sábado, 13 de junio de 2015

LA PRINCESA: CAPITULO 19





Ninguno de los dos dijo una palabra mientras volvían al centro de la ciudad.


Pedro sacudió la cabeza, incapaz de ponerle nombre al enorme vacío que había en su pecho desde que vio a Paula en aquel barrio tan pobre y tan parecido al mundo que él había conocido de niño.


Intentó disimular mientras entraban en el apartamento y Paula se dirigía al dormitorio que compartían.


¿Esperaba que hiciese las maletas? ¿Era por eso por lo que tenía un nudo en el estómago?


Paula dejó el bolso sobre la cama y se dirigió al baño, pero él puso una mano en la puerta para evitar que la cerrase.


–Me gustaría estar sola mientras me doy un baño –dijo ella, sin mirarlo.


–¿Desde cuándo? –le espetó él, mirando sus pechos, la cintura que siempre le había parecido imposiblemente estrecha bajos sus manos.


–Desde ahora mismo –respondió Paula mientras se quitaba la pulsera–. No estoy de humor para lidiar contigo.


–¿Lidiar conmigo?


Sus miradas se encontraron en el espejo y Pedro se dio cuenta de que había gritado.


Paula se quitó uno de sus pendientes.


–Con tu desaprobación. No podías haber dejado más claro que no quieres que conozca a tu gente. Y no me digas que esa gente no es importante para ti porque yo sé que no es verdad. Cualquiera se daría cuenta de que significan más que la gente con la que sueles relacionarte en los clubs y los restaurantes de moda. Pero si crees que puedes descartarme porque no tengo una vocación o una carrera, porque no he hecho nada de valor con mi vida, estás muy equivocado.


–Yo no…


–No quiero escucharlo, Pedro. Ahora no –Paula se quitó el otro pendiente, que en lugar de caer en la bandeja cayó al suelo, aunque ella no se dio cuenta–. Tengo que decidir si debo marcharme –añadió, intentando quitarse el reloj.


Tragándose el enfado y la rabia que sentía contra sí mismo, Pedro la ayudó a abrir el cierre y dejó el reloj en la bandeja de cristal, con el resto de sus joyas.


–No quiero que te vayas.


Se decía a sí mismo que Paula estaba sufriendo, que se sentía insegura. Había malinterpretado su actitud y no había peligro de que se fuera. Pero si lo hubiese la detendría.


Ella negó con la cabeza.


–Es demasiado tarde para eso –murmuró, poniendo una mano en su pecho para apartarlo.


Como si pudiese hacerlo. A pesar de su energía, era diminuta. Pedro capturó su mano, apretándola contra su pecho.


–Temía por el niño. En un barrio como ese…


–¡No, por favor! No quiero escuchar nada más.


Su tono lo silenció. Nunca le había parecido más… desesperada.


–Sé que el niño es lo único que te importa, pero no intentes disimular lo que ha pasado hoy –los ojos azules se clavaron en su alma–. Desapruebas que estuviese allí porque me desapruebas a mí.


Pedro se dio cuenta de que estaba a punto de perderla.


–¿Desaprobarte? No sabes lo que dices –Pedro intentó acariciar su pelo, pero ella se apartó.


–No intentes seducirme, no funcionará. Esta vez no.


Él sacudió la cabeza, buscando las palabras adecuadas, algo que la convenciera.


–No quería que estuvieses allí, es verdad. No es un sitio seguro y… –las palabras murieron en su garganta. ¿Cómo iba a explicarle el miedo que se había apoderado de él al verla allí? –. Tú no deberías estar en un sitio así.


–Puede que sea una princesa, pero no vivo en una torre de marfil.


–No lo entiendes –Pedro intentó llevar oxígeno a sus pulmones–. Es demasiado peligroso.


–Para el niño, ya lo has dicho.


Pedro la tomó por los hombros y ella lo miró, sorprendida.


–No solo para el niño, para ti también. No tienes idea de las cosas que ocurren en un sitio como ese. Necesitaba protegerte, alejarte de allí.


–¿Qué podía pasarme? –le preguntó ella.


Por primera vez estaba mirándolo a los ojos, escuchándolo con atención. Pero cuando levantó una mano para tocar su cara, la delicadeza del gesto le recordó las diferencias que había entre ellos. Unas diferencias que había querido ignorar hasta aquel día, cuando los dos mundos habían chocado.


El palacio y las favelas.


–Muchas cosas –dijo con voz ronca, mientras pasaba las manos por su espalda, como intentando convencerse a sí mismo de que todo estaba bien–. Enfermedades, violencia…


–Pero esa gente vive ahí todos los días.


–Porque tienen que hacerlo, tú no. Tú estás a salvo aquí, conmigo.


Pedro puso una posesiva mano en sus pechos y contuvo un suspiro de alivio ante el gemido de placer que Paula no pudo contener.


Era suya y la protegería.


La apretó contra él, envolviéndola con un brazo mientras con la otra mano desabrochaba el sujetador.


–¿Cómo sabes tanto sobre las favelas?


No tendría sentido negarlo porque ella lo descubriría tarde o temprano, aunque no fuese de conocimiento público.


–Porque yo nací allí.


