jueves, 14 de febrero de 2019

PAR PERFECTO: CAPITULO 12




Paula estaba sentada en su mesa, con un montón de papeles ante sí, cuando oyó ruido de pisadas en los pasillos acercándose hacia su clase. Pudo distinguir los pasos suaves de unos zapatos masculinos, muy distintos del ruido de los tacones de las profesoras. No levantó la vista del ejercicio que estaba corrigiendo hasta que oyó un «hola» que la sorprendió. Pedro estaba en la puerta.


—¡Pedro! Vaya susto que me has dado.


—Lo siento, profe —dijo él, con voz de estudiante pillado con las manos en la masa.


—No es suficiente. De cara contra la pared.


Pedro hizo como que se dirigía a una esquina y se detuvo de repente.


—¿De veras pones a los niños de cara a la pared?


—Normalmente soy un poco más creativa. Si los pillo pasando notitas, las pongo en el tablón para que las lean todos.


—Qué duro.


—Si están comiendo chicle, se lo tienen que pegar en la nariz.


—Asqueroso.


—Y si los pillo copiando en un examen, les hago escribir una redacción sobre lo brillante que es el alumno del que intentaban copiar.


—Qué profesora tan estricta. Yo hacía todas esas cosas, excepto lo de copiar, y te hubiera considerado una bruja de profesora.


—¡Pedro!


—Probablemente también me hubiera enamorado de ti.


Paula sintió que se ponía roja de vergüenza.


—Qué pronto has salido hoy de trabajar, ¿no? —miró cómo se sentaba con cuidado en una de las sillas diminutas, como si dudase si resistiría su peso.


—Estaba un poco machacado, así que como empecé temprano, decidí acabar temprano.


—¿Y ayer? Te llamé un par de veces y no contestaste, así que supuse que habías salido.


—No —dijo mirándose los pantalones, en busca de bolitas, pensó Paula—. Simplemente no me apetecía hablar con nadie


Eso no era muy propio de él, pero antes de poder decir nada al respecto, oyó un ruido en la entrada. Una niña rubia con el pelo recogido en una coleta, miraba hacia el interior de la clase como si quisiera entrar, pero se sentía intimidada por la presencia de Pedro.


—¡Sara! ¿Qué estás haciendo aquí tan tarde?


—Estaba en los columpios con Joan y Courtney, y me acordé de que me había olvidado el libro de lectura.


—Entonces tienes suerte de que aún no me haya marchado. Corre a por él.


La niña se quedó quieta, mirando a Pedro.


—Es un amigo mío, el señor Bennington —Paula esperó a que Pedro se presentara o dijera algo que hiciera sentirse cómoda a la niña, pero no lo hizo y se quedaron mirándose el uno al otro en un incómodo silencio hasta que Sara lo rompió.


—Ése es mi sitio. Está sentado en mi silla.


Pedro se levantó de un salto con expresión culpable, susurrando una disculpa. Su figura masculina destacaba entre las mesas y sillas de los niños como un gigante en una casa de muñecas. La niña llegó hasta la mesa, sacó el libro de la cajonera y un bolígrafo grueso y redondo. Lo levantó y se lo mostró a Pedro.


—Mira qué boli tengo —Pedro alargó la mano sin decir nada y Sara le dejó el bolígrafo en ella—. Tiene un millón de colores diferentes. Bueno, realmente, sólo tiene diez. Ahora pinta azul —sacó una hoja usada de la cajonera, miró lo que tenía escrito, y luego le dio la vuelta por la cara que estaba en blanco y le tomó el boli para escribir en ella—. ¿Ves? Azul. Si quieres cambiar de color, sólo tienes que bajar este botoncito hasta que suena clic —le devolvió el bolígrafo a Pedro y esperó.


Paula vio cómo Pedro tragaba saliva antes de aclararse la garganta y decir.


—¿Tiene verde?


—Claro —la niña bajó el botón de color verde en la mano de Pedro—. Se hace así... ahora escribe tu nombre.


Pedro se puso en cuclillas para escribir apoyado en la mesa de la niña. Después cambió de color y escribió algo varias veces. Sara lo miró con sonrisa triunfante.


—Qué bonito, Sara —dijo Paula cuando la niña le mostró el papel.


El presenciar, la incomodidad de Pedro había hecho que ella también se sintiera incómoda con la situación. ¿Qué le pasaba? ¿Por qué la presencia de la adorable niñita lo hacía reaccionar como si la clase estuviera llena de serpientes venenosas?


Sara se guardó el bolígrafo en el bolsillo y salió corriendo de la clase, despidiéndose de los dos con la mano.


—Te veo mañana, Sara —se despidió Paula, pero Pedro apenas esbozó una sonrisa forzada.


—¿Has acabado ya? —le dijo Pedro, pero sin dejar de mirar a la puerta.


—Sí. Lo que me queda por corregir lo haré mañana por la mañana. Recojo y nos vamos.





PAR PERFECTO: CAPITULO 11




Pedro puso a Damian al corriente de los planes de Paula, sintiéndose cada vez más ofendido. 


