jueves, 23 de julio de 2015

VOTOS DE AMOR: EPILOGO





Dieciocho meses después.


El público del Wembley Arena pedía otro bis a las Stone Ladies, que ya habían hecho tres, por los que las luces se encendieron para indicar que el concierto había terminado.


Entre bastidores, Ryan se dirigió a Paula.


–¿Queréis venir Pedro y tú a tomar una copa con Emilia y conmigo?


–Creo que nos iremos directamente a casa. Pero vosotros vendréis la semana que viene a cenar, al igual que Carla y Benja, ¿verdad? Pedro quiere enseñarte el coche nuevo. Parecéis críos en lo que se refiere a los coches.


Ryan sonrió.


–Allí estaremos.


Ryan se metió en el vestuario e Paula buscó entre la multitud a su esposo.


–Es una suerte que seas más alto que los demás –dijo mientras él le pasaba el brazo por la cintura y la atraía hacia sí para besarla.


–Ha sido otro concierto fantástico, pero debes de estar agotada después de dar cuatro seguidos. Es hora de que te lleve a ti y a nuestro hijo a casa.


Paula contempló emocionada al bebé de cuatro meses profundamente dormido al que Pedro sostenía en el otro brazo.


–¿Cómo se ha portado Teo mientras actuaba?


Él rio.


–Ha dormido durante todo el concierto. Me temo que a tu hijo no le impresiona que seas una estrella del rock.


Ella también rio.


–Ya verás cuando tenga edad para tocar la batería.


Willmer los esperaba para conducirlos a Grosvenor Square.


Una vez dentro del coche, ella apoyó la cabeza en el hombro de Pedro.


–La nueva casa pronto estará terminada. He hablado hoy con el arquitecto y me ha dicho que podremos mudarnos al chalet antes de Navidad.


–Teo pasará su primera Navidad en Casa Rosa. Me muero de ganas.


Él sonrió al pensar en la sorpresa que tenía reservada a Paula: había encargado la construcción de un estudio de grabación al lado de la casa.


Ella había entendido que no quisiera vivir en Casa Celeste, que finalmente se había convertido en un museo.


Casa Rosa era un chalé moderno, construido cerca de la capilla donde estaba enterrada su hija.Pedro había seguido las obras muy de cerca.


A pesar de que había retirado su dimisión de AE, había decidido compartir los puestos de presidente y de consejero delegado con su primo, lo cual le permitía ir a los conciertos de Paula y cuidar de Teo mientras ella actuaba.


–¿Por qué sonríes? –preguntó ella.


–Pensaba que la vida es perfecta. No me imaginaba que pudiera ser tan feliz, mio amore.


Se miraron a los ojos. Ya no había secretos entre ellos, solo un amor que duraría eternamente.


–Te quiero –dijo ella.


Solo dos palabras, pero que lo significaban todo.







VOTOS DE AMOR: CAPITULO 27





Después de oír la puerta cerrarse tras Paula, Pedro estuvo mucho tiempo mirando el patio sin verlo.


Se había acabado.


Ella ya sabía que se había casado con el hijo de un asesino, por lo que no era de extrañar que se hubiera marchado.


Tenía un nudo en la garganta. Si había infierno, no sería peor que aquello por lo que pasaba él en ese momento. Su único consuelo era saber que había hecho todo lo posible para proteger a Paula.


Hablarle de su padre había hecho que se sintiera sucio.


Soltó un juramento, se desnudó y se metió en la ducha.


El agua le limpió el cuerpo, pero nada podía eliminar la oscuridad de su alma. Los recuerdos de Paula lo asaltaron: la sonrisa, el cabello dorado extendido sobre la almohada, los labios abriéndose bajo los suyos…


Ella se había ido, y su vida carecía de sentido. Echó la cabeza hacia atrás para que le cayera el agua en la cara y, así, decirse que no eran lágrimas lo que le resbalaban por las mejillas.


No se dio cuenta de que no estaba solo hasta que una mano lo tocó en le hombro.


–¡Santa Madre! ¡Casi me muero del susto!


Agarró la toalla que Paula le tendía, se secó y se la enrolló en la cintura. Era una toalla de manos, por lo que apenas le cubría los muslos.


–¿Por qué sigues aquí?


Si ella no se iba, temía no dejarla marchar nunca.


–Si no quieres conducir mi coche, te pediré un taxi.


–No me voy –dijo ella con calma–. He salido al patio y he mirado la torre. No estoy segura de que pudieras ver con claridad lo que sucedió en el balcón hace tanto tiempo. Presenciaste un hecho traumático a los diecisiete años –prosiguió ella con voz suave–. Creo que te sentías culpable por haberte enamorado de tu madrastra. La oíste discutir con tu padre y tal vez pensaste que Franco tenía derecho a estar enfadado con su esposa. Cuando la viste caer creíste que tu padre la había empujado, pero, en realidad, no sabes si lo hizo.


–En mis pesadillas siempre veía lo mismo– apuntó él.


Cerró los ojos durante unos segundos.


–A veces te veo a ti caer de la torre. Me despierto aterrorizado, porque no soportaría que te pasara algo tan terrible como a Lorena.


Paula vio el dolor en sus ojos. ¿Cómo había creído que era un hombre frío y sin emociones?


–Te quedaste traumatizado por lo que viste ese día. Pero, incluso aunque hubieras visto a tu padre empujar a Lorena, eso no implica que hayas heredado sus tendencias asesinas. Tú no eres Franco; tú eres tú, y, por lo que sé de tu padre, eres muy distinto. Cada uno es dueño de su destino. Debieras estar tan orgulloso de quién eres y de lo que has logrado en AE como yo lo estoy de ti.


–¿Así que ahora eres psicóloga?


–No, soy tu esposa y te quiero con toda mi alma. He encontrado esto en tu escritorio.


Era la nueva petición de divorcio que su abogado le había enviado. Ella la rompió en pedazos.


–Seguiré siendo tu esposa hasta que la muerte nos separe.


Él no dijo nada durante unos segundos, pero, luego, la estrechó en sus brazos.


–Maldita sea, Paula. No puedo pelearme contigo cuando no juegas limpio.


–¿Por qué quieres pelearte conmigo?


–Porque me da miedo quererte. Porque me da miedo perderte.


–No me perderás –dijo ella con convicción–. Te querré siempre.


Le agarró el mentón con ambas manos y buscó su boca para besarlo con todo su amor, con el alma y el corazón


–Ti amo, Paula. Juro que nunca te haré daño.


–Entonces, debes prometerme que siempre me querrás.


–Voy a demostrártelo.


La tomó en brazos y la llevó al dormitorio, donde le hizo el amor con una pasión tan tierna que ella rompió a llorar.


–No llores o me pondré yo también a llorar.


Ella vio en ellos el brillo de las lágrimas, la vulnerabilidad que ya no trataba de ocultarle, y sintió que el corazón le rebosaba de amor.


–Habrá veces en que nos riamos y otras en que lloremos, porque la vida es así. Pero lo haremos juntos. Y siempre nos querremos –afirmó ella.


Él sonrió.


–Siempre, amor mío.










VOTOS DE AMOR: CAPITULO 26





La casa parecía desierta. Los pasos de Paula resonaron en el suelo de mármol del vestíbulo. Pensó que tal vez Pedro le hubiera pedido a su tío que lo llevara a Roma. 


Pero la puerta principal estaba abierta.


Subió al primer piso y oyó un ruido que le heló la sangre. Los gemidos procedían del dormitorio de Pedro. Ella corrió hacia allí, abrió la puerta y se quedó estupefacta ante lo que vio.


Él estaba sentado en el borde de la cama con el rostro entre las manos. Y lloraba lanzando sollozos que le sacudían todo el cuerpo.


