jueves, 17 de marzo de 2016

¿NOS CASAMOS?: CAPITULO 20






Cuando Pedro oyó el doble clic de la cerradura digital, su corazón dio un salto triple. Había aprovechado la ausencia de Paula para organizar una sorpresa para ella. Al principio la idea le había parecido acertada pero, apenas había comenzado a evaluar las opciones, se dio cuenta de lo poco que conocía a su... ¿cómo llamar a una mujer que pasó de prometida a supuesta esposa en veinticuatro horas?


Se puso de pie cuando Paula entró a la suite.


—¿Quién es el hombre que está en la puerta? —preguntó ella mientras dejaba dos bolsos chicos en la entrada.


—Seguridad. —Él atravesó la sala y le rozó la mejilla con un beso, feliz de que ella no lo hubiera rechazado. Su pelo olía a jengibre y limón. Maravilloso—. ¿Cómo se quedó Claudio?


Ella ignoró la pregunta; su mirada estaba clavada en él.


—¿Por qué necesitamos seguridad? ¿Tu abuela está desbocada?


Él rio. Adoraba que ella lo hiciera reír o sonreír tan a menudo.


—Cielos, no. No es que no haga falta vigilarla, pero no es del tipo violento. —La llevó hasta el sofá—. Siéntate y te prepararé un trago.


Pero ella no se sentó.


Pedro, ¿por qué hay un guardia de seguridad en la puerta?


De pronto se sintió cohibido y se frotó las manos con vehemencia. Se arrepintió al instante: ¿por qué actuaba como un vendedor de autos sospechoso?


Pedro.


—Sí, lo siento, tengo una sorpresa para ti. ¿Estás segura de que no quieres un trago?


Una sonrisa burlona se asomó en los labios de Paula.


—No, gracias. ¿Recuerdas lo que sucedió la última vez que me ofreciste un trago?


—En realidad, no. Ese es exactamente el problema, ¿verdad?


Era el turno de Paula de reír. Se acomodó en el sofá y se quitó los zapatos.


—¿Qué clase de sorpresa? —Abrió más los ojos y se inclinó hacia adelante—. ¿Tienes novedades? ¿Averiguaste algo sobre nuestra... sobre lo que pasó la otra noche?


—No, no, nada de eso. —La observó mientras ella se hundía entre los almohadones. Ahora se sentía como un tonto de primera por haber llamado al joyero en primer lugar. Lo que Paula quería eran novedades, acción o información, no una baratija. Tomó la bandeja del joyero y se sentó junto a Paula. 


Sacó la cubierta de terciopelo y oyó a Paula dar un grito ahogado ante las hileras de piedras preciosas brillantes.


Pedro, ¿qué es esto? —Ella lo miró con el ceño fruncido por la confusión, algo que a él le parecía adorable—. ¿Es parte del proyecto de la fundación en el que deberías estar trabajando?


—No. Quería comprarte un anillo apropiado.


—Define “apropiado”.


Esa era la parte complicada. Era un anillo de compromiso, una alianza... ¿qué?


—Quería que tuvieras un anillo apropiado.


—Eso ya lo dijiste.


Su expresión era difícil de descifrar. Paula no haría las cosas fáciles. Él debería saberlo.


Pensó un momento antes de hablar.


—Quería que tuvieras algo por lo que recordarme.


Pedro observó una clase de emoción en el rostro de Paula que no pudo distinguir. ¿Qué había dicho de malo? Cuando ella bajó la cabeza, un mechón de pelo le cubrió el rostro. Él estiró la mano, le colocó el pelo detrás de la oreja con suavidad y dejó la mano apoyada sobre su mejilla por un instante. Su caricia hizo que ella lo mirara.


Pedro se dio cuenta, en uno de los momentos más sinceros de su vida, de que podía perderse en esos ojos color castaño con facilidad. Eran un crisol de verde y marrón, de deseo e incertidumbre. Apreciaba el color y compartía la emoción. Con un último roce de sus dedos sobre la mejilla de Paula, retrocedió.


Pedro, no comprendo.


