viernes, 15 de septiembre de 2017

UNA PROPOSICIÓN: CAPITULO 15




—¿Qué tal la fiesta de cumpleaños anoche? —preguntó Jimena. Parecía acalorada por la temperatura de la cocina. 


Se abrió los botones superiores de su chaqueta blanca de chef y se sentó en un taburete al lado de Paula, que rellenaba saleros en la barra. Era el único pago que Jimena quería aceptar a cambio del delicioso almuerzo que había ofrecido a su hermana.


El turno de mediodía había terminado y, como era lunes, Jimena no volvería a abrir esa noche.


—No estuvo mal. No me quedé mucho —Paula se concentró en que no se derramara la sal—. No conocía a nadie aparte de Fiona.


—¿Su nieto el manitas no estaba?


—¿Pedro? Sí. Estaba casi toda su familia.


Jimena tamborileó con los dedos en la barra.


—¿Y…?


—Y… nada —Paula sacó la lengua entre los dientes, pasó el salero a la fila de los que ya estaban llenos y empezó a rellenar otro. Miró el rostro cansado de su hermana—. Me gustaría que contrataras otro chef. Este sitio tiene demasiado trabajo para ti sola.


Jimena se encogió de hombros.


—Ya veremos. No es fácil encontrar a la persona indicada. ¿Hay algo entre Pedro y tú?


Paula derramó sal en la barra y volvió a dirigir el chorro a su sitio.


—¿Por qué dices eso?


Jimena recogió la sal de la superficie de granito negra y la echó en la taza de café vacía que tenía Paula al lado.


—Quizá porque no puedes decir su nombre sin sonrojarte.


—¿Qué quieres que diga? No estoy orgullosa del modo en que lo ataqué el día que nos conocimos.


—Está bien. Excepto porque has llenado cuatro saleros con azúcar. Lo cual es bastante raro en ti y me hace pensar que tienes algo en mente.


Paula parpadeó. Miró el recipiente de plástico que había tomado de los estantes de Jimena y lanzó un gemido. La etiqueta decía: Azúcar.


Volvió a echar el contenido de los saleros en el recipiente.


—Vaya ayuda la mía, ¿eh? —se bajó del taburete negro—. Lo arreglaré.


Jimena la agarró por el cuello de su jersey naranja para impedirle huir.


—La sal puede esperar. ¿Qué es lo que pasa? Nunca te he visto tan distraída, ni siquiera cuando andabas loca perdida por el imbécil político Leonardo.


Paula se soltó de ella.


—Es complicado.


—¿Por qué? ¿Porque es demasiado viejo para ti?


—¡No lo es!


Su hermana sonrió con paciencia.


—Sabía que te gustaba —dijo con superioridad de hermana mayor.


Paula suspiró.


—No creo que eso me sirva de mucho —murmuró—. No está interesado en nada a largo plazo —dijo.


—Me tomaré eso como una señal de que te has dado cuenta de que Leonardo no te convenía, teniendo en cuenta que vuelves a usar palabras como «largo plazo».


Paula volvió a subirse al taburete.


—Tal vez. Pero eso no implica que sea menos humillante el modo en que me dejó.


—No tiene clase.


Pedro dijo lo mismo.


A Jimena le brillaron los ojos.


—Cada vez me gusta más.


Paula no pudo reprimir una sonrisa.


—Te gustaría —dijo—. Es un buen hombre, trabaja mucho —miró el recipiente de azúcar, pero en su mente veía sólo el rostro atractivo de él—. Y no hay nada que no esté dispuesto a hacer por sus hijos.


—Tiene dos, ¿verdad? —preguntó Jimena.


—Sí —Paula apoyó los brazos en la barra y la barbilla en las manos—. Valentina e Ivan. Ella tiene doce años y no sé qué le gusta más, si el ballet o la música rap. Que no es precisamente la música que Pedro quiere que escuche,
pero sabe que tiene que dosificar sus batallas con ella. Y Ivan tiene diez años y es mucho más listo de lo que cree. Sinceramente, es un as en ordenadores —sonrió para sí—. Debería estar en el departamento de investigación y desarrollo de HuntCom.


