viernes, 3 de noviembre de 2017

NO TE ENAMORES: CAPITULO 32





El aparcamiento del aeropuerto estaba lleno de coches, como de costumbre. Paula dejó a John y a Silvina en la entrada y se marchó a buscar un sitio donde aparcar. 


Cuando por fin lo localizó y entró en la terminal, John estaba a punto de subir al avión.


—Recuerda lo que el médico te ha dicho —le dijo a su esposa—. Puedes salir una hora de compras, pero después tienes que descansar. Y no te dediques a limpiar la casa como una posesa, túmbate, pon los pies en alto y abstente de levantarte salvo para ir al servicio. ¿Entendido?


Silvina sonrió.


—Sí, señor. Lo que usted diga, señor Green.


John la abrazó y le dio un beso.


—No te pongas sarcástica conmigo, querida —le advirtió—.
Paula, hazme el favor de cuidar de ella. Volveré tan pronto como me sea posible.


Silvina insistió en permanecer en la sala hasta que John pasó el control y desapareció a lo lejos. A continuación, las dos mujeres se dirigieron al aparcamiento y entraron en el vehículo de Paula, que arrancó.


Sólo entonces, Silvina rompió a llorar.


—No te preocupes, Silvina; John volverá el miércoles que viene y nosotras ya habremos comprado todo lo que el bebé necesita… O más bien lo compraré yo, porque tu marido tiene razón. Debes descansar.


—Ni siquiera puedo dormir cuando está lejos. Te parecerá una tontería, pero ya lo echo de menos.


Paula rió.



—No me parece una tontería. Estás enamorada de él y quieres que esté contigo, por no mencionar que esperas un hijo suyo. Es normal que te pongas nerviosa al…


La camioneta que se saltó el semáforo en rojo del otro lado de la calle no tuvo tiempo de frenar. Se estrelló a ochenta kilómetros por hora contra el utilitario de Paula, que estuvo a punto de salir volando.


Más tarde, Pau ni siquiera recordaba haber gritado. Sólo se acordaba de que el coche se había detenido al estamparse contra un poste de teléfonos y que ella se había dado un golpe en la cabeza.


Después, perdió el conocimiento.





NO TE ENAMORES: CAPITULO 31






Colarse en el despacho de Luisa Shue fue muy fácil. Pedro sólo tuvo que llamar a seguridad y pedirle al guardia que le abriera la puerta.


Dos minutos después, se puso a maldecir.


—¡Maldita bruja!


—¿Qué ocurre? —preguntó ella desde la entrada—. ¿Qué has encontrado?


—Más documentos de George Washington. Parecen del mismo grupo al que pertenecía el de tu padre… Y mira, la señorita Shue tiene un ejemplar de la edición de The Patriot donde publicaste el anuncio.


—¿En serio?


Pedro sonrió.


—Sí. Y no sólo eso, sino que subrayó el anuncio en rojo —declaró, triunfante—. Es increíble; el ladrón que estábamos buscando es compañera mía. Tendría que haberme dado cuenta; tendría que haberlo sospechado.


—¿Cómo? Tú mismo dijiste que los archivos están llenos de objetos sin clasificar. No tenías motivos para sospechar de tus propios compañeros.


—En eso te equivocas. Ninguno de los objetos robados estaba en el catálogo. Debí imaginar que era demasiada coincidencia… Pero me obsesioné con la pista de tu padre porque me pareció obvia. Y supongo que Luisa contaba con eso.


Pedro volvió a maldecir. Había estado robando delante de sus narices.


—Tenía la oportunidad perfecta. Nadie cuestionaba su autoridad; al trabajar en el departamento de adquisiciones, podía llevarse lo que quisiera sin levantar sospechas… Al fin y al cabo, era la primera en saber lo que entraba de Archivos Nacionales.


—¿Y qué vas a hacer? ¿Enfrentarte a ella?


—Aún no. Tengo que actuar con rapidez y registrar su casa y sus cuentas bancarias antes de que se dé cuenta y se libre de las pruebas.


—¿Crees que sería capaz de destruir documentos históricos
importantes? —preguntó, horrorizada—. ¡Trabaja en los archivos! ¡No puede destruir lo que teóricamente se dedica a proteger!


Pedro se encogió de hombros.


—La mayoría de la gente haría cualquier cosa por librarse de la cárcel. He atrapado a ladrones que habrían quemado la Declaración de Independencia sin dudarlo un momento si con ello se hubieran asegurado su libertad.


—¿Estás hablando en serio?


—Completamente. No subestimes nunca a un hombre desesperado; ni a una mujer —puntualizó—. Por supuesto, hay quien se rinde en cuanto apareces en la puerta de su casa, pero otros huyen y de vez en cuando sacan una pistola. Tenemos que estar preparados para cualquier
eventualidad.


Paula guardó silencio.


—Bueno, me esperan unas horas de duro trabajo —continuó—. ¿Estarás bien?


—Lo estaré —aseguró ella—. Sobretodo ahora que sé que vas a atrapar a nuestro ladrón. Además, Silvina y yo habíamos quedado en ir de compras después de acompañar a John al aeropuerto.


Él arqueó una ceja.


—¿Se va de viaje de negocios cuando su mujer está a punto de dar a luz?


Ella sacudió la cabeza.


—Falta un mes para que Silvina dé a luz, y John sólo va a estar fuera un par de días. Volverá el miércoles, con tiempo de sobra.


Él frunció el ceño.


—¿Y cómo lo llevas? Sigues preocupada por el bebé, ¿verdad?


Paula sonrió.


—¿Tan obvio es?


—No, qué va… Sólo se nota cuando frunces el ceño, cuando sonríes, cuando respiras… —se burló.


Pau soltó una carcajada.


—¡No puede ser! ¡No me digas que soy tan transparente!


—Me temo que sí, cariño. Pero no te preocupes tanto; el bebé llegará al mundo cuando tu amiga esté preparada, y nosotros saldremos a celebrarlo. Anda, ve a divertirte con Silvina mientras yo investigo a Luisa Shue. Dentro de poco, habremos solucionado el caso.


Paula quiso preguntar qué pasaría después entre ellos, pero no tenía tiempo. Si no se marchaba enseguida, John perdería el avión.


—Tengo que irme. Llego tarde.


Ella se puso de puntillas y le dio un beso.


—Ten cuidado. Te llamaré.




NO TE ENAMORES: CAPITULO 30





Paula siguió las señales que indicaban el camino al Theodore Roosevelt Memorial. Cuando llegó al aparcamiento, no le sorprendió que estuviera vacío. Sólo eran las nueve de la mañana, y además, hacía un día de perros; la temperatura había bajado mucho y estaba lloviendo desde el alba.


Salió del coche y se cerró el abrigo. Pedro se había marchado cuarenta y cinco minutos antes, con una canoa atada a la baca de su todoterreno. Al parecer, había quedado con varios agentes del FBI a cierta distancia de la isla y pretendían llegar a ella por el río.


Paula supuso que para entonces, ya estarían escondidos en la espesura; preparados para atrapar al hombre que se hacía pasar por Hunter Lyons.


Giró la cabeza hacia los árboles que se alzaban al final del
aparcamiento, y casi pudo sentir la mirada de los agentes. 


La sangre se le heló en las venas, pero se dijo que no había nada que temer; si surgía algún problema, sólo tendría que gritar para que Pedro y sus hombres intervinieran al momento.


Abrió el paraguas y empezó a andar.


En otras circunstancias, el paseo hasta el monumento a Roosevelt le habría parecido muy agradable, pero estaba demasiado asustada para disfrutarlo. Justo entonces, oyó el crujido de una rama y se asustó un poco más.


—No te preocupes —dijo Pedro a través del auricular que Paula llevaba en la oreja—. Ha sido Harry, que ha pisado una rama.


—¿Dónde estáis? —preguntó ella en un susurro.


—A tu derecha —respondió en voz igualmente baja—. Cerca de la cumbre del promontorio.


Paula se sintió tan aliviada que estuvo a punto de sonreír. 


Sin embargo, se contuvo porque no quería levantar sospechas; era consciente de que el comprador podía estar en cualquier parte, vigilando sus movimientos, acechándola…


Siguió adelante protegida de la lluvia y del viento frío por un
paraguas, que en cambio no la podía proteger de un frío diferente: El que sentía en los huesos.


Cuando llegó al punto de encuentro, se detuvo y esperó. No podía hacer otra cosa que esperar.


Los minutos fueron pasando poco a poco. El reloj dio las nueve y media, dio las diez y el comprador no aparecía. 


Además, y para empeorar su situación, el clima había empeorado notablemente; la llovizna de primera hora de la mañana se había convertido en una lluvia torrencial.


—Está diluviando —dijo Pedro—. Márchate.


—¿Estás seguro? Debería esperar un poco más. Con esta lluvia, las carreteras estarán atascadas. Puede que se haya retrasado.


—O que se haya arrepentido y no venga. O que llegara antes que nosotros y nos viera bajando por el río —observó él—. En cualquier caso, no tiene sentido que esperes. No está aquí y no va a venir.


Tras tomar la decisión, Pedro y los agentes salieron de entre los árboles. Paula supo entonces por qué no los había visto: Se habían escondido debajo de la canoa.


—Estáis empapados… —dijo ella—. Y encima, no hemos conseguido nada.


—No te preocupes por eso —declaró Leandro—. Por lo menos, hemos averiguado que el tipo que suplanta a Lyons es un mentiroso, un voluble o desconfiado. Sea como sea, estamos seguros de que cometerá un error; es cuestión de tener paciencia… Además, hacía tiempo que no veía a mi hermano en una misión de verdad.


—¿Qué quieres decir con eso? —protestó Pedro.


—Nada, que tu trabajo es muy fácil —se burló.


—Mi trabajo es tan difícil como el tuyo…


—¡Oh, sí…! Ya he visto cómo sudas en esas ferias de coleccionistas a las que asistes. Menudo esfuerzo, hermanito…


Pedro se rió.


—Lo que pasa es que me tienes envidia.


—¿Envidia? ¿Por qué diablos te iba a tener envidia?


—Porque vosotros sólo arrestáis a cretinos sin importancia; en cambio, yo me enfrento a ladrones inteligentes y con educación. Para hacer mi trabajo, se necesita pensar —afirmó Pedro.


—¿Ah, sí? ¿Y podrías decirme qué ha pasado esta mañana, Einstein? Te recuerdo que tu sospechoso no ha aparecido.


—Bueno, son cosas que pasan. Pero no me negarás que ha sido divertido.


—¡Oh, sí, divertidísimo! Si no me pillo una neumonía, vuelve a pedirme ayuda la próxima vez que quieras atrapar a tu ladrón —lo desafió.


—Muchas gracias.


—De nada.


Leandro sonrió, miró a Paula y dijo:
—Si mi hermano vuelve a pensar otra vez, llámame y estaré
encantado de ayudarte. ¡Ah! Y disculpa al pobre Pedro… Es el hermano mayor, ¿sabes? Mi madre era inexperta cuando lo tuvo y no supo qué hacer con él. Se podría decir que fue el modelo de pruebas. Pero los demás hemos salido mejor.


Paula rió.


—Sospecho que él no estará de acuerdo contigo.


—Por supuesto que no —intervino Pedro—. El primer hijo es el que hereda toda la inteligencia. Tú lo sabes muy bien, Leandro… A fin de cuentas eres el segundo. En todo.


Leandro le hizo un gesto poco agradable con un dedo.


—Bueno, mantente alejado de los problemas, Einstein. Y llámame si me necesitas. Pau… Ha sido un placer.


—Eh, ¿podrías llevarte la canoa? —preguntó Pedro—. Pasaré a recogerla más tarde.


—No es necesario —dijo su hermano mientras se alejaba—. Te la llevaré a casa.


Leandro y sus compañeros del FBI desaparecieron enseguida, dejándolos solos en el monumento.


—Volvemos a estar como al principio —dijo ella, derrotada.


Pedro la atrajo hacia él.


—No te desanimes. Existía la posibilidad de que no apareciera —le recordