martes, 8 de mayo de 2018

CARRERA A LA FELICIDAD: CAPITULO 14






Desde el asiento delantero del Porsche de Pedro, Paula contempló el terreno del Club de Campo Overland. Tenía el sello del dinero y unos espaciosos terrenos cubiertos de césped y altos y majestuosos árboles, que con elegancia ocultaban las numerosas instalaciones, como pistas de tenis, una piscina olímpica y un campo de golf de dieciocho hoyos.


—¡Qué lugar más bonito!


Pedro, que lo conocía de toda la vida por haber heredado la condición de miembro de su familia, se limitó a emitir un sonido parecido a un gruñido. Tenía un poco de miedo pues Daniel tenía un handicap de seis hoyos y sospechaba que el senador estaría al mismo nivel. A ninguno de los dos iba a gustarles jugar con una principiante. Y no era que dudara de la palabra de Paula, pero…


—Ya han llegado —dijo señalando a un hombre que estaba a la puerta de la tienda de artículos de deporte, mientras aparcaba el coche en el aparcamiento.


Daniel, un hombre rubio aproximadamente de la estatura de Pedro, se acercó al coche a ayudarles a sacar las bolsas del maletero. 


—Hola —dijo—. Ya he apuntado nuestros nombres y tenemos media hora para relajarnos —sonrió a Paula pero miró a Pedro de forma inquisitiva.


Paula Chaves —la presentó—; viene en puesto de Stan.


—Bien, me alegro; yo soy Daniel, Daniel Masón.


Fueron hasta la tienda y Daniel les presentó al senador, un hombre bajo y fornido de unos cuarenta años.


—Nada de protocolo —los amonestó jovialmente—. He venido aquí a jugar y me llamo Al.


Pedro se dio cuenta que tanto el senador como Daniel miraban a Paula con admiración. Cierto, los pantalones cortos dejaban ver aquellas piernas tan perfectas. La camisa sin mangas verde a juego con los pantalones hacía que sus ojos de color azul parecieran de un verde luminoso. Y con aquella gorra de golf que llevaba con tanta gracia…


Suspiró profundamente, contento de haberse entrenado para ser inmune. Muy bien, el atuendo era el adecuado, pero, ¿sabría jugar bien al golf?


Se dio cuenta de que los otros dos se estaban preguntando lo mismo que él mientras se colocaban en los puntos de salida de los hoyos para practicar. Los cuatro se inclinaron, palo en mano, pero todos los tenían los ojos fijos en Paula. Ella se colocó, balanceó y golpeó la pelota. Los otros tres se quedaron boquiabiertos al verla volar por los aires y casi alcanzar la marca de los cien metros.


Pedro respiró aliviado, pero fue Daniel el único que habló.


—Buen tiro, Paula.


—Gracias —dijo mientras se inclinaba a seleccionar otra pelota.


Continuó desplegando las misma habilidades al tiempo que pasaba de los palos de hierro a los de madera. Los hombres, aunque seguían practicando sus propios tiros, no dejaban de mirarla.


Cuando se posicionaron para dar el primer golpe, fue Daniel el que sugirió que Paula y él jugaran contra los otros dos.


—Así estaremos igualados, ¿no os parece?


—Claro —dijo Pedro, preguntándose por qué le irritaba tanto ir con el senador en uno de los coches para atravesar el campo mientras que Paula y Daniel los seguían en otro.


¿No había estado intentando distanciarse de Paula excepto en el trabajo? No le había hecho ninguna gracia que ella ocupara el puesto de Stan. Además, ¿no era aquella la oportunidad que estaba esperando para poder charlar con el senador?


El senador estuvo dispuesto a hablar del tema amigablemente, pero Pedro no tenía los cinco sentidos puestos en la conversación y, de vez en cuando, miraba disimuladamente a los otros dos. ¡Qué cómodos parecían ir allí juntos! ¿Y qué había de nuevo en todo ello? Aquel era el estilo de Daniel; cuanto más le gustaba una mujer, más intentaba arrimarse a ella.


¡Maldita sea! ¿Y a él qué le importaba lo que hiciera Paula con un galán como Daniel? Se centró en la conversación con el senador Dobbs, pero no le quitaba ojo a Paula.


Paula se lo estaba pasando estupendamente. Al ver a otras mujeres allí jugando se dio cuenta de que no se había equivocado al vestirse así. Las muchas horas de práctica no le habían fallado y estaba demostrando lo bien que lo hacía. 


Además, el encantador joven que tenía a su lado resultó ser un agradable compañero.


—¿Cómo es que no nos hemos conocido antes? ¿Dónde estaba, bella señorita?


—Muy ocupada buscándome la vida —dijo disfrutando de sus piropos pero dispuesta a no sucumbir ante sus insinuaciones. No se atrevió a preguntarle nada sobre su vida pero si era amigo de Pedro… Dios los cría y ellos se juntan.


—¿Conoces a Pedro desde hace mucho tiempo?


—De toda la vida: párvulos, compañeros de habitación en el internado, los mismos clubes, en los negocios también…


—Oh —dijo, pensando que no se había equivocado.


Un rato después estaba charlando con el senador mientras Daniel y Pedro se dirigían a buscar las pelotas.


Pedro me ha dicho que es usted su auxiliar —dijo el senador—. Entonces está también subida al tren de los seguros.


—Y usted el hombre que se va a poner en nuestra contra —lo provocó.


—Alguien tiene que hacerlo.


—Bueno, entonces no sea demasiado duro con nosotros —le dijo sonriendo—. Ya sabe lo necesarios que somos. ¡Eh, mire eso! —exclamó cuando la pelota de Daniel describió una espiral en el aire y calló en el verde a tres pies de su agujero—. ¡Es verdaderamente bueno!


—Debería serlo —dijo el senador—. Se pasa la mayor parte de su tiempo de un campo de golf a otro. A mí siempre me pega una paliza terrible cada vez que va a Dover.


—¿Son buenos amigos? Quiero decir, ¿hace mucho que lo conoce?


—Unos ocho años. Estoy casado con una prima suya; él vino a nuestra boda.


—Ya entiendo.


—Y sí, es un buen amigo, especialmente para el partido.


—Oh.


—Siempre hace donaciones muy generosas, que claro está no representan nada para los millones de los Masón. ¡Buen tiro, Daniel! —gritó a los otros que iban hacia ellos—. Pedro, necesitamos un birdie; estos dos nos llevan mucha ventaja.


Paula se quedó callada porque de pronto todo encajaba: los millones de Masón, el Edificio Masón, el Centro Comercial Masón. Una gran parte de las vastas propiedades inmobiliarias estaban aseguradas por Safetek; incluso había oído hablar de Daniel Wellington Masón, pero nunca se le había ocurrido relacionarlo con las casuales referencias que Pedro hacía a un tal Daniel.


En ese momento, Paula lo relacionó todo. Daniel Wellington Masón, joven apuesto y rico, con mucho tiempo libre; no se trataba exactamente de un jubilado pero le valía igual.


De pronto le invadió la timidez al subirse al cochecito para recorrer el siguiente tramo. El hecho de prepararse y planear la caza y captura de un supuesto marido era una cosa, pero Daniel era un ser real.


¿Pero en qué demonios estaba pensando? No tenía ni idea de cómo atraer a un hombre, todo lo que sabía hacer era… bueno, ser ella misma. 


Hacía un día precioso y decidió pasárselo bien y punto.


Pero no olvidó el propósito que la había llevado allí: estuvo especialmente encantadora con el senador Dobbs e intentó servirle de apoyo a Pedro



CARRERA A LA FELICIDAD: CAPITULO 13





Cuando había alguna conferencia, tenían la costumbre de juntarse a la hora del desayuno a trazar los planes del día. Paula bajó a la mañana siguiente un poco recelosa… La relación profesional resultaría imposible si él se sintiera, bueno… igual que durante un loco instante se había sentido ella.


Con un montón de papeles en la mano, Pedro se puso en pie cuando ella llegó a la mesa.


—Hola, me alegro de que hayas bajado temprano. Estaba pensando en cambiar el programa del día ligeramente.


—¿Eh?


—Sí.


Pedro se alegró de que en ese momento apareciera la camarera a servirles el zumo; había cambiado el programa cuando vio a Paula acercándose a la mesa, cada curva de su cuerpo acentuada por el mono de punto verde que se ceñía a su esbelta figura. La cara fresca de la mañana y el cabello con aquel nuevo color… ¡Lo habían dejado sin aliento!


¿Qué demonios le ocurría? En su vida había muchas mujeres, algunas de ellas más atractivas que Paula. Las mujeres formaban ya parte del mundo de los negocios, y él les mostraba el mismo compañerismo que a los hombres, evitando establecer relaciones íntimas como si de una plaga se tratara. Muy bien, no practicaba el celibato, pero era sincero con las mujeres. Todas comprendían su aversión al matrimonio y nunca había dejado que ninguna relación amorosa se prolongara demasiado y se estropearan las cosas. No quería hacer daño a nadie y nunca se había involucrado lo suficiente como para sufrir después.



Pero, ¿qué demonios le ocurría con Paula? 


Tragó saliva al recordar la noche anterior, mientras la veía avanzar hacia él, y se dio cuenta de que necesitaba estar solo para volver a sus cabales.


—Pensé que, ya que estoy aquí debería pasarme por la sucursal de Los Angeles —empezó diciendo—. De todas formas, Stan debe recibir estos informes sobre la nueva legislación inmediatamente, y va a necesitar tu aportación. Entonces, pensé que sería mejor que te marcharas esta tarde como habíamos planeado y yo me iré para Los Ángeles, ¿vale?


—Me parece bien.


En eso no se había equivocado, pensaba Paula; los negocios lo primero, como si no hubiera pasado nada la noche anterior. En el fondo se sintió aliviada.


De vuelta en Wilmington, tan pronto como pudo, Paula fue a llevar los regalos que había comprado en California. A Mary Wells le encantó el libro de plantas medicinales chinas y Lisa la ayudó a plantar unas semillas antes de ir a ver a los niños de George. Los encontró en el salón, jugando sobre la alfombra mientras Clara estaba tumbada en el sofá leyendo un libro.


—Es el único rato de asueto que tengo —dijo Clara, dejando el libro y levantándose—. Voy a buscarte algo fresco.


—Que sea agua —dijo Paula, mientras seguía a Clara a la cocina después de darle a Bety un rompecabezas chino y a Teo un barco de juguete—. Tengo que mantener el tipo.


—Sí —Clara le echó una mirada de admiración—. ¿Cómo lo haces?


Paula, vestida con unos shorts amarillos y un top del mismo color, se echó a reír.


—No es fácil. Llevo un tiempo haciendo una dieta muy buena. ¿Quieres que te dé algunas recetas? Alimentan y no engordan nada, y, además, están buenísimas —dijo mientras la ayudaba a quitar la mesa.


Clara le pasó un vaso de agua y empezó a recoger unos platos sucios algo avergonzada.


—No parece nada lógico limpiar cuando va a volver a estar todo hecho un asco dentro de un rato.


—Lo sé. Venga, déjame que te eche una mano y así terminamos antes.


Metieron los cacharros sucios en el friegaplatos y en unos minutos dejaron la cocina bastante ordenada. Entonces, Paula se sentó y empezó a escribir la receta para Clara.


—Suena asquerosa —dijo Clara.


—No está asquerosa, está muy rica; se la puse a mi jefe, el señor Alfonso, y ni siquiera se enteró de que era una sopa dietética e incluso se sirvió un segundo plato.


—¿Tu jefe? —Clara abrió mucho los ojos y su interés por la sopa desapareció por completo—. ¡Paula, es guapísimo! Estaba deseando preguntártelo, ¿a ti te… ? Quiero decir, ¿a él… ?


—¡Yo no y él tampoco! El día que lo viste fue la primera y única vez que ha estado en mi apartamento y estaba allí por una cuestión meramente profesional. Eso es todo lo que hay entre nosotros, Clara —dijo bloqueando el recuerdo de lo que había pasado en San Francisco.


Además, desde entonces la relación había sido así, ¿no?


—¡Oh! —Clara parecía decepcionada—. Pero a lo mejor… Oye, no estará casado, ¿verdad? —y cuando Paula lo negó con la cabeza, continuó—. Entonces, ¿estará viviendo con alguien?


—¡No tengo ni idea! —saltó Paula y no supo bien por qué se sentía de pronto tan molesta.


Entonces recordó lo que le había dicho Celestine en más de una ocasión.


—No sé por qué las chicas de Pedro no se limitan a ir detrás de él fuera del horario de oficina. Me canso de ser yo quien hable con ellas, especialmente esa tal Gwen que se pone tan tonta…


Paula se preguntaba si Gwen sería la rubia que había visto un par de veces en la oficina para llevárselo a comer. Pero pensándolo bien, ¿qué le importaba a ella con quién comiera, viviera o incluso durmiera su jefe?


—No sé nada de la vida privada de mi jefe, y tampoco me importa —añadió—. Aquí tienes la receta.


—Gracias —contestó Clara, como ausente—. Bueno, si no está casado y no tiene a nadie… Diantres, Paula, si yo estuviera en tu lugar…


—Oh, Clara, deberías llevar a los niños a ver esa nueva película de aventuras —la interrumpió Paula—; es muy graciosa —y siguió hablando de ella, sin dar a Clara la oportunidad de volver a mencionar a Pedro Alfonso. No quería ni oír hablar de él. 


De vuelta a casa, mientras conducía, Paula se dio cuenta de que había pasado muy poco rato con los niños, quienes eran a los que en realidad había ido a ver. Pero aun así, estaba contenta de haber pasado un rato charlando con Clara, que parecía necesitar un poco de diversión.


Por mucho que quisiera a sus hijos, Clara no era una mujer excesivamente hogareña y la verdad era que estaba bastante aburrida de estar en casa. Además, el tremendo horario de trabajo de George, junto con su afición a los deportes…


Paula suspiró; eso le pasaba por haberse casado demasiado joven, sin planear o prepararse para lo que de verdad deseaba.


Al llegar a casa, Paulaa se encontró con una postal de Ruth desde las islas griegas. Se puso a pensar en su tía y en Reba Morris y empezó a compararlas. ¿Estaría ella también metiéndose en aquel mundo de competitividad sin darse cuenta?


Conseguir lo que uno deseaba no era una tarea tan sencilla. Ella había adquirido conocimientos como profesional y había mejorado el envoltorio…


Pero el amor era cosa de dos y los hombres que conocía a través de su posición en la empresa eran, por supuesto, los típicos ejecutivos.



Después de pensarlo bien, empezó a ir más a jugar al golf y finalmente se hizo socia de un club de campo. No era demasiado exclusivo para sus gustos, pero lo suficiente como para poder pescar a un soltero lo suficientemente adinerado y que tuviera, además, tiempo libre. 


Hasta ese momento sólo había conocido a uno. 


Una tarde estaba con Alfonso en su despacho cuando entró Hal Stanford hecho una exhalación.


—Jefe, no puedo ir mañana a jugar al golf. Es la liga infantil, ya sabe, soy el entrenador del Oso de Oro y…


—¡La liga infantil! —Alfonso se puso pálido—. Oye, Stan, hace una semana que planeamos todo esto, antes de irme a las Bahamas y tú quedaste en…


—Lo sé, pero esto me va a tener ocupado todo el día. Estaba programado para el sábado pasado pero la lluvia lo estropeó.


—¡Stan, no es la Copa del Mundo!


—Para mi hijo como si lo fuera —dijo Stan sonriendo.


Pero Pedro no sonreía.


—No se trata sólo de una partida de golf. Alien Dobbs, el senador proponente de un proyecto de ley que nos va a cortar los vuelos, está de paso en la ciudad y es amigo de mi amigo Daniel Masón. Daniel ha planeado un partido amistoso para que pueda disimuladamente ponerle al tanto del daño que ese proyecto de ley puede hacerle tanto a nuestros clientes como a la compañía. Y ahora, tú vas y te echas atrás —Pedro hizo una pausa, exasperado.


—Dios mío, Pedro, estoy seguro de que hay una docena de tipos que podrán sustituirme.


—Sí, pero ninguno de ellos entiende del tema que tenemos que discutir.


—Yo sí que puedo —dijo Paula.


Los dos, que se habían olvidado de que estaba allí, se volvieron a mirarla al mismo tiempo.


 —¿Cómo has dicho? —le preguntó finalmente Alfonso.


—Sé de lo que hay que charlar.


Pedro parecía exasperado.


—En ese punto estoy de acuerdo contigo —dijo—, pero esto, querida, no es una conferencia de negocios y no debe parecerlo. Este asunto requiere algo más que saber de seguros; necesitamos a alguien que sepa jugar al golf.


—Yo sé.


Stan la miraba escéptico y Pedro sonrió, pero meneó la cabeza en señal de negación.


—Me refiero a alguien que sepa jugar de verdad.


—¿Qué me decís de un handicap de diez? —les contestó con satisfacción, para sorpresa de ellos.


Estaba dispuesta a probar lo que decía, además, el club de golf donde asistía Pedro era mucho más prestigioso que el suyo. Tendría la oportunidad de moverse entre personas de dinero, y estaba segura de que entre sus miembros habría algunos solteros.



CARRERA A LA FELICIDAD: CAPITULO 12





Ya en su habitación, Pedro se quitó el abrigo y la corbata sin fijarse siquiera en dónde los tiraba. 


Estaba excitado, frustrado… y confuso. Durante unos breves momentos, había sentido una oleada de calor y ternura, una intimidad que no era de este mundo, y la respuesta de ella, apasionada, urgente, rogándole… Pero de pronto… ¡toma! ¡Una ducha de agua fría! Y lo había hecho simplemente dándole las buenas noches… como si no hubiera pasado nada…


Se acerco al minibar y se sirvió un licor.


Eso era lo que se podía llamar una chica provocativa. A un hombre le fastidiaba bastante que le tentasen de esa manera para luego… 


Bebió despacio y pensó en todo ello.


Bueno, vale, ella no lo había provocado; simplemente estaba ahí, mostrándose tan natural, tierna y simpática como siempre. Y también estaba tan atractiva aquella noche que no pudo evitar besarla. Pero no había estado preparado para la sacudida que el roce de sus labios le había producido. De no haberse apartado ella, no se sabe lo que habría ocurrido.


Menos mal que Paula había hecho lo propio. 


Dios mío, aquel tipo de líos entre compañeros podía mandar al traste una buena relación de trabajo. Por esa razón no había elegido a Reba Morris para el puesto.


Sonrió para sus adentros porque la verdad era que nunca había sentido deseos de acariciar a Reba. Mientras que con Paula… Bueno, a partir de ese momento tendría mucho cuidado; no quería perder a un excelente auxiliar sólo por un episodio como el de esa noche.


Paula, mientras tanto, continuaba apoyada contra la puerta, intentando recobrar el aliento.


¡Entonces se trataba de eso! Aquella sensación, tantas veces descrita en las novelas de romance o en las películas de la televisión… Pero todo aquello no tenía nada que ver con experimentarla de verdad.


No sabía que podía ser algo tan… tan confuso. 


Cerró los ojos, rememorando la oleada de júbilo, tan cálida, tan íntima, que deseó poder agarrarse a ella para siempre. Y esa alegría iba acompañada de un fuego abrasador que le corría por las venas y la llenaba de vida y de un anhelo tan profundo y tan fuerte que le costó un enorme esfuerzo negar su instinto natural.


Sentir todo aquello le dio miedo. Si se trataba sólo de sexo, ¿por qué no se había sentido así antes?


Pues porque eso era cosa de dos, de un hombre y una mujer. Los hombres, excepto los chicos Wells que habían sido como hermanos para ella, no habían formado parte de su vida; al menos, jamás había tenido relaciones íntimas con ninguno. Por eso era por lo que se sentía así con el primer hombre que la había besado de verdad; ¡y de todos tenía que ser su jefe!


¿Y cómo había llegado a ocurrir? A veces era el señor Alfonso, a veces Pedro; a ratos mantenían una relación estrictamente profesional y otros una especie de agradable camaradería. Se dio cuenta de que las barreras que los separaban se iban rompiendo y decidió que no podía permitir que aquello pasara.


Tenían una buena relación profesional y no quería estropearla… Y aun así, su cuerpo todavía temblaba después de aquel beso, el calor de la pasión no la había aún abandonado y se vio inundada por un deseo sexual nuevo para ella. Un deseo tan intenso que…


¡Basta ya!


Se cubrió la cara con las manos, deseando librarse de ello. No deseaba sentirse así por Pedro Alfonso que, aparte del trabajo, era totalmente opuesto al tipo de hombre que le gustaba.


Pero se las arreglaría; esa misma noche se había echado atrás, ¿no? A partir de ese momento tendría cuidado de que no volvieran a estar tan cerca el uno del otro.


Frunció el ceño, esperando que el incidente no estropeara la compenetración que había entre ellos. Aunque estaba segura de que no pasaría nada: él tenía mucha más experiencia que ella y no estaría tan afectado. Y si se lo pensaba bien, probablemente atribuiría el beso al exceso de vino o lo vería como la guinda de una noche de diversión. En ese momento decidió que no había sido más que eso y que se olvidaría de ello.


Pero había algo más… Él había querido besarla y no sólo eso sino que la había invitado a bailar, aunque quizá aquello no fuera importante; el hecho de estropearle el plan con Sam le había hecho sentirse culpable.


¿Sería posible? Cruzó la pieza y se inspeccionó frente al espejo. Meneó la cabeza y suspiró: ni rastro de la sensualidad que Reba poseía.


Pero… no estaba tan mal. El dorado de las transparencias acentuaba su moderno y elegante corte de pelo, la falda corta le realzaba las piernas, su mejor atributo según le había dicho Loraine, y aquel nuevo maquillaje le acentuaba los ojos.


La verdad era que no estaba tan mal; en realidad estaba bastante bien. Pero, ¿por qué no se había dado cuenta antes?


Y pensándolo mejor, había otros hombres que se le habían insinuado, pero había estado tan atareada con el trabajo que ni siquiera les había prestado atención.


¡Y de pronto dos citas en un sólo día! Además, Sam Elliot, un experto en mujeres, le había dicho que estaba muy bella y Pedro le había dicho que era refrescante de aquella forma tan…


Si aquellos dos hombres, daba igual que fueran del tipo ejecutivo dinámico, se habían interesado por ella, quizá hubiera otros que también la admirarían.


De nuevo volvió a mirarse, y se dio cuenta de que había ocurrido un milagro y que la dura preparación había llegado a su fin. Estaba lista para comenzar a buscar al hombre adecuado. 


Entonces le invadió la curiosidad. ¿Cómo sería ese hombre?


A lo mejor no sabía aún cómo sería pero había hecho planes, y lo que tenía muy claro era cómo no sería. No sería pobre y quizá tampoco muy rico… pero lo suficiente. Y tampoco sería médico, abogado o cualquier profesión que lo mantuviera alejado del hogar. Sería un hombre al que le gustase reír, jugar, los niños, y sobre todo que la amase, la besase, la…


¡Eh, no iba a ponerse a pensar en eso todavía!


Y lo que le faltaba en belleza lo compensaría con amor, lealtad, alegría y tiernos cuidados.


«Te haré inmensamente feliz», prometió a aquel hombre maravilloso que la esperaba en algún momento y lugar del futuro.


La emoción la embargó pues sabía que aquel hombre estaba ahí fuera, esperándola, y ella lo encontraría. Estaba a punto de satisfacer todos sus planes, sus esperanzas y sus sueños.


Aquello merecía ser celebrado, pensaba mientras se dirigía al minibar a buscar vino.


Se colocó de nuevo frente al espejo y con un vaso de vino francés en la mano izquierda levantó la copa.


—Venga, estés donde estés, sal. ¡Allá voy!