—¿Pedro no los tiene todo el tiempo? —preguntó Jimena.


—No, pero no por falta de ganas. Y la semana pasada los tuvo varios días porque la madre estaba de viaje. Ella también estaba en la fiesta.


—¿En la fiesta de Fiona?


—Sí. Su ex y el marido de ella están pensando irse del país y llevarse a los niños y Pedro quiere que le den la custodia compartida para poder pasar más tiempo con ellos y tenerlos con él parte del año.


—Eso me parece admirable por su parte. Hoy en día hay muchos hombres que estarían encantados de traspasar su responsabilidad a otros. Pero tú crees que Pedro no es hombre de relaciones largas.


Paula se giró en el taburete y miró a su hermana.


—Él dice que no lo es.


Jimena bajó del taburete, se acercó a la ventana y miró la calle empapada por la lluvia.


—Tu Pedro parece un hombre que viene con mucho equipaje.


—¿Y qué quieres decir con eso? —preguntó Paula.


Su hermana la miró por encima del hombro.


—Sólo lo que he dicho. Tú misma has dicho que era complicado. No te pongas a la defensiva.


Paula suspiró y se esforzó por relajar los hombros.


—Las complicaciones no acaban ahí.


Su hermana arrugó el ceño.


—¿Qué más hay?


Paula bajó las manos y sujetó el borde del taburete donde estaba sentada.


—Algunas personas de la fiesta pueden creer que estamos prometidos para casarnos —comentó.


Su hermana levantó las manos en el aire.


—¿Y por qué creen eso?


—Porque yo le dije a su exmujer que lo estábamos.


Ya estaba. Ya lo había dicho. Lo cual no hacía que su comportamiento resultara más real que antes.


Su hermana se llevó una mano a la cabeza, se soltó la coleta y metió los dedos en el pelo como si de pronto le doliera la cabeza. Se sentó en la silla más cercana.


—Y Pedro cree que es posible que se lo cuente a otros.
Paula.


—Ya te he dicho que era complicado.


—¿Por qué no empiezas por el principio y me lo explicas bien?


Paula así lo hizo. Se saltó algunos detalles íntimos… que se derretía por dentro cuando bailaba con Pedro o que sabía que, si él no le hacía caso y la seguía, lo invitaría a entrar para algo más que un café y un beso de buenas noches… pero contó a su hermana todo lo demás.


Y cuando terminó, no sabía si se sentía más agotada o aliviada.


—Le prometí que ninguna de vosotras nos traicionaríais —dijo.


Jimena soltó una risita.


—¿Y a quién podría decírselo yo?


—Ernesto, el marido actual de Stephanie, trabaja para HuntCom —le recordó Paula—. Aunque no creo que al tío Abel le importe nada de todo esto, no quiero correr el riesgo. No es un hombre muy predecible.


—Y podríamos decir que se muestra protector con nosotras.


—Exacto —Paula se bajó del taburete—. Quiero ayudar a Pedro, pero no me gustaría poner en peligro la carrera de nadie, aunque esté casado con la primera hermana de la Bruja Mala.


—No hay ninguna razón para que el tío Abel se entere de esto por mí —repuso Jimena—. Hace semanas que no hablo con él. Yo no se lo diré.


—¿Y si se lo dice mamá?


—No lo hará por la misma razón. ¿Tú tienes claras las razones por las que haces esto?


—Yo sólo quiero ayudar al nieto de Fiona —insistió Paula—. Sé que no va a llevar a nada… permanente —pero no podía evitar desear otra cosa.


—Sé que Fiona significa mucho para ti —su hermana hizo una mueca—. Pero también veo una luz en tus ojos cuando hablas de Pedro que no tiene nada que ver con su abuela. Ten cuidado, ¿vale?


