viernes, 13 de julio de 2018

BESOS DE AMOR: CAPITULO 18




Pedro no habia bailado con una mujer en mucho tiempo.


Deberia haber sabido que Paula bailaria bien. La habia visto patinando sobre hielo, moviéndose como un hada sobre dos finas hojas de metal. Y, en realidad, no lo sorprendia. Lo raro era que él se moviese tan bien.


Paula sólo tardo unos minutos en aprender a bailar musica country. Estaba acostumbrada a repetir los movimientos del coreografo y le costó muy poco. A quien parecia costarle era a Pedro.


—Haced lo mismo que nosotros —les dijo una mujer rubia.


Paula copió los movimientos de la pareja y Pedro soltó una carcajada. De repente, aquello le parecia maravilloso. Podia imaginar un futuro con Paula en sus brazos. Siempre en sus brazos.


Algo que no iba a pasar.


En ese momento paró la musica, como un presagio. El lunes, Paula y su hijo volverían a casa.


Y, de repente, Pedro quiso más. Queria aprovechar el tiempo que tenia con ella.


Por suerte, la orquesta empezó a tocar entonces una canción melódica de Elvis Presley y tuvo oportunidad de estrecharla entre sus brazos.


Ella no parecia querer escapar. Todo lo contrario; apoyó la cabeza en su pecho y Pedro puso las manos descaradamente sobre su trasero.


Paula no protestó.


Si supiera lo que le estaba haciendo...


Aparentemente, no lo sabía. O no le importaba.


Cuando la oyó suspirar, se le puso la piel de gallina. ¿Cuál era el siguiente paso? ¿Besarla delante de todo el mundo?, se preguntó. No podia hacer eso.


—Los vaqueros son muy guapos —murmuró Paula entonces.


—¿Todos los vaqueros?


—No, todos no —rio ella.


—Las chicas vaqueras tambien son muy guapas.


—¿Todas?


—No, sólo tú. No sé qué me pasa, Paula. Sólo sé que quiero estar contigo, que te quiero en mis brazos. Asi. Toda la noche.


Las palabras se quedaron en el aire, pero era como si las hubiese pronunciado.


Aunque no se atrevió.


Estarian legalmente casados durante unos meses más y la deseaba más de lo que habia deseado a ninguna otra mujer en toda su vida. 


Pero pasar la noche con ella cuando iba a marcharse el lunes no era como robarle un beso.


Pasar la noche con ella sería un pricipio, no un final. Y lo que tenía que encontrar era una forma de terminar aquello.


Pero no podía.


Ni quería.


Su cuerpo le decía que no podia hacerlo. Todo lo contrario. Queria rendirse.


Esa palabra le parecia la más dulce del mundo. 


«Rendirse».


Temblando, Pedro buscó su boca y la besó con toda la pasión que tenía guardada dentro. Con los ojos cerrados. Mientras un tipo que no se parecía nada a Elvis Presley cantaba media docena de canciones.


Cuando cambió la musica seguian besándose y habrian necesitado una manguera de agua helada para separarse. Pedro podía sentir el calor del cuerpo femenino pegado al suyo. El deseo de Paula era tan fuerte como el deseo que lo estaba consumiendo.


Habia otras parejas con el mismo problema. Y Pedro las entendia bien.


—¿Quieres que nos vayamos a casa?


Pensaba en su habitación, en su cama, en la oscuridad... Y en explorar lo que significaba estar casado con Paula. Aunque fuese una locura.


Pero habia tantas posibilidades...


—¿A casa? —repitio ella.


—Para... hablar.


Hablar con Paula siempre era interesante, siempre le daba qué pensar. Pero no era momento para conversaciones y ambos lo sabian.


—¿Hablar, Pedro?


—Quiero estar contigo —le confesó él entonces—. Los dos solos... Podria estar asi toda la noche, Paula.


Lo habia dicho.


Y su corazon saltaba como un cachorro dentro de su pecho. Pedro empezó a acariciar su espalda, apretándola aún más contra su pecho.


Y Paula no se apartó. Todo lo contrario.


—Quiero abrazarte... —murmuró, buscando sus labios de nuevo—. Toda la noche.


—Oh, Pedro...


De alguna forma, llegaron a la camioneta. De alguna forma, Pedro fue capaz de conducir. No hablaron. Él estaba lleno de palabras tan locas, tan impetuosas que no se atrevía a decir nada.


Paula apoyó la cara en su brazo y dejó escapar un suspiro.