Cuando le dijo que le había pedido que él le filtrara las citas, Damian echó a reír.


—Desde luego, te tiene calado. De hecho, es incluso divertido.


—No lo es. No es divertido estar en una punta del videoclub sabiendo que en la sección de películas extranjeras hay un extraño babeando por ella.


Su hermano lo estudió con la mirada.


—¿No crees que esto te está afectando demasiado? Probablemente sea una fase y pronto se calmará. Es lista y sabe que no se puede encontrar marido en un mes, y menos cuando se busca. Sigúele el juego hasta que se canse.


—Ya estoy siguiéndola en este juego estúpido y repugnante. Y tienes razón: es lista, por eso me pone enfermo ver cómo los hombres la miran como si fuera un pedazo de carne. Es muy desagradable.


—Creo que estás haciendo una montaña de un grano de arena.


—Tal vez. Ayer me pasé todo el día pensando en ello. Lo que no entiendo es por qué estoy así. Es su vida, después de todo.


—Justo. De hecho, en lugar de criticar a Paula —dijo con cautela—, tal vez deberías aprender de ella.


Pedro miró la sonrisa de chico travieso de su hermano.


—¿A qué te refieres?


—A que tal vez también sea hora de que tú empieces a buscar a alguien que te haga feliz.


—¿Y quién dice que no lo soy ahora?


—Bueno, yo sólo digo que... —empezó Damian.


—Además —interrumpió Pedro, levantándose del banco a toda prisa—, tengo mucho trabajo. 


Y empezó a andar camino de la estación donde tomaría el metro para volver a su oficina del centro. Su hermano lo siguió.


—Es cierto que estás muy ocupado. Ocupado cuidando de todo el mundo, además de mí y de Paula; por eso te fastidia que no haga caso de tus sabios consejos. Estás tan ocupado con el resto de la gente del planeta que no tienes tiempo par ti. O para una novia. ¿Me equivoco?


—No demasiado. Las novias suponen mucho esfuerzo.


—Te encanta esforzarte.


—No es por eso. El problema es que todas las mujeres de treinta años andan por ahí buscando comprometerse, y ahora Paula es parte del club. No quiero verme implicado en ese lío. En absoluto.


—¿Hablas en serio?


—Completamente. No quiero formar una familia. No quiero hijos. Me niego a tener hijos. Y además, tú deberías entenderlo perfectamente.


Damian se detuvo y miró a su hermano.


—¿No puedes olvidarte de eso? Se acabó, Pedro. Hace años que se acabó. Papá ya no puede hacernos daño.


—Te equivocas. Papá ya no está, pero seguimos llevando su sangre y en el fondo somos como él. Nosotros no podemos creerlo, pero es genético.


—No, Pedro. No somos como él. Elegimos marcharnos. Yo también pasé por eso. Era una persona horrible, pero no tiene nada que ver conmigo y yo puedo elegir ser una buena persona, al igual que tú. No te niegues a ti mismo pensando que eres como él, porque tú también puedes tener una familia, una esposa...


—No quiero seguir hablando de esto, Damian. Tal vez debieras estudiar psicología en lugar de periodismo.


Damian se enfrentó a él con voz más dura y le dijo lentamente:
—No eres como él —repitió—. Y mira lo que te estás haciendo a ti mismo. Estás dejando que esto se interponga entre Paula y tú.


Pedro le resultaba muy difícil mirar a Damian, que había pasado lo mismo que él, a los ojos. 


Suspiró y siguió andando. Anduvieron unos minutos en silencio hasta que dijo:
—Tienes razón. Tal vez sea eso y sólo estoy celoso de Paula por salir a buscar su sueño. Es un sueño normal, que todo el mundo tiene y yo no me puedo ni plantear.


—No me refería a eso.


—¿Entonces a qué? —acababan de llegar a la estación de metro.


—Tú y Paula... —Damian sacudió la cabeza—. Déjalo. Intenta no hacérselo pasar mal. Como has dicho, lo que está haciendo es lo más natural. No necesita que la agobies.


—¿Al igual que te agobio a ti?


—Yo soy tu hermano. Tengo que aguantarme.


—Pasaré por tu casa el jueves —dijo Pedro, pasando al otro lado del torno de entrada al andén.


—Ya lo sé —Damian se alejó pero Pedro pudo oírlo—. Animal de costumbres.




PAR PERFECTO: CAPITULO 10




Pedro no vio a Paula al día siguiente, pero se pasó el día pensando en ella, y molesto, sin saber por qué.


De camino al restaurante chino, ella le había contado que el hombre del videoclub se llamaba Miguel, o Manuel. Mientras comían en su apartamento, le dijo que vivía a sólo unas manzanas de ellos, en Columbus Avenue, y cuando Pedro metió la película en el vídeo, ella comentó que le había dado su teléfono y que probablemente se vieran el fin de semana siguiente.


A cada nuevo dato, Pedro había respondido con un movimiento de cabeza muy entusiasta y muy poco sincero.


