viernes, 19 de agosto de 2016

MI MEJOR HISTORIA: CAPITULO 26





Paula empezaba a dudar si lo de ir a Nueva York había sido una buena idea. Había encontrado una maleta olvidada por los anteriores dueños en el sótano y la había limpiado y aireado. Llevaba dos noches sin dormir… ella no pertenecía a aquel ambiente tan sofisticado y elegante. Pedro había sido muy amable al invitarla pero sabía que la compararía con el resto de sus amigos y quedaría en evidencia. Si no fuera por Sarah, Paula lo cancelaría todo de inmediato, pero la chica llevaba tres días como loca.


Con Emma en un brazo, Paula dobló el vestido azul que había encontrado en la tienda de ropa usada y lo colocó con el resto de su ropa en la maleta. Le quedaba un poco grande, pero tenía zapatos a juego. Tenía puesto el conjunto azul y eso completaba su equipaje para ir a Nueva York. 


Quedaba mucho sitio en la maleta para la ropa y los pañales de Emma.


—¡Paula! ¡Paula! —oyó que gritaba Sarah.


La chica, con la cara enrojecida, llegó corriendo hasta su cuarto.


—¿Qué ocurre? —dijo, deseando que le dijera que no podía ir para tener una excusa.


—¿Has visto la limusina?


—¿Qué? —Paula se asomó a la ventana y vio una limusina negra a la entrada.


—Vamos a ir en limusina. El conductor lleva uniforme y se llama Freddy. Ha agarrado mi maleta y la ha metido en el maletero.


Paula ni siquiera se había planteado cómo iban a llegar a Nueva York de lo nerviosa que estaba. La chica parecía a punto de explotar de alegría y Paula deseó que la contagiara. Sentía pánico.


—Sarah.


—¿Qué?


—Respira.


—Voy a llevar a Emma a verlo para que puedas hacer la maleta tranquila —dijo la chica, riendo.


Ya había hecho la maleta y todo lo que poseía, excepto su ropa de trabajo, estaba en ella. La cerró y en ese momento oyó que llamaban suavemente a su puerta con los nudillos.


Pedro estaba en la puerta, con unos pantalones y un jersey negro. Él sí que tenía que estar en esa limusina.


—¿Estás lista? —sonrió y eso hizo que Paula sintiera un cosquilleo en el estómago. Últimamente sonreía mucho más y se le hacía muy difícil resistirse.


—Sí, pero… creo que no puedo ir —sentía que no pertenecía a ese mundo.


—¿Por qué no? —la sonrisa de Pedro se había desvanecido.


—Tengo cosas que hacer aquí… Los animales…


—Eso ya está hablado —la interrumpió él—. ¿Por qué no quieres venir realmente?


—Oh, Pedro. Mi sitio no está en una limusina —se quejó ella.


Él se echó a reír y ella se enfadó. No lo entendía y ella no sabía cómo explicárselo.


—Es sólo un coche. ¿Qué más da cómo lleguemos hasta allí?


Se equivocaba. Era más que un coche, pero él no lo entendería porque estaba acostumbrado.


—¿Es tu equipaje? ¿Sólo esto? —dijo él, entrando en el cuarto y recogiendo la maleta —Paula asintió—. Vamos entonces. A Sarah le va a dar un ataque de nervios.


—De acuerdo —dijo ella, un poco más segura—. Estoy lista.


—Paula, anímate. Te prometo que no te dolerá —ella no las tenía todas consigo.


No podía explicar sus miedos, así que decidió guardárselos para ella.


Sarah y Emma estaban ya instaladas dentro del vehículo cuando llegó ella.


—Mira, hay una televisión —dijo la chica en un susurro, señalando una pantalla.


Paula hubiera deseado compartir la excitación de Sarah.


—Genial.


—Ojalá la gente de clase pudiera ver esto.


Sarah se iba a perder un día de clase para acompañarlos. 


Paula sonrió cuando Pedro montó en el coche. Después se aseguró de que la sillita de Emma estaba bien sujeta y se puso su cinturón de seguridad.


—Sarah, ¿no has olvidado un libro en la taquilla del instituto? Algo que necesites para el fin de semana…


Sarah lo miró asombrada y después se le iluminó la cara.


—¿Quiere decir que pasemos por allí?


—No tenemos prisa —Pedro le dijo al conductor cómo ir al instituto de Sarah.


Cuando llegaron junto al edificio de ladrillo era la hora del descanso para comer y todos los alumnos estaban fuera del edificio. El conductor se bajó y le abrió la puerta a Sarah, que salió corriendo.