Él decidió que la opción más segura era simular haberla entendido mal. Si se acercaba más a ella, terminaría enamorándose perdidamente.


—Lamento haberte sorprendido con esto —miró hacia la bandeja de anillos y luego a ella— pero, si de verdad fueras mi esposa, tendrías unos de estos en el dedo.


—Pero no sabemos si lo soy.


—No sabemos si no lo eres —replicó. Cuatro días atrás, cuando había subido al avión privado de los Alfonso para viajar a Estados Unidos, se hubiera reído ante la sugerencia de que alguna vez contemplaría la idea del matrimonio. Sin embargo, allí estaba: deseando poder llamar a Paula “su esposa”.


Paula se reclinó en el sofá y cerró los ojos.


—¿Sabes qué quiero?


—A juzgar por el lenguaje de tu cuerpo, no volver a verme.


Paula rio y luego se inclinó para besarle la mejilla.


—Esa es la cosa más alejada de lo que quiero. Pero no es necesario que me compres una joya para poder recordarte. Nunca te podría olvidar, Pedro. Jamás.


Él tomó su mano izquierda y la sostuvo entre las suyas.


—Por favor, dime cuál es tu favorito. Es algo que realmente quiero hacer.


Pedro hizo un gesto para animarla y observó mientras Paula dirigía su atención a las joyas dispuestas frente a ella. Hizo un movimiento vacilante hacia la esquina superior derecha y, si él no se equivocaba, era un anillo antiguo de granate, engarzado en oro, rodeado de perlas diminutas lo que le había llamado la atención. Pero ella sacó la mano y frunció un poco el ceño.


—Tu abuela no reaccionará bien a que me compres un anillo. No le agradará. Pero, por supuesto, ya habrás pensado en eso.


—Tonterías —protestó rápidamente pero, aunque odiaba admitirlo, había algo de verdad en sus palabras. Y ella lo sabía. Paula tomó el diamante solitario más grande y se lo colocó.


—Calza perfecto —opinó ella. Levantó la mano y movió los dedos de la mano izquierda para que él lo viera.


—Paula, si no es lo que quieres...


—Quiero —lo interrumpió con voz suave, pero intensa— encontrar a Wesley Jenkins y descubrir la verdad. El hecho de no saber va a matarme.


Pedro se puso de pie y ayudó a Paula a levantarse.


—Entonces, vamos a buscar al señor Jenkins. —Sin aguardar respuesta, cubrió la bandeja con el terciopelo negro. Se dirigió a la puerta y dio unos golpes suaves. 


Cuando el guardia de seguridad entró, le habló en voz tan baja que Paula no pudo oírlo.


Una vez que el guardia se hubo retirado con las joyas y sus instrucciones, Pedro se volvió hacia Paula. Ella se había acercado a la ventana y estaba de espaldas a él mirando hacia la calle. Ella tenía razón. Tenían que averiguar de un modo u otro lo que había sucedido aquella noche en la capilla nupcial.



¿NOS CASAMOS?: CAPITULO 19





Cuando regresaron a Las Vegas, Paula insistió en acompañar a su abuelo hasta la capilla nupcial. Notó en la expresión de Pedro que se había sorprendido, pero había que reconocerle que había accedido sin una palabra de protesta. 


Cuando se deslizó en el asiento trasero del taxi, le sonrió a su abuelo.


—¿Disfrutaste del día, abuelo?


—Bueno, la verdad es que el Gran Cañón es siempre una maravilla para contemplar. ¿Alguna vez te conté que llevé allí a tu abuela para nuestra luna de miel?


Paula sonrió.


—Sí, lo recuerdo. Dijiste que era lo más lejos que podían llegar sin quedarse sin dinero para la gasolina.


Él rio.


—No fue un crucero por el Caribe, pero lo pasamos muy bien. A diferencia de ti y de tu nuevo marido. Ustedes deberían irse por un tiempo.


Paula tenía en la punta de la lengua recordarle que Pedro no era su marido. Al menos no creía que lo fuera. Pero su abuelo lo pensaba o al menos lo fingía. Paula observó que el taxi dejaba el aeropuerto y se dirigía hacia el Strip. Lo que más odiaba de la situación era no saber si su abuelo era deshonesto con ella. La idea de que lo fuera le daba náuseas. Claudio Chaves siempre había sido la única persona en su vida con la que podía contar para la verdad. La idea de que eso ya no fuera así era una realidad para la que no estaba preparada.


—¿Por qué no se van a Hawái? Oí que es un lugar popular para lunas de miel.


—No me puedo ir de luna de miel, abuelo. No hasta que haya podido aclarar las cosas.


Él asintió.


—Es cierto, el otro día hablaste de casarte como corresponde. Espero que esta vez permitas que tu abuelo te entregue. —Sacó la billetera cuando el taxi paró frente a la capilla nupcial Corazones Esperanzados. Después de haber pagado y una vez que estuvieron en la vereda, continuó—: supongo que te casarás aquí, en la capilla, ¿verdad, mi dulce Paula? —Abrió la puerta y la mantuvo abierta para que ella pasara—. No podemos permitir que Wesley Jenkins sea el único que se divierta.


—Todavía no puedo hacer planes tan a futuro, abuelo. —Bella se dirigió a la cocina, desesperada por una taza de café caliente—. Primero quiero hablar con el señor Jenkins.


—Oh, vendrá a la renovación de votos si lo invitas —oyó decir a su abuelo—. A Wesley le encanta una buena fiesta.


Mientras esperaba que el café estuviese listo, Paula vació el lavavajillas y pasó un trapo limpio sobre la mesada. Haber regresado a la diminuta cocina y realizar tareas usuales fue suficiente para que los sucesos de los últimos días parecieran un sueño confuso. Se apoyó sobre la mesada, reconfortada por el aroma a café y por el dibujo de las pequeñas rosas amarillas en el empapelado.


Siempre quiso casarse y tener hijos. Quería darles lo que ella nunca había tenido: dos padres devotos y estables que no solo amaran a sus hijos, sino que se amaran el uno al otro. Como toda mujer, había soñado con el tipo de hombre con quien quería casarse. 


Alguien que fuera atractivo. 


Alguien que fuera amable. 


Alguien que fuera inteligente. 


Alguien que hiciera que su corazón se sintiera seguro, y alguien cuya presencia la alegrara. 


Alguien como Pedro.


Sonó su celular para avisarle que tenía un mensaje de texto. 


Lo sacó del bolsillo y miró la pantalla. Era Pedro. “Te extraño”, decía el mensaje. Suspiró.


—¿Era tu marido que ya te está controlando? —Claudio estaba parado en el umbral de la puerta con una sonrisa cómplice.


Paula le hizo señas para que entrara a la cocina.


—Sí, era Pedro.


Claudio tomó dos tazas de la alacena y las colocó sobre la mesada. Agregó un poco de leche a su taza.


—Supongo que te extraña. Así que bebamos una taza de café y luego regresas con tu marido. —Sirvió café en cada taza—. Tal vez quieras empacar algunas cosas más para llevarte, ¿verdad, cariño?


Paula aceptó la taza humeante.


—En realidad, abuelo, pensaba en quedarme aquí.


Las protestas de Claudio fueron instantáneas.


—No, señora, no creo que sea una buena idea. Ustedes deben estar juntos. Están casados, y deberías regresar con tu marido.


Paula respiró profundo y se esforzó por mantenerse serena. 


Su abuelo había tenido bastante tiempo ese día para darle una señal de que estaba confabulado con Margarita Chaves. 


Pero no había demostrado ni una pizca de hipocresía. 


Siempre supo que su abuelo era un hombre honesto. ¿Qué experiencia tenía en ser deshonesto? Ninguna que ella supiera.


Paula se dio cuenta con repentina claridad de que parte de la razón por la que toda esa situación era tan difícil era que ella siempre había recurrido a su abuelo en busca de ayuda. 