Pedro esperó ver un brillo de sorpresa en sus ojos, de disgusto.


–¿El sitio en el que hemos estado hoy?


Él negó con la cabeza.


–En un sitio mucho peor. Ya ha desaparecido, lo tiraron y construyeron casas nuevas.


Ella no dijo nada y con cada segundo que pasaba Pedro esperaba que se apartase.


La opinión de los demás no le importaba. Había estado demasiado ocupado saliendo de la pobreza y llegando a la cima como para que le importase lo que dijeran los demás,
pero la reacción de Paula sí le importaba.


–Podrías habérmelo contado antes –dijo Paula por fin, mirándolo a los ojos mientras bajaba la cremallera de su pantalón.


Pedro tragó saliva, dando las gracias por el extraño, pero maravilloso impulso de aquella temeraria princesa.






LA PRINCESA: CAPITULO 18




Paula esbozaba una sonrisa de simpatía mientras Ernesto, a regañadientes, conducía por una carretera de tierra. Iba a buscar a Pedro y averiguar qué hacía allí.


Había casas a cada lado de la carretera; algunas eran edificios sólidos pintados de colores, otras simples barracas que parecían hechas con cualquier tipo de material. Olía a hogueras, a comida picante y a algo muy desagradable. No era la primera vez que visitaba un barrio pobre, pero allí había miles de casas… o lo que pasaba por casas.


Llegaron a un edificio pintado de color azafrán y los guardaespaldas que Ernesto había llevado se abrieron en abanico. El hombre le hizo un gesto para que lo acompañase, aunque no parecía tenerlas todas consigo.


Paula vio a Pedro enseguida. Estaba sentado frente a una mesa de metal con un grupo de hombres, concentrado en la conversación mientras tomaba café. Incluso en vaqueros y camiseta llamaba la atención entre los demás.


Tras ellos había una cancha de baloncesto en la que jugaban un montón de adolescentes flacos, animándose unos a otros.


De una puerta a la izquierda llegaba ruido de cacerolas y un delicioso aroma a comida brasileña. Y frente a ella, en una pared deslucida, había una colección de fotos.


Pedro estaba ocupado y no con una mujer como había temido.


¿Por qué había sentido la imperiosa necesidad de verlo? 


Podía lidiar con las maquinaciones de su tío sin necesidad de pedirle ayuda. Lo había hecho durante toda su vida.


Paula se acercó a las fotos y, de repente, su pulso se aceleró. Una de ellas era el retrato de un adolescente flaco de expresión recelosa y ojos demasiado viejos en un rostro tan joven, pero su postura era altiva, como si estuviera retando al mundo entero. En otra, una anciana de rostro arrugado miraba a una joven pareja bailando en un suelo de cemento…


–¿Qué haces aquí, Paula?


–Admirando las fotos –respondió ella, sin volverse–. Algunas son preciosas.


–No deberías haber venido. Ernesto no debería haberte traído aquí.


–No culpes a Ernesto –Paula se volvió por fin para enfrentarse con su oscura mirada, preguntándose qué habría interrumpido. La tensión de Pedro era palpable–. Él no quería traerme, pero su obligación es mantenerme a salvo no tenerme prisionera.


Había aceptado alojarse en su casa, pero con la condición de que no hubiese imposiciones y restringir sus movimientos sería una imposición.


–¿Este sitio te parece seguro? –le preguntó él, haciendo un esfuerzo para mantener la calma.


–He venido con guardaespaldas, de modo que no hay ningún peligro.


Aunque no le habían pasado desapercibidas las miradas de la gente o cómo algunos se escondían entre las sombras al ver el coche.


–Pero sí hay peligro.


–Sentía curiosidad.


–Y ahora que lo has visto, puedes marcharte.


–¿Qué es este sitio?


Pedro metió las manos en los bolsillos del pantalón.


–Un sitio donde se reúne la gente, una especie de centro cultural por así decir.


–Siento haber interrumpido la reunión –se disculpó Marisa, señalando al grupo de hombres.


–Ya hemos terminado –Pedro la tomó del brazo–. Es hora de irnos.


–¿Qué intentas esconder?


Él echó la cabeza hacia atrás como si lo hubiese abofeteado.


De modo que no estaba equivocada, escondía algo.


Instintivamente, Paula apretó su mano.


–Ya que estoy aquí, podrías enseñarme este sitio. Debe ser importante para ti.


¿Pero qué haría un empresario como él en una zona tan pobre de la ciudad?


Pedro exhaló un suspiro.


–No vas a irte hasta que lo haga, ¿verdad?


–No.


–Muy bien.


Pedro pretendía que la visita durase unos minutos, pero el inevitable interés que despertaba en Paula los retrasó. La gente salía de las casas para ver a la guapa rubia que Pedro Alfonso había llevado allí.


A medida que crecía el numero de gente, la tensión aumentaba. No estaba en peligro yendo con él y, sin embargo, no podía estar cómodo con Paula en aquel sitio.


Pero ella no parecía asustada o molesta; al contrario, se mostraba interesada por todo. No se apartaba de nadie y los saludaba en su rústico portugués, que Pedro encontraba enternecedor y sexy.