—Serán sólo unos minutos.


—Tómate tu tiempo —dijo Pedro.


—Le has alegrado el día —le dijo Paula cuando la chica se hubo marchado.


—Me acuerdo de mis días de estudiante.


Paula se apostaría su vestido nuevo a que él había sido el chico más popular de la clase.


Sarah llevó a sus amigos a ver la limusina y cuando se despidió de ellos, anunció:
—Hoy es el mejor día de mi vida.


Pedro y Paula echaron a reír. Paula deseó que no fuera el peor de la suya.









MI MEJOR HISTORIA: CAPITULO 25





Paula sentía una curiosa mezcla de nerviosismo y culpabilidad. Se moría por salir con Pedro, pero nunca había dejado a Emma sola.


—Sabes cuánto te quiero, ¿verdad? —le dijo a su hija, que estaba sentada en su sillita.


Emma pataleó y gorjeó, y acabó con un estornudo. Paula le tocó la frente y le pareció que estaba fría. Después colocó su conjunto nuevo sobre la cama y alisó la tela. Estaba tranquila porque sabía que Sarah tenía experiencia con niños y que su madre estaría cerca. Mientras se metía a la ducha se decía que no pasaría nada. Podría usar el móvil de Pedro para comprobar si todo iba bien.


Cuando salió se miró en el espejo cubierto de vapor y dijo:
—Esta noche vas a salir con uno de los solteros más codiciados de Philadelphia —así lo calificaba un artículo que había leído en una revista.


Él se lo había pedido sólo porque quería salir a celebrar lo de su libro, pero el caso era que se lo había pedido.


Ella, Paula Chaves, una mujer sin importancia iba a salir con el hombre más guapo del planeta. Nunca había tenido suerte, pero últimamente, las cosas no le iban mal del todo.


Paula se sentó en la cama en albornoz para darle el pecho a Emma mientras le contaba que sólo se iría unas pocas horas.


—Volveré a casa para darte de comer. Nunca te abandonaré. Nunca, nunca.


No podía comprender cómo su madre había podido hacer algo así. ¿Qué habría ocurrido? ¿Qué le habría hecho Paula para hacer que la abandonaran en una gasolinera en medio de la noche y no volvieran nunca por ella?


Decidió apartar aquellos pensamientos tan oscuros de su cabeza, dejó a la niña en la cuna y empezó a vestirse. 


Nunca tendría respuestas para esas preguntas, pero esa noche iba a salir a cenar con Pedro Alfonso.


Paula se puso el jersey y al ver el resultado quedó muy contenta de haberlo comprado. Se peinó los rizos con los dedos, pues hubiera necesitado horas de secador para alisárselo, y no tenía ni tiempo, ni práctica, ni el material necesario.


Cuando se puso los pantalones y se miró al espejo se dijo que era la ropa más bonita que había tenido nunca. Se calzó los únicos zapatos que tenía en buenas condiciones, unos mocasines que tenía desde el instituto. En ese momento oyó que llamaban a la puerta, así que agarró su chaqueta del extremo de la cama y salió corriendo.


Pedro había llegado antes que ella y había invitado a Sarah a entrar. La chica lo miraba sonriente y embobada, como la mayoría de las mujeres cuando lo veían de cerca. Antes de que Paula pudiera decir nada, él le pasó a la joven una lista con los sitios donde estarían y su número de móvil. Si aún no estaba enamorada de él, se había enamorado en ese preciso instante.


Pedro se giró y la vio, y se quedó muy asombrado. Era tan raro verlo inseguro que Paula pensó que tendría que ser por algo malo. Tal vez se había puesto demasiado elegante y había pensado que estaba tratando de impresionarlo. Ella no quería que pensase eso. No quería que supiera lo que sentía por él, sería demasiado incómodo.


Después, al verlo sonreír, se dio cuenta de que él también se había arreglado. Estaba recién afeitado y se había puesto una camisa de algodón y una bonita chaqueta de cuero.


Paula le dio las últimas recomendaciones a Sarah mientras Pedro le sujetaba la chaqueta. Estuvo a punto de cancelarlo todo y quedarse, pero lo miró y dijo:
—Estoy lista.


—Te recuerdo que vas al cine, no al matadero —dijo él, sacudiendo la cabeza.


Paula intentó sonreír. Si él no entendía cómo se sentía, ella no podía explicárselo. Se despidieron de Sarah y ésta cerró la puerta.


Pedro la condujo al deportivo y le abrió la puerta. Él se sentó en el asiento del conductor y arrancó el coche enseguida. 


