domingo, 16 de febrero de 2020

TE ODIO: CAPITULO 43





—Espero que estés contento —dijo Mariano.


Pedro paseaba de un lado a otro bajo la carpa de los pilotos. Había comprobado el motor de su máquina por enésima vez, pero intuía que algo no iba bien, no sabía qué.


—Estoy encantado —contestó—. Otra oportunidad para ganarte.


Su hermanastro se cruzó de brazos.


—Me refería a Paula.


Pedro seguía furioso por la noticia de que tenía un hijo. Un niño de nueve años al que había abandonado gracias a Paula.


—No quiero hablar de eso —murmuró—. Ah, por cierto, si vuelves a acusarme de hacer trampas en el circuito, te parto la cara.


Mariano suspiró.


—Eres despiadado en el mundo de los negocios y también en el circuito. No puedes esperar que no me pregunte…


—Gano honestamente.


Mariano apretó los labios. Su mono de piloto de un blanco angelical en contraste con el de Pedro, negro y rojo, como un diablo.


—Estoy empezando a creerlo.


—Genial. Y ahora, ¿te importaría marcharte de aquí y dejar que me concentre para la carrera?


—¿Dónde está Paula? —preguntó Mariano, mirando de un lado a otro, como si esperase que la tuviera escondida—. Sólo quiero decirle que no estoy enfadado con ella.


—Haciendo la maleta, supongo —contestó Pedro.


Durante esas semanas el vestidor se había llenado con su ropa: bonitos vestidos, elegantes blusas, delicada ropa interior. Cuando volviese a San Cerini, todo eso habría desaparecido. 


Volvería a un vestidor vacío y a una casa vacía.


Mejor, se dijo a sí mismo. Paula había dicho que lo amaba. ¿Amarlo? Ni siquiera lo respetaba. Se lo había demostrado más veces de las que podía contar.


Pero Mariano estaba sacudiendo la cabeza…


—Me ha dejado un mensaje diciendo que no podía casarse conmigo y que estaría aquí, animándote.


Pedro tragó saliva.


—¿Cuándo te dejó ese mensaje?


—Hace una hora.


Incluso con tráfico, ya debería haber llegado. Pedro asomó la cabeza por la puerta de la carpa.


—¿Bertolli?


—¿Sí?


—¿Has visto a la princesa?


—No, pero la carrera está a punto de empezar. Tiene que colocarse en la línea de salida.


—Buena suerte. Te veo en la meta —se despidió Mariano.


—Espera un momento —le dijo Pedro, volviéndose hacia Bertolli—. ¿La policía ha encontrado a Durand?


—No, todavía no. Por lo visto, se ha esfumado. ¿Quiere que envíe más hombres?


Pedro sintió algo parecido a un agujero en el estómago.


Durand.


Paula.


Los dos habían desaparecido…


—Tiene que colocarse en la línea de salida —insistió Bertolli—. Van a descalificarlo…


—Que me descalifiquen. Sólo es una carrera.


Murmurando algo en italiano, Bertolli desapareció.


Si algo le pasaba a Paula, no se lo perdonaría nunca, pensó Pedro. Había prometido protegerla, lo había jurado. Y había fracasado. 


No supo protegerla del fotógrafo en la playa de Anatole. No se había fijado si los guardaespaldas seguían con ella cuando se marchó de la villa. No le había advertido que Durand había escapado de la cárcel…


Había intentado dejarla embarazada sin su consentimiento.


Quizá Paula hacía bien en no confiar en él. Se había portado como un canalla.





TE ODIO: CAPITULO 42




Se lo había jugado todo… y había perdido. No. Paula se llevó una mano al abdomen. No se lo había jugado todo. No le había contado que estaba embarazada.


«Eres un monstruo. Saber que tengo un hijo contigo me pone enfermo».


Paula se cubrió la cara con las manos y un sollozo escapó de su garganta. No quería tener otro hijo con ella. Muy bien. Nunca sabría que el niño era suyo. Se marcharía, desaparecería de San Piedro y él no sabría nunca…


Pero no podía hacer eso. Alexander. Dios Santo. 


Para hacerle daño a ella, Pedro iba a solicitar la custodia del niño. Destruiría la vida de su hijo…


—¿Alteza?


Paula se volvió al oír una voz de mujer. 


Valentina Novak estaba tras ella.


—¿Qué quiere?


—Sólo quería decirle… que lo siento.


—¿Lo siente?


—Únicamente quería probarme su vestido. Ha sido una bobada, lo sé. No debería, pero… —Valentina se mordió los labios, nerviosa—. Es que usted tiene una vida tan perfecta. Sólo quería probármelo para ver…


—¿Una vida perfecta? —repitió Paula, irónica—. ¿Qué parte de mi vida envidias? ¿Los paparazis que me persiguen por todas partes, los consejeros que me dicen lo que tengo que hacer o ese palacio en el que hace frío hasta en verano y no se puede tocar nada por miedo a romperlo?


—Me refería a Pedro. Yo daría lo que fuera por tener a un hombre que me quisiera como él la quiere a usted.


Paula apartó la mirada.


Pedro no me quiere.


—¿Cómo que no? Está loco por usted, cualquiera puede verlo.


—No me quiere y no me ha querido nunca. Él mismo me lo ha dicho.


—A lo mejor lo ha dicho con palabras, pero… ¿qué le dice con sus actos?


Un torrente de imágenes apareció en la cabeza de Paula. La risa de Pedro, sus besos, cómo la abrazaba por las noches. Cómo insistía en que hiciera realidad sus deseos, desde aprender a cocinar a montar en moto. Cómo la enseñaba a enfrentarse con sus miedos, cómo la protegía…


«Siempre te protegeré, Paula».


«Yo siempre digo la verdad, aunque duela».


De repente, se le doblaron las rodillas. Durante todo ese tiempo había temido que la traicionase… pero no la había traicionado, no le había mentido.


La amaba y era ella quien lo había traicionado. 


No sólo una vez, sino varias.


Cada vez que callaba sobre Alexander.


Cada vez que creía lo peor de él.


Pedro la amaba.


Paula levantó la cabeza entonces. El recuerdo de las reinas guerreras de su estirpe dándole fuerzas.


Había sido una cobarde. Pero eso se había terminado.


Esta vez lucharía. Esta vez le demostraría que estaban hechos el uno para el otro.


—Gracias, Valentina —dijo, casi sin voz—. Gracias por todo.


Sacando el móvil del bolso, marcó el número de Mariano y, cuando saltó el buzón de voz, le dejó un mensaje:
—Lo siento, Mariano, pero debo declinar tu oferta después de todo. Me he dado cuenta de que estoy locamente enamorada de tu hermanastro. Estaré en el circuito, animándolo.


Luego marcó el número de Pedro, pero tampoco contestó. Daba igual. Iría al circuito y le contaría que se había hecho una prueba de embarazo. No habría más secretos entre ellos, nunca.


Haría que Pedro la perdonase. Y si no la perdonaba, seguiría intentándolo. Para siempre, si era necesario.


Y él la perdonaría, tenía que hacerlo. El era su amor, su familia. El padre de sus hijos.


Era su hogar.


Paula subió al Mini, pero no fue capaz de arrancarlo.


—Oh, no…


Se le había olvidado poner gasolina. Miró a su alrededor, nerviosa, y vio la moto de Pedro. Y no lo pensó un momento.


—¿No pensará ir en moto hasta el circuito? —exclamó Valentina.


—Es la única manera de llegar a tiempo —contestó Paula.


—Pero si sólo ha tomado unas cuantas clases… y va a tener que conducir por el borde de un acantilado. ¿No le da miedo?


Ella negó con la cabeza.


—Sólo tengo miedo de perder a Pedro.


Cuando atravesaba la verja se sorprendió al ver que no había paparazis esperando. Sin duda debían de estar en el circuito, fotografiando a todos los famosos que habían acudido al Grand Prix. Bendiciendo su inusual anonimato, condujo a toda velocidad, girando en una curva para tomar un atajo, un lugar secreto para llegar a palacio que sólo conocía la familia real y sus guardaespaldas.


Paula sonrió. Iba a llegar a tiempo. Quizá incluso podría besar a Pedro antes de que empezase la carrera…


Pero en cuanto llegó al camino una fila de afilados clavos pinchó la rueda delantera. La rueda explotó, haciendo que la moto se inclinase bruscamente a la izquierda. Paula levantó las manos para protegerse la cara mientras la máquina, fuera de control, se lanzaba enloquecida hacia un árbol…


Sintió que volaba, que caía. Y, enseguida, un terrible dolor en la parte derecha del cuerpo. Cuando despertó un minuto después estaba tumbada en la hierba.


La cabeza de un hombre apareció entonces sobre ella, bloqueando el sol. Tenía un aspecto sucio como si llevara varios días escondido en el bosque y su rostro estaba en sombra. Pero Paula lo reconoció de inmediato. Había aparecido en sus sueños desde que secuestró a su hijo.


—Hola, Alteza —le dijo René Durand, con una sonrisa aterradora—. Estaba esperándola.





TE ODIO: CAPITULO 41




—¿Mi hijo?


Paula vio cómo la sangre desaparecía de su rostro.


—Sí, es cierto. Tuvimos un hijo y…


Pedro apartó la mano y dio un paso atrás, como si el suelo de cemento se estuviera hundiendo bajo sus pies.


—Tenía que decírtelo —murmuró Paula.


—No —Pedro se apartó cuando ella quiso tocarlo—. No puede ser mi hijo. Tiene nueve años. Tú no podrías… no podrías haberme mentido durante todo ese tiempo.


—Por favor, escúchame…


Él se volvió, sus ojos ardiendo de rabia.


—Tu hermano necesitaba un heredero para el trono, así que le diste a tu hijo…


—¡No, no es así como ocurrió!


—¡Le diste a mi hijo! —gritó él—. Me lo robaste. Te libraste de él como si no significara nada para ti. ¿Qué clase de madre eres?


—¿Crees que me gustó hacerlo? —replicó Paula—. Darles a mi hijo me rompió el corazón. Que Alexander me llame tía Paula en lugar de mamá ha sido una agonía para mí durante todos estos años…


—¿Cómo pudiste? —repitió Pedro, sacudiendo la cabeza.


—No sabía que estuviera embarazada cuando rompí contigo. Pero éramos muy jóvenes y lo teníamos todo en contra. Me daba miedo casarme contigo. La diferencia de clases… sabía que se reirían de ti en San Piedro. Tú no sabes lo que significa pertenecer a una casa real. Tendrías que haberte olvidado de tu libertad…


—¿Y a cambio entregaste a nuestro hijo?


—Cuando supe que estaba embarazada… —empezó a decir Paula con voz temblorosa— intenté volver contigo. Convencí a mi madre para que te diese una oportunidad. Fue entonces cuando volvimos al apartamento y te vi con esa mujer.


—¿Ésa es tu excusa para haberme mentido durante diez años? —le espetó él, incrédulo—. ¿Porque busqué consuelo en un revolcón sin importancia?


—¡Pensé que no podía confiar en ti!


—Porque era demasiado peligroso, ya. El hijo de un delincuente. Pensaste que debías proteger a mi hijo… de mí.


—Tenía miedo. Contártelo significaba arriesgar el trono de Alexander, su custodia, su propia vida. ¿Esperabas que me olvidase de todo eso?


—¡Me has robado a mi hijo!


—Lo siento, intenté decírtelo cuando volví a verte, pero… cuanto más tiempo pasaba contigo más miedo tenía de que me odiases si te lo contaba.


—Y no te equivocabas —dijo Pedro—. Porque nunca te perdonaré. Nunca. Abandonaste a nuestro hijo y no contándome la verdad me obligaste a mí a abandonarlo. Me has mentido durante diez años y has dormido conmigo estas semanas guardando ese secreto… cada beso, cada sonrisa ha sido una mentira.


—Cometí un error —intentó explicarle Paula—. Era muy joven, estaba asustada… tener un hijo sin estar casada era algo imperdonable para una persona como yo…


Pero Pedro no estaba escuchándola.


—No quiero oír nada más.


—Por favor, perdóname. Tienes que perdonarme. Tienes que entender lo que sentí.


Él alargó una mano hacia su pelo, como para consolarla. Incluso ahora, después de saber lo que había hecho, su instinto le pedía que la consolara cuando la veía llorar. Pero en el último segundo, apartó la mano.


—Sigues sin creer lo de Valentina, ¿verdad? Sigues pensando que me acosté con ella.


—Dime la verdad, Pedro. Quizá podría respetarte si me contases la verdad…


—¿La verdad? —repitió él, irónico—. ¿Para qué voy a molestarme? Tú ya has tomado una decisión en lo que respecta a mí.


—¿Qué quieres que crea? Te vi en el dormitorio…


—Espero que confíes en mí. Que me creas, eso es lo que espero. Pero ahora veo que eso es imposible. Dios mío, tengo un hijo. Un hijo que cree que lo he abandonado…


—Pedro…


—¿El chico lo sabe?


—No, ya te he dicho que me cree su tía. Alexander adoraba a sus padres, sigue llorando por ellos.


Él la miró, incrédulo.


—¿Y va a tener que vivir como un huérfano…?


—¿Qué quieres que haga, que le cuente que tuve que entregárselo a mi hermano y que los padres que lo quisieron toda su vida no son sus padres? ¿Crees que eso es mejor?


—La verdad siempre es mejor.


—¿Tú nunca me has contado una mentira?


—Nunca, Paula —contestó él, mirándola a los ojos.


Ella tragó saliva.


—No te has hecho una vasectomía, ¿verdad?


Pedro la miró, sin entender.


—¿Qué clase de pregunta es ésa?


—No has usado preservativo —murmuró Paula—. Pensé que hablabas de broma cuando dijiste que querías dejarme embarazada, pero…


—No, te dije la verdad desde el principio. Quería casarme contigo, quería dejarte embarazada y… pero afortunadamente he fracasado, ¿no? Menos mal. Seguramente tú le entregarías ese niño al primero que pasase.


—¿Cómo puedes decir una cosa así?


Le dolía tanto el corazón que no podía respirar.


—Eres preciosa, Paula. Pero eso también es una mentira. No eres preciosa. Eres un monstruo. Saber que tengo un hijo contigo me pone enfermo.


—Pedro…


—Basta —la interrumpió él—. Tengo que irme. La prueba está a punto de empezar.


—¡No! Olvídate de la carrera, Pedro. Quédate, tenemos que hablar…


—No pienso rendirme. Ni por ti ni por nadie. Esto es lo que hago. Es quien soy. No tengo una esposa que entorpezca mi camino, por eso soy el más rápido del mundo. Estoy solo y gano solo.


—No puedes marcharte así…


—¿Ah, no? ¿Por qué no?


—Porque te quiero, Pedro.


Él apretó los labios.


—En ese caso, hay algo que puedes hacer por mí, Paula. Puedes hacer la maleta e irte de mi casa, y espera una llamada de mi abogado para solicitar la custodia de Alexander.


Después, apretando el acelerador, desapareció a toda velocidad.