Ella solo había visto una vez llorar a un hombre tan desconsoladamente. Su padre había aullado como un animal el día que sacaron a su hijo del pantano. Ella no supo qué hacer para consolarlo, y se había preguntado si su padre no desearía que hubiera sido ella, y no Simon, la que se hubiese ahogado.


Al casarse con Pedro, su falta de seguridad en sí misma no había facilitado la relación. Creía que no era lo bastante buena para él, como tampoco lo había sido para su padre. 


No se había preguntado por qué su esposo no mostró emoción alguna al enterrar a Arianna porque estaba absorta en sus propios sentimientos.


–¿Qué te pasa, cariño? –susurró arrodillándose frente a él.


Él alzó la cabeza y la miró con los ojos enrojecidos.


–¿Paula? –al darse cuenta de que no se la había imaginado, su expresión se volvió aún más desolada–. ¿Qué haces aquí? Tienes que marcharte. Debes alejarte de mí y no volver.


Ella le acarició la mejilla húmeda, allí donde antes lo había abofeteado.


–¿Por qué quieres que me vaya?


–Porque… –gimió–. Porque temo hacerte daño.


–Solo me lo harías exigiéndome que me vaya. Cuando ayer me pediste que volviera a llevar el anillo de casada, creí que era porque querías que nuestro matrimonio funcionara. Al enterarme de que tu tío te había forzado a reconciliarte conmigo para que te nombrara presidente de AE, pensé que tú… que mis sentimientos no te importaban. Pero no es así, ¿verdad? Creo que te importan un poco.


En vez de responder, él se levantó y se metió en el cuarto de baño, del que salió unos segundos después secándose la cara con una toalla. Parecía haberse calmado, pero su pecho ascendía y descendía como si le costara trabajo respirar.


–Hay cosas que no sabes –afirmó con brusquedad–. Un secreto que he guardado desde los diecisiete años.


–Para que nuestro matrimonio tenga otra oportunidad no puede haber secretos entre nosotros.


–Si te cuento ese secreto, te garantizo que te marcharás y no querrás volver a oír el apellido Alfonso.


Durante unos segundos, Paula tuvo miedo de lo que le fuera a revelar en aquella casa llena de fantasmas. Fuera lo que fuera, era evidente que lo atormentaba y que llevaba toda su vida adulta cargando con ese peso.


–Creo que ambos debemos correr ese riesgo.


Él se mantuvo en silencio durante unos instantes y, después, lanzó un profundo suspiro.


–Muy bien.


Se acercó a la ventana que daba al patio y se quedó de espaldas a ella.


–Estoy convencido de que mi padre asesinó a su segunda esposa.


Paula sintió un escalofrío.


–Pero… yo creía que Franco quería a Lorena.


–La quería. Estaba obsesionado con ella y no soportaba que otro hombre la mirase.


–¿Ni siquiera tú?


Una vez más, Paula recordó las palabras de Diane Rivolli: «Era cruel el modo en que Lorena alentaba las esperanzas de Pedro y el modo de enfrentar al padre con el hijo».


Pedro suspiró.


–Yo tenía diecisiete años cuando mi padre se volvió a casar. Al regresar del internado me encontré con que tenía una madrastra que solo era unos años mayor que yo. La idea que tenía Lorena de lo que era vestirse para cenar era ponerse un pareo encima del bikini –prosiguió con ironía–. Flirteaba con todo lo que llevara pantalones. Para un adolescente con las hormonas descontroladas y sin experiencia sexual, constituía una suprema tentación.


–A tu padre no le gustaría que mostraras interés por su esposa.


–Odiaba que estuviera con ella. Mi padre y yo nos peleamos muchas veces, y también se pelearon Lorena y él.


Se quedó callado durante unos segundos, antes de continuar.


