martes, 22 de agosto de 2017

LA CHICA QUE EL NUNCA NOTO: CAPITULO FINAL





Doce meses después, Yewarra estaba espléndida después de la temporada de lluvias. Paula estaba paseando por el jardín, cuando Pedro fue a buscarla, después de haber pasado unos días fuera por motivos de trabajo.


Al verlo, tan guapo y atractivo, Paula se estremeció, a pesar de que ya llevaban un año juntos.


–¡Has vuelto!


–Estás tan guapa que dan ganas de comerte –afirmó él–. Sí, ya he vuelto –añadió y la besó–. ¿Me has echado de menos?


Paula asintió y sonrió. Pedro había cambiado mucho. Ya no trabajaba tanto y estaba mucho más relajado. Y ella no podía ser más feliz…


–¿Cómo es que estás tan sola? –inquirió él mientras paseaban–. ¿Dónde están los niños?


–Les han invitado a un cumpleaños. Los ha llevado Daisy.


–¿Por qué me da la sensación de que tienes algo que contarme? – preguntó él, al fin–. Déjame adivinar. Estás radiante y… ¿Es un bebé?


–Es un bebé –respondió ella con gesto serio.


–¿Y qué piensas al respecto? –preguntó él con cautela.


–¡Estoy loca de contenta! ¿Sabes por qué? Porque es la prueba de mi amor por ti. Deseo este bebé con todo mi corazón.


–Oh, Paula –dijo él, mirándola a los ojos, radiante de alegría–. Ven – pidió.


Y Paula sabía muy bien lo que tenía en mente. Juntos, se dirigieron a casa, de la mano.





LA CHICA QUE EL NUNCA NOTO: CAPITULO 25





Semanas después, Paula y Pedro se casaron en la playa
Whiteheaven. La novia llevaba un vestido de encaje y tul que le había hecho su madre, sin tirantes, y flores entrelazadas en el pelo. Sol y Armando iban vestidos de marineros. Y nadie llevaba zapatos.


Maria Chaves estaba feliz. Narelle Hastings, con un atuendo
impecable, le contaba a todo el mundo que ella había sabido desde el principio que estaban hechos el uno para el otro. También asistieron Daisy y la señora Preston, Monica Swanson y Rogelio Woodward. Todos parecían emocionados y alegres.


Pedro y Paula despidieron a sus invitados, que regresarían a
Hamilton en uno de los yates de Pedro. En el otro, se quedarían los recién casados y los niños, que ya estaban dormidos.


–Ha salido todo bien –comentó Pedro cuando se quedó a solas con ella–. Hasta Rogelio ha conseguido divertirse.


–Sí –repuso ella, riendo–. Ha salido muy bien. ¿Te sientes casado?


–¿Y tú?


–Sí –afirmó ella, mirándolo a los ojos.




LA CHICA QUE EL NUNCA NOTO: CAPITULO 24




-DÓNDE está Armando? –preguntó Sol–. ¿Y dónde está el
cachorrito de Nonah? ¿Por qué no puedo jugar con ellos? –quiso saber, mirando a su alrededor en el piso de su abuela, frustrada–. No me gusta esta casa.


Paula suspiró.


Habían dejado Yewarra hacía tres semanas… y había sido para ella el movimiento más doloroso que había hecho jamás.


Todavía podía visualizar a Armando, parado junto a la fuente del delfín, diciéndoles adiós con la mano, con aspecto pálido y confundido.


Y a Pedro, de pie detrás de él, serio, mientras Maria, Sol y ella dejaban la finca.


Del mismo modo, podía recordar cada palabra de su última
conversación con Pedro, en la que él había insistido en pagarle un generoso finiquito.


En concreto, recordaba la urgencia que había sentido de lanzarse a sus brazos y rogarle que la aceptara sin condiciones, a pesar de que no fuera capaz de decirle lo que él necesitaba oír.


Cada vez que pensaba en ello, Paula cerraba los ojos…


No podía sacarse de la cabeza la idea de que Pedro necesitaba que lo ayudaran a estabilizarse, ni las ganas que había tenido de ser ella quien lo hiciera.


Durante esas tres semanas, Paula había perdido peso, había dormido poco y no había dejado de darle vueltas a la cabeza. ¿Se habría alejado de un hombre que la amaba sin ninguna buena razón?


O, sin embargo, ¿habría hecho bien, porque él nunca confiaría en ella?


Su madre le había ofrecido todo su apoyo, intentando hacerle lo más soportable posible el dolor de la separación. Pero Paula sabía que tendría que hacer cambios. No podía seguir viviendo con su madre como hasta entonces. Era obvio que Maria se sentía muy apegada a su novio, Martin. Y estaba metida de lleno en el diseño de ropa.


Sin embargo, Paula había tardado una semana en recomponerse y poder empezar a buscar un trabajo y otra casa.