La gente se sentía atraída por su energía y entusiasmo, por cómo estrechaba sus manos y compartía la bromas, por su interés en todo, especialmente en los niños. Un grupo de chicas estaba ensayando un baile y cuando una de ellas tropezó al intentar hacer una voltereta Paula se quitó los zapatos y le enseñó a sujetar su cuerpo en vertical.


Pedro tuvo que disimular una sonrisa al ver las caras de sorpresa. Los niños la miraban con una mezcla de admiración e incredulidad que lo hacía sentir orgulloso… y enfadado al mismo tiempo.


–Esto está riquísimo –Paula sonrió a la mujer que servía la comida en una gran mesa comunitaria, metiendo la cuchara en el cuenco que habían puesto frente a ella–. ¿Cómo se llama?


–Feijoada, un estofado de carne, arroz y judías negras.


Incluso en aquel momento, con un presupuesto que le permitía vivir de champán y langosta, la feijoada seguía siendo el plato favorito de Pedro. Claro que cuando lo comía de niño había poca carne y mucho arroz.


–¿Crees que Beatriz lo haría para nosotros?


–Sí, claro.


Beatriz también había crecido en un barrio como aquel.


Pedro la observaba charlar amablemente con todo el mundo, mostrando interés por lo que decían, encantadora con todos. Siendo una princesa, sin duda estaría acostumbrada a sonreír para enamorar a las multitudes.


Pero aquello era otra cosa. No estaba ensayado. Pedro sentía la calidez de su personalidad y, sin embargo, algo se rebelaba contra su presencia allí, algo que lo hacía desear llevársela a su mundo, un mundo de lujo y facilidades donde podía cuidar de ella mientras Paula cuidaba del hijo que habían creado entre los dos.


Era eso, el niño.


Paula tenía que pensar en el bienestar del niño, no en salvar su conciencia visitando a los pobres.


–Es hora de irnos.


Incluso a sus propios oídos sonaba como una abrupta orden y vio que todos lo miraban, sorprendidos. Pero no podía controlar el deseo de llevársela de allí inmediatamente.


Paula se levantó del banco de madera con la elegancia de una emperatriz y tardó una eternidad en despedirse de todos. Y, mientras les daba las gracias por su hospitalidad, Pedro sintió que lo dejaban fuera, como si estuviera solo en la oscuridad, apartado de una felicidad a la que no sabía se hubiera acostumbrado.


¡Absurdo!


El era un hombre de éxito. Lo tenía todo. Todo lo que había soñado siempre y más.


Sin embargo, cuando Paula por fin se volvió… hacia Ernesto, no hacia él, algo se rompió en su interior.


En dos zancadas estaba a su lado, tomándola del brazo.


Por fin había perdido la paciencia.






LA PRINCESA: CAPITULO 17




Pero eso es imposible, Alteza!


Paula enarcó una ceja, sabiendo que su silencio sería como un trapo rojo para un toro. Le molestaba la actitud superior del embajador de Bengaria, pero era amigo de su tío y, sin duda, se le había contagiado la actitud petulante de Cyrill.


–Piense en la publicidad, en los cotilleos de la prensa. Tiene que ir a Bengaria para la coronación del rey.


–No recuerdo que eso esté en la Constitución –replicó Paula, que se había visto obligada a aprender de memoria el documento cuando era niña para recordar sus obligaciones.


Lánguidamente, cruzó una pierna sobre otra y el embajador miró sus brillantes sandalias, el pantalón de lino y el top de seda de colores que había comprado la semana anterior en un mercadillo intentando disimular una mueca de horror.


Pero estaba guapa, se recordó a sí misma. De hecho, estaba más guapa que nunca con ese nuevo bronceado. Y el embarazo le sentaba bien. No era así como vestía una princesa de Bengaria, pero no estaba en Bengaria y no tenía intención de volver.


–Alteza, permita que le recuerde que tiene una obligación no solo hacia su país sino hacia su tío, que ha sacrificado tanto por usted. Recuerde que él prácticamente la crio.


–Y soy la mujer que soy gracias a él –replicó Paula–. Nunca hemos tenido buena relación. No me echará de menos.


Sin duda Cyrill estaría rodeado de sicofantes, gente que había hecho su nido gracias a los cofres reales.


–Alteza, eso es muy… –el embajador no sabía qué decir– una actitud que no ayuda nada.


Si esperaba convencerla con eso, tenía mucho que aprender.


–No sabía que nadie esperase nada de mí. De hecho, creo recordar que hace meses se me recomendó salir de Bengaria lo antes y más discretamente posible.


El embajador tuvo el buen gusto de ruborizarse.


–Alteza…


–Gracias por su visita. Como siempre, es estupendo recibir noticias de Bengaria, pero me temo que tengo otras cosas que hacer.


–Pero no puede… –Paula lo vio tragar saliva, su nuez subiendo y bajando torpemente por el delgado cuello. Le daría pena si no supiera que era uno de los hombres de Cyrill, que habían hecho su vida y la de Stefano imposible–. Quiero decir… el bebé.


–¿El bebé? –Paula lanzó sobre él una mirada glacial.


–El rey Cyrill había esperado… quiero decir, ya está haciendo arreglos…


¿Para qué? ¿Para adoptar al niño? ¿Para obligarla a abortar discretamente? Paula sintió un escalofrío.


