martes, 6 de septiembre de 2016

ENAMORADA DE MI MARIDO:CAPITULO 14





Paula abrazó a su madre y luego corrió detrás de él.


—¡Pedro, espera! —finalmente lo alcanzó—. Por favor, no te marches así. Sé que todavía estás enfadado conmigo, pero tenemos que hablar. Salvaste mi vida. No puedo creer que hayas sido tú…


Pedro la quemó con la mirada. Luego le agarró los brazos y la acorraló contra una pared.


—Podría haberlo sabido antes si hubieras sido sincera conmigo. ¿Cuándo vas a confiar en mí y a decirme la verdad? Todos los días me entero de cosas nuevas de mi esposa… ¡Hoy me entero de que tu madre está viva! ¿Por qué me lo has ocultado? ¿Y por qué me ocultaste que tú estabas en el barco también?


—Porque si te lo hubiera dicho habrías sabido que Dimitrios nos despreciaba. Y si sabías eso, habrías sabido que su deseo de que nos casáramos era por venganza. Tenía demasiado miedo de decirte la verdad… —tragó saliva—. Y entonces no te habrías casado conmigo. Y yo necesitaba que te casaras conmigo. Era la única forma que veía de conseguir el dinero para la operación de mi madre. Es una nueva operación y la Seguridad Social no la cubre. Yo estaba desesperada.


—Debí darme cuenta de las señales en aquella primera reunión. Tenías tanto miedo de tu abuelo… Pero mi padre deseaba tanto que la empresa volviera a él… Y yo también me distraje con otras cosas. Si no, me habría dado cuenta de que algo no iba bien.


Preguntándose qué otras cosas lo habrían distraído, Paula sonrió:
—Bueno, ahora ya lo sabes todo —dijo—. Me casé por tu dinero, porque lo necesitaba para mi madre.


—Tu abuelo tiene que rendirte cuentas de muchas cosas —dijo Pedro—. Éste no es un lugar adecuado para hablar de esto. Vámonos de aquí.


Pedro la acompañó al ascensor.


—¿Qué tipo de hospital es éste? —preguntó.


—Es un hospital muy viejo. Pero el cirujano tiene mucho prestigio y quería probar una nueva técnica. Así es como he gastado tu dinero.


—Tu dinero —la corrigió Pedro—. Era tu dinero. Ahora comprendo por qué no ibas de compras. No te ha quedado nada para tus gastos.


—No me hacía falta nada. Y el hospital es muy caro, aunque el edificio sea muy viejo. ¿Cómo supiste cómo encontrarme? —preguntó Paula cambiando de tema.


—Te han seguido. Mis hombres de seguridad tenían instrucciones de no perderte de vista.


—¿Por qué?


—Porque eres una Alfonso ahora. Y hay mucha gente con ganas de sacar dinero.


—¿Crees que podría raptarme alguien?


—Siempre existe esa posibilidad. Pero no te preocupes demasiado. Te soltarían enseguida al ver lo que comes.


—¿Estas muy enfadado conmigo?


—Me has tenido en vilo desde el día que te conocí, así que no es nada nuevo esto. Y la próxima vez que quieras volar, usa mi avión. Te guste o no, eres mi esposa, y no quiero que tomes vuelos comerciales.


Una corriente de ternura recorrió su ser. Tendría que haberse enfadado por su actitud autoritaria, pero en parte le gustaba que fuera posesivo. Y que quisiera cuidarla.


—¡Mira! Aquél es el monumento que conmemora el Gran Fuego de Londres. Recuerdo que mi madre me trajo una vez, en un raro período en que no estuvo en el hospital. Subí hasta arriba mientras ella me esperaba en la calle. Y luego la saludé —conmovida por el recuerdo, miró a Pedro.


—Debiste echarla mucho de menos.


—Para serte sincera, era tan pequeña cuando sucedió todo, que me acostumbré a ello. Acepté que mi madre no era como otra gente. Que nuestra vida era diferente.


—¿Cómo no ha descubierto la prensa que tu madre está viva?


—Como tú, no indagaron. Nosotras volvimos a Londres. Mi abuelo quiso que mi madre volviera a usar el apellido de soltera, y yo usé el mismo nombre. Nos llamamos Rawlings. No fue difícil.


—Por eso no respondiste a tu nombre de señorita Chaves cuando nos conocimos. Y aceptaste ese nombre por presión de tu abuelo, ¿no?


—Odiaba usar su nombre, pero era parte del plan de mi abuelo. Por eso tardaba en reaccionar cuando me llamabas así. Toda mi vida me he llamado Rawlings.