—No me hago ilusiones —le aseguró Paula. Contar con el apoyo de su hermana contribuía mucho a calmarle los nervios—. Y ahora, puesto que no he llenado los saleros, te debo una por la terapia y el almuerzo.


Jimena sonrió.


—¿Y cuándo me has pagado tú algo por almorzar?


Paula se echó a reír. Las dos sabían que Jimena no aceptaría jamás dinero de ella.


—¿Pero hay algo que quieras que haga?


—No. Voy a trabajar un poco en los libros y luego me marcho.


—Bien —tomó su anorak de donde lo había dejado al final de la barra y se lo puso—. Tienes pinta de necesitar un baño largo y una copa de esos vinos italianos que te gustan —se inclinó y abrazó a su hermana, que seguía sentada cerca de la puerta—. Y contrata a otro chef para que no tengas que trabajar tanto.


Jimena le devolvió el abrazo.


—Tú procura enderezar tu vida y deja que yo me ocupe del bistró —le aconsejó—. ¿Qué te vas a poner mañana para Halloween en el café? —los empleados del café siempre se disfrazaban ese día.


Paula se encogió de hombros.


—No lo he pensado mucho.


—¿No trabajas mañana?


—Sí. Tengo el turno de mañana toda la semana. Ya pensaré en algo.


—Ve de novia —sugirió Jimena.


—Muy graciosa —rió Paula. Y salió por la puerta.


Cuando llegó a su casa, dejó salir a los perros. Les gustaba jugar en la lluvia, así que les puso las correas y los dejó fuera mientras revisaba el armario buscando inspiración para un disfraz de Halloween.


Cuando sonó el teléfono un rato después, estuvo a punto de ignorarlo, pues últimamente sólo la llamaba Quentin Rich. Pero siguió sonando, así que acabó por contestar.


—¿Paula? Soy Cheryl. Llevo horas intentando localizarte.


Cheryl era la secretaria de Fiona en la agencia.


—¿Qué ocurre?


—Fiona se ha desmayado en plena reunión hace unas horas.


A Paula se le doblaron las rodillas y se sentó en la cama.


—¿Está bien? ¿Dónde está ahora? ¿Lo sabe su familia?


—He localizado al señor Alfonso en su bufete —Cheryl le dijo el nombre del hospital al que la habían llevado—. Pero no sé qué hacer con la agencia. Todo el mundo me pregunta qué hacemos. Hay una clase de perros que se gradúa este fin de semana y sé que Fiona no ha terminado las nóminas. Nadie sabe qué hacer.


Paula respiró hondo.


—Seguid haciendo lo que hacéis normalmente —dijo—. Aaron, el entrenador jefe, sabe lo que hay que hacer para la graduación. La lista de personas que van a la graduación de los perros está ya preparada. Yo la vi en casa de Fiona —todos estarían presentes en la graduación de los perros, que sería cuando les entregaran los animales.


—¿Llamo a alguien que haga las nóminas o qué? —Cheryl parecía ya menos nerviosa—. No quiero hablar de esto, pero ninguno de nosotros podemos permitirnos perder un sueldo. Y es obvio que no puedo preguntarle al señor Alfonso en este momento.


—Pensaré en algo, Cheryl —dijo Paula, aunque no sabía qué. La oficina cerraría una hora más tarde—. No temas. Diles a todos que sigan con su trabajo y te llamo antes de que te vayas. ¿Vale?


—Vale.


La mujer colgó; parecía algo más tranquila. Paula, por su parte, sentía un nudo en el estómago. Llamó a los perros y les puso agua fresca y comida.


—Esa piel mojada tendrá que esperar —les dijo. Echó toallas secas en el suelo de la jaula para que yacieran encima y, cuando se hubieron acomodado, salió para el hospital.






UNA PROPOSICIÓN: CAPITULO 14




—Hola —Paula apareció por la misma puerta por la que había salido antes Stephanie—. ¿No hay moros en la costa?