Cuando volvió a casa, se cepilló los dientes con rabia, se puso el pijama dejando la ropa en el suelo inmaculado de su cuarto de baño y se metió en la cama de un salto, apagó la luz y cerró los ojos, obligándose a dormirse enseguida, sin pensar en nada.


Se despertó al amanecer. Hubiera preferido dormir a ver la preciosa luz rosada y dorada de los primeros rayos de sol, pero era imposible. Un mal comienzo para un mal día.


Intentó concentrarse en ver la televisión, en trabajar, en practicar su swing de golf en el salón, pero no dejaba de oír la vocecita de Paulaen su cabeza, habiéndole del tío ése.


Su primera víctima, probablemente. Ese hombre no tenía ni idea de lo que se le venía encima: una loca del compromiso, con el reloj biológico acelerado, se decía Pedro a sí mismo a cada rato.


Y seguía preguntándose qué problema tenía con todo aquello. Como no sabía qué responderse, golpeaba la pelota con más fuerza de la necesaria.


No le apetecía hablar con nadie, así que no respondió al teléfono ninguna de las dos veces que sonó, y tampoco dejaron un mensaje en el contestador.


Aquello no era típico en él.


El día fue más o menos igual de malo. Llegó el primero a la oficina, pero no consiguió hacer nada. Tenía claro que lo que lo molestaba era el nuevo amigo de Paula, pero ¿cuál era el motivo? Ella podía hacer lo que quisiera y reírse con quien quisiera y tal vez ése fuera el problema: ella era muy libre, pero él no, por razones que nunca podría controlar. Nunca se sentiría libre para empezar la misma búsqueda que había empezado ella.


No le gustaba pensar de aquel modo. No le gustaba recordar y no quería estar preocupado por ello cuando volviera a verla, por temor a estar sensible y desahogarse contándole todo lo que le había ocultado. Lo que le había ocultado a todo el mundo.


Cuando Damian lo llamó para quedar a comer, se sintió aliviado. No tenía miedo de derrumbarse delate de Damian: él ya conocía la historia porque la había vivido.


Pedro llevaba unos pocos minutos esperándolo en un banco del campus cuando lo vio acercarse al trote, con unos libros bajo el brazo y un perrito caliente en la otra.


Su hermano, a sus treinta y tres años, se confundía a la perfección con el resto de los universitarios, y vestía como ellos, con una sudadera de la universidad y unos vaqueros muy gastados. Tenía el pelo del mismo color castaño que Pedro, pero lo llevaba un poco más largo.


—Hola —dijo Damian antes de darle un mordisco a su perrito caliente —. Lo siento pero llevo toda la clase de ética pensando en comerme un perrito caliente —engulló el último bocado—. No te preocupes, aún tengo sitio para una comida de verdad. Vamos donde siempre.


Pedro siempre solía pedir una ensalada en el café donde quedaba a comer con su hermano, pero aquel día no le apetecía encerrarse bajo cuatro paredes.


—No, vamos a por unos cuantos perritos más y nos los tomamos aquí fuera. Hace muy bueno.


—Creía que no te gustaban los perritos calientes —dijo su hermano, conduciéndolo hacia el puesto del vendedor.


—Sí que me gustan, pero no suelo comerlos porque sé con qué están hechos.


—Eso es bastante lógico.


Pidieron un par de perritos cada uno y un refresco, y fueron a sentarse a un banco cercano.


—No hay nada lógico hoy en día —dijo Pedro, algo beligerante. Le dio un mordisco al perrito y le pareció que estaba muy bueno.


—¿Sabes que estás un poco raro? No me has preguntado por las clases como solía hacer yo. Tampoco me has recordado que aún faltan tres días para el jueves y que no malgaste el dinero hasta que pases a darme otro cheque. Llevas unos cinco minutos sin ocuparte de mi caso, lo cual, en ti, es un récord. Y además, no has querido ir al restaurante de siempre a pedir lo de siempre, y eso en un animal de costumbres como tú es muy raro —Damian se detuvo y lo miró fijamente—. Señor, ¿qué ha hecho con Pedro Alfonso?


Pedro ni siquiera pudo reírse.


—Estoy bien y no me pasa nada. Es el resto el mundo el que se ha vuelto loco.— ¿Empezando por quién?


—Por Paula, por ejemplo.


—Pero eso es normal en ella, ¿no? Por eso todo el mundo la quiere. ¿Qué tal está? La última vez que...


—¿Que qué tal está? —interrumpió Pedro—. Pues ahora no puede estar peor. Está como una gata en celo, y lo siento si suena muy fuerte.


Damian echó la cabeza hacia atrás y soltó una sonora carcajada.


—¿Y eso? —bajó la voz—. ¿Me estás diciendo que ha intentado algo contigo? Si es así, te diré que ya era ho...


—¿Conmigo? Qué va. No tiene nada que ver conmigo. Somos amigos —su nerviosismo aumentó un punto más en la escala—. Está embarcada en una misión que consiste en encontrar al hombre de sus sueños.


—¿Y qué? Está soltera y es preciosa, por si no te habías dado cuenta. Tiene todo el derecho del mundo a en contrar al hombre de sus sueños.