En el fondo de su corazón temía no tener lo que hacía falta para ser una buena madre, pero a pesar de sus dudas se enfrentaría con el rey de Bengaria y con todo el Parlamento antes de permitir que pusieran una mano sobre su hijo.


–Como siempre, los planes de mi tío son fascinantes. Cuénteme, por favor.


El embajador se aclaró la garganta antes de hablar:
–El rey ha decidido negociar un matrimonio que le dará legitimidad a su hijo y salvará su reputación. Ha hablado con el príncipe de…


Paula lo interrumpió con un gesto. Se le había revuelto el estómago al escuchar esas palabras.


–Con alguien que está dispuesto a olvidar que mi hijo es hijo de otro hombre –le espetó–. A cambio de un título o de dinero.


Cyrill debía estar desesperado y quería una noticia positiva para contrarrestar el enfado que su desastroso gobierno estaba provocando en la población. Y no había nada como una boda real para que la opinión pública se olvidase de los problemas.


Pero no iba a utilizar ni a su hijo ni a ella.


Haría lo que tuviese que hacer para que su hijo no fuese un peón en la corte. Crecería lejos del palacio y de las maquinaciones de Cyrill.


Su hijo tendría lo que ella no había tenido: cariño y un ambiente hogareño. Incluso había empezado a pensar que casarse con Pedro era la solución. No la amaba, pero no tenía la menor duda de que su hijo le importaba de verdad.
Paula respiró profundamente. Tenía miedo, pero estaba decidida a no mostrarlo.


–Dele las gracias a mi tío por su preocupación, pero dígale que tengo otros planes. Buenos días.


Sin volver a mirarlo, se levantó para salir de la habitación, las protestas del embajador un ruido de fondo al que no podía prestar atención. Si no llegaba pronto al baño…


–Señora, ¿se encuentra bien?


Era Ernesto, el guardaespaldas de Pedro, que la acompañaba cada vez que salía de la casa. Y, por primera vez, Paula se alegraba de verlo.


–Por favor, acompañe al embajador a la puerta –le dijo, llevándose una mano al estómago.


Ernesto vaciló durante un segundo, preocupado, pero luego se alejó para hacer lo que le había pedido.


–Y asegúrese de que no vuelva –dijo Paula.


–No volverá a verlo, señora.


Cuando salió del baño, Ernesto apareció con una bandeja.


–Gracias, pero no tengo apetito.


–Sé que no se encuentra bien, pero el té de menta le asentará el estómago. O eso dice Beatriz.


Genial, el ama de llaves y el guardaespaldas hablaban de su salud.


Sin embargo, saber eso la tranquilizaba un poco. Ernesto y Beatriz, como los empleados de Pedro en la isla, no eran como los criados que ella había conocido. De verdad apreciaban a Pedro y, por extensión, a ella.


Pedro… Paula estaba segura de que le importaba. 


Cuando volvía del trabajo no se apartaba de su lado y cada noche la envolvía más y más en su hechizo.


Le importaba de verdad, pero no sabía si era por ella o por el bebé.


Le había contado sus secretos, revelando detalles que nunca había compartido con nadie, y casi podría jurar que la entendía, que estaba de su lado.


Y sin embargo…


Paula se mordió los labios. Las dudas la perseguían desde aquella noche memorable cuando volvió a entregarse a él.


Se había abierto con Pedro como no lo había hecho con nadie. La catarsis de revivir el pasado y entregarse tan completamente la había dejado agotada y, sin embargo, más viva que en muchos años. Incluso la devastadora pérdida de su hermano le parecía más soportable.


A la mañana siguiente había despertado con los ojos enrojecidos, pero con una sensación de renovada esperanza. Hasta que descubrió que Pedro la había dejado dormir mientras él se iba a trabajar.


¿Qué había esperado? ¿Que se quedase a su lado, que lo dejase todo por ella, que compartiese sus secretos?


No era tan ingenua. Algunas barreras habían caído, pero era como si Pedro se hubiese apartado y no lo conocía mejor que un mes antes.


Era tierno en la cama, solícito cuando salían juntos. Paula hizo una mueca al recordar cómo la había tomado del brazo, reclamándola como suya en otra fiesta. Quería creer que sentía algo por ella, pero tal vez solo hacía lo que era necesario para conseguir lo que deseaba: a su hijo.


El problema era que quería confiar en él. No solo confiarle su cuerpo sino el futuro de su hijo. Incluso su corazón.


Paula se mordió los labios de nuevo, sorprendida.


¿Cómo podía pensar eso? Había querido a dos personas en su vida, su madre y su hermano, y sus muertes la habían destrozado. Amar era demasiado peligroso…


–¿Señora?


Ernesto le ofrecía una taza de porcelana y Paula la aceptó. 


Estaba demasiado nerviosa para probar los pasteles que Beatriz había preparado, pero le encantaba el té de menta brasileño.


–Saldré cuando haya tomado el té, Ernesto.


–¿En helicóptero o en coche?


Paula estuvo a punto de decir que solo quería dar un paseo, sin rumbo. Cualquier cosa para olvidar el dolor y el miedo que habían despertado las palabras del embajador. 