Pedro se preguntó cuánto habría oído y decidió que daba igual. Antes de que aquello acabara, probablemente tendría que oír mucha esgrima verbal entre Stephanie y él, y así se alegraría de lavarse las manos de todos ellos.


—No hay nadie.


—Bien. Llevo diez minutos escondida en la cocina —levantó las manos y Pedro vio que llevaba dos botellas de cerveza—. ¿Quieres una?


Él tomó una de las botellas.


—¿Dónde las has encontrado?


—En el frigorífico de Fiona —sonrió ella—. El bar que ha preparado tu madre tiene muchas cosas, desde pinot grigio a limoncello, pero nada de cerveza.


—No me sorprende. Amanda considera que la cerveza es una bebida inferior —Pedro la miró—. Lo siento.


—¿El qué?


—¿Hace falta que lo preguntes? Por el encanto que es mi antigua esposa.


—No es la primera persona que cree que soy de una raza inferior —se encogió de hombros y tomó un trago de cerveza—. Además, tú no eres responsable de lo que diga ella.


Pedro frotó la cerveza fría en su palma para enfriar el impulso de tocar los rizos brillantes de ella.


—Desgraciadamente, eso no es necesariamente cierto.


Ella lo miró un segundo, y él casi olvidó lo que iba a decir. 


Pero luego ella frunció el ceño y él la miró con intensidad.


—Yo saco lo peor que hay en ella —confesó—. La hice desgraciada los pocos años que estuvimos casados y no lo ha olvidado. Y tú no eres inferior en ningún sentido. No sé cómo voy a poder darte las gracias.


—No es necesario —ella le sostuvo la mirada un momento y tomó otro sorbo de cerveza.


Él carraspeó y se concentró también en su botella. Era más seguro.


—Le he dicho que queríamos esperar a después de la fiesta para anunciarlo, pero seguramente ahora se correrá la voz rápidamente. La discreción nunca ha sido su punto fuerte.


Ella asintió.


—Fiona no se dejará engañar. ¿Y qué les vas a decir a tus hijos?


—Mi abuela no me preocupa. Siempre está de mi lado. Y en cuanto a mis hijos, sólo les diré lo que sea necesario.


Paula frunció el ceño.


—También les vamos a mentir a ellos.


Pedro ya se había dado cuenta de eso.


—Es inevitable. No puedo contarles la verdad.


—Supongo que también es mucho esperar que no se entere mi familia. Esta ciudad a veces parece demasiado pequeña. Nunca sabes quién conoce a quién. Pero no pienso mentir a mis hermanas ni a mi madre. Son discretas, puedes confiar en ellas.


—No me preocupa tu familia, pero hay algo que debo decirte. Algo que probablemente debería haberte dicho ya.


Ella lo miró de soslayo.


—Eso suena mal.


—A mí no me importa. Pero demuestra que tienes razón y la ciudad es pequeña —miró fuera. La música ahora era más animada y ningún invitado se acercaba a la casa—. Ernesto, el hombre que intenta criar a mis hijos como si fueran suyos, trabaja para HuntCom.


Los ojos de ella se enfriaron visiblemente.


—Comprendo.


Su expresión indicaba que no era así.


—Trabaja en el Departamento Legal —prosiguió él.


—¿Y qué quieres que haga con eso? —ella dejó la cerveza en una mesita antigua—. ¿Que llame al tío Abel y le pida que lo despida para que no tenga un trabajo en Europa? Me parece que tienes un plan mejor que intentar engañar al juez en tu batalla por la custodia.


Pedro le dolió su comentario.


—Yo jamás te colocaría en esa posición —repuso con sinceridad.


Dejó la cerveza y se tomó un momento para calmarse.


—Pero es la segunda vez que asumes que quiero algo de ti por tu asociación con Hunt. Te diré lo mismo que te dije la otra vez. No me interesa HuntCom ni utilizar tu conexión con ellos en beneficio propio —no incluía en eso su intento de impedir que su exmujer insultara a Paula a sus espaldas—.
Que sea eso lo que la gente ha querido de ti otras veces no implica que lo quiera yo. Sólo lo he dicho porque no quiero que se lo oigas a otro y empieces a pensar justo lo que estás pensando.


