viernes, 12 de marzo de 2021

TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 9

 


Desde el vestíbulo, Pedro observó cómo Pau se daba la vuelta y seguía a Rosa por el siguiente tramo de escaleras. Si había algo de lo que él se enorgullecía, era del control que era capaz de ejercer sobre sus sentimientos y reacciones. Sin embargo, por alguna razón, su mirada, que normalmente era tan obediente a sus órdenes, se rebelaba para centrarse en las bien torneadas piernas de Pau.


A la edad de dieciséis años, esas piernas eran tan esbeltas como las de una potrilla. Era tan sólo una niña convirtiéndose en mujer, con menudos y erguidos senos que se apretaban contra las estrechas camisetas que solía llevar. Tal vez se comportaba hacia él con fingida inocencia, que implicaba miradas robadas y mejillas sonrojadas. Sin embargo, no había tardado en ver la verdadera realidad de lo que era: una persona promiscua sin moral u orgullo algunos. ¿Sería así por naturaleza o porque se había visto privada de padre?


El sentimiento de culpabilidad jamás podía escapar a su conciencia. ¿Cuántas veces a lo largo de los años había deseado no pronunciar aquellas inocentes palabras que habían terminado por provocar un final forzado en la relación que había entre su tío y su niñera? Un sencillo comentario realizado a su abuela sobre el hecho de que Felipe se había reunido con ellos en una excursión a la Alhambra había sido el desencadenante de todo lo ocurrido después.


La duquesa jamás hubiera permitido que Felipe se casara con una mujer que ella no hubiera elegido. Jamás hubiera permitido que una niñera fuera la futura esposa de un hombre cuya sangre era tan aristocrática como la de su familia adoptiva.


A sus siete años, Pedro no había comprendido lo que podría ocasionar, pero se había dado cuenta muy rápidamente de las consecuencias de su inocencia cuando vio que la amable niñera inglesa a la que tanto quería era despedida y enviada a su casa. Ni la madre de Pau ni Felipe se opusieron a la autoridad de la anciana. Ninguno de los dos sabía que la joven había concebido un hijo, una niña cuyo nombre no se mencionaba nunca, a menos que lo hiciera la propia duquesa para recordarle a su hijo adoptivo la vergüenza que les había causado al rebajarse dejando embarazada a una niñera. ¡Qué justificada habría creído la anciana su acción si hubiera vivido lo suficiente para saber en lo que se había convertido la hija de Felipe!


Pedro se había apiadado de la madre de Paula cuando los dos regresaron de una cena en Londres y descubrieron que, no sólo Paula estaba celebrando una fiesta que no había sido autorizada, sino que también la joven estaba arriba, en el dormitorio de su madre, con un adolescente borracho.


Cerró los ojos y volvió a abrirlos. Había ciertos recuerdos que prefería no revivir: el día en que había delatado la aventura amorosa de su niñera; la noche que su madre entró en su dormitorio para decirle que el avión en el que viajaba su padre se había estrellado en América del Sur sin supervivientes; la noche en la que vio a Paula tumbada sobre la cama de su madre sin que le importara nada lo que había hecho… Sin que le importara nada él.


En aquel entonces, él tenía veintitrés años y se sentía abrumado por el efecto que Paula tenía sobre él. Le repugnaba el deseo que sentía hacia ella, atormentado por ello y por su propio código moral, un código que le decía que un hombre de veintitrés años no podía tener nada con una niña de dieciséis. La diferencia de siete años separaba la infancia de la edad adulta y representaba un abismo que no podía salvarse, igual que la inocencia de una niña de dieciséis años no podía robarse de aquella manera.


Siete años después, aún podía saborear la ira que le había amargado el corazón y abrasado el alma, una ira que la presencia de Paula en Granada estaba reavivando. Cuanto antes terminara todo aquel asunto y Paula estuviera de vuelta en un avión al Reino Unido, mucho mejor.


Cuando Felipe estaba agonizando y él le dijo a Pedro lo mucho que se arrepentía de algunas cosas de su pasado, éste lo animó a compensar a su hija a través del testamento. Sin embargo, lo había hecho por el bien de su tío, no por el de Paula.



TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 8

 


EN el rellano del primer piso, Rosa rompió el tenso silencio que había entre ellas.


–Entonces, ¿habla español?


–¿Y por qué no? –le desafió Pau–. A pesar de lo que Pedro quiera pensar, no tiene el poder de evitar que yo hable el que, después de todo, era el idioma de mi padre.


No iba a admitir delante de Rosa, ni de nadie más, que en su adolescencia, el sueño de poder conocer algún día a su padre la había llevado a trabajar repartiendo periódicos para pagarse unas clases de español que sospechaba que su madre no quería que tomara. De hecho, sabía que su madre había tenido miedo de que ella hiciera cualquiera cosas que le conectara con el lado español de la familia. Por eso, para no disgustarla, había tratado de que su madre no comprendiera lo mucho que ansiaba saber más de su padre y del país en el que él vivía. La quería demasiado como para hacerle daño.