Cualquier cosa para olvidar el temor de estar cambiando una jaula de oro por otra.


Estaba a salvo de las maquinaciones de su tío, que no podía forzarla a un matrimonio concertado, pero aún no tenía un plan para el futuro de su hijo. Debía decidir dónde iba a vivir, no podía ir de un país a otro sin destino.


Paula pensó entonces en la isla de Pedro y, sin darse cuenta, esbozó una sonrisa al imaginar a un niño de pelo oscuro nadando en la playa…


–¿Dónde está Pedro?


Era curioso que sus pensamientos volviesen a él continuamente. Nunca había fingido estar interesado en ella más que como la mujer que esperaba un hijo suyo, pero esa última semana había sentido una conexión especial con él.


Aunque la dejaba sola durante todo el día.


Claro que eso era mejor que tenerlo a su lado continuamente, recordándole su petición de matrimonio.


–Está en la ciudad.


–¿En la oficina?


–No, señora.


Las respuestas de Ernesto no la ayudaban mucho. ¿Por qué estaba siendo tan evasivo?


–Me gustaría verlo.


–No sé si es buena idea.


–¿Por qué no?


¿Qué quería esconderle Pedro? Nunca le contaba nada de su vida.


Ernesto vaciló un momento.


–Está en una de las favelas.


–¿Favelas? –repitió Paula.


–Los barrios más pobres de Brasil, donde las casas no son… –el hombre se encogió de hombros–. En fin, son construcciones de barro con tejado de uralita, no son casas de verdad.


Eso era lo último que había esperado escuchar.


–¿Puedes llevarme allí?


–No creo que sea buena idea, señora.


–Pero yo sí.







LA PRINCESA: CAPITULO 16




La tormenta había pasado y el golpeteo de la lluvia en los cristales debería haberlo adormecido, pero Pedro no era capaz de conciliar el sueño.


Estar con Paula lo distraía como nadie. Las sábanas arrugadas en el dormitorio de invitados, al que había llegado con ella en brazos porque no podía esperar más, dejaba eso bien claro.


Se había prometido a sí mismo que no volvería a tocarla después de hacer el amor en el sofá. Creía que podría contener el deseo de enterrarse en ella de nuevo, pero su fuerza de voluntad desaparecía cuando estaba con Paula.


Esperaba que la ginecóloga estuviera en lo cierto. La lógica le decía que el sexo no le haría daño al bebé, pero sentía un profundo miedo de hacer algo mal.


Suspirando, Pedro puso las manos en su nuca y miró el techo de la habitación. Su determinación era legendaria… hasta que la conoció a ella.


¿Cómo lo hacía? ¿Cómo había logrado que olvidase su decisión de ir despacio?


Aquello no era lo que había planeado. Sí, la quería en su cama y la mejor manera de atarla a él era el sexo. Habría usado esa táctica o cualquier otra para convencerla de que casarse era lo mejor para los dos.


Sin embargo, a pesar de tenerla donde quería, Pedro se daba cuenta de que las cosas no eran tan sencillas.


Esa noche no había sido como otras noches, con otras mujeres. Había perdido el control. De hecho, su falta de control había sido espectacular.


Lo que sintió al darse cuenta de que había hecho daño a Paula suponiendo erróneamente que iba de cama en cama. 


O cuando se puso de rodillas ante ella y besó a la mujer que llevaba a su hijo…


Cuando Paula se deshizo entre sus brazos, su vulnerabilidad había roto algo en él, algo que no podía ser arreglado.


Cada vez que llegaba al clímax parecía como si perdiese algo de sí mismo en ella.


Pero aquello era absurdo.


–¿Pedro? –la voz de Paula, medio dormida, era tan dulce y tan tentadora como la miel.


Se recordaba a sí mismo con veinte años, un chico de los barrios más pobres de Brasil, que había salido adelante con una mezcla de determinación, trabajo y suerte. Había dejado atrás el pasado y creía saberlo todo: cómo conseguir un negocio, donde estaban los mayores beneficios, cómo satisfacer a una mujer, cómo protegerse a sí mismo en calles mucho más seguras y respetables que en las que había crecido.


Recordaba su primera reunión en un hotel… Pedro, haciendo lo que hacía su interlocutor, comía mientras hablaba, intentando no parecer demasiado ansioso. Pero nunca había comido pan con mantequilla y se había hecho adicto de inmediato.


Una cosa tan sencilla, algo que los demás daban por sentado…


Sin embargo, privado de todo, el pan con mantequilla había sido un lujo para él, algo de lo que solo había oído hablar.


–¿Pedro? ¿Qué te ocurre?


Él esbozó una sonrisa.


–Nada –respondió–. Duerme, debes estar cansada.


Paula puso una mano sobre su torso y Pedro contuvo el aliento.


–Abrázame.


Parecía tímida, nada que ver con la mujer que había hecho el amor con él una y otra vez.


¿También a ella le perseguiría el pasado?


Qué poco sabía de Paula.


En silencio, tiró de ella para envolverla en sus brazos, empujando su cabeza contra su pecho antes de cubrirla con la sábana.


Tenerla entre sus brazos era increíblemente satisfactorio. 