Se había puesto en contacto con la agencia con la que solía trabajar y, por el momento, no le había salido nada, aunque había retomado su antiguo empleo como recepcionista de restaurante en los fines de semana. Lo siguiente que tenía que hacer era buscar piso.


Poco después de que Sol emitiera su queja, sonó el teléfono.


Era la agencia, con una oferta de trabajo de secretaria durante dos semanas que empezaba al día siguiente.


Ella aceptó después de consultarlo con su madre, a pesar de que no le agradaba la idea de volver al mismo ambiente.


A la mañana siguiente, se presentó en las oficinas de Wakefield, una compañía naviera.


Según le habían dicho, tenía que reemplazar a la secretaria del presidente, que se había caído y se había roto una pierna. Era lo único que sabía.


Como siempre para trabajar, se había vestido con esmero, con un traje de chaqueta con falda y una bonita blusa. Se había recogido el pelo en una coleta y se había puesto las gafas.


Le recibió la recepcionista, que según rezaba en su insignia se llamaba Geraldine, y la llevó de inmediato al despacho del presidente.


–Aquí está –dijo Geraldine de buen humor–. El jefe ha pedido que pases nada más llegar.


Paula respiró hondo y titubeó un momento. El despacho, que se veía desde la puerta, parecía muy distinto del último en el que había trabajado. No había fotos de caballos, ni de barcos y los colores eran diferentes: alfombra y paredes color crema y un juego de sofás de cuero marrón. La mesa estaba fuera de su campo visual. Tras respirar hondo de nuevo, entró y se quedó petrificada por la sorpresa.


Era Pedro Alfonso quien estaba sentado detrás del escritorio del presidente de Wakefield, una compañía de la que Paula no había oído hablar hasta el día anterior.


Ella se quedó de piedra.


Él se levantó y se acercó.


–Paula, entra.


–¿T-tú? –preguntó ella–. No lo entiendo.


Pedro sonrió un momento.


–Es la compañía que compré cuando estabas en Yewarra.
¿Recuerdas?


Con ojos como platos, ella intentó articular palabra, sin conseguirlo. Se quedó mirándolo. Estaba vestido con un traje azul, tan guapo como siempre, aunque también estaba pálido.


–N-no entiendo –balbuceó ella–. Se supone que estoy
sustituyendo a alguien que se ha roto una pierna.


–Yo me lo inventé. Y pedí que vinieras tú en persona.


Ella parpadeó.


–¿Me… has traído aquí a propósito? ¿Por qué?


–Porque no puedo vivir sin ti. Te necesito desesperadamente, Paula –afirmó él y la sujetó del brazo, justo cuando ella parecía tambalearse–. Armando no puede vivir sin vosotras. Ninguno de los dos podemos. Así que apreciaríamos cualquier cosa que quieras darnos, pero tienes que volver.


–¿Cualquier cosa?


Entonces, tal vez por el shock de verlo de forma tan inesperada, Paula se sintió como si una llave invisible le abriera el corazón y todo lo que había ansiado decir, comenzó a salirle solo…


–¿No lo entiendes? Nunca me habría acostado contigo si no te amara. Así es como yo soy. Sé… sé que puede parecer que lo hice por Sol, pero no es así. Fue por ti.


Con la cara empapada en lágrimas, Paula empezó a temblar.


–Paula –dijo él y la abrazó, visiblemente conmovido–. Paula, querida…


–No sé por qué no he podido decirlo antes –continuó ella–. Quería hacerlo, pero…


–Lo entiendo –le interrumpió él–. Siempre lo he entendido –añadió con suavidad–. Es que nunca puedo evitar acelerar las cosas.


–Me sorprende que no me odies –señaló ella.


Pedro apretó los labios.


–Tal vez, esto te lo confirme mejor que cualquier palabra –
murmuró él, le quitó las gafas y la besó en las mejillas, en los ojos y en los labios.


Cuando, al fin, sus bocas se separaron, Paula estaba sin aliento y había dejado de llorar.


–Esto está sucediendo de verdad –musitó ella, mirándolo.


–Sí. Te amo –afirmó él–. Nunca me había sentido así antes, como si por fin hubiera encontrado lo que buscaba, como si el resto del mundo pudiera irse al infierno, siempre que te tenga a ti.


Pedro le recorrió los labios con la punta del dedo.


–Nunca te había dicho esto, ni a ti ni a nadie… pero mis padres estaban hechos el uno para el otro y yo llevo mucho tiempo buscando a mi media naranja. Tanto, que pensé que no iba a encontrarla nunca. Hasta que te conocí a ti.


–No tenía ni idea.


–Si te soy sincero, cuando te vi escalando la pared de mi casa supe que tenías algo especial…


Ella rió.


–No me preguntes por qué. Supongo que así pasan las cosas. Pero, cuando conseguí que aceptaras trabajar en Yewarra, estaba seguro de que sólo tú podías ser mi media naranja. Lo único que necesitaba era que comprendieras… que confiaras en mí.