Habia una mezcla de miedo y deseo en ese suspiro y Pedro le pasó un brazo por los hombros.


Cuando llegasen a casa...


—Mi madre ha dejado la luz de la cocina encendida —murmuró.


Pero no entraron enseguida. Necesitaba sus labios, necesitaba apretarla contra su pecho. Hacía una noche preciosa, con una sola nube ocultando la luna. Supo por instinto que habria una tormenta unos dias más tarde, que tendría que mover el ganado, llenar el granero...


Pero le daba igual. Por una vez en su vida no queria pensar en el rancho.


—Te deseo como un loco... —murmuró, levantando su barbilla para mirarla a los ojos—. No sé como decirlo de otra forma. Y no es sólo... Bueno, ya sabes a qué me refiero.


—Lo sé, lo sé.


Paula enredó los dedos en su pelo y entonces Pedro dejó de pensar. Sólo queria ahogarse en su boca, ahogarse en ella para siempre.


Tuvo que hacer un esfuerzo para abrir la puerta de la camioneta y tomarla por la cintura para ir corriendo a la casa o le haría el amor allí mismo. Pero no pensaba detenerse en la cocina, irían directamente a su dormitorio sin hacer ruido... Imposible.


—¿Mamá? ¿Qué haces despierta a estas horas?


Paula se apartó discretamente.


Sentada a la mesa de la cocina, Luisa estaba tomando un té, con los ojos enrojecidos.


—Nada, hijo.


—¿Qué pasa, mamá? ¿Es el abuelo?


—No, es Manuel...


Pedro se le hizo un nudo en el estómago.


Su hermanastro tenía treinta y seis años y seguía haciendo llorar a su madre como cuando era un crío. Y él lo odiaba por ello.


—¿Qué te ha dicho?


—Nada —contestó Luisa—. En realidad, no ha llamado él. Ha sido su novia. Dice que lleva seis meses intentando convencerlo... ¡Manuel tiene un hijo, Pedro!


—¡Un hijo!


—Por lo visto la chica... se llama Lena, tiene un niño de seis meses que es hijo de Manuel. Si ella no hubiese llamado, ni me habría enterado de que soy abuela.


Los ojos de Luisa se llenaron de lágrimas y Paula le puso una mano en el hombro para consolarla.


—¡Desde cuándo estás sentada aquí? —le preguntó Pedro.


—Una hora, dos... no lo sé. No podía dormir.


—Enhorabuena, Luisa —murmuró Paula.


—Gracias, cariño. Es una buena noticia, ¿no? Creo que el niño es muy guapo, pero... Manuel no quiere casarse con ella. Si no me hubiese llamado, no me habría enterado nunca de que tengo un nieto.


El niño debió de nacer cuando Pedro fue a Las Vegas. Pero su hermanastro no le dijo una sola palabra.


—Lena quiere que veas a tu nieto, ¿verdad?


—Sí.


—Podríamos ir a Las Vegas, mamá.


—No puedo ir, Pedro. Tal y como están las cosas... tendré que esperar para conocer a mi nieto.


—¿Hasta cuando?


—No lo sé. Quizá... —Luisa no pudo terminar la frase.


¿Un año, dos años más? Tardarían ese tiempo en solucionar las cosas en el rancho. Sí tenían suerte.


—Será dentro de poco, mamá —dijo Pedro entonces.


—¿Cómo voy a ir, hijo?


—No lo sé. Ya encontraremos la forma de hacerlo. El mes que viene, ¿de acuerdo?


—No podemos...


—No quiero seguir hablando del tema. Iremos el mes que viene y ya está.


—No podemos ir a Las Vegas. Hay que ser realistas.


—¡Vas a ir y no hay más que hablar, mamá!


—Perdón, pero Santiago está llorando —dijo Paula entonces—. Creo que es una pesadilla.


Después de decirlo, salió de la cocina prácticamente corriendo.


Luisa miró a su hijo, con los ojos llenos de lágrimas.


—Quería que se me pasara el disgusto antes de que entraseis. Lo siento, PedroNo quería estropear la noche.


Después, salió de la cocina con la cabeza agachada.


Pedro golpeó la mesa con el puño. Pero la violencia no serviría de nada. Una oración sería mucho más práctica. Aunque tampoco le iba a servir de nada. Le haría falta un milagro.


Se sentía como un idiota. Le había hablado a Paula de su madre durante aquellos días como ella le habló de Rosa Chaloner. También le habló de su padre, que las había abandonado quince años antes y de su padrastro, que murió de un ataque al corazón.