–Un día, mientras estaba en el patio, oí voces procedentes de lo alto de la torre. Mi padre y Lorena estaban discutiendo, como era habitual. Ella se burlaba de él por ser un viejo diciéndole que me deseaba más a mí que a él –Pedro hizo una mueca–. Yo, como el joven estúpido que era, me sentí halagado. Mi padre se puso furioso. Comenzó a gritar a Lorena y, entonces, vi que ella caía por la barandilla del balcón y que mi padre la seguía unos segundos después.


–¡Qué terrible tuvo que ser para ti presenciarlo!


–Fui el único testigo. En la investigación declaré que había visto caer a Lorena y que mi padre había intentado salvarla, pero que se inclinó demasiado y también cayó. El veredicto fue muerte accidental en ambos casos.


–Tu padre era un héroe que había muerto intentando salvar a su esposa.


–Fue lo que todos creyeron. Me convencí de que los hechos se habían desarrollado como había declarado porque había bloqueado buena parte de lo sucedido al no poder soportar recordarlo. Sentía que había algo que no encajaba en lo que había visto, pero no supe qué era hasta que comenzaron las pesadillas.


Volvió la cabeza y miró a Paula.


–Empezaron el fin de semana en que te llevé a Roma y nos hicimos amantes. Eras distinta a todas las mujeres que había conocido, hermosa e inocente, como descubrí cuando nos acostamos, y tremendamente sensual.


Lanzó un bufido de desprecio hacia sí mismo.


–No debí haberme alegrado de ser tu primer amante, pero me sentí como un rey.


Paula tragó saliva.


–Si es así, ¿por qué me dejaste plantada en cuanto volvimos a Londres? Me dijiste que nos habíamos divertido, pero que no querías comprometerte. Y te volviste a Roma


Pedro apartó la vista para no contemplar su expresión de dolor.


–Mientras estábamos en Roma tuve una pesadilla aterradora sobre lo sucedido a mi padre y a Lorena. Los vi en el balcón en lo alto de la torre, y mi padre extendía las manos hacia ella antes de que cayera, no después como había declarado en la investigación. Era la pieza del rompecabezas que me faltaba y que me había inquietado durante tanto tiempo. La pesadilla me mostró lo que mi mente consciente había reprimido. Mi padre no había tratado de salvar a Lorena, sino que la había empujado en un ataque de celos y, después, se había suicidado tirándose detrás de ella.


–¡Es horrible! –exclamó Paula–. Parece increíble.


–Ojalá lo fuera –afirmó él con gravedad–. Por desgracia, es cierto. En mis pesadillas siempre aparece la misma secuencia de hechos. Mi padre fue responsable de la muerte de mi madrastra.


Paula frunció el ceño.


–Si es cierto, tu padre hizo algo terrible. Pero ¿por qué empezaste a tener pesadillas al conocerme? ¿Me parezco a Lorena, te recuerdo a ella?


Se preguntó si por eso había atraído a Pedro al trabajar para él de secretaria.


–No, no te pareces a ella en absoluto.


–Entonces, ¿por qué fui el catalizador que te hizo recordar lo sucedido?


–Supongo que las pesadillas son un aviso del subconsciente –murmuró él.


Ella lo miró confundida.


–¿Un aviso de qué?


–De que puede que haya heredado de mi padre los celos que lo convirtieron en un asesino.


Ella trató de entender lo que le decía.


–¿Tienes miedo de enamorarte de alguien de la forma obsesiva en que tu padre amaba a Lorena?


Pedro lanzó un gemido.


–No de alguien, de ti, Paula. Te quiero. Por eso voy a divorciarme de ti.


A Paula, el corazón le dio un vuelco.


–¿Me quieres? –preguntó con voz débil–. Pero antes has reconocido que me pediste que volviéramos a estar juntos porque tu tío solo te nombraría presidente de AE si nos reconciliábamos.


–Tenía que conseguir que te marcharas porque es el único modo de asegurarme de que estarás a salvo. Estás mejor sin mí. No había previsto que volvieras.


Se apartó el cabello de la frente con mano temblorosa.


–Cuando, hace tres años, nos hicimos amantes en Roma, causaste en mí un efecto como ninguna otra mujer lo había hecho. La pesadilla que tuve entonces me aterrorizó porque no sabía si sería tan celoso como mi padre, así que di marcha atrás y puse fin a nuestra relación. Al contarme que estabas embarazada, me pareció que había intervenido la mano del destino. Me dije que era mi deber casarme contigo, pero, secretamente, me alegré de tener una excusa para que la relación continuara.


–Fuimos felices los primeros meses de nuestro matrimonio –le recordó Paula–. Pero todo cambió cuando vinimos aquí, a Casa Celeste.


–Las pesadillas comenzaron de nuevo, pero empeoraron, porque soñaba que éramos tú y yo quienes estábamos en lo alto de la torre y que te empujaba preso de un ataque de celos. Nunca he sido posesivo con una mujer, salvo contigo.
–Pensé que, si dejaba de amarte, estarías a salvo de mis celos. Pero después de que abortaras no supe cómo ayudarte. No podía culparte porque recurrieras a tus amigos en busca de apoyo, pero odiaba que prefirieras estar con ellos en vez de conmigo.
–Los celos son el peor de los venenos, Cuando me abandonaste y te fuiste de gira con las Stone Ladies, casi sentí alivio al saber que ya no era un peligro para ti. Tenías una nueva vida y una carrera llena de éxitos, y supuse que Ryan Fellows y tú erais amantes.


Pedro hizo una pausa. Sabía que tenía que ser totalmente sincero con Paula.


–Estaba furioso con mi tío por darme un ultimátum. Os había visto a ti y a Ryan en la televisión dando a entender que teníais una relación. Cuando te besé en la fiesta de Londres, mi intención era convencerte de que volvieras conmigo solo para que mi tío me nombrara presidente.


Paula se mordió los labios.


–¿Así que todo fue fingido?, ¿tu amabilidad, las rosas que me regalaste?


–Cuando el acosador te atacó, lo único en que pensé fue en protegerte. Te traje a Roma y me volviste a fascinar. Pero la noche que cenamos en la trattoria me obligó a reconocer que seguía constituyendo una amenaza para ti.


–Fue una velada preciosa –afirmó ella, sin entenderlo–. Me sentí a salvo del acosador por primera vez en muchos meses. Tú hiciste que me sintiera segura.


–El camarero del restaurante te sonrió y me dieron ganas de arrancarle la cabeza. Odio que otros hombres te miren.


–Y yo que te miren otras mujeres. Cuando te veía en las fotos en los periódicos con hermosas mujeres, me ponía enferma de celos. Es un sentimiento normal de los seres humanos –afirmó ella con suavidad.


–Mi padre mató a su esposa por celos. No irás a decirme que eso es un comportamiento normal.


Negó con la cabeza.


–He rechazado el puesto de presidente de AE y he dimitido del de consejero delegado. Le había pedido a mi tío que viniera aquí esta mañana para darle la noticia, pero tú hablaste primero con él, antes de que pudiera contarle mis planes.


–¿Cuáles son? La empresa te importa más que cualquier otra cosa. No puedo creerme que hayas dimitido.


–No tengo ni idea de lo que voy a hacer. Creía que si dejaba AE y Casa Celeste, si me alejaba de todo lo relacionado con mi padre, podríamos empezar de nuevo. Pero anoche tuve otra pesadilla. Me he dado cuenta de que no puedo esconderme del pasado ni cambiar el hecho de ser hijo de Franco Alfonso. He heredado sus celos, pero no quiero saber qué puedo llegar a hacer por su causa.


Miró el hermoso rostro de Paula y se imaginó el cuerpo destrozado de su madrastra al pie de la torre.


–¿No te das cuenta, Paula? No puedo arriesgarme a quererte. Por tu propia seguridad, déjame, vete y sigue viviendo.







