martes, 9 de agosto de 2016

BAJO AMENAZA: CAPITULO 29





LOS DÍAS siguientes pasaron en un suspiro. Paula siguió trabajando y asistiendo a reuniones y, al mismo tiempo, intentó organizar los siempre complicados preparativos de una boda.


Pedro estuvo casi cuatro días sin aparecer por la oficina. No se ausentó de la ciudad, pero pasó casi toda la semana inspeccionando obras, reuniéndose con clientes y gestionando nuevos proyectos. El viernes, sin embargo, se quedó en la oficina. Esa mañana, le dijo a Paula que pensaba pasarse todo el fin de semana en la cama. Ella lo miró de arriba abajo y preguntó:
— ¿Crees que podrás aguantarlo? Y el insistió en hacerle una demostración de su capacidad de aguante antes de irse a trabajar. Paula nunca había sido tan feliz. Se sentía profundamente aliviada, porque su matrimonio parecía haber liberado a Pedro del pasado. Pero, por desgracia, no tenía ninguna amiga íntima con la que pudiera compartir su alegría. De vez en cuando jugaba con la idea de contarle a su hermana sus planes de boda, pero al final siempre decidía esperar hasta que hubieran fijado la fecha de la ceremonia.


Paula miró su reloj. Pedro tenía varias reuniones previstas en la oficina. A las nueve, al irse a la sala de reuniones, le había dicho que esperaba terminar a la hora del almuerzo.


Ya llegaba tarde, pero a Paula no le extrañó. Pedro odiaba las reuniones largas, pero a veces no podía evitarlas.


Media hora después, cuando sonó el teléfono, Paula contestó con una sonrisa, pensando que sería Pedro.


—Paula Chaves—dijo.


—El interfono no funciona —dijo Julia—. Por eso te llamo.


—No importa. ¿Qué ocurre?


—Tengo un mensaje de Pedro.


—¿Ah, sí?


—Llamó hace un momento. Me dijo lo del interfono y me pidió que avisara para que venga a repararlo y que te dijera que le había surgido un imprevisto y que no podía comer contigo.


Desilusionada, Paula dijo:
—Gracias por decírmelo.


— ¿Quieres que te traiga algo del de lie cites sen?


— Sí, estupendo. Lo de siempre, gracias.


Paula colgó y miró fijamente el teléfono. La reunión debía de haber puesto a Pedro de un humor de perros si ni siquiera se había molestado en llamarla. Confiaba en que estuviera de mejor ánimo cuando se fueran a casa, esa tarde.


Después del almuerzo, Paula perdió la noción del tiempo hasta que Julia llamó a la puerta y dijo:
—Me voy ya. ¿Te importa cerrar cuando te marches?


Paula miró el reloj y le sorprendió descubrir que eran casi las seis.


—Claro —se desperezó, dándose cuenta de pronto de que llevaba mucho tiempo absorta en el trabajo —. ¿A qué hora volvió Pedro?


Julia sacudió la cabeza y dijo:
—No ha vuelto aún.


Paula intentó disimular su preocupación.


— Ah, bueno, no importa. Le enseñaré estas cifras el lunes.


Julia le hizo un ligero saludo con la mano y cerró la puerta. 


En cuanto oyó que la puerta exterior se cerraba, Paula se levantó de un salto y abrió la puerta que separaba su despacho del de Pedro. La luz estaba apagada. Qué raro. 


Pedro siempre la informaba de sus idas y venidas. Paula intentó buscar una razón que explicara su conducta, pero no se le ocurrió ninguna. Pedro llevaba consigo el móvil. ¿Por qué no la habría llamado?


Paula descolgó el teléfono de la mesa de Pedro y marcó el número de su móvil. Al cabo de unos instantes, su voz grabada le pidió que dejara su número de teléfono o su mensaje. Paula colgó sin decir nada. Era la primera vez que Pedro desconectaba el teléfono, al menos que ella supiera. Empezó a preocuparse.


