lunes, 2 de marzo de 2015

¿ME QUIERES? : CAPITULO 20





Se sentía insultado y con razón. Paula jugueteó con las perlas. ¿Aprendería alguna vez a decirle a aquel hombre lo que debía? Una vida entera aprendiendo etiqueta y todavía no era capaz de ser diplomática cuando más lo necesitaba. 


No era la mujer serena y fría que siempre había creído ser. 


Qué ironía pensar que podría haber sido reina cuando no era capaz ni de gobernar sus emociones cuando más lo necesitaba.


–Tienes razón –le dijo–. Siento haber sugerido que era yo la única que debería haber mantenido el control.


–Sé que crees que debes tener el control todo el tiempo, pero no funciona así, Paula. Eres un ser humano. Puedes cometer errores.


Ella dejó caer la vista.


–Ya lo sé –y si no lo sabía, lo estaba aprendiendo.


–No estoy muy seguro de ello. Vives pendiente de la agenda y de todo ese maldito entrenamiento que tuviste que hacer para convertirte en la esposa de Alejandro. Crees que controlar con rigidez cada momento de tu vida evitará que flaquees.


–Nadie quiere hacer el ridículo –afirmó Paula en su defensa.


Y sin embargo, en ese momento le parecía una defensa muy débil. Había hecho más el ridículo en el último mes que en toda su vida y ahí seguía. Todavía aleteando.


–Por supuesto que no. Pero si no te importara tanto, nadie tendría poder para hacerte ese tipo de daño.


–Para ti es fácil decirlo –le espetó. Se sentía atrapada por todas partes. Pedro no sabía lo que había tenido que pasar, y a lo que tendría que enfrentarse si alguien se enteraba de que estaba embarazada antes de que estuviera preparada para contarlo. Santina y Amanti eran mucho más conservadores que el mundo en el que vivía Pedro–. ¿Cuándo has sido tú objeto de atención negativa? ¿Cuándo ha dicho alguien algo de ti que no fuera halagador? –inquirió.


Pedro la miró con tanta intensidad que sintió la necesidad de bajar la vista. Pero no lo hizo. Se mostraría valiente y firme ante lo que tuviera que decirle. Y eso que tenía la certeza de que no iba a gustarle.


–Antes de que yo naciera, dulce Paula, mi padre tuvo una aventura con mi madre estando todavía casado –su sonrisa era fría–. Omar estaba en lo más alto de su carrera futbolística y era muy popular. Cuando la noticia del embarazo salió en la prensa, su primera mujer se divorció de él. Omar negó que él fuera el padre, por supuesto. No se habló de otra cosa durante semanas. Puedes buscarlo en Internet si tienes curiosidad.


Sonaba distante, frío, pero Paula sabía que todavía tenía que dolerle.


–Pero ahora eres un Alfonso –comentó, no sabía qué más decir.


–Sí. Eso fue otra ganga para los periódicos sensacionalistas. Yo tenía diez años cuando mi madre murió en un accidente provocado por el alcohol y no solo heredé su dinero, sino también la prueba de ADN que había hecho para demostrar la paternidad. Tras el paso por los tribunales, Omar decidió finalmente hacer lo correcto.


A Paula le dolía el corazón por el niño que había sido. Había perdido a una madre que le quería y se había visto obligado a vivir con un padre que había intentado renegar de él.


–Debió ser muy difícil para ti –murmuró.


Pedro se encogió de hombros como si no tuviera importancia.


–Eso fue hace mucho tiempo. Ya lo he superado.


–Pero eso no quita el dolor –¿cómo se podía olvidar que alguien te había rechazado? Ella había crecido en una casa en la que la adoraban. La hija guapa, inteligente y brillante. Y sin embargo, le dolía haber fallado a sus padres y a los reyes de Santina porque Ale no había querido quedarse con ella.


–Eres una criatura muy sensible, ¿verdad? –le preguntó Pedro–. Has vivido tu vida en una burbuja con terror a salir de ella. Pero ahora estás fuera, Paula, y puedes elegir. Sé valiente, enfréntate a ello o húndete y deja que te derroten. Se enterarán de lo del embarazo. No puedes mantener un secreto así en nuestro círculo. ¿Estás preparada para ello?


Paula se llenó los pulmones de aire. ¿Lo estaba? Porque sabía que Pedro tenía razón. Aquel secreto no podría mantenerse durante mucho tiempo más.


–Por eso estoy aquí, Pedro. Estoy intentando prepararme para ello de la mejor manera que sé.


–Entonces espero que cuando salte la noticia, no sufras.


–Si sufro lo superaré. He practicado mucho últimamente –lo dijo para hacerse la valiente, pero por dentro estaba temblando.


Pedro le tomó la mandíbula entre los dedos y le sostuvo la mirada.


–Eres una dama dragón, Paula. La mujer más fuerte y valiente que conozco. Has sobrevivido a un accidente de aviación, dos días en una isla desierta y a los ataques de la prensa. Y siempre con elegancia y dignidad. Sobrevivirás a esto también.


Las palabras de Pedro le atravesaron el alma. Nadie le había dicho nunca que fuera valiente ni fuerte.


–Esa es mi intención –murmuró.


–Excelente.


Pedro le elevó la barbilla y luego se inclinó para besarla. El contacto de sus labios supuso un impacto placentero. Sintió sus labios cálidos contra los de ella, su boca más exigente de lo que lo había sido en la calle frente a la consulta del doctor Clemens. Paula se fundió en su beso, aunque se dijo que debía ser más reservada con él. Más cuidadosa. La única persona que podía salir escaldada de aquella situación era ella.


Pedro era famoso por sus aventuras con las mujeres. Lo que significaba un mundo para ella, no era más que un pasatiempo para él.


Pero tanto si le gustaba como si no, sentía algo por Pedro


Lo sabía desde hacía un mes, aunque se lo había negado una y otra vez. Pedro le hacía sentir cosas que Ale nunca le había despertado. Se sentía bella, viva. Deseada, necesitada.


Pedro le deslizó la lengua por la comisura de los labios y ella los abrió, incapaz de contener el gemido que se le escapó cuando sus lenguas se encontraron. Era el único hombre al que había besado de verdad. Y no se sentía en desventaja por ello. Estaba segura de que ningún otro hombre podría besarla así.


La estrechó contra sí y el calor de su cuerpo le traspasó la piel. Pedro le echó la cabeza hacia atrás para tener mejor acceso y le sujetó la mandíbula con una mano mientras que le pasaba la otra por la cintura. El contacto de sus dedos la quemó a través de la tela de la blusa y la chaqueta.


Pedro era su criptonita, la debilitaba hasta que ya no podía resistirse.


–Te he echado de menos –murmuró él.


Pedro, yo…


Él volvió a besarla otra vez y Paula olvidó lo que iba a decir. 


Pero la mente se le aceleró y la llevó a la noche anterior, cuando le vio salir del edificio del Grupo Leonidas. No parecía haberla echado en absoluto de menos. Le dio un empujón suave pero firme en el pecho y Pedro la miró con los ojos entornados. La sensualidad era tan natural para él como respirar. Paula sintió el deseo de volver a pederse entre sus brazos y en la promesa de sus ojos oscuros.


Pero no podía hacerlo.


–Anoche estabas con Daniela. Si yo no hubiera aparecido…


Pedro dejó escapar un suspiro de frustración y la miró.


–Eres consciente de que soy capaz de pasar sin sexo más de un día, ¿verdad? Tal vez incluso semanas. Que me hayas visto con una mujer no significa que me haya ido a la cama con ella.


Paula sintió una punzada de culpabilidad. Una vez más le estaba acusando de pensar con el pene. Una pequeña parte de ella, una parte celosa, insistía en que tenía que ser verdad. Era Alfonso, el rompecorazones.


–Pero tenías pensado hacerlo.


–Seguramente –aseguró él sin ningún pudor–. Pero no hasta dentro de una semana o dos. Tal vez más.