Ella no había estado nunca en un coche así y tenía que resistirse para no pasar la mano por la madera del salpicadero y el cuero de los asientos.


—¿Cuánto tiempo tenemos hasta que Emma vuelva a tener hambre?


—No suele despertarse hasta que me voy a acostar, sobre las once.


—Bien. Tenemos mucho tiempo hasta entonces. ¿Soportarás estar tanto tiempo sin ella?


—¿Me dejarás tu teléfono móvil para ver si todo va bien dentro de una hora?


—Puedes usarlo todo lo que lo necesites —le dijo, mirándola a los ojos.


—Gracias por comprenderlo —dijo ella, después de aclararse la garganta.


—No lo entiendo, pero eso no es lo que importa.


Tras esas palabras, ella se sintió aún más enamorada de él. ¿Quién podría resistirse a un hombre como Pedro?


Hicieron el viaje en silencio, pero sin sentirse tensos por ello, y ella decidió no pensar en la niña y disfrutar el momento.


—¿Te gusta la comida italiana? —dijo él al llegar frente a un restaurante con nombre italiano.


—Sí —le gustaba todo lo que no cocinase ella, especialmente la comida italiana.


De repente, la puerta del coche se abrió, sorprendiéndola. 


Un joven con una camisa blanca la esperaba para ayudarla a bajar. Ella no hizo caso de su mano y salió del deportivo como pudo. Pedro la esperaba en la acera, y mientras ella se acercaba, le pasó las llaves del coche al joven.


Pedro la tomó por el codo y la condujo al interior mientras ella miraba hacia atrás, asombrada.


—¿En serio vas a dejarle a ese chico tu coche? Ni siquiera lo conoces.


—Su trabajo es aparcar los coches de los clientes. ¿En serio crees que va a fugarse con él? —Paula se sintió una idiota, pero lo cierto era que había conocido a alguno que hubiera renunciado a un trabajo mal pagado por robar coches de lujo—. Si no vuelve, llamaremos a un taxi para que nos lleve al cine —añadió él, riendo.


—No te rías de mí —dijo ella. Empezaba a sentirse fuera de lugar.


—No me estaba riendo de ti —dijo él, callando inmediatamente—. Pero no quiero que te preocupes por nada. Te mereces pasar una noche agradable.


Paula no dijo nada y entró en el restaurante, que olía a ajo, a queso y pan recién hecho.


La camarera los condujo a una mesa junto a la ventana e Pedro le retiró la silla. La mantelería era de lino y cuando Paula vio los precios del menú se dio cuenta de que, de pagar ella, la cena le costaría el sueldo de media semana. 


Se sintió aterrada. ¿Pagaría Pedro? Había sido él quien lo había propuesto…


—¿Qué te apetece?


—¡Todo! —respondió ella, incapaz de pronunciar los nombres de los platos, pero las descripciones sonaban a gloria.


—¿Quieres que pida por ti? —se ofreció él.


Ella se lo pensó un momento y después decidió que disfrutaría más de la comida si no sabía lo que costaba, así que accedió. Cuando apareció el camarero, Pedro pidió vino y agua con gas para ella.


—¿Te importa que llame a Sarah? No me entretendré mucho.


—Claro que no —dijo, pasándole el diminuto teléfono.


Como ella no había usado nunca un móvil, él le explicó que tenía que marcar el número y apretar el botón verde de llamada. Sarah contestó a la primera y le aseguró que Emma seguía dormida, así que Paula le dio las gracias y colgó.


Cuando el camarero apareció con una copa de vino en una bandeja de plata, Pedro le dijo lo que querían en italiano y el camarero, sonriente, le respondió que las ensaladas estarían enseguida.


—¿Hablas italiano? —preguntó ella, impresionada.


—Lo suficiente como para pedir la comida. Pasé un verano allí cuando estaba en la universidad. Se suponía que iba a estudiar el idioma, pero me despisté un poco…


Paula estaba segura de que las italianas debían de considerarlo tan guapo como las americanas.


Cuando llegaron las ensaladas, él la entretuvo con la historia de un pequeño monasterio a las afueras de Palermo. Ella no había estado en ningún sitio hasta que llegó a la granja, a una hora de Philadelphia y le encantaría viajar por Europa, por los lugares históricos que conocía por los libros.


—Paula —la voz de Pedro la trajo de nuevo a la realidad. 


Se sonrojó al notar la presencia del camarero.


—¿Ha terminado, señorita?


Paula miró a su plato, completamente vacío.


—Sí.


—¿Aún sigues preocupada por haber dejado a Emma en casa? —le preguntó Pedro cuando el camarero se hubo marchado.