Regresó a su despacho y colocó sus carpetas en el mueble archivador. Recogió su bolso y salió de la habitación, apagando la luz al salir. Cerró la puerta con llave y siguió por el pasillo. Todo el mundo se marchaba a las cinco, así que no le extrañó encontrarse sola. Entró en el ascensor y pulsó mecánicamente el botón del piso del aparcamiento. Solo al salir y ver la plaza de Pedro vacía, comprendió que la había dejado plantada, sin medio de irse a casa y sin siquiera la molestia de avisarla. No sabía si estaba más preocupada por que le hubiera ocurrido algo o más enfadada porque la hubiera plantado. Pero, en ¡cualquier caso, sería mejor que tuviera una buena razón para haberse marchado.


Regresó al ascensor y subió al vestíbulo del edificio. El guardia de seguridad ya estaba en su puesto.


—Buenas tardes, señorita Chaves —dijo con una sonrisa.


—Hola, Sam —miró hacia fuera, por si acaso Pedro la estaba esperando en la acera, pero no vio ni rastro de él—. ¿Podría llamar a un taxi, por favor?


— Claro —Sam alzó el teléfono y, al cabo de unos minutos, dijo—. Viene de camino.


Cuanto más esperaba Paula, más nerviosa se ponía. Quizá la luna de miel se hubiera acabado, al menos por lo que a Pedro respectaba. El hecho era que, por alguna razón que Paula no llegaba a entender, el señor Alfonso parecía haberse olvidado de su esposa. Aquello era tan impropio de él que Paula no dejaba de preguntarse qué habría motivado su comportamiento.


El taxi se detuvo ante la puerta. Paula salió del edificio y subió al vehículo. Le dio al taxista la dirección de Pedro, se recostó en el asiento y procuró no impacientarse por los atascos.


Quizá las líneas telefónicas estuvieran colapsadas. Tal vez Pedro había intentado llamarla, pero no había conseguido comunicar con ella. Cuando llegara a casa, seguramente encontraría un mensaje esperándola. Procuró aferrarse a aquella idea para tranquilizarse.


Al fin entraron en la apacible calle de Pedro.


— Es la cuarta casa a la izquierda — dijo—. Puede dejarme frente a la puerta.


Después de pagar al taxista, Paula se acercó al panel de seguridad de la puerta y marcó un número. En cuanto la puerta se abrió, caminó apresuradamente hacia la casa. La vegetación ocultaba el edificio por el lado de la carretera, circunstancia que ella había apreciado sin reparar en lo largo que era el sinuoso camino que llevaba a la entrada. Cuando dobló la última curva, vio el coche de Pedro aparcado ante la puerta.


Algo iba mal. ¿Por qué había regresado Pedro a casa en lugar de volver a la oficina? Alarmada, hizo el resto del camino corriendo y llegó sin aliento a la puerta principal. 


Naturalmente, estaba cerrada con llave. Buscó las llaves en el bolso y, temblorosa, metió una en la cerradura. En cuanto consiguió abrir, entró precipitadamente en el vestíbulo y cerró tras ella.


— ¿Pedro? —llamó.


No obtuvo respuesta.


Quizá estuviera en el jardín de atrás... o durmiendo. O quizá dándose un baño. Paula no sabía dónde mirar primero. 


Obligándose a respirar hondo para calmarse, se dirigió al dormitorio. De camino miró por casualidad hacia la habitación que había junto al vestíbulo, habitación que Pedro había convertido en su despacho. Se detuvo, sintiendo un escalofrío. Desde allí podía ver la coronilla de Pedro por encima del respaldo de su sillón. Estaba mirando hacia el jardín.


— ¿Pedro? —Preguntó suavemente — , ¿Estás bien?


Él no respondió. Tal vez estuviera dormido. Paula se acercó sigilosamente y rodeó la mesa para verle la cara. Vio su perfil antes de que él girara lentamente la cabeza y la mirara. 


Paula dio un respingo al notar su mirada de desprecio, desprecio dirigido contra ella. Se estremeció. Nunca había visto aquella expresión en la cara de Pedro. ¿Por qué de repente la miraba con aquella repulsión?


Él apartó lentamente la silla y se giró hacia el escritorio. Solo entonces vio Paula la botella de whisky que había sobre la mesa. Pedro tenía un vaso en la mano. Sin apartar de ella su fría mirada, alzó el vaso y apuró la bebida. Luego, agarró la botella.


Paula empezó a temblar. Su mundo se había desmoronado de repente, y no entendía la razón. Volvió a rodear la mesa y se dejó caer en una silla, frente al escritorio.


— Pedro, ¿qué ha pasado? ¿Qué sucede? ¿Has tenido malas noticias?


Pedro estaba concentrado sirviéndose un vaso de whisky. 


Paula se quedó paralizada al comprender que aquella no era la primera copa que se tomaba. El corazón empezó a latirle con más fuerza. Pedro no bebía. Podía tomarse un cóctel en una fiesta, pero nunca bebía en casa.


— ¿Malas noticias? —repitió él lentamente, pronunciando cada palabra como si la paladeara. Pareció sopesar su pregunta cuidadosamente antes de asentir—. Supongo que podría decirse así —dijo, y fijó de nuevo su mirada en ella.


Sin darse cuenta, Paula se recostó en la silla al percibir la rabia que emanaba de él. Nunca había temido a Pedro, ni siquiera cuando se paseaba por la oficina dando voces porque algún subcontratista o algún proveedor no cumplía con su trabajo. Sin embargo, nunca lo había visto en aquel estado. Sintió angustia al percibir su rabia fría. No lograba entender qué había ocurrido. Juntó las manos con fuerza sobre el regazo y preguntó:
— ¿Quieres hablar de ello?


Él observó el vaso y el único cubito de hielo que parecía flotar en un mar de color topacio. Cuando alzó la cabeza y volvió a mirarla, toda expresión se había borrado de su cara. 


Su mirada era impenetrable.


— Supongo que es necesario, sí —tomó un sorbo de whisky y apoyó la cabeza contra el respaldo del sillón. Alzó el vaso como si quisiera brindar, haciendo una mueca burlona, y dijo—. Tú primero.


Paula no entendía nada. Su angustia y su frustración se incrementaron.


— ¿Yo? No te entiendo, Pedro. ¿Qué tengo que ver yo?


Él sacudió la cabeza, poniendo una mueca sarcástica.


— ¿Que qué tienes que ver tú, dices? Buena pregunta, pero no esperaba menos de ti. Eres una mujer, a fin de cuentas. Supongo que no puedes evitarlo. Una hija de Eva, como diría mi padre. Las mujeres vivís instaladas en la mentira todos los días de vuestra vida, fingiéndoos cariñosas, compasivas y amables. Sobre todo, amables —bebió otro trago de whisky —. Me has engañado, sí. Fui un estúpido por creer que eras distinta a las demás —hizo como si brindara por ella otra vez —. Un error por mi parte — añadió—. Pero no volverá a ocurrir.


—No te entiendo, Pedro —dijo ella sintiéndose como si estuviera en medio de una pesadilla, incapaz de comprender de qué estaba hablando. ¿Hija de Eva? Cielo santo, ¿cuánto tiempo llevaba allí emborrachándose a solas? La botella estaba medio vacía. Debía de haberla comprado ese mismo día, lo cual significaba que ya estaba ebrio.


—Claro que no me entiendes —dijo él—. Solo soy un pobre diablo, un ingenuo que se traga todo lo que le dices. En todos estos años no me di cuenta de que eras una seductora, de que estabas jugando conmigo —se inclinó hacia delante; tenía los ojos enrojecidos—. Dime, Paula, ¿existían de veras esos anónimos que tan oportunamente usaste como excusa para que nos fuéramos a Carolina del Norte, o te lo inventaste todo para fingir que te daba miedo quedarte en casa? Aunque, de todos modos, ya no importa, ¿no crees? Porque el engaño funcionó a la perfección. Sabías cómo reaccionaría cuando me dijeras que pensabas marcharte, ¿no es cierto? Sabías que valoraba tu trabajo y que no quería perderte. Pues bien, mi querida señora, eso debo concedértelo. Me engañaste sin ningún esfuerzo y, como el típico primo, ni siquiera te vi venir.


Paula lo miró, aturdida. Su desprecio le partía el corazón.


— ¿Qué crees que he hecho? —consiguió musitar finalmente, temblando.


— ¿Que qué creo que has hecho? —repitió él, burlón—. Está bien, te lo diré. Te inventaste esa historia a sabiendas de que yo haría todo lo posible por evitar que te marcharas. Puede incluso que te sorprendiera que te pidiera que te casaras conmigo. Es comprensible. Hasta a mí me sorprendió. Pero, naturalmente, decidiste aprovechar ese inesperado golpe de suerte, ¿verdad? — Pedro se recostó en el sillón una vez más y sacudió la cabeza cansinamente—. Pues bien, ya me he cansado del juego, ¿entiendes? —suspiró. Parecía derrotado. Fuera lo que fuera lo que ocurría, lo había dejado destrozado. Paula se daba cuenta. Pero ¿qué había ocurrido? Él bajó la voz—. No sé qué querías de mí. Si era dinero, podías haberme pedido un aumento. Si lo que buscabas era humillarme, lo has conseguido con creces —giró la silla hacia la ventana para que Paula no pudiera verle la cara, pero siguió escupiendo aquellas palabras dolorosas y enfurecidas—. Creías que me tenías en tus manos, ¿eh?


— ¿Eso piensas? —preguntó ella débilmente—. ¿Y qué crees que esperaba conseguir con ello? —sentía tanto dolor que se preguntaba si le habrían arrancado el corazón del pecho.


—Aún no lo sé —masculló él.


— No, claro —Paula se levantó y se acercó a la ventana. Se quedó mirando el jardín, al igual que él. Se preguntaba qué veía Pedro, o si estaba tan furioso que solo veía un velo rojo — . ¿Puedo preguntarte cómo descubriste mi... mi engaño?


Él bebió otro trago de whisky y siguió mirando por la ventana.


—No hice ningún esfuerzo por enterarme. Solo oí de pasada un rumor en la oficina. Eso a veces resulta divertido. Pero no siempre.


Ella lo miró, atónita.


— ¿Insinúas que todo esto se debe a que te ha llegado el rumor de que estamos liados? Siento no haberte advertido, pero francamente, Pedro, no imaginaba que pudieras comportarte así. Si no quieres que la gente sepa que estamos casados, dime que cancele nuestros planes de boda, ¿de acuerdo? Todo este melodrama es innecesario.


Aquel repentino estallido de rabia le sentó bien, le dio renovadas fuerzas. Nunca hubiera imaginado que reconocer públicamente su matrimonio fuera tan traumático para Pedro.


Este no la miró. Apuró la copa y dijo:
—Es mucho más que eso, Paula. No solo te has casado conmigo mediante engaños, sino que también has empezado a acostarte con Rich Harmon. Debo reconocerlo. Eres buena. Muy, muy buena.


Aquello no podía estar sucediendo, pensó Paula. ¿Pedro se había puesto así por un rumor?, ¿porque alguien la había visto almorzando con Rich en el parque? Sacudió la cabeza. 


Sabía que a Pedro le costaba confiar en las mujeres, pero aquello era demasiado absurdo. Se puso muy tiesa y dijo:
— ¿De dónde has sacado esa idea, teniendo en cuenta que pasamos juntos el noventa por ciento del tiempo?


Él bajó la cabeza y empezó a mascullar, como si hablara consigo mismo.


— He estado tan concentrado en sacar adelante la compañía que no he tenido tiempo de pulir mis modales. Apuesto a que Harmon sabe cómo entretener a una mujer
otra oleada de rabia pareció apoderarse de él; apartó la silla y se levantó, mirándola fijamente — . ¿Cuándo pensabas contármelo? ¿O creías que podías seguir ocultándomelo?


Asqueada, Paula cruzó los brazos.


—Nunca he salido con Rich Harmon y, desde luego, no me ha acostado con él. Comimos juntos el lunes pasado. Por primera vez, debo añadir. Decidimos ir a comer al parque, lo cual sin duda despertó toda clase de comentarios entre el chismoso personal de la empresa. No sabía que tenías la costumbre de prestar oídos a los chismes de la oficina. Al menos, podrías haberme preguntado, en vez de creerte los rumores y acusarme de mentir y de ser una adúltera.


Pedro se sentó de nuevo en el sillón. Parecía un juez escuchando el alegato del acusado antes de anunciar su veredicto de culpabilidad.


— ¿Por qué fuiste a comer con Rich Harmon?


—Me gustaría señalar, señoría —contestó ella sarcásticamente— que hay una gran diferencia entre comer con Rich y acostarse con él, aunque usted no parezca haber reparado en ello —hizo una pausa. Respiró hondo y añadió con los dientes apretados —. Rich y yo fuimos a comer juntos porque teníamos que hablar de un asunto.