—Tu madre es una mujer muy valiente.


—Es verdad. Toda su vida odió la guerra entre nuestras dos familias. No podemos decirle que me he casado con un Alfonso. La mataría.


—Deja de preocuparte. Estás muy pálida. Tienes que descansar.


Paula deseó poder relajarse.


—No podré descansar hasta que no decidamos qué le vamos a decir. No sabía qué decirle para justificar mi ausencia, así que le dije que había conseguido un trabajo en Grecia y…


—Deja de preocuparte. De ahora en adelante yo me ocuparé de esto.


—Pero…


—No te preocupes. No le haré más daño a tu madre.


—¿Por qué quieres hacer todo esto?


—Por muchas razones. Confía en mí. Y porque si hubiera querido decirle la verdad a tu madre, ya se la habría dicho.


—Lo siento —dijo ella.


—No te preocupes. Comprendo que has tenido que tomar muchas decisiones importantes desde que eras una niña. Pero ahora ya no estás sola, Paula. El problema es mío. Y lo voy a solucionar.


Por un momento, ella se sintió como si le hubieran quitado un gran peso de encima, y luego recordó que él lo estaba haciendo sólo porque se sentía responsable de ella, porque la explosión había sido en el barco de la familia de Pedro.


Paula lo miró y sintió la punzada del deseo.


—¿Adónde vamos?


—A una suite en Dorchester, donde no nos interrumpirán. Tenemos muchas cosas de las que hablar.


Ella no quería hablar.


—¿Es un hotel elegante? Siempre he tenido ganas de pedir servicio de habitaciones…


—Sí, es muy elegante. Será otra nueva experiencia para ti —de pronto Pedro la miró con preocupación—. Sigues pálida… ¿Te encuentras enferma todavía?


—Ha sido un día muy duro… Ver a mi madre así… Y luego tu aparición…


—¡Es increíble los sacrificios que has hecho por tu madre!


—Mi madre también ha hecho grandes sacrificios por mí. Habría preferido que estuviera con ella, pero me envió al internado porque pensó que eso sería mejor para mí.


—Tu abuelo tendría que rendir cuentas por todo esto —dijo Pedro.


—Mi abuelo es como es. Jamás cambiará.


—Eso lo veremos.


Entraron por una puerta trasera del hotel y subieron a la suite.


—¡Es increíble!


—Suelo quedarme aquí cuando estoy en Londres. Llama al servicio de habitaciones cuando quieras…


—¿Puedo pedir lo que quiera? —ella se rió como una niña.


—Por supuesto —Pedro se quitó la chaqueta.


Se miraron a los ojos. Ella se estremeció de deseo.


Pedro


—Me he prometido que me mantendría alejado de ti… —dijo él.


—Yo no quiero que lo hagas. ¡Todavía no puedo creer que fueras tú quien me salvó la vida!


—Algo bueno que he hecho —la besó y la desnudó con movimientos lentos. Luego la alzó en brazos.


—Puedo caminar…


—Me gusta llevarte… —dijo él con voz sensual.


—Te gusta dominarme —bromeó ella.


Pedro la dejó en la cama y se puso encima de ella.


—Me encanta saber que soy el único hombre que te ha hecho esto —empezó a besarle todo el cuerpo.


Ella perdió totalmente el control.


—Pedro, por favor, ahora…


El deslizó un dedo para investigar, y ella se sobresaltó.


—Eres tan caliente —susurró él.


El siguió volviéndola loca, haciéndola sentir un placer casi increíble. Y cuando pensó que ya no podía aguantar, la levantó y se adentró en ella con un gemido de satisfacción.


Paula abrió los ojos, asombrada ante aquella sensación. 


Entonces él le sonrió y siguió moviéndose, llevándola cada vez a un placer más alto, sin dejar de besarla. Hasta verla explotar de goce. Paula se aferró a él, sumida en olas y olas de placer.


Pedro giró con ella y se puso boca arriba con ella encima.


—Ha sido impresionante… El mejor sexo del mundo —dijo.


Paula cerró los ojos, y trató de convencerse de que no importaba que no la amase mientras la deseara.


Sonó el teléfono móvil de Pedro.


—He dado instrucciones de que no me molesten —protestó mientras extendía una mano para contestar.


Escuchó unos segundos y luego dijo algo en griego antes de colgar.


—Tenemos que volver al hospital. Al parecer, tu abuelo ha decidido visitar a tu madre.






ENAMORADA DE MI MARIDO:CAPITULO 13





Paula apenas durmió aquella noche. Quería ver a Pedro, pero no sabía dónde encontrarlo. Y tampoco habría sabido qué decirle.


Su comportamiento era inexcusable, y ella se sentía muy desgraciada… Y lo peor era que se había enamorado de él.


Lo mejor era marcharse a Londres otra vez.


En ese momento entró él.


—Me iré hoy —dijo ella con voz temblorosa—. No puedes divorciarte de mí, pero no tienes que vivir conmigo y te prometo que…


—He venido a disculparme —la interrumpió—. Anoche perdí los estribos. No hay excusa para eso.


¿Él se estaba disculpando?, se preguntó ella.


—Tienes todo el derecho a estar enfadado…


—Anoche parecías muy enferma…


—Creo que ha sido por tragar el agua… Me siento un poco mareada, pero estoy bien… —sonrió ella.


—Hoy debes descansar, pasar el día en la cama… Hablaremos más tarde.


—No hay nada de qué hablar, Pedro. Los dos lo sabemos. Tú no me quieres cerca. Me iré hoy.


—No quiero que te marches —él pareció ponerse más tenso—. Tú eres mi esposa.


—Una esposa que no puede darte hijos —le recordó ella con tristeza.


—Es posible. Pero sigues siendo mi esposa y no te irás.


Paula sintió esperanzas. ¿Se estaría acordando de lo felices que habían sido en su isla?


—Anoche estaba tan enfadado por lo que supe que no podía pensar con claridad. Pero ahora veo que tú has tenido una vida muy difícil… Por el accidente de tus padres que te dejó huérfana… Has trabajado toda tu vida como una esclava… No es extraño que, al ver la oportunidad, hayas querido mejorar tus circunstancias, y la hayas aprovechado. Para ti mi familia es responsable de la muerte de tus padres y tus heridas.


Pedro


—Déjame terminar… —Pedro la interrumpió—. Mi familia es responsable de lo que sucedió ese día…


—¿Qué estás diciendo?


—Que tú tienes derecho a la vida que has elegido. Mi familia te lo debe, y yo quiero pagar esa deuda. Seguirás siendo mi esposa y seguirás recibiendo la suma de dinero que hemos establecido.


Paula se sintió decepcionada al darse cuenta de que su deseo de que ella siguiera con él era sólo un sentido de responsabilidad, y no algo más personal, más profundo.


Se hundió en las almohadas. No quería estar allí en esas circunstancias. Pero no tenía más alternativa que permanecer con él. Necesitaba el dinero.


Los días pasaron. Pedro llegaba tarde de la oficina, cuando ella ya se había dormido, y dormía en una habitación diferente.


Y el malestar de Paula no se le había pasado completamente, para peor.


La gota que derramó el vaso fue que llamó al hospital donde estaba su madre y le dijeron que ésta había contraído una infección y que había empeorado.


Sintiéndose culpable por no haber ido a ver a su madre, Paula hizo el equipaje y pidió al chofer de Pedro que la llevase al aeropuerto.


Pedro no la echaría en falta, puesto que sabía que tenía una reunión en París. Lo había visto partir aquella mañana.


Como una adolescente, lo observaba desde la ventana con la ilusión de verlo simplemente.


Se pasó el vuelo a Londres con sensación de mareo. Se prometió que iría a un especialista para remediar ese problema. Debía haber habido algún virus en el agua que había tragado.


El clima de Londres la recibió con lluvia y un cielo gris.


Tomó un taxi hasta el hospital.


—¿Cómo se encuentra mi madre? —preguntó, ansiosa, cuando llegó.


—Fue una operación importante, como sabe, pero salió bien. Estuvo mejorando hasta los últimos días. Lamentablemente ha tenido una infección y estamos intentando averiguar su causa.


—¿Puedo verla?


—Si usted es Paula, por supuesto. Habla de usted constantemente. Creo que ha estado trabajando en el extranjero, ¿verdad?


Paula se puso colorada. Aquélla era la historia que le había contado a su madre para justificar el no ir a verla. Sintió remordimientos de conciencia.


Paula siguió a la enfermera hasta la habitación mientras se quitaba la alianza. No hacía falta que su madre se enterase de que se había casado con Alfonso.


La imagen de su madre frágil y pálida le dio ganas de llorar, pero se controló.


—¿Mamá?


Los ojos de la madre de Paula se abrieron al oír su voz.


—¡Cariño! No esperaba que vinieras a verme —dijo con voz débil—. Creías que no ibas a poder venir durante un tiempo…


—Has perdido mucho peso…


—La comida de hospital —bromeó la mujer—. Pareces cansada. ¿Has trabajado mucho? ¿Qué tal el nuevo trabajo?


—Muy bien —dijo Paula, evitando mirarla, mientras se sentaba en una silla al lado de la cama.


Su madre suspiró y cerró los ojos otra vez.


—Bueno, ha sido una suerte que hayas conseguido ese trabajo cuando lo conseguiste, y que te paguen tan bien. Si no hubiera sido por ti…


—No empieces, mamá. Yo te quiero —sonrió Paula—. Y me da mucha rabia no haber podido venir a verte…


—Pero me has llamado todos los días —murmuró su madre—. Y me has dado el mejor regalo que hay. La posibilidad de volver a caminar. Ahora sólo tenemos que esperar para ver si los médicos han tenido éxito. Hasta que apareció esta infección, eran optimistas.


—Y siguen siéndolo —Paula intentó reprimir sus lágrimas.


—No llores —le dijo su madre—. Yo sé que puedo apoyarme en tu fuerza. Siempre has sido fuerte. Incluso de pequeña tenías una firme determinación.


Paula hizo un esfuerzo por sonreír. No se sentía ni fuerte ni determinada.


—Estoy bien. Sólo un poco cansada.


«Y mareada», pensó.


—¿Cuántos días te han dado en el trabajo?


—Los que necesite —dijo una voz masculina desde la puerta.


Paula se sobresaltó y miró a Pedro.


Estaba en la puerta, con gesto serio. Parecía enfadado con ella.


Luego desvió la mirada hacia su madre.


—¡Dios mío! No sabía… Está viva… Sobrevivió a la explosión…


—Creí que estabas en París —dijo Paula.


No estaba preparada para aquella escena.


—¿Controlas mis movimientos, Paula? Bueno, ahora estoy de vuelta…


Antes de que ella pudiera encontrar una respuesta, su madre exclamó y se tapó la boca.


—¿Mamá? —se acercó y tocó la frente de su madre—. ¿Te encuentras peor? ¿Estás mareada? Llamaré a una enfermera —Paula extendió la mano hacia el timbre, pero su madre se la agarró.


—No —su madre habló con voz débil y mirando a Pedro—. He pensado en ti durante años. En mis sueños… En mis peores momentos siempre estabas ahí…


Paula miró consternada a su madre. No había pensado que pudiera reconocer a Pedro, pero era evidente que sí. Y estaba claro que lo odiaba. Lo que menos falta le hacía en aquel momento era ese shock.


—La estás disgustando… Creo que deberías marcharte —le rogó Paula, agarrando la mano de su madre—. Podemos hablar más tarde.


—Si eso es lo que quiere tu madre, por supuesto. Respetaré sus deseos. Pero hay cosas que hablar —se volvió hacia la madre de Paula—. No tenía ni idea de que estaba viva.


Paula cerró los ojos.


—Por favor, ¿quieres marcharte?


—No quiero que se marche —su madre extendió una mano hacia Pedro con los ojos llenos de lágrimas—. No antes de que le dé las gracias. ¡Si supieras cuánto he querido agradecérselo! Pero no sabía cómo averiguar quién era, y no sabía su nombre…


Al oír aquella confusa declaración, Paula miró a su madre sin comprender nada. Y encima, Pedro se acercó y aceptó la mano de su madre.


—No hace falta que me dé las gracias. Ni entonces ni ahora… Hasta hace poco no tenía idea de quien era usted…


—Había tanta gente en el yate aquel día…


Paula los miró, sorprendida.


—¿Mamá?


—¿Cómo te has puesto en contacto con él? —su madre la miró. Tenía lágrimas en los ojos—. Tú sabías cuánto deseaba encontrar al hombre que te salvó. Sin su nombre, ¿cómo has podido encontrarlo?


¿El hombre que la había salvado?, Paula no comprendía nada. Se quedó sin habla. Cuando por fin pudo hablar preguntó:
—¿Éste es el hombre que te rescató cuando explotó el barco?


—A mí y a ti. También te rescató a ti —dijo su madre—. Arriesgó su vida tirándose al agua… Yo te vi en la escalerilla segundos antes de la explosión. Sabía que estabas en el agua, probablemente demasiado herida como para poder ayudarte a ti misma. ¡Yo gritaba y gritaba que alguien salvara a mi niña…!