Sabía que tenía una hermana y una hermanastra y que vivían con una excéntrica prima llamada Pixie. Habría que ser un tarugo para no darse cuenta del cariño que Paula sentía por todas ellas.


El mismo que él sentía por su madre.


Luisa había nacido allí, en el rancho de su abuelo. Pero entonces no daba sufiente para vivir, de modo que también tenían una ferretería en Blue Rock.


Blaine Kruger apareció en el pueblo cuando Luisa Marr tenía diecisiete años. Era un chico guapo y arrogante que estaba buscando tierras para comprar. Tierras baratas que salieran a subasta por falta de pago.


Su madre y él se casaron cuando volvió a Las Vegas y Manuel nació diez meses después de la boda. Luisa tenía entonces dieciocho años. 


Diecinueve cuando su matrimonio se rompió por las infidelidades de su marido y veinte cuando volvió a Montana.


Conoció a Francisco Alfonso en la ferretería de su padre unos meses más tarde y se casaron cuanto tenía veintidós años.


Después de eso, consiguió la custodia del niño, al que Blaine Kruger sólo podía ver durante las vacaciones. Pedro seguía sin saber si el apego de Manuel por su padre había sido una casualidad o algo que Blaine intentó desde el principio. Pero los carísimos regalos seguro que tuvieron algo que ver.


Fuera cual fuera la razón, Manuel siempre adoró a su padre y mantuvo una mala relación con Francisco Alfonso. Nunca le había gustado el rancho y a los dieciocho años se fue a Las Vegas. Y se convirtió en un hombre muy rico.


Pedro, por el contrario, siempre le gustó el rancho. Trabajando codo a codo junto a su padre ahorraron suficiente dinero para construir la casa nueva.


«Es el fruto de Pedro», solían decir.


Él sabía cuánto le dolía a su abuelo haber tenido que alquilar la casa a una familia de millonarios californianos que apenas iba por allí.


Y, para estropear las cosas del todo, él se peleaba con su madre porque no tenían dinero para ir a Las Vegas.


¿Cómo había terminado todo así?


¿Y cómo podía haber pensado llevarse a Paula a la cama cuando ella se iba el lunes y su vida era un completo desastre?


No podía hacerlo. Era absurdo.


Pedro se levantó de la silla y subió a su dormitorio, derrotado.




BESOS DE AMOR: CAPITULO 17





—No teneis que venir con nosotros, Paula —le estaba diciendo Luisa una hora más tarde.


Santiago estaba muy contento con cuatro huevos metidos en una cajita. Tan contento que se habia quedado dormido en el asiento trasero de la camioneta.


Luisa habia insistido en que llevaran dos coches, por si acaso alguno de ellos queria quedarse más rato en la fiesta. Y fue una buena idea.


—Pero tengo que acostarlo...


—Acaba de empezar el baile y Santiago está dormido. Yo lo meteré en la cama, no te preocupes. Así que Pedro y tú os quedais.


Sin esperar respuesta, Luisa cerró la puerta de la camioneta y arrancó sin decir una palabra.


—Con mi madre no se juega —rio Pedro—. ¿Te apetece un helado?


—Sí, gracias.


Se preguntaba que más le estaba ofreciendo y que más habia aceptado ella.


Estaba segura de que Luisa los habia dejado solos a propósito. ¿Por qué lo habria hecho? ¿No esperaria que la relacion entre su hijo y una chica como ella fuera a convertirse en... algo?


Luisa Alfonso era una mujer practica y veria los obstáculos para esa relacion.


Como los veian Paula y Pedro.


Sin embargo, habia querido dejarlos solos.


Solos entre una multitud. Tomando un helado y... bailando.



BESOS DE AMOR: CAPITULO 16




Dos días más.


Era sábado y se marcharían el lunes.


Dos días más.


Paula había llamado a Raul Thurrell para alquilar un coche en Blue Rock y devolverlo en Trilby. 


Pedro los llevaría al pueblo el lunes.


Santiago estaba mucho mejor y la doctora Blankenship había aprovado el viaje, de modo que todo estaba preparado.


—Deberías tomarte esas vacaciones con tu novio —le dijo la mujer.


—Aún no sé si Alan puede tomarse unos días libres —murmuró Paula.


—Oblígalo. Vete a un hotel carísimo y dile que lo esperas allí.