— ¿Y tan importante era ese asunto que no podíais discutirlo en la oficina?


—No, señor Alfonso, no podíamos.


Él se sirvió otro whisky antes de decir:
— Solo por curiosidad, ¿qué clase de asunto era ese que Rich tuvo que pasarte el brazo por encima?


— ¡El brazo! —ella lo miró con incredulidad hasta que recordó que, al atragantarse con el hielo, Rich le había dado una palmadita en la espalda. ¿Esperaba Pedro que se quedara allí y se defendiera de aquellas calumnias?, ¿que lo convenciera de su inocencia? ¿Era así como concebía el matrimonio? Sintiéndose aturdida, Paula dijo—: No hay nada de malo en que tu jefe de administración y tu asistente salgan a comer juntos para hablar de asuntos de trabajo. Pero, en calidad de esposa, me niego a dar pábulo a tus acusaciones respondiendo a tus preguntas —lo miró con desprecio—.Una vez me dijiste que confiabas en mí. ¿Es esta tu idea de la confianza? La mía no, desde luego, y no pienso vivir bajo un velo de sospecha. Está claro que me confundes con otra persona, porque yo no miento, a pesar de lo que te enseñara tu padre. Y tampoco finjo sentimientos que no tengo. El único secreto que te he ocultado durante todos estos años es que me enamoré de ti el día que empecé a trabajar en la empresa. Entonces no lo consideré una mentira, y ahora tampoco. Para mí, era solo un modo de protegerme — se dio la vuelta y se acercó a la puerta. Antes de salir de la habitación, se detuvo y dijo —: Quizá debería haber recordado el consejo de mi madre: «nunca pierdas el tiempo discutiendo con un borracho» —le lanzó una mirada llena de desagrado — . Ya he perdido suficiente tiempo. Si me perdonas, tengo que hacer la maleta.




BAJO AMENAZA: CAPITULO 28





Paula canturreaba mientras cocinaba, pensando en su relación. Se daba cuenta de que Pedro se mostraba cada vez más abierto con ella. Y había llegado a entender por qué él llevaba tantos años intentando protegerse. Pedro no había conocido a mucha gente en la que pudiera confiar. Si Casey Bishop no lo hubiera sacado de las calles, seguramente habría acabado en la cárcel. O, al menos, tendría una larga ficha policial. Pero, en lugar de eso, había tenido éxito y sacado adelante su empresa. Había aprendido qué se esperaba de él en sociedad, cómo vestirse y cómo ocultar su impaciencia... casi todo el tiempo.


Paula oyó la puerta del garaje mientras metía la ensalada en la nevera. La cena estaba calentándose en el horno. Pedro llegaba justo a tiempo.


Paula cerró la nevera y se dio la vuelta justo cuando él abría la puerta de la cocina. Al verla, soltó el maletín y se acercó a ella dando tres largas zancadas.


—Bienvenido a ca... ¡Pedro! Pero ¿qué haces? —exclamó ella. Pedro la tomó en brazos y atravesó la casa hasta llegar al dormitorio. No se detuvo hasta que estuvieron en la cama. 


Se quitaron la ropa apresuradamente, riendo y abrazándose en un arrebato de deseo. Tras alcanzar el climax, Pedro siguió abrazándola y besándola, pasando las manos por su cuerpo como si quisiera asegurarse de que todo seguía en su lugar. Un rato después, Paula dijo:
—La cena está lista. ¿Tienes hambre?


Él se echó a reír y se sentó.


—Muchísima, pero creo que será mejor dejarlo para después de la cena.


Se pusieron los albornoces y regresaron a la cocina. 


Mientras ella ponía la comida en la mesa, Pedro le contó cómo había pasado el día. Paula le habló de algunos problemas que había tenido en el trabajo y pronto se encontraron hablando de los asuntos de la empresa.


Más tarde, después de ducharse, cuando se preparaban para irse a la cama, Paula dijo:
—Pedro, sé que te dije que de momento no hacía falta que contáramos lo de la boda, pero ya han pasado tres semanas. ¿Crees que deberíamos decírselo al personal de la empresa?.


Él se estiró en la cama y la atrajo hacia sí. Paula descansó la cabeza sobre su hombro y pasó una pierna sobre sus muslos.