—Tu madre estaba atrapada —dijo Pedro con los ojos tristes al recordarlo—. No quiso aceptar mi ayuda hasta no rescatar a su niña.


Paula estaba en estado de shock. A su mente acudieron imágenes del hombre.


—¿Eras tú?—dijo casi imperceptiblemente—. El hombre que me rescató… El hombre que recuerdo… ¿Eras tú?


—No lo supe hasta la noche en que me contaste lo del accidente —le confesó Pedro—. Me di cuenta entonces de que tenía que ser tu madre a quien había rescatado, pero no sabía que todavía estuviera viva.Chaves nos informó que había muerto junto con Costas.


—Eso es lo que quiso que creyera la gente. Quería borrarme de su vida. Tú te fuiste a rescatar a otros —dijo la madre de Paula—. Y la ambulancia nos llevó al hospital. Le pregunté a todo el mundo por ti, pero nadie sabía nada. Luego Dimitrios nos hizo volar a Inglaterra y a mí me prohibieron volver a visitar Grecia. Mantuvimos nuestra identidad en secreto por instrucciones suyas.


Pedro frunció el ceño.


—¿Cómo fue capaz de amenazarla de ese modo? ¿Cómo fue capaz de impedir que viniera de visita? ¿Y por qué?


Su madre cerró los ojos.


—Me odió desde el primer momento en que Costas me llevó a Corfú. Cuando murió Costas no hubo nadie que me defendiera. Me amenazó con quitarme a Paula. Realmente no la quería. Fue sólo una amenaza para castigarme. Poca gente sabe lo malo que es ese hombre… Yo no quería que estuviera cerca de mi hija de ninguna manera. Y acepté desaparecer, romper el contacto por completo. Y a él le pareció bien. Fue lo que siempre había querido.


—¿Le pagó para que desapareciera? —preguntó Pedro.


—¿Pagar? ¿Dimitrios? No, no me pagó nada.


—Pero usted estaba herida y con una hija pequeña que mantener… ¿Cómo se las arregló? ¿Tenía familia que se ocupara de usted?


—No tenía familia, y me arreglé porque mi hija es una persona muy especial 


Paula se puso colorada.


—Mamá… Creo que deberías descansar ahora…


—Todavía, no —Pedro apretó más la mano de su madre—. Por favor, si puede, realmente me gustaría oír el resto de la historia.


—Paula se recuperó considerablemente rápido de las heridas y era una niña brillante —Ella sonrió a su hija—. Uno de los médicos que me estaba tratando y que conocía nuestras circunstancias, me sugirió que pidiera una beca en uno de los mejores internados. La aceptaron. Fue una decisión difícil, pero acertada. A mí me operaron interminables veces. Durante los veranos se quedaba con una de las tutoras y la traían a verme.


—Siga… —dijo Pedro.


—En la época que tenía que ir a la universidad, yo necesitaba todo tipo de cuidados por los que teníamos que pagar —Charlotte miró a Paula—. Paula trabajó día y noche para dármelos. Y cuando descubrió que era posible hacerme esta operación para poder caminar, consiguió ese estupendo trabajo en Grecia…


Hubo un silencio tenso. Paula cerró los ojos, esperando que Pedro le dijera a su madre la verdad.


—Debería descansar ahora —dijo él—. Pero antes de que la dejemos quisiera hacerle otra pregunta. ¿Por qué cuando Paula creció y su abuelo ya no podía quitársela, no le pidió dinero a Chaves? Ustedes son su única familia. Él tenía la obligación de darles lo que necesitaban.


—Dimitrios no sabe lo que es la obligación y nunca da dinero —dijo su madre con dignidad—. Y no sabe lo que quiere decir la palabra familia.


—Entonces, es hora de que alguien lo eduque—Pedro achicó los ojos—. Y le aseguro que será un buen alumno. Tendrá que asumir sus responsabilidades.


Charlotte cerró los ojos.


—No. No quiero ningún contacto con ese hombre. No quiero volver a oír el nombre Chaves ni Alfonso.


Paula se quedó helada. Al parecer, su madre no sabía que Pedro era un Alfonso. ¿Qué diría cuando se enterase de que se había casado con él? ¿Y que se había acercado a su abuelo para conseguir dinero?


—Quiero que descanse y que deje de preocuparse. Mañana traeré a Paula nuevamente —dijo Pedro.


Su madre abrió los ojos y sonrió.


—¿Puedes quedarte otro día, Paula? ¿Cuándo tienes que volver?


Pedro frunció el ceño.


—Puede quedarse lo que le haga falta —repitió.