Era tan suave, tan dulce, como si estuviera hecha para él.


–No debería haberte dejado sola en la fiesta.


Estando desnuda se daba cuenta de lo pequeña que era.


 Tenía mucha energía y un carácter tremendo, pero eso no significaba que pudiese luchar sola contra el mundo.


–Eso ya lo has dicho –murmuró Paula.


Sí, era cierto. Él no solía cometer errores y, sin embargo, no podía sacudirse el sentimiento de culpa por haberla convertido en objeto de una atención que no deseaba.


–En cualquier caso, lo siento.


–Olvídalo, ya no tiene importancia. Yo siento haber perdido los nervios en público. Me temo que eso habrá dado lugar a comentarios.


¿Paula disculpándose? Tal vez estaban haciendo progresos. 


Pedro acarició su espalda, disfrutando de la sensual curva y de cómo se arqueaba ante sus caricias.


–Ha sido culpa mía.


–Todo el mundo espera lo peor de mí gracias a los artículos en las revistas.


–Lo que cuentan las revistas no tiene nada que ver contigo.


–Prefiero no hablar de ello.


–Yo sé que no tiene nada que ver contigo.


–Pero no puedes saberlo con certeza –dijo ella–. Apenas me conoces.


–Te conozco lo suficiente.


–No tienes que fingir.


–No estoy fingiendo, Paula. No conozco los detalles de tu vida, pero sé que no eres la mujer que describen las revistas –Pedro hizo una pausa–. Al principio lo creí porque no te conocía, pero cuanto más tiempo paso contigo más veo que están equivocados. Y que eres alguien a quien me gustaría mucho conocer.


Paula lo intrigaba. Más que eso, había descubierto que le gustaba incluso cuando se enfadaba o se negaba a casarse con él.


–¿Por qué no me lo cuentas?


–¿Por qué iba a hacerlo? –le preguntó ella, recelosa.


–Porque sé que estás dolida y hablar de ello sería una forma de desahogarte.


Sus palabras eran sorprendentes incluso para él. Aunque lo había dicho de corazón.


¿Desde cuándo quería ayudar a nadie? Él era un solitario. 


Jamás había tenido una relación larga, no hablaba ni pensaba en sentimientos, no tenía tiempo para eso. Pero allí estaba, ofreciéndole su hombro para llorar en él.


Y era sincero.


Si no tenía cuidado, aquella mujer cambiaría su vida. Ya lo hacía preguntarse sobre tantas cosas…


–¿Por qué? ¿Porque se te da bien escuchar? –replicó ella. Pero el tono irónico no enmascaraba su dolor.


–No tengo ni idea –respondió Pedro–. ¿Por qué no probamos?


No dijo nada más. Esperó, acariciando su sedoso pelo, su espalda.


Y cuando Paula empezó a hablar se quedó sorprendido.


–Tenía quince años cuando la prensa empezó a perseguirme. Siempre me habían hecho fotografías… era inevitable. Mi hermano y yo éramos huérfanos, los hijos del difunto rey de Bengaria. Cada vez que aparecíamos en público los fotógrafos se volvían locos –sus palabras estaban cargadas de amargura–. Aunque nadie se molestaba en preguntarnos si estábamos bien, si necesitábamos algo.


Pedro escuchaba en silencio. Sabía que la relación con su tío no era buena, pero era mejor no interrumpirla.


–Stefano y yo estábamos acostumbrados al interés de la prensa, pero a los quince años, cuando hice las pruebas para el equipo nacional de gimnasia, los medios empezaron a perseguirme. Era una novedad que una princesa compitiera con chicas normales… alguien empezó a decir que yo era una frívola que iba de fiesta todas las noches y que salía con un hombre detrás de otro. O que iba de diva con el resto de mis compañeras.


–¿Quién fue?


–¿Qué?


–¿Quién inventó esa historia?


–¿Me crees?


–Por supuesto –respondió Pedro. No se le había ocurrido pensar que pudiera estar mintiendo. Todo en ella, desde la emoción contenida a la evidente tensión, decía que estaba contando la verdad–. Además, dudo que tuvieras energía para ir de cama en cama si estabas compitiendo. Y no eres una diva, a pesar de tu título.


La había visto altiva y distante cuando le convenía, pero también había visto lo accesible que era para todo el mundo durante la excursión y lo amable que era siempre con el servicio.


Paula apoyó una mano en su torso, levantando un poco la cabeza.


–Aparte de Stefano, tú eres la primera persona que me cree. Bueno, y mi entrenadora –su tono escondía más de lo que revelaba y Pedro se preguntó lo que habría sentido al no poder defenderse de esas acusaciones siendo tan joven.


Al menos entonces tenía a su hermano.


–Imagino que la gente de palacio intentaría hacer algo.


Paula volvió a tumbarse, suspirando.


–Debería haber sido así, pero no hicieron nada. Mi tío nunca había aprobado mi pasión por la gimnasia porque pensaba que no correspondía a una princesa. Desaprobaba que llevase leotardos, que sudase en público y, especialmente, que apareciese en televisión. Y en cuanto a competir con gente que no era de sangre real…


–¿Le pidió al personal de palacio que no te apoyase? –la interrumpió Pedro, con el ceño fruncido.