—Pues podrías habérmelo dicho antes.


—He hecho mal, ¿vale? Tú merecías saberlo todo desde el principio, pero francamente, me interesaba más convencerte de que me ayudes a seguir el consejo de mi abogado. A mí me daría igual que nunca hubieras oído hablar de Abel Hunt.


Respiró hondo.


Ella estaba allí, rígida con su vestido roto, como si esperara lo peor del mundo y él deseaba golpear a todos los que habían contribuido a meterle tanta duda dentro.


—Paula —dijo con más calma—. Soy un hombre que vive solo y construye cosas. No voy por ahí manipulando gente ni situaciones. Sólo quiero retener a mis hijos. A pesar de tus sospechas de que nadie puede querer algo de ti sólo por ti misma, te estoy diciendo la verdad. Sólo necesito que me ayudes a nivelar el campo de juego cuando vaya al tribunal.


Ella se mordió el labio inferior.


—Trabajo en un café. Apenas puedo pagar mis facturas. ¿Cómo te va a ayudar eso?


—No todo es cuestión de dinero. Yo tengo dinero de sobra para darles a mis hijos lo mismo que les puede dar Stephanie gracias a su marido. Si vas a cambiar de idea sobre esto, dímelo ahora. Porque cuanto más nos acerquemos al juicio, peor será para ti. Yo quiero probar que soy estable y ahora que Stephanie cree que estamos prometidos, si dejamos de estarlo justo antes de ir a juicio, intentará usarlo en provecho propio.


Paula se pasó los dedos por el pelo. Cerró los ojos grises y movió un poco la cabeza.


—No cambiaré de idea —abrió los ojos y dejó caer las manos. Sonrió de un modo que a Pedro le pareció muy triste—. Estoy hasta el fin, ¿vale?


Él no se dio cuenta hasta entonces del miedo que había tenido a que ella cambiara de idea.


—Vale —sentía una gran opresión en la garganta.


—¿Me haces un favor? Aunque finjamos para todos los demás, tú no finjas conmigo. La custodia de tus hijos es mucho más importante que estropear una cena de recaudación de fondos. Si crees que me estoy convirtiendo en un estorbo, tienes que decírmelo y…


Él le tomó la cara entre las manos.


—Ten un poco de fe en ti misma. Yo la tengo.


Ella parpadeó y se humedeció los labios.


—Lo intentaré.


—Bien —Pedro se dio cuenta de que le miraba fijamente el labio y dejó caer las manos—. Bien —repitió—. Ahora que hemos dejado eso claro, creo que deberíamos unirnos a la fiesta. ¿Quieres bailar?


—No se me da muy bien —ella levantó un poco la falda del vestido y sonrió con timidez—. Mi coordinación sólo parece ser buena cuando hago deporte.


—¿Y yoga?


—Supongo que eso lo hago pasablemente bien. A veces.


Pedro tomó otro sorbo de cerveza.


—¿Qué deportes haces?


—Me gusta el golf y el béisbol. El voleibol. Y en la escuela hacía atletismo. Correr, salto de altura. 


Todo lo cual requería mucha coordinación.


—Vamos fuera —sugirió él.


Ella asintió.


—Puede que Fiona abra pronto sus regalos y podamos irnos —no lo esperó, sino que salió fuera, sujetándose todavía el lateral del vestido roto.


Pedro respiró hondo y fue a seguirla, pero un brillo en la alfombra le llamó la atención.


Era una margarita pequeña. Sonrió, se la metió al bolsillo y siguió a Paula al exterior.


Fiona no parecía ni remotamente dispuesta a abrir regalos. Aunque se había quejado mucho de la fiesta, estaba en el centro de la pista bailando con el padre de Pedro.


Éste se situó detrás de Paula, que se había parado a mirar desde el borde de la pista. Había bastante gente, lo que le permitía estar tan cerca de ella que podía oler el frescor a limón de su pelo. Y cuando una pareja los rozó al salir de la pista, fue lo más natural del mundo rodearle la cintura con el brazo para evitar que cayera de lado.


Ella alzó la vista hacia él y sus ojos parecían más oscuros, ahumados, a la luz de las bombillas de la carpa.


—Gracias —dijo.


Pedro asintió con la cabeza. Sentía la curva natural de la cintura de ella bajo la tela sedosa del vestido.


—Fiona y tu padre bailan mejor que nadie.


Él volvió a asentir y se obligó a apartar la vista del rostro de ella. En el lado opuesto de la pista de baile, vio a su madre del brazo de Stephanie. Por suerte, las dos parecían muy interesadas en su conversación y no prestaban atención a nada más.


Unos minutos después, la canción de ritmo rápido dio paso a algo más lento y Pedro oyó la risa de su abuela entre la gente que salía de la pista.


—Este ritmo es más de mi gusto —musitó Pedro a Paula—. ¿Te apetece?


—Supongo que ya no puedo estropearme más el vestido —ella le tomó la mano y avanzaron hacia la pista.


Fiona pasó a su lado con una sonrisa de benevolencia.


—Eso era lo que quería ver —siguió su camino—. ¿Dónde está ese muchacho con los cócteles?


—Espero que yo esté tan fabulosa como ella cuando tenga su edad —musitó Paula, en brazos de Pedro.


—Ya eres fabulosa ahora.


Ella sonrió.


—Eso lo dices porque he aceptado tus planes.


Apenas si podían moverse en la pista atestada. Pedro le puso un nudillo debajo de la barbilla, la subió hacia arriba y la miró a los ojos.


—Lo digo porque es verdad.


Nunca había pensado que su pulgar tuviera vida propia, pero
evidentemente, era así, pues empezó a moverse por el labio inferior de ella.


—No olvidemos lo que estamos haciendo aquí —musitó la joven.


La mano izquierda de él también parecía independiente, pues decidió atraerla más hacia sí.


—Lo que de verdad hago —musitó él—, es intentar no besarte ahora mismo.


Ella echó atrás la cabeza y sus largos rizos le hicieron cosquillas en la mano con la que le apretaba la espalda.


—¿De verdad?


—No te sorprendas —le recordó él—. Empezaste tú.


Ella tragó saliva y el gesto ardió a través de él tan repentino como la llama de una cerilla. Sólo que aquella llama no se iba a consumir tan rápida ni tan fácilmente. Y en aquel momento no le importaba. Apretó los dedos en la espalda
de ella y sintió las manos femeninas subir por su pecho, por su hombros.


—¡Oh! Lo siento mucho.


Pedro apenas oyó la exclamación, pero Paula se apartó de él.


—No es culpa suya —musitó sin aliento.


Pedro comprendió entonces que la mujer que bailaba a su lado había pisado el vestido de Paula, que había olvidado sujetarlo, y había hecho el desgarrón diez veces más grande y diez veces más visible.


Paula se ruborizó y no lo miró a los ojos cuando la volvió hacia él.


—Tengo que irme.


—Sólo es un desgarrón.


—Lo sé —ella retrocedía ya, física y mentalmente—. Pero tengo que hacer algo con él. Por suerte, no tengo que ir lejos.


—Te acompaño.


—No, quédate. Fiona te echará de menos. Nos… luego. Más tarde…


Parecía muy asustada, así que él se metió las manos a los bolsillos para impedirles que tuvieran más ideas propias y la dejó marchar.


—De acuerdo.


Ella salió deprisa del calor y la luz de la tienda. Pedro la observó correr con los tacones altos y el vestido roto por el césped en dirección a su casita.


Parecía Cenicienta retirándose del baile.


Él tocó la horquilla que tenía en el bolsillo.


Desgraciadamente, en aquella historia no había ningún príncipe, porque él hacía tiempo que había dejado de creer en finales felices