Paula soltó una carcajada. No quería decirle a la doctora Blankenship que Alan no respondería a tal arrebato pasional. Él creía en la seriedad, en los planes seguidos a rajatabla, en el ahorro...


Y tenía razón. Así es como hay que vivir la vida, seriamente.


Y no preocupándose por cómo reaccionaba su cuerpo cada vez que miraba el apretado trasero de Pedro Alfonso.


Dos días más...


Acababan de llegar a la fiesta que organizaban los vecinos de un rancho cercano y había un montón de cosas nuevas que deberían interesarle. Pero Paula sólo podía mirar unos vaqueros. Unos simples pantalones vaqueros.


Ah, pero el hombre que los llevaba puestos... No tenía un solo gramo de grasa y le quedaban como un guante. Pedro era todo músculo. Su cuerpo estaba moldeado por el trabajo y ella lo sabía. Llevaba casi dos semanas viéndolo trabajar.


A las ocho, el rancho de los Sheehans estaba lleno de gente y Santiago parecía un poco abrumado. Pero no tenía fiebre y los granitos empezaban a desaparecer.


Además, pronto descubrió a dos vaqueros de su edad y su expresión cambio por completo. Era un poco tímido, pero enseguida se acercaría a ellos para jugar.


—Vamos a comer algo —sugirió Pedro.


La mesa estaba llena de gente y Paula se vio presionada contra el cuerpo del hombre. Y, de nuevo, su corazón se aceleró.


Nerviosa, le preguntó a Santiago qué quería comer.


—Un perrito caliente.


—¿Con patatas?


—Sí, con muchas patatas.


—¿Lo quieres todo en un mismo plato, cielo?


Pedro lo sorprendía siempre la ternura con la que Paula hablaba con su hijo.


Nunca parecía tener prisa, todo lo contrario. Le daba tiempo al niño para tomar sus propias decisiones, sin obligarlo a hacer nada. Y Santiago respondía siempre con educación.


—Todo en un plato.


—¿Quieres un poco de sandía?


—¿Puedo tomar coca-cola?


—Vale. Pero no tomes mucha, ya sabes que luego no puedes dormir.


—Vale —sonrió el niño.


En ese momento, Raul Thurrell se acercó. Y por su aliento, Pedro supo que había bebido.


—¡Pedro Alfonso, vaya, vaya! ¿No deberías estar trabajando... en alguno de los dos
ranchos?


Desde luego, había bebido.


Pedro no podía apartarse y sabía que la gente estaría pendiente de la conversación. Todo el mundo en Blue Rock sabía que los Thurrell y los Alfonso no se llevaban bien.


Pero Raul no había visto a Santiago y, sin querer, le dio un empujón.


—¡Cuidado con el niño! —le advirtió Pedro.


—Ya verás, Alfonso —siguió él, sin prestarle atención—. Tendrás que venderme el rancho. No puedes expandirte sin capital. Tu padre era muy listo, pero... ¡Ya verás como tienes que vender, Alfonso!


Cuando se daba la vuelta, empujó a Santiago de nuevo y el niño hizo un puchero.


—¿Te ha hecho daño, cielo? —le preguntó Paula.


—Me ha dado un golpe en la oreja.


—Raul es un poco torpe, ¿verdad? —sonrió Pedro, revolviendo su pelo—. ¿Te duele
mucho?


—No, ya no.


—Porque eres un niño muy fuerte.


—Sí, soy muy fuerte.


—Gracias, Pedro —sonrió Paula.


Unos minutos después se sentaban a una mesa, obserbando a Luisa y Pablo charlando con los vecinos. Paula suponía que Pedro conocía a todo el mundo, pero además de algún breve saludo, no se paró a charlar con nadie.


La orquesta empezó a tocar entonces y tuvieron que acercarse mucho para hablar.


Quizá fue por eso. Estaban demasiado cerca. Y, de repente, Pedro se dio cuenta de que estaban hablando de amor. Se había olvidado de Raul Thurrell, de su madre, de su abuelo, de todo el mundo.


—¿Tú crees en el amor, Pedro? —le preguntó Paula.


—Claro que sí. Y sé lo que hace falta para amar a alguien. Para amar hay que ser generoso. El amor crece poco a poco, como el musgo en un árbol. La mejor gente que he conocido en mi vida sabía... cómo amar.


—¿Tú crees que eres generoso?


Pedro se le puso la piel de gallina.


—No lo sé. Espero enterarme algún día. Me gustaría tener lo que tuvieron mis padres.