Él sabía lo dura que era la vida de los atletas de élite. 


Conocía a muchos futbolistas de la selección brasileña y sabía que se les exigía una dedicación total.


Paula se encogió de hombros.


–Nunca lo descubrí, pero el comité de gimnasia decidió que era contraproducente mantenerme en el equipo porque la atención de la prensa afectaba a todo el mundo. Una semana después de cumplir los dieciséis años me echaron del equipo.


Pedro tuvo que contener el deseo de abrazarla con todas sus fuerzas. Que no llorase mientras contaba esa historia hacía que se le encogiera el corazón. ¿Cuántas veces habría tenido que disimular sus emociones?


–Muy conveniente para tu tío –comentó.


–Eso es lo que decía Stefano, pero nunca pudimos demostrar nada.


Pedro sabía que detestaba al nuevo rey de Bengaria, que incluso hablar por teléfono con él la había puesto enferma. El resentimiento contra su tío debía ser muy profundo. ¿Sería posible que Cyrill hubiera filtrado esas historias a la prensa?


–Es demasiado tarde para eso.


–¿Porque el daño ya está hecho?


–Da igual que una mala reputación sea o no merecida. En cuanto algo aparece en la prensa toma vida propia –Paula suspiró–. Te asombraría lo que puede hacer un pie de foto malintencionado. La gente de palacio nunca me ayudó, pero sobreviví. De hecho, aprendí a disfrutar de los beneficios de esa notoriedad. Siempre me invitaban a las mejores fiestas…


Pedro se apoyó en un codo para mirarla a los ojos, intentando leer sus pensamientos. El instinto le decía que no estaba acostumbrada a hacer confidencias. Era una mujer fuerte que solo confiaba en sí misma porque no había podido confiar en nadie más. Como él, a pesar de sus distintas historias.


Paula no quería seguir hablando del asunto, pero él quería saberlo todo sobre ella. A pesar de ese tono de aparente despreocupación, su fragilidad lo intrigaba.


–Salvo cuando quisiste algo más –empezó a decir–. El otro día me contaste que habías querido trabajar, pero el acoso de la prensa no te lo permitió.


Paula se encogió de hombros, pero el gesto ya no lo engañaba.


–De todas formas habría sido imposible. No tengo la titulación necesaria –Paula levantó la barbilla en un gesto que le recordaba esa mañana en el hotel, cuando pasó de sirena a emperatriz en un instante. Era un mecanismo de defensa–. No terminé mis estudios y, a menos que quieran contratarme para hacer reverencias o charlar de naderías con aristócratas y diplomáticos, mi preparación no sirve para conseguir un puesto de trabajo.


–Castigarte a ti misma no sirve de nada.


–Es la verdad, Pedro. Soy realista.


–Yo también lo soy.


Y lo que veía era una mujer que estaba herida, pero había sido condicionada desde la infancia para no demostrarlo.


Debería agradecer que no estuviese llorando sobre su hombro, pero no era así. Le dolía en el alma que fuese juzgada injustamente. Le gustaría agarrar a su tío del cuello, y a las pirañas de los medios de comunicación, y obligarlos a pedirle disculpas.


Le gustaría abrazar a Paula hasta que olvidase el dolor, pero seguramente ella lo apartaría de un empujón. Además, ¿qué sabía él de ofrecer consuelo?


–Vamos a hablar de otra cosa, Pedro. Estoy cansada.
Pero él no podía dejarlo.


–Así que hiciste honor a tu mala fama porque no podías luchar contra ella –siguió–. ¿Quién no lo hubiera hecho en esas circunstancias? Pero yo sé que no eres promiscua.


–No olvides que, además, tomo drogas y me gusta el juego –se burló ella.


Pedro inclinó a un lado la cabeza. ¿Por qué decía eso? ¿Se refugiaba en su mala reputación para no compartir intimidades con él?


–¿Y es verdad? ¿Has tomado drogas y perdido una fortuna en los casinos?


–Perdí mi permiso de conducir hace dos meses y medio por ir al doble de la velocidad permitida en los alrededores del palacio.


Dos meses y medio.


–¿Cuando tu hermano murió?


–No quiero hablar de Stefano –Paula iba a levantarse de la cama, pero Pedro se lo impidió–. Ya te he dicho que estoy cansada, no quiero seguir hablando –su tono era tan altivo que Pedro experimentó una olvidada vergüenza, como si fuera de nuevo el chico de los barrios bajos que se atrevía a tocar a una princesa con sus sucias manos.


–Sé que no tomas drogas, Paula. Y en cuanto al juego… has tenido oportunidad de ir a un casino desde que llegamos aquí, pero no has mostrado el menor interés –Pedro hizo una pausa–. De modo que queda tu reputación con los hombres.


–No soy virgen –dijo Paula.


Y él lo agradecía infinito.


–¿Cuántos hombres ha habido en tu vida?


Paula intentó levantarse de nuevo, pero él la sujetó.


–No puedes preguntarlo en serio.


–Completamente.


–Los suficientes –respondió.


–Convénceme.