—He estado pensando en ello —contestó jugando con su pelo —. La verdad es que tengo la impresión de que por mi culpa no tuviste una auténtica boda. Me pregunto si no deberíamos hacerlo bien..., por la Iglesia si tú quieres. Podríamos invitar a tu familia, a los empleados y a quien tú quieras.


Ella alzó la cabeza y lo miró, sorprendida. Ni en un millón de años habría esperado semejante sugerencia del hombre que la había contratado ocho años atrás. Sin embargo, sabía que algo había cambiado en él, y confiaba en que esos cambios se debieran a ella.


Paula nunca le comentaba nada sobre su acuerdo para que no se sintiera incómodo. Pedro tomaba cuidadosas precauciones cada vez que hacían el amor, razón por la cual ella suponía que no deseaba tener hijos. Eso también podía entenderlo. Con el tiempo, tal vez Pedro se acostumbrara a la idea de traer hijos al mundo, hijos a los que amaría y protegería. Paula había descubierto que poseía un enorme caudal de amor, aunque él no lo supiera aún. Pero, de momento, no quería que se sintiera presionado. Por eso tampoco le decía que lo quería. Pedro había dejado claros sus sentimientos hacia ella. Paula no necesitaba decirle nada, pero, a veces, cuando estaba especialmente encantador, tenía que morderse la lengua para no declararle lo que sentía.


—Eh, ¿es que te has quedado dormida?


Ella le dio un beso en el pecho.


— Creo que ha tenido usted una buena idea, señor Alfonso. ¿Para cuándo cree que deberíamos fijar la boda?


Él se tumbó de lado y se restregó contra ella, dejándole claro que no le apetecía seguir hablando. Deslizó la mano entre sus muslos y empezó a tocarla.


—Mmm... Depende. Tal vez a final de año. Antes quiero sacarte por ahí y presentarte a toda la gente que conozco.


—Pensaba que ya conocía a casi todo el mundo —dijo ella, conteniendo el aliento cuando él hizo un movimiento particularmente audaz.


— Seguramente, pero ahora eres mi mujer. A principios de diciembre se celebra una cena benéfica. Quiero que me acompañes y que todo el mundo sepa que eres mi esposa. ¿Crees que podríamos organizar la boda para entonces?


Ella gruñó, incapaz de concentrarse en aquellas palabras mientras él despertaba una marea de placer en su cuerpo.


— Me encargaré de ello a primera hora de la mañana, jefe.


Las últimas palabras coherentes de Pedro sonaron a algo parecido a: —Hazlo, hermosa dama.


BAJO AMENAZA: CAPITULO 27





A Paula le costó gran esfuerzo concentrarse en los datos y las cifras de los diversos informes que tenía sobre la mesa. No dejaba de pensar en el fin de semana anterior.


Todavía tenía que pellizcarse para comprobar que aquello no era un sueño. No podía creer que fuera tan feliz, y que Pedro pareciera tan a gusto a su lado. Por alguna razón, su actitud parecía divertir a Pedro. Cada vez que lo miraba, la estaba observando con una sonrisa en los labios. Y cuando le preguntaba qué le pasaba, él respondía:
—Nada, hermosa dama, nada.


Paula había sacado su coche del garaje de la oficina, donde lo había dejado la semana anterior. Ahora estaba guardado en el garaje de Pedro. No había razón para llevar los dos coches a la oficina.


Estar con Pedro le producía una sensación de seguridad tan maravillosamente liberadora que apenas podía creer que fuera real. El día anterior habían pasado un par de horas en su apartamento. Ella había recogido su ropa y sus cosas de aseo, pero había dejado el resto de sus pertenencias allí, de momento. El resto del fin de semana se les había pasado en un suspiro, entre apasionados juegos amorosos. Paula había descubierto nuevas y fascinantes formas de placer, y su propia audacia no dejaba de impresionarla. Una vez, mientras comían, había sentido la repentina, frenética necesidad de desnudarse y lanzarse sobre Pedro. También había descubierto cómo era despertarse por la mañana y ver que su marido le estaba haciendo el amor lenta y dulcemente, arrastrándola a un repentino climax antes de que pudiera espabilarse siquiera. Sus juegos amorosos eran excitantes, divertidos, sorprendentes e intensamente satisfactorios.