—Entonces, debes de pensar que soy muy vulgar porque voy a casarme sin tener eso, ¿verdad? —preguntó Paula entonces, los ojos verdes ensombrecidos.


Él lo pensó un momento antes de contestar.


—No creo que quieras casarte sin amor.


—¿Crees que no voy a casarme con Alan?


—No, creó que vas a casarte con él porque tienes la intención de que ese amor crecerá algún día. Yo pienso que, para la mayoría de la gente, al principio sólo es una intuición. El amor viene después.


—Quizá. O quizá el amor no es tan importante como el respeto, el cariño y los intereses comunes.


—¿Cómo los hijos?


—Por ejemplo. Santi es lo primero para mí.


—¿Podrías darle felicidad a Santi si tú no fueras feliz? —preguntó Pedro.


—Si Santi es feliz, yo también —dijo Paula entonces.


Parecía algo que se hubiera repetido a sí misma muchas veces.


—Te equivocas. Tendrás que buscar a alguien que os haga felices a los dos.


Al ver que ella se ponía colorada, Pedro decidió dejar el asunto. Quizá había hablado demasiado. Ella parecía tenerlo todo tan claro con Alan... y él no tenía nada que ofrecerle.


¿O sí?


Por un segundo le pareció sentir algo mágico, algo parecido a lo que tuvieron sus padres. Con Paula.


Pero las dudas volvieron enseguida.


—Sería cuestión de intentarlo... —murmuró para sí mismo.


—¿Perdona? Ah, estás hablando del rancho, de tu padre... —sonrió ella.


Pedro asintió. No hablaba de eso, pero... Quizá sí. Lo más importante de su vida era el rancho. Y la pérdida de su padre, cuya repentina muerte seguía rompiéndole el corazón.


—¿Es malo compararse con el mejor hombre que he conocido?


Paula se percató de lo importante que era para él parecerse a su padre. Y de cómo se castigaba a sí mismo.


—Tienes que dejar de hacer eso, Pedro.


—¿Hacer que?


—Comparate con tu padre.


Estaban muy cerca y sus piernas se rozaban. 


Pero no se apartó, todo lo contrario.


Tuvo que poner las manos en su regazo para no tocarlo.


—Cada persona es diferente. No puedo creer que él fuera mejor hombre que tú. Quizá cometió un error al comprar Thurrell Creek. ¿Se te había ocurrido? Deja de pensar que habría hecho él y haz lo que tú quieras hacer.


De repente, algo se lanzó contra Paula como una catapulta. Santiago.


—Mamá, ¿podemos ir a explorar? Los otros niños dicen que hay que buscar huevos en los matorrales —exclamó el crío, sin aliento.


—¿Por qué no descansas un poco? Estás cansado, hijo.


—No quiero irme a casa.


—No he dicho que nos fuéramos, sólo que descanses un poquito.


—Luego descanso... en casa, ¿vale?


—Vale —suspiró Paula.


—Venga mamá. Vamos a explorar.


—Ya voy.


Paula se volvió hacía Pedro, pero el negó con la cabeza.


—Tengo que charlar con una persona.


Ella se alejó, preguntándose qué habría pasado de su pequeña charla. Quizá había hablado demasiado. Pero ambos tenían algo en qué pensar. Ella, en el amor, en la intuición del amor...


Eso no reflejaba su propia experiencia. Había estado loca por el padre de santiago, Augusto. Absolutamente loca por él. Pero entonces no era más que una cria y Augusto, el chico mas popular del instituto. Para ella habia sido un triunfo que la eligiera. Lo que no intuyó fue que el interes de Augusto seria mas que pasajero.


¿Eso habia sido amor? Desde luego que no.


¿Y Alan?


«El amor crece lentamente, como el musgo en un arbol», habia dicho Pedro. «Al principio, es una intuición».


¿Cuál era su principio con Alan? No estaba segura, pero no tenia nada que ver con lo que decía Pedro.


Y si el amor puede crecer con los años, tambien pueden crecer otras cosas.


Como la desilusión, el desencanto, la frialdad, la desesperación...


—¡He encontrado un huevo, mamá¡


—Estupendo, hijo.


Usando la emocion del niño para abrazarlo sin que protestase, Paula se agarró a Santiago como si no quisiera soltarlo nunca. Él parecia ser la unica cosa clara en todo el universo.


Santiago y las palabras de Pedro Alfonso


Podria haber estado charlando con él entre toda aquella gente durante horas... mientras ambos intentaban devanar la madeja de sus encontradas emociones.