Paula cerró los ojos y apoyó la cabeza en su hombro.


–Lo siento.


Pedro la besó con suavidad, luego, le tomó la mano y la condujo a los sofás, donde se sentaron abrazados.


–No lo sientas –dijo él–. Lo que tienes que hacer es casarte
conmigo.


–Es lo que más deseo, pero… –comenzó a decir Paula y se
interrumpió, incorporándose con brusquedad. Lo miró a los ojos con preocupación–. Sé que puedo ser una persona difícil…


–Y yo, también –aseguró él–. Lo he comprobado. Por ejemplo, siempre dices lo que piensas. Y eres peleona. Sin embargo, como yo soy un modelo de paciencia, calma y tolerancia, creo que podemos complementarnos bien.


–¿Paciencia? ¿Calma? ¿Tolerancia? –repitió Paula, mirándolo con incredulidad, y empezó a reír–. Por un instante, pensé que lo decías en serio. ¡Oh, Pedro, puedes ser muy impaciente e intolerante, pero también eres mi héroe y te quiero mucho!


Pedro la abrazó como si no quisiera dejarla marchar jamás. 


Y la magia comenzó a surtir efecto en ella… mientras un irresistible campo magnético los envolvía.


Podían haber estado en la luna, pensó Paula, mientras se deleitaban el uno con el otro. Era como si el mundo hubiera dejado de existir y lo único que importara era lo que habían encontrado en su amor.


Al fin, Pedro se apartó un poco.


–Tenemos que irnos.


–Sí –repuso ella y se colocó el pelo. Pedro se lo había soltado y había dejado por ahí tirados los pasadores–. Sí. Pero igual… a la gente le parece raro.


–No creo –negó él, la ayudó a ponerse en pie y le recolocó la
blusa–. Entraste con aspecto de ser la dama de hielo y ahora estás mucho más guapa. No creo que a nadie le importe.


Pedro –musitó ella, sonrojándose.


Él la besó, luego, la tomó de la mano y la llevó hacia la puerta, para demostrarle una vez más lo impredecible que podía ser.


Había varias personas en la zona de recepción, agrupadas
alrededor del mostrador de la entrada. Todos saludaron a Pedro con deferencia. Él les devolvió el saludo y llamó al ascensor.


–Geraldine, te presento a mi futura esposa –señaló él–. Se llama Paula. Ah, por cierto. Puede que no vuelva por aquí hasta dentro de un par de semanas o, tal vez, meses. Si hay algo urgente, llama a Rogelio Woodward. Él lo solucionará.


Hubo un silencio aplastante y a varias personas se les abrió la boca durante unos segundos, hasta que Geraldine se levantó de su puesto y se acercó para estrecharles la mano.


–¡Me alegro mucho por los dos! –exclamó Geraldine–. ¡Os deseo lo mejor!


Los demás empleados imitaron su gesto y, al fin, la pareja se
subió al ascensor.


–Pobre Rogelio –comentó ella, mientras bajaban al aparcamiento.


Pedro la miró sorprendido.


–Es probable que pronto empiece a tirarse de los pelos. Sé cómo se siente –explicó él–. Me disculpo por todos mis pecados anteriores – señaló, tomándola de las manos–. Pero tengo que decirte que hay algo que he estado a punto de hacer delante de todos y no puedo seguir conteniéndome.


Ella lo miró con gesto expectante.


–Esto –repuso él, la rodeó con sus brazos y comenzó a besarla.


Ninguno de los dos se dio cuenta de que el ascensor había
llegado y estaba parado con las puertas abiertas, hasta que alguien carraspeó a su lado.


Cuando separaron sus bocas, se dieron cuenta de que tenían un público de cuatro espectadores, uno de ellos con el dedo en el botón de apertura de las puertas.


–Disculpen, pero es que acabamos de decidir casarnos –explicó él, la tomó de la mano y la guió al aparcamiento.


Entonces, su público espontáneo comenzó a aplaudir.


Paula se sonrojó, pero también se rió, llena de amor, mientras se dirigían al Aston Martin.


A la mañana siguiente, cuando llegaron a Yewarra, todos estaban allí esperándolos: Daisy, la señora Preston, incluso el jardinero. Y, sobre todo, Armando.


El niño abrazó a Sol y a Pedro y, luego, se quedó mirando a Paula.


–No vais a iros más, ¿verdad, Paula? Esto no es lo mismo sin vosotras.


–No, te prometo que no nos iremos más –aseguró ella,
agachándose frente a él.


Satisfecho con su respuesta, Armando se volvió hacia Sol.


–¿Sabes qué? ¡Golly y Ginny han tenido bebés! ¿Quieres verlos? – preguntó el niño y los dos salieron corriendo juntos.