Paula resopló por la nariz, irritada y avergonzada al mismo tiempo.


–Entonces siento haberte estropeado el plan.


Leo esbozó una sonrisa depredadora que le provocó un escalofrío de la cabeza a los pies.


–Yo no –murmuró–. Ahora tengo un plan mucho, mucho mejor.




¿ME QUIERES? : CAPITULO 19





Ocho semanas de embarazo. No parecía posible y, sin embargo, el médico le explicó que las cuentas se hacían partiendo del día de su última menstruación y no de la fecha de concepción. Paula se quedó mirando la habichuela de la pantalla con los ojos llenos de lágrimas. Estaba esperando de verdad un bebé. El hijo de Pedro. Giró la cabeza para mirarle. Estaba sentado a su lado con la vista clavada en la pantalla. Extendió la mano hacia él sin pensarlo y Pedro se la estrechó.


Durante un breve instante pensó que todo podría salir bien. 


Que protegerían juntos a su hijo. Que le querrían. Entonces el médico encendió el doppler y el sonido del corazón del bebé inundó la sala. Latía tan deprisa que Paula pensó que algo iba mal.


–El latido es perfectamente normal, señora Alfonso –dijo el médico cuando la escuchó gritar.


–No soy… –se detuvo y tragó saliva. Se sentía culpable, como si el médico tuviera derecho a saber que no era en realidad la mujer de Pedro todavía.


Pedro había rellenado los papeles y ella no se había molestado en comprobar los datos. Eso le recordó que aquello no era más que un acuerdo. No criarían a su hijo juntos, al menos no en el sentido tradicional. Pedro no la amaba. Una oleada de tristeza se apoderó de ella ante aquella certeza.


–Gracias –le dijo al médico–. Es un alivio saberlo.


El resto de la consulta fue pura rutina. El médico le hizo preguntas, le recetó un medicamento para las náuseas y concertó una nueva cita para dentro de un tiempo.


Luego se subió otra vez al coche de Pedro y dejaron atrás la consulta del doctor Clemens. Paula se mordió el interior del labio. Sentía un dolor en el pecho que no se le iba. No era un dolor físico, sino emocional. ¿En qué clase de lío se había metido? ¿Qué le había llevado a pensar que podía irrumpir en la vida de Pedro y pedirle que se casara con ella por el bien del bebé? ¿Qué la había llevado a pensar que podría hacerlo y permanecer intacta? Estar sentada en aquella sala con la mano de Pedro en la suya escuchando el latido del corazón de su hijo había sido el momento más importante de su vida. ¿Cómo no reconocer que se lo debía a Pedro, al menos en parte?


–¿Cómo te sientes? –le preguntó él.


¿Cómo se sentía? Perdida, confundida y sola. Insegura. 


Pero parpadeó para librarse de las lágrimas y se giró hacia él.


–Estoy bien.


Pedro sonrió y a Paula le dio un vuelco al corazón. ¿Por qué tenía que ser tan encantador cuando ella estaba tratando de mantener una distancia emocional? ¿Por qué no podía seguir malhumorado y con el ceño fruncido?


–Ha sido un poco abrumador –admitió él.


–Sin duda –Paula sonrió también, aunque le temblaban algo los labios. Confiaba en que Pedro no lo hubiera notado–. Supongo que esa sensación va a durar todavía un poco.


Pedro suspiró con expresión atribulada.


–Creo que tienes razón.


Ella se mordió el labio y apartó la vista. Le dolía verle así. 


Como si todo en su vida hubiera tenido sentido hasta que apareció ella.


–Lo siento, Pedro.


Él pareció sorprendido.


–¿Por qué?


Paula aspiró con fuerza el aire. Le quemaba el corazón.


–Por todo. Si hubiera sido más fuerte en la isla…


–Basta –la interrumpió él con tono bruscamente seco–. Yo estaba allí, Paula. Sé lo que ocurrió tan bien como tú. Y tengo tanto que ver como tú en la decisión que nos ha traído hasta aquí. Deja de insinuar que esta situación es únicamente culpa tuya.


–No quería decir eso.


Pero sí había querido decirlo. Quería decir que el no era más que un hombre, un seductor que había actuado siguiendo su instinto y que ella era la que tenía que haber sido lo suficientemente lista y contenida como para detener su atracción sexual antes de que se le fuera de las manos. En realidad le estaba acusando indirectamente de pensar con el pene.


O de no pensar y punto.




¿ME QUIERES? : CAPITULO 18






Paula durmió muy bien a pesar del estrés del día anterior. Se levantó tarde, pidió el desayuno en la habitación y se vistió sin prisa con unos pantalones azul marino y una camisa color crema de botones pequeños que le llegaba casi al cuello. Se dejó el último sin abrochar para poder ponerse las perlas y se recogió el pelo en una larga y gruesa cola de caballo que dejó algo suelta en la base del cuello. Era una variación de su habitual peinado, pero le apetecía hacerlo.


Dejó el cepillo y suspiró mirando su reflejo en el espejo. 


Debería estar contenta. Pedro había dicho que se casaría con ella. Su hijo estaría a salvo del escándalo. Y sin embargo, lo que él había dicho la noche anterior todavía la reconcomía. ¿Quería casarse por el bien del niño o por el suyo propio?


Creía que lo hacía por el bebé, pero una parte de ella le decía que no. Que Pedro tenía razón y que, en realidad, temía por ella. ¿Tan cobarde era?


Pensó en los titulares el día después de que saliera la primera foto de Ale besando a Alicia Alfonso. Se quedó asombrada con la noticia de que le había comprado un anillo de compromiso a aquella mujer cuando ella llevaba todavía el anillo oficial.


Y entonces los periodistas empezaron a llamarla a todas horas, de día y de noche, en busca de una declaración, tratando de pillarla con la guardia bajada. Queriendo humillarla más de lo que ya estaba. Entonces se recluyó en Amanti y rezó para que pasara la tormenta. Eso no sucedió, pero al menos la atención disminuyó, porque la prensa se centró más en el inesperado romance de Ale y Alicia.


Incluso el accidente con Pedro solo le había granjeado un poco de atención, más por las espectaculares circunstancias del accidente y del rescate que porque hubiera estado a solas con un reconocido playboy. Le había sorprendido, pero se lo tomó como un regalo.


Sin embargo, cuando se casara con Pedro, cuando saliera a la luz su secreto, todo cambiaría. Solo confiaba en que la tormenta pasara rápidamente y fuera libre para vivir su vida lejos del foco de la prensa.


Pedro llegó a las once menos cuarto en punto, tal y como había prometido. A Paula le dio un vuelco al corazón al verle. 


Llevaba puesto un traje gris con camisa granate desabrochada al cuello. Era estilosa y atrevida y le quedaba a la perfección.


–He concertado una cita con el mejor ginecólogo de la ciudad –le dijo Pedro–. Tenemos que irnos ya si queremos llegar a tiempo.


–¿Es necesario? –preguntó ella agarrándose al quicio de la puerta–. Me encuentro perfectamente y preferiría buscar a alguien en Amanti cuando nos hayamos casado.


Pedro frunció el ceño.


–No sé cuándo tienes pensado celebrar la boda, Paula, pero no será hoy. Y no será en Amanti. Nos casaremos aquí. Y viviremos aquí.


–No puedo quedarme en Londres –aseguró ella al instante–. Soy la embajadora de Turismo de Amanti. Tengo cosas que hacer. Una casa, familia…


–Entonces vuelve a Amanti –dijo Pedro con tirantez.


Paula apretó los dedos con tanta fuerza que se le pusieron los nudillos blancos.


–No puedo hacerlo.


–Entonces tenemos una cita a la que acudir, ¿verdad? –Pedro se giró sin esperar respuesta y se dirigió por el pasillo hacia el ascensor.


Ella agarró el bolso y una chaqueta ligera y le siguió malhumorada. Bajaron en ascensor a la planta baja y salieron al sol del limpio día londinense. Un minuto después estaban en la limusina de Pedro atravesando la ciudad.


–No he venido para quedarme –dijo Paula con frialdad, aunque el pulso le latía con fuerza bajo la piel.


Pedro giró la cabeza para mirarla.


–¿Esperas que deje mi trabajo y me mude a Amanti solo porque tú quieres?


–No, pero seguro que podemos encontrar una solución.


–¿Qué sugieres? –le preguntó él.


Paula se encogió de hombros.


–Podría volver a Amanti después de la boda. Tú podrías venir a visitarme de vez en cuando…


–Ni hablar –afirmó Pedro–. ¿No escuchaste nada de lo que te dije anoche?


A Paula le ardieron las orejas.


–Sí, te escuché.


–Entonces sabrás que por ahora nos quedamos aquí.


–¿Por qué? –le espetó Paula–. Tú en realidad no quieres
casarte ni estar conmigo, entonces ¿por qué hacer las cosas más difíciles de lo necesario?


Pedro tenía una mirada fría. Carente de emociones. Y sin embargo, a ella le pareció ver un brillo tras aquellos ojos marrones.


–¿Cómo sabes tú lo que yo quiero, dulce Paula?


Ella dejó caer la cabeza y se quedó mirando el bolso que estaba agarrando con fuerza en el regazo.


–No quiero que finjas, Pedro. Sé que esto no es fácil para ti, y te agradezco que estés dispuesto a ayudarme.


Él emitió un sonido que hizo que Paula levantara la cabeza. 


Se dio cuenta de que tenía una expresión furiosa.


–Actúas como si esto hubiera sido una concepción divina. Creo que hacen falta dos para crear un bebé.


–Ya lo sé –murmuró ella.


–Entonces deja de atribuirme motivos que te hacen sentir superior.


Sus palabras le dolieron.


–No es eso en absoluto –le dijo–. Pero tengo ojos, Pedro, y sé cuándo alguien no es feliz. Preferirías haberte levantado esta mañana al lado de la encantadora Daniela y no tener que llevarme a mí al médico, así que no te hagas el ofendido por lo que te digo. Preferirías que este bebé no existiera y que yo hubiera regresado a Amanti y no fuera más que un recuerdo.


Pedro se inclinó hacia ella y apretó la mandíbula.


–Si siempre eres así de encantadora, no me extraña que el príncipe Alejandro haya encontrado a mi hermana más atractiva.


A Paula se le puso la piel de gallina y sintió un dolor profundo, como si la hubieran apuñalado.


–¿Siempre eres así de cruel?


–Depende –contestó Pedro–. ¿Tú siempre eres tan mojigata?


Ella se le quedó mirando fijamente durante un largo instante. 


Pero de pronto se sintió completamente derrotada, como si la vida hubiera conspirado para derribarla cuando estaba en su punto más bajo. Se cubrió la cara con las manos y aspiró con fuerza el aire.


–Estoy tratando de hacer lo correcto –dijo con voz débil. Y eso la molestó. Ella no era débil, qué diablos. Era fuerte, necesitaba serlo para proteger a su bebé.


Dejó caer las manos y alzó la barbilla. No se acobardaría frente a él.


–Aquí está la dama dragón –murmuró Pedro–. Ojalá la sacaras a pasear cuando la prensa se burla de ti.


–Esa es una batalla imposible de ganar –afirmó Paula con petulancia–. Prefiero reservar mi energía para otras cosas.


La llama que había visto en los ojos de Pedro volvió a cobrar vida.


–Sí, tal vez sea una buena idea después de todo.


Paula sintió que se sonrojaba. Frialdad. Debía mostrarse fría. 


Tal vez ya no fuera una futura reina, pero no había pasado años aprendiendo a ser serena e impasible en vano. 


Mantuvo la cabeza alta, decidida a mostrarse profesional.


–¿Cuándo podemos casarnos?


Pedro se rio entre dientes.


–Lo estás deseando, ¿verdad?


Paula sintió el calor hasta en la raíz del pelo. Cruzó las temblorosas manos sobre el bolso.


–Estoy deseando seguir adelante con el plan antes de que se me empiece a notar –afirmó.


–Harán falta al menos dos semanas, tal vez tres.


Paula se quedó boquiabierta.


–¿Tres semanas?


–Haré lo que pueda, pero dos semanas es lo mínimo. Y para entonces todavía no se te notará.


–Podríamos ir a Amanti –sugirió ella–. El tiempo de espera es una semana.


Pedro negó con la cabeza.


–No vale la pena, Paula. Además, en este momento no puedo dejar el trabajo.


–Lo dejaste para ir a la fiesta de anuncio de compromiso en Santina –le recordó.


–Sí, y perdí varios días cuando nos estrellamos en la isla. Perder el contacto con la junta de directivos durante las negociaciones para la compra de un terreno en Brasil resultó algo caótico.


A Paula no le gustaba el retraso, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Ya sabía que cuando naciera el niño todo el mundo echaría cuentas. ¿Qué importancia tenían dos o tres semanas?


Apartó la cara de él. La limusina se había detenido en Marble Arch, donde los turistas hacían fotos y observaban maravillados la blanca estructura. Parecían tan felices y libres que Paula sintió una punzada de envidia. ¿Cuándo se había sentido ella así?


En la isla, le susurró una voz.


Aunque no era del todo cierto. Sí tenía preocupaciones entonces: si les rescatarían, qué diría la prensa y cosas así. 


Pero se sentía una persona diferente, una persona sin tantas preocupaciones, una persona capaz de nadar desnuda con un hombre guapísimo y hacer el amor con él sin inhibiciones en una playa escondida.


Apretó con más fuerza la correa del bolso. Todavía podía verle desnudo, su cuerpo dorado, duro y perfecto bajo el sol mediterráneo. Pedro la había hecho sonreír en la isla. Reírse. Gemir, estremecerse y suplicar.


Eso había significado mucho para ella, pensó. Demasiado. 


Pedro regresó a Londres y continuó su vida como siempre, pero ella no había dejado de pensar en él.


La desesperación amenazó con apoderarse de su alma, pero se negó a permitirlo. Sí, había perdido al hombre al que estaba prometida y también al hombre al que se había entregado. ¿Y qué?


Y estaba esperando un hijo. Tenía cosas más importantes de las que preocuparse.


A pesar del tráfico, llegaron con unos minutos de antelación a la consulta del ginecólogo, situada en una tranquila casa de estilo georgiano que había en una calle adyacente. Pedro salió del coche primero y miró en todas direcciones.


Paula sintió un nudo en la garganta mientras se sentaba en el extremo del asiento y ponía un pie en la acera.


–¿Ves a alguien?


–No –afirmó él–. Pero no viene mal estar atento.


No, desde luego que no. Paula no sabía cuánto tardaría la prensa en descubrir su paradero, pero suponía que no sería mucho teniendo en cuenta que la familia de Pedro tenía tendencia a aparecer en los periódicos sensacionalistas con bastante frecuencia.


Al bajarse del coche, Paula metió el tacón en una rejilla y se agarró del brazo de Pedro para no perder el equilibrio. Él la atrajo hacia sí con fuerza y la estabilizó pasándole el brazo por la cintura.


Era la primera vez que estaba tan cerca de él desde la isla, y Paula tragó saliva mientras le ponía las manos en el pecho. 


Se quedaron así durante un largo instante, mirándose. 


Entonces él le deslizó la vista hacia la boca.


Paula contuvo el aliento, sorprendida al darse cuenta de las ganas que tenía de besarle. Pedro le deslizó los dedos por la
mandíbula y ella cerró los ojos. Los labios de Pedro reclamaron los suyos de un modo tan sutil que se preguntó si había sucedido de verdad.


El corazón le latía como un pájaro enjaulado. Quería que el beso fuera más apasionado, más intenso y, sin embargo, había sido perfecto así. Tan dulce y tierno.


Pedro alzó la cabeza y la apartó de sí, tomándola de la mano para guiarla a la consulta del médico.