Paula lo empujó contra la almohada y bajó una mano para agarrar su miembro viril,


Pero había algo raro, Pedro sentía su tensión, como si estuviera nerviosa. La apartó, tumbándola de espaldas y aprisionándola con el peso de su cuerpo.


–No vuelvas a hacer eso a menos que lo sientas de verdad.


Estaba intentando distraerlo y lo sabía.


Lenta, tiernamente, se inclinó para darle un beso en la nariz, en la mejilla. Cuando legó a la base de su cuello, su pulso era frenético y la besó allí,para buscar una respuesta.


Paula lo deseaba. Lo había deseado desde el principio, pero intentaba distraerlo para evitar sus preguntas.


–¿Cuántos hombres, Paula?


La oyó suspirar en la oscuridad y siguió besándola, acariciando sus pechos mientras ella enredaba los dedos en su pelo.


–Eres un demonio, Pedro Alfonso.


–Eso me han dicho muchas veces –asintió él–. ¿Cuántos? –deliberadamente, apartó las manos para que Paula admitiese la derrota.


–Dos –respondió.


–¿Dos? –Pedro no daba crédito. ¿Solo dos hombres antes que él?


–Bueno, uno y medio en realidad.


–¿Cómo puede ser medio hombre?


Paula abrió los ojos y, por un momento, podría jurar que veía un brillo de dolor en sus ojos.


–El primero me sedujo para pavonearse ante sus amigos. Después de eso me resultaba imposible confiar en un hombre, así que el segundo no llegó tan lejos como esperaba.


–¿Pero conmigo no te importa?


–No, no me importa. Incluso creo que podría disfrutarlo.


¡Creía que podría disfrutarlo!


Era un reto y Pedro se aseguró de que lo disfrutase antes de terminar.


Por fin, con ella sobre su pecho, totalmente saciada y adormilada, supo que soñaría con algo agradable, no con las decepciones y las penas del pasado.


Sabía que solo le había contado la mitad de la historia, pero era suficiente. Engañada por su primer amante, desdeñada por su tío, que debería haberla protegido, humillada por la prensa… ¿quién había estado de su lado?


Su hermano gemelo, Stefano, que había muerto unos meses antes.


Pedro había pensado que la pasión que compartió con Paula esa primera noche era el producto de la pasión de dos libidos sanas y una simple atracción mutua. Pero recordaba la expresión de Paula mientras subía por las rocas, en la catarata. Estaba perdida en su propio mundo y su mirada lo asustó. ¿El dolor la habría empujando a sus brazos?


Tuvo que tragar saliva mientras los primeros rayos del sol entraban por la ventana. Solo había tenido un amante antes que él. Uno.


Le gustaría pensar que era puro magnetismo, pero eso no parecía posible en una mujer que escondía su falta de experiencia.


Había un mundo de dolor en su voz mientras hablaba del hombre que la había traicionado y Pedro tuvo que hacer un esfuerzo para controlar su ira.


Paula le parecía sexy, divertida. Su actitud altiva parecía querer decir que le importaba un bledo lo que pensaran los demás, pero él había descubierto a una mujer con la que había que ir con cuidado. Su fachada era impenetrable. No sabía dónde terminaba la persona pública y dónde empezaba la persona real, pero una cosa era segura: tras la máscara de altivez y despreocupación había una mujer profundamente dolida.


Distraído, empezó a acariciar su pelo. La deseaba de nuevo, con un ansia que era casi imposible de dominar. Si hubiera sido la mujer que él había pensado no tendría escrúpulos en tomarla de nuevo, pero no lo era.


Paula era una mezcla única de fragilidad y fuerza, una mujer que necesitaba la clase de hombre que él no podía ser.


Por primera vez en años, se sentía inadecuado. Él no sabía cómo lidiar con una persona tan herida por la vida. Había experimentado tantos traumas de niño que se había olvidado de los sentimientos… hasta que conoció a Paula.


Y no sabía cómo darle lo que necesitaba.


Su vulnerabilidad lo hacía sentir como un patán que había destrozado su vida dejándola embarazada.


Un hombre mejor que él lo lamentaría.


Un hombre mejor que él la apoyaría, pero la dejaría ir.


Pero Pedro era lo que era y estaba demasiado acostumbrado a salirse con la suya. Solo lo empujaba el deseo de sobrevivir, de triunfar. No era capaz de desear que Paula no estuviese embarazada, era demasiado egoísta para eso.


Quería a ese hijo.


Quería a Paula.


La envolvió en sus brazos y sonrió cuando ella se apretó un poco más, como si fuese allí donde quería estar.


¿A quién quería engañar? La había seducido, se había aprovechado de ella, de su vulnerabilidad después del estrés de la fiesta. Había usado su experiencia para que le hiciese confidencias.


Y seguiría inmiscuyéndose en su vida, convenciéndola para que fuese parte de la suya.


Un hombre mejor…


No, él nunca sería un hombre mejor. Era un hombre duro, decidido a ganar a toda costa.


Su única concesión sería que, a partir de ese momento, sabiendo lo que sabía, la trataría con sumo cuidado, le daría espacio y tiempo para acostumbrarse a su nueva vida con él.


Aprendería a protegerla y la mantendría a su lado hasta que ella quisiera quedarse por voluntad propia.