Esa vez, sin importar si él era inocente o no, era parte del problema. Eso significaba que todo ese embrollo de la capilla nupcial era un problema que debería manejar sola. No, eso no era correcto. Pedro también debía hacerse cargo. Los dos debían mantenerse unidos para descubrir la verdad.


—¿Qué sucede, dulce Paula? —El rostro de Claudio reflejaba preocupación—. ¿Hay algo que deba saber? ¿Pedro hizo algo que...?


Paula no dejó que finalizara la oración.


—No, ha sido maravilloso. —Sonrió. No podía evitarlo al pensar en Pedro—. Sé que no lo conozco hace mucho, pero es un buen hombre.


—Espero que sí. No te imagino fugándote con otra clase de hombre.
Sus palabras sonaron joviales, pero igual las sintió como una puntada. El hecho de que todos los que conocía pensaran que ella podía fugarse para casarse con un hombre que apenas conocía era vergonzoso. Claudio apoyó la mano sobre el brazo de Paula—. ¿Hay alguna razón por la que te niegas a regresar al hotel esta noche, cariño?


Ella sacudió la cabeza.


—No, en realidad, no; es solo que... oh, no sé cómo explicarlo.


—Inténtalo.


Ella pensó por un momento.


—No creo que encaje en el mundo de Pedro. —Algo que no importaba si no estaban casados pero, si lo estaban, sí importaba. Hundió la cabeza en sus manos. Todo era demasiado abrumador. Así se lo dijo a su abuelo.


—Claro que lo es, cariño. Pero lo que sientes es normal. No tienes que averiguarlo todo el primer día.


—Me dijiste lo mismo el primer día del secundario.


—Y tuve razón, ¿verdad?


Ella se rio con suavidad.


—Es verdad.


—Me alegra que lo recuerdes y, ya que estamos, te daré otro sabio consejo: empaca algunas cosas, te llevaré hasta el hotel, y pasarás la noche con tu esposo. Sabes que no cambiaré la cerradura, así que puedes venir a casa cuando quieras. Pero al menos intenta encajar en el mundo de Pedro.


Paula enjuagó la taza y la colocó en la pileta.


—¿Encajar cómo?


—Solo regresa con tu esposo con la mente y corazón abiertos. Entonces sabrás cómo continuar.






¿NOS CASAMOS?: CAPITULO 18




—¿Sabes, Pedro?, esto no es digno de ti. —Margarita Alfonso observó la mula que estaba parada entre ella y su nieto—. Esperaba algo mejor de ti.


Pedro rio.


—Seguro que sí. Siempre lo has hecho. —Hizo un gesto hacia la mula—. Entonces, ¿qué hacemos: vamos a hablar o prefieres montar ese animal por el cañón durante unas horas?


—Ninguna de las dos opciones me place. —Dio un paso atrás. La expresión de su rostro claramente mostraba su desagrado por el animal frente a ella—. Sin embargo, si puedo elegir, preferiría hablar sobre lo que sea que estés tan impaciente por discutir. Primero, deshazte de ese animal y, segundo, consígueme una taza de té y una silla lejos de este sol infernal.


Una vez que se hubo deshecho de la mula, Pedro llevó a su abuela hacia el histórico hotel El Tovar. Consiguió una mesa para dos en el comedor y, con un incentivo económico, el maître pudo concederles algo de privacidad. Después de que les habían servido el té, Pedro se reclinó en su silla.


—Bien, abuela, quiero saber por qué incitaste toda esta farsa de que Paula y yo estamos casados.


—¿No lo están? —Levantó una ceja.


—No puedo descubrir qué ganas con esto.


Margarita Alfonso utilizó unas pinzas de plata para poner un terrón de azúcar en la taza.


—Suenas como un hombre sumamente calculador para ser alguien que acaba de sumarse al sagrado matrimonio.


Pedro ya conocía el método de conversación de defensa y ataque que tenía su abuela. Sin embargo, hoy no estaba de humor para eso.


—Dejemos algo claro desde el principio: Paula está fuera de tu alcance.


—¿Qué quieres decir?