—No —estaba mucho más cómoda de lo que había creído en un principio—. Sarah puede llamar si tiene algún problema.


—Bien, porque quiero que vengas a la fiesta de lanzamiento de mi libro que será dentro de dos semanas. La editorial quiere darle un poco de publicidad.


A ella le costó un momento procesar toda esa información.


—¿Dónde va a ser?


—En Nueva York.


—No puedo dejar a Emma para marcharme a Nueva York —deseaba decir que sí, pero tenía que ser realista—. Estaríamos fuera horas.


Pedro sacudió la cabeza.


—Días. Nos llevaríamos a Emma, y a Sarah, si su madre está de acuerdo. Puede quedarse en la habitación del hotel con la niña mientras nosotros vamos a la fiesta.


Nueva York. Quería llevarla a Nueva York. A un hotel. No tenía palabras.


El camarero llegó con los segundos platos y él empezó a comer como si nada.


—¿Qué dices? ¿Vendrás?


—¿Quién se ocupará de la granja? —se refería a los animales, pero no los quería mencionar abiertamente porque sabía que a él no le gustaban.


—Sólo serán un par de días, y seguro que algún amigo de Sarah puede pasar a dar de comer a tus mascotas —Paula asintió, como fulminada por la invitación. Nueva York…—. ¿Qué te parece?


—Me encantaría ir —dijo asintiendo. Y él no tenía ni idea de cuánto.


—Bien —sonrió, y como si su respuesta no fuera realmente importante, añadió—: Ahora, come.


La cena fue maravillosa. Comieron en silencio mientras ella pensaba en su invitación. Ella se sentía Cenicienta en el momento en que el Príncipe le daba la invitación para el baile.


El camarero acudió a recoger sus platos y a ofrecerles postre. Pedro pidió cannolli de chocolate.


—¿Seguro que no quieres nada?


—No, gracias. Estoy demasiado llena.


El camarero se apresuró a atender la petición de Pedro.


—Podemos llegar a la ciudad el viernes y volver el domingo. Podemos buscar a alguien que venga un par de veces al día.


Paula sentía que iba a explotar de alegría. Tomó aliento y asintió con la cabeza.


—Le preguntaré a Sarah esta noche.


Pedro pagó la cuenta. Ella estaba deseando hacerle mil preguntas sobre la fiesta, pero no quería parecer demasiado inocente.


El resto de la velada pasó en un suspiro. A ella le gustó la película, a pesar de los ocasionales comentarios de Pedro, pero le gustó aún más sentir el calor y el aroma de su cuerpo.


—¿No te ha gustado? —preguntó ella a la salida del cine. Él se encogió de hombros—. El libro es mejor —añadió ella.


—Ya lo sé —dijo él, y ella envidió su seguridad en sí mismo.


De camino a casa, ella se dio cuenta de que no sabía qué ropa llevar a la fiesta. ¿Cómo de elegante sería? En ese momento tenía puesto su mejor conjunto, y estaba segura de que no sería lo suficientemente elegante para la fiesta.


—¿Qué ocurre? —dijo Pedro, interrumpiendo el curso de sus pensamientos.


—Nada. Bueno, sí. No realmente —se sintió un poco tonta—. No sé qué ponerme para la fiesta.


Él se encogió de hombros como si eso no tuviera ninguna importancia.


—Un vestido de cóctel será perfecto.


Ella sonrió y asintió. Claro. Un vestido de cóctel. Cuando fuera a la compra, tendría que echar un vistazo en la tienda de ropa usada. Sería un gran dispendio para su ajustado presupuesto, pero no iba a perderse una fiesta en Nueva York por no tener vestido. Como dudaba que su hada madrina se presentara próximamente, decidió que visitaría la tienda de ropa usada.









MI MEJOR HISTORIA: CAPITULO 24





Pedro llevaba cuatro horas trabajando en la revisión de su borrador y el resultado era mucho mejor de lo que se hubiera atrevido a imaginar. Nunca hasta entonces había podido escribir con compañía, y aunque en la granja se sucedían las interrupciones, el borrador le había salido solo.


Deseaba salir a celebrarlo, pero entendía que Paula no pudiera llevar a Emma, pues se podía echar a llorar en mitad de la película y el resto de espectadores no tendrían por qué ser comprensivos con la situación.


Entonces vio el autobús escolar que dejaba a dos chicos en la carretera, en la entrada de la granja de los vecinos. El chico debía de tener unos diez años y la chica debía de estar en la adolescencia. ¿No solían las chicas hacer de canguros a esa edad? Tal vez pudiera convencer a Paula de que dejaran a Emma con una canguro, pero primero tendría que ver a la chica. Si llevaba un pendiente en la nariz y pintalabios negro, el trato sería inviable.


