los nervios y abrió la boca para hablar, aunque no tenía ni idea de qué quería decir.


Aunque tampoco tenía mucha importancia, porque antes de que pudiera emitir sonido alguno o lograra que su cerebro diera las órdenes necesarias. Pedro ahuecó la palma de la mano contra su nuca y hundió los dedos entre sus cabellos. Tiró suavemente de ella y Paula accedió de buen grado, como una marioneta dirigida por hilos.


Sus miradas se encontraron, y en el breve segundo que transcurrió, Paula vio pasión, fuego y deseo en los ojos de él, sentimientos que hicieron que el corazón le diera un vuelco y se sintiera ligeramente mareada.


A continuación Pedro se inclinó y la besó.


En el momento que sus labios entraron en contacto, fue como si la tierra se pusiera a girar enloquecidamente sobre su eje. Paula jamás había sentido un calor y una electricidad semejantes, jamás había experimentado un anhelo tan increíble y abrumador.


Pedro le presionó la nuca con más fuerza. Ella lo sujetaba por los hombros, clavándole los dedos. No le parecía que lo tuviera lo bastante cerca.


Su aroma penetró a través de las aletas de la nariz, especiado y masculino, mientras su lengua exploraba cada rincón de su boca. Sabía igual que olía.


Ella le devolvió el beso con idéntico fervor, deleitándose en la manera en que el contacto con él le invadía los sentidos.


Justo cuando ya creía que iba a morirse de placer, Pedro se separó.


—Dime que no —le susurró con voz estrangulada muy cerca de sus labios—. Dime que me vaya. Dime que no deseas que ocurra esto.


Entonces la besó de nuevo, un beso rápido, aunque no por eso menos apasionado.


—Vamos, Paula —la incitó él con suavidad—. Dímelo.


Paula sabía lo que pretendía Pedro. La estaba desafiando a mantenerse fiel a sus principios: no acostarse con él mientras estuviera de visita en Glendovia, no dejarse seducir.


Pero que Dios la ayudara, no podía. Deseaba a Pedro demasiado para seguir negándoselo. Para seguir rechazándolo.


Le rodeó el cuello con los brazos y lo besó. Al instante, se vio envuelta en la misma ola de fuego abrasador, y, con un suspiro, susurró: —No te detengas. No te vayas. Deseo esto tanto como tú.


Esperaba que Pedro sonriera, su modo de decirle de forma engreída y jactanciosa que había sabido que ganaría a su particular juego del ratón y el gato desde el principio.


Pero no sonrió. En su lugar, sus ojos brillaron enardecidos y al momento los entornó peligrosamente.


Se inclinó levemente sobre ella y la tomó en sus brazos, vestido de fiesta, tacones y todo, y se dirigió con paso resuelto al dormitorio, cerró la puerta con el pie y se acercó hasta la amplia cama con dosel