Él resistió el deseo de arrojar la taza contra la chimenea de piedra.


—Entiendes bastante bien que te estoy advirtiendo que dejes tranquila a Paula. Si vas tras ella, tendrás que pasar por mí, y no te lo permitiré. ¿Está claro?


Observó a su abuela beber un sorbo de té con delicadeza.


La mujer era exasperante, una completa reina de hielo. No era nada nuevo; había sido así toda su vida. Pero después de haber conocido a Paula, una mujer con una sonrisa genuina, un corazón cálido y una sonrisa amable, no sabía cómo había tolerado a la matriarca de la familia durante tanto tiempo.


Margarita apoyó la taza y le clavó la mirada.


—Yo diría que la situación no está para nada clara. No comprendo por qué sigues insistiendo en que debo resolver esta tontería del matrimonio. —Levantó una ceja arqueada—. Tú te metiste en esto, Pedro. Ahora debes ocuparte de salir. —Hizo una larga pausa—. Si eso es lo que quieres.


Y allí lo atrapó. ¿Qué quería él?


Paula. Quería a Paula Chaves. Lo que no quería, y no podía tolerar, era la interferencia de su abuela en su vida personal, en especial cuando su intromisión incluía a Paula.


—¿Qué esperas lograr con esta ridícula farsa?


—Me pregunto por qué piensas que me tomaría el enorme trabajo de convencerte de que estás casado. De verdad, Pedro, tú deberías conocer mi agenda. Tengo cosas mucho más importantes que hacer que inventar historias tontas sobre tu fuga con una pelirroja de piernas largas.


Un silencio tenso los invadió. “Frustración” no alcanzaba para describir los sentimientos de Pedro. Necesitaba controlarse. Perder la tranquilidad y el foco no lo ayudaría a descubrir qué tramaba su abuela.


—Por si no lo recuerdas —interrumpió los pensamientos de Pedro—, fue el abuelo de la señorita Chaves quien descubrió lo que ustedes habían hecho, no yo.


Pedro se apoyó contra el respaldo de la silla y la observó con los ojos entrecerrados.


—Algo en eso todavía no queda claro. Pero, ya que sacaste el tema, Claudio Chaves también está fuera de tu alcance.


—De verdad, Pedro, deberías oírte. Tus preocupaciones son ridículas. Puedes estar seguro de que tus nuevos familiares son intrascendentes para mí. Creo que tu mayor preocupación debería ser convencer a tu nueva esposa de que firme un contrato posnupcial. Te recomiendo que lo hagas lo antes posible.


—¿Quién dijo que considero necesario un acuerdo legal? —Aunque se sorprendió al oírse decir las palabras, su abuela parecía mucho más sorprendida.


Apoyó la taza sobre el plato con un notable tintineo.


—Cielos santos, ella te ha llegado al corazón, ¿verdad?


Era cierto, pero Pedro no le daría la satisfacción de saber cuánto.


—Si es verdad que estoy legalmente casado, Paula tiene derecho a todas las ventajas y privilegios de estar casada con un Alfonso.


—Nunca te consideré un tonto, Pedro. Un poco demasiado idealista, sí. ¿Pero un tonto? No. No me hagas cambiar de opinión.


—Por mucho que te cueste comprenderlo, abuelita, Paula no es como tú. No está programada para computar los sentimientos en dólares.


—Lo que no comprendes sobre las mujeres es aterrador. —Su abuela corrió la silla y se puso de pie—. ¿Por qué no la pones a prueba? Gasta bastante dinero en ella y descubre cuánto se opone.


Mientras Pedro la seguía fuera del hotel, la convicción de que su abuela mentía sobre su boda comenzaba a flaquear. 


Parecía tan segura de que él se había casado con Paula que hasta se veía resignada a la idea. Su mirada recorrió la imponente vista del Gran Cañón, pero la verdad era que le costaba disfrutar de su esplendor majestuoso.


—Ve a buscar a tu nueva esposa, Pedro. Ya tuve toda la unión familiar que puedo soportar.


Por fin algo en lo que estaban de acuerdo.