Pedro bajó y oyó que Paula estaba charloteando con Emma en su cuarto. Como deseaba que la velada fuera una sorpresa, no le dijo adonde iba y, después de abrigarse, salió de la casa.


Pedro se dirigió a la granja de los vecinos, cruzó la cerca y vio unos quince ponis que salieron corriendo y relinchando hacia el establo al verlo. Cuando Pedro llegó frente a la casa, una mujer salió al porche. Probablemente el ruido de los ponis la hubiera alertado.


—¿Puedo ayudarlo en algo? —dijo sonriendo.


Pedro se presentó, ella le dijo que era Ellen Schmidt y le dio la bienvenida a la comarca. Después Pedro le explicó el motivo de su visita y le preguntó si su hija cuidaba niños. La mujer le explicó que sí, que tenía bastante experiencia con los cinco niños de los vecinos y que a pesar de sus quince años era muy madura y responsable.


—¿Puedo hablar con ella? —preguntó Pedro, sonriendo ante el orgullo de madre de Ellen.


—Claro. Está en el establo, dando de comer a los ponis. Iré con usted.


La madre la llamó e inmediatamente una cabecita morena asomó por la puerta del establo. Pedro se fijó en que no llevaba piercing ni maquillaje.


—Sarah, éste es Pedro Alfonso. Vive en la casa de en frente y quiere saber si querrías cuidar a Emma.


—¿A la niña de Paula? Claro que sí.


—¿Estás libre esta noche? —preguntó Pedro sin dejar de estudiarla.


—Sí.


—¿Estará usted en casa? —le preguntó a la madre—. Por si su hija necesita ayuda…


La mujer asintió. Parecía divertida.


—Mi marido y yo estaremos aquí toda la noche.


—Ahora sólo tengo que convencer a Paula de que deje a la niña en casa.


—Buena suerte —recomendó la mujer—. Paula es muy protectora. Tal vez se sentirá más cómoda si Sarah va un rato antes y puede hablar con ella.


Pedro le pareció bien y volvió a casa.


Paula lo esperaba en el porche con Emma en brazos.


—Acaban de traer un paquete para ti.


—¿Lo has dejado en la oficina? —llevaba tiempo esperando las pruebas de su último libro.


—No creo que quepa —dijo ella, sonriendo.


En la entrada Pedro vio una enorme cesta de fruta envuelta en papel de celofán, tres ramos de flores y dos cajas muy grandes. Pedro leyó las tarjetas y vio que los regalos eran de su agente, su editor, el estudio y su cuñado, que estaba empeñado en producir su siguiente película.


—Parece que están contentos con el éxito que ha tenido la película —dijo él.


Ella sonrió y asintió con la cabeza. Después le dijo:
—¿Has salido a dar un paseo porque no te está yendo bien la corrección?


Él se sintió conmovido porque se preocupase por él.


—No. De hecho, va mejor de lo que esperaba. He ido a casa de los vecinos a ver si Sarah quería cuidar a Emma esta noche para que nosotros saliéramos a celebrarlo —y esperó su reacción.


Paula agarró con más fuerza a su hija.


—Oh… no sé, nunca la he dejado sola. Sólo tiene tres meses.


Pedro recordó a su madre contando con orgullo cómo había conseguido recuperar la figura y ponerse su traje de esquí sólo dos semanas después de tenerlo. Lo dejó con una niñera y se marchó dos semanas a esquiar. Su madre no había sido una madre tan entregada como Paula.


Pedro iba a protestar cuando sonó el timbre.


—Espero que no sea otra cesta de fruta —dijo Paula, y abrió la puerta.


Era Sarah. Pedro las observó un rato mientras jugaban con Emma y después decidió subir a trabajar. No quería presionar a Paula a hacer algo que la hiciera sentirse incómoda. No entendía sus pocas ganas de separarse del bebé, pero era su elección. Al cabo de un rato llamaron a la puerta.


—Sarah está libre esta noche. ¿Tu oferta de ir al cine sigue en pie?


Pedro no quiso valorar la alegría que sintió en ese momento. 


Después de todo, era sólo una película.


Él se encargó de buscar los horarios de las películas en Internet y cuando ella se ofreció a preparar la cena temprano, él sacudió la cabeza.


—No, vamos a cenar fuera. Será tu noche libre —se la tenía merecida—. Dile a Sarah que venga a las seis y así nos dará tiempo a cenar y ver la película.