Paula suspiró. Y eso que solo llevaban casados tres días.


Se obligó a concentrarse y, al final, logró retomar el ritmo rutinario de su trabajo.


A medida que pasaba la semana, fueron produciéndose pequeños cambios en aquella rutina. Empezaron a comer juntos todos los días, lo cual hizo que Julia los mirara con extrañeza.


Cuando estaban en la oficina, Paula procuraba no mirar a Pedro a los ojos. Prefería mantenerlos fijos en sus notas. 


Había descubierto que, cuando estaba con él, apenas podía refrenarse. Hasta el jueves por la mañana, pensaba que solo le pasaba a ella. Pero ese día, tras discutir un problema que debían resolver inmediatamente, Pedro salió de su despacho completamente excitado. Paula nunca lo miraba a los ojos, cierto, pero no tenía inconveniente en mirar el resto de su cuerpo. A veces, fantaseaba con subirse a horcajadas sobre su regazo mientras él hablaba por teléfono, o con tumbarlo sobre la mesa de reuniones y hacerle el amor. Si alguien hubiera tenido acceso a sus pensamientos más lascivos, se habría sentido profundamente avergonzada. Se había convertido en una auténtica adicta a Pedro.


Dos semanas más tarde, Pedro salió temprano de casa para ir al aeropuerto. Tenía que supervisar una obra al sureste de Texas, pero le prometió volver a casa a primera hora de la noche. Su beso de despedida produjo una rápida escalada, y ambos salieron de casa un poco más tarde de lo que planeaban. Esa mañana, Paula se sentó ante su mesa añorando la presencia de Pedro al otro lado de la puerta. Se dijo que a menudo habían pasado días enteros separados. 


Pero eso había sido antes... antes de que él le enseñara a satisfacer su deseo.


Ese lunes por la mañana, el teléfono sonó sobre las once y media, y Paula lo descolgó con una sonrisa en los labios. 


Seguramente era Pedro, que la llamaba para decirle hola. 


Pero, por si acaso, respondió en tono profesional:
—Paula Chaves.


— ¿Qué te parece si comemos juntos?


Aquella voz de hombre, que no se parecía en nada a la de Pedro, la tomó por sorpresa. Pero enseguida reconoció a Rich Harmon, el jefe de administración.


—Hola, Rich. ¿Pasa algo?


Hubo un breve silencio antes de que él dijera:
—Puede, pero preferiría discutirlo fuera de la oficina. Iremos al delicatessen, compraremos algo y nos lo comeremos en el parque.


— ¿Puedes decirme de qué se trata? —Preferiría esperar, si no te importa. Ella se encogió de hombros y dijo: —Nos veremos en el vestíbulo a mediodía, entonces.


— Hasta luego —dijo él, y colgó. Paula se preguntó de qué querría hablar Rich con ella. Casi siempre trataba con Pedro sobre asuntos de trabajo. Tal vez hubiera sucedido algo y no quería esperar hasta que volviera Pedro.


Cuando llegó al área de recepción, Rich ya estaba esperándola. Había estado hablando con la recepcionista y se incorporó en cuanto vio entrar a Paula.


— ¿Lista? —preguntó con una leve sonrisa.


—Sí —contestó ella, dirigiéndose hacia la puerta.


Entraron en el ascensor lleno de gente. Rich tenía un carácter amable y extrovertido. Parecía sentirse a gusto con todo el mundo. Ese día, sin embargo, estaba muy serio. 


Fuera lo que fuera lo que ocurría, debía ser grave.


Paula aguardó hasta que, tras comprar unos sandwiches y unos refrescos, se sentaron en un banco del parque. 


Entonces dijo:
—Bueno, ¿qué ocurre?


Rich desenvolvió lentamente su sandwich antes de contestar.


—Circula un rumor un tanto extraño por la oficina, y pensé que debías saberlo.


Paula tragó saliva y dio un rápido sorbo a su bebida.


— Siempre circulan rumores por la oficina, Rich. Ya lo sabes.


— Sí, ya. Pero esto es diferente. 


—Entonces dile a todo el mundo que no, que Pedro no piensa vender la empresa.


Rich no respondió a su intento de bromear, de modo que Paula siguió comiéndose su sandwich. Cuando acabó, se bebió hasta la última gota de refresco que había en el vaso de plástico. Entonces Rich dijo:
—Los rumores son sobre ti, Paula.


El hielo del vaso cayó hacia delante, saliéndose del vaso y derramándose sobre la chaqueta y la blusa de Paula. Esta se atragantó y empezó a toser. Rich le dijo una fuerte palmada en la espalda y preguntó:
— ¿Estás bien? ¿Puedo hacer algo?


Ella sacudió la cabeza y continuó tosiendo. Rich le dio su bebida sin decir nada y ella la aceptó, agradecida, y bebió hasta que se le relajó la garganta lo suficiente para poder respirar. Luego, le devolvió la bebida.


— Gracias. Debía de haber un hueso en mi refresco —bromeó, confiando en que Rich no adivinara que eran sus palabras lo que la había hecho atragantarse — . Está bien —dijo al fin, cuadrando los hombros y asegurándose de que no quedaban restos de hielo en la blusa y la chaqueta—. ¿Qué dicen esos rumores sobre mí? 


Rich se aclaró la garganta.


— Sabes que te admiro y te respeto muchísimo, Paula. No puedo negar que me sentí atraído por ti en cuanto entré a trabajar en la empresa. Te dije lo que sentía por ti y te incordié para que salieras conmigo. Tú fuiste muy amable conmigo, y yo entendí perfectamente por qué no querías que nos viéramos fuera del trabajo. Los romances de oficina pueden resultar muy complicados. Tenías razón —Paula se moría por preguntarle: «¿Adonde quieres ir a parar?», pero se contuvo — . Así que... — continuó Rich al cabo de un momento — cuando oí los rumores hice lo posible por desmentirlos. Pero acabo de enterarme de que ciertos empleados afirman que pueden demostrarlos.


— ¿Qué rumores, Rich? Aún no sé de qué estás hablando.


— Dicen que Pedro y tú tenéis una aventura —dijo él precipitadamente—. Y dicen que empezó cuando os fuisteis a Carolina del Norte, hace una par de semanas, y que desde que volvisteis, te vas en el coche de Pedro todos los días. Algún espíritu emprendedor decidió seguiros para ver si Pedro te dejaba en tu apartamento. Pero no fue así. Fuisteis directamente a su casa.


A Rachel le disgustaba pensar que se hablaba de ella a sus espaldas, a pesar de que sabía que rumores parecidos circulaban por la oficina casi desde que tenían empleados. 


Pero aquel rumor era distinto. Paula lo sabía. Y también sabía que era ella quien había animado a Pedro a que mantuviera su boda en secreto. Quería que él se habituara a su nueva vida antes de sugerirle que reconocieran públicamente su relación.


Rich se giró en el banco y la miró. Tenía una expresión angustiada. Quizá le diera miedo hablar francamente con ella. O tal vez esperaba que Paula se sintiera culpable por haber roto sus propias normas acerca de las relaciones amorosas entre compañeros de trabajo. Fuera lo que fuera lo que esperaba, sin duda quedó defraudado cuando ella dijo:
—Gracias por decírmelo, Rich. Me gusta estar al corriente de lo que se dice en la oficina. Nunca es agradable ser la comidilla de todo el mundo.


— ¿Crees que no lo sé? A veces he oído por casualidad chismes sobre mí que me han puesto los pelos de punta. Si me hubiera acostado con la mitad de las mujeres que dicen, a estas alturas estaría en el libro Guinness de los récords.


Ella sonrió y, recogiendo los restos de la comida, se levantó.


—He de volver a la oficina. Gracias por invitarme a comer.


Él se levantó y la miró fijamente, con expresión triste.


—Ha sido un placer, Paula. Ojalá pudiera hacer algo más por ti.


Cuando regresaron a la oficina, ambos iban riéndose de un comentario que habían oído en el ascensor. Paula se despidió de Rich y regresó a su despacho


Paula decidió sorprender a Pedro teniendo la cena preparada cuando volviera a Casa. No sabía a qué hora aparecería. La había llamado antes de tomar el avión para decirle que, como llegaría a Dallas a la hora de más tráfico, no lo esperara a ninguna hora en concreto. Parecía contento, y le había dejado claro que la echaba tanto de menos como ella a él.