VOTOS DE AMOR: CAPITULO 25




El coche deportivo era una poderosa bestia que necesitaba mano firme, por lo que Paula, mientras tomaba la estrecha carretera que la alejaba de Casa Celeste, se concentró en seguir viva.


Después de adelantar un carro tirado por un burro y pasarle rozando, salió de la carretera para dirigirse a un pueblecito. 


Aparcó en la plaza central, que estaba desierta, ya que era mediodía y el sol estaba en su apogeo.


Lloró hasta dolerle el pecho.


¡Qué idiota había sido!


Había creído a Pedro cuando le dijo que no se había casado con ella por haberse quedado embarazada. Estaba furiosa. 


Quería arrancarle el corazón como él le había arrancado el suyo. Quería que sufriera lo mismo que ella, pero Pedro no lo haría porque era de piedra.


La había utilizado para conseguir la presidencia de AE. La había seducido y hecho el amor, incluso le había pedido que volviera a lucir la alianza matrimonial… Todo mentira.


Se metió el puño en la boca para ahogar un grito de dolor. 


Nunca le perdonaría el cruel engaño.


¿Por qué no había seguido con los trámites de divorcio, cuando él se lo había pedido, en vez de aferrarse a la estúpida esperanza de que tal vez la quisiera?


Su padre había querido a su hermano, pero no a ella, que lo había decepcionado. Era una sangrante ironía que el único hombre del que se había enamorado tampoco la quisiera.


Sacó un pañuelo del bolso y se secó los ojos.


¿Qué había esperado de Pedro? Él le había dicho que le resultaba difícil expresar sus emociones, pero, en realidad, lo único que le importaba en la empresa. Era ambicioso y despiadado.


Iba a volver a arrancar cuando recordó la rosaleda que había plantado en recuerdo de su hija. Había trabajado mucho para crear un lugar hermoso y tranquilo donde sentarse a recordar a la niña que no llegó a vivir, pero que ocupaba un lugar especial en su corazón.


Eso no era propio de un ser despiadado, reconoció ella. 


Recordó también cómo la había protegido después del asalto del acosador, llegando incluso a contratar a un guardaespaldas contra la voluntad de ella.


Pero le interesaba protegerla para demostrar a su tío que se habían reconciliado. Ella solo había sido un peón de su ambición por dirigir AE.


Hacía mucho calor dentro del coche para pensar con claridad. Se bajó y lo cerró con llave. El lujoso coche de carreras destacaba en la plaza del pueblo, y un grupo de niños lo miraba fascinado.


Tal vez a todos los niños les gustaran los coches deportivos, pensó ella mientras se metía debajo de un roble para estar a la sombra. Recordó el cochecito de carreras que la madre de Pedro le había regalado y que él conservaba como si fuera una valiosa joya.


Su padre le había prohibido llorar la muerte de su madre. 


¿Cómo iba a esperar ella que manifestara sus emociones cuando lo habían educado para ocultarlas?


Recordó su ternura cuando la había llevado en brazos al dormitorio la noche anterior. Las manos le temblaban al desnudarse, antes de abrazarla y besarla con tanta dulzura que a ella se le habían saltado las lágrimas.


Un hombre sin corazón, un hombre que no la quisiera no se comportaría así.


Sería una estúpida si volvía a Casa Celeste. Lo sensato era continuar hasta Roma y agarrar el primer vuelo a Londres para comenzar los trámites de divorcio. Pedro no se merecía otra oportunidad. Ni tampoco su amor.


Pero no podía desechar la imagen del niño frente a la tumba de su madre sin verter una lágrima ni tampoco olvidar la dulzura de los besos de Pedro.


Tenía que saber la verdadera razón de que se hubiera casado con ella. Él se lo debía.


Echó a correr hacia el coche resuelta a descubrir los secretos que, estaba segura, él seguía ocultando.