–Bien, ciertamente no has sacado el espíritu de tus padres –le espetó Rosa–, aunque debería advertirte que es mejor que no levantes armas contra Pedro.


Pedro no tiene autoridad alguna sobre mí –replicó Paula con vehemencia–. Jamás la tendrá.


Un movimiento en el vestíbulo le llamó la atención. Se dio la vuelta y vio que Pedro seguía allí. Debía de haberla oído, lo que sin duda era la causa de la severa mirada que le estaba dedicando. Probablemente, querría tener cierta autoridad sobre ella para así haberle impedido viajar a España igual que años antes le había prohibido tener contacto alguno con su padre.


Recordó la escena ocurrida años atrás. Podía verlo en su dormitorio, con la carta que ella le había enviado a su padre semanas antes, una carta que él había interceptado. Una carta escrita desde la profundidad de un corazón de dieciséis años a un padre que ansiaba conocer.


Todos los sentimientos que había empezado a sentir hacia Pedro habían quedado rotos en pedazos en aquel mismo instante para convertirse en pedazos de ira y amargura.


–Pau, cariño, debes prometerme que jamás volverás a intentar ponerte en contacto con tu padre –le había advertido su madre con lágrimas en los ojos después de que Pedro hubiera regresado a España y las dos volvieran a estar solas.


Por supuesto, Paula se lo había prometido sin dudarlo. Quería demasiado a su madre para querer disgustarla.


¡No! No debía permitir que Pedro la devolviera a aquel lugar vergonzoso que había mancillado su orgullo para siempre. Su madre había comprendido lo que había ocurrido. Había sabido que Pau no era la culpable.


La madurez le había hecho comprender muchas cosas. Dado que su padre siempre había sabido dónde estaba, podría haberse puesto en contacto con ella muy fácilmente. El hecho de que no lo hubiera hecho era muy revelador. Después de todo, ella no era la única persona en el mundo que no quería ser reconocida por su padre. Cuando su madre murió, Paula decidió que había llegado el momento de seguir adelante con su vida y de olvidarse del padre que la había rechazado.


Jamás sabría qué era lo que había hecho que su padre cambiara de opinión. Jamás sabría si había sido el sentimiento de culpabilidad o de arrepentimiento por las oportunidades perdidas lo que lo había empujado a mencionarla en su testamento. Sin embargo, lo que Paula sí sabía era que en aquella ocasión no iba a permitir que Pedro dictara lo que podía o no podía hacer



TORMENTOSO VERANO: CAPÍTULO 7

 


Pensar en lo mucho que habría sufrido su madre le causó un profundo dolor en el pecho. Recordó que, al final, Pedro, había tenido mucho que ver con el dolor y la humillación que había sufrido su madre. Se apartó inconscientemente de él, lo que provocó que resbalara sobre el empedrado del suelo, que se torciera el tobillo y que perdiera el equilibrio.


Inmediatamente, Pedro la sujetó agarrándola por la parte superior de los brazos. El instinto de Paula le decía que se apartara inmediatamente de él, que le obligara a soltarla y que le dejara muy claro lo poco bienvenidas que eran sus atenciones. Sin embargo, él se movió rápidamente y la soltó con un gesto de disgusto, como si tocarla lo manchara. La ira y la humillación se apoderaron de ella, pero no había nada que pudiera hacer más que darle la espalda. Se sentía atrapada y no sólo por estar en un lugar en el que no quería, sino también por su propio pasado y el papel que Pedro había representado en él. El desprecio de Pedro se transformaba en una prisión para la que no había escapatoria.


Pau pasó por delante de él y entró en la casa. Se quedó inmóvil en el fresco vestíbulo, desde el que se admiraba una magnífica escalera. Los retratos colgaban de las paredes, aristócratas españoles que, ataviados con lujosas ropas o con uniformes militares la contemplaban con rostros duros e inexpresivos. Tenían una profunda expresión de arrogancia y desdén, muy parecida a la de Pedro, su descendiente.


Una puerta se abrió para dejar paso a una mujer de mediana edad, baja estatura y regordeta figura. Tenía unos vivos ojos pardos que examinaron a Paula rápidamente. Aunque iba sencillamente vestida, su actitud recta y sus modales en general la delataban.


Se dio cuenta de que se había equivocado cuando Pedro dijo:

–Deja que te presente a Rosa. Está a cargo de la casa. Ella te mostrará tu dormitorio.


El ama de llaves se dirigió hacia Pau sin dejar de observarla. Entonces, se volvió de nuevo a mirar a Pedro y en español le dijo:

–Mientras que su madre tenía el aspecto de una palomilla, ésta tiene la mirada de un halcón salvaje que aún no ha aprendido a acudir al cebo.


La ira se reflejó en los ojos de Pau.


–Hablo español –anunció, casi temblando con la fuerza de su ira–. No hay cebo alguno que me pudiera tentar a acudir a mano alguna de los que habitan en esta casa.


Tuvo tiempo de ver la mirada de hostilidad que Pedro le dedicó antes de darse la vuelta y dirigirse hacia las escaleras, haciendo que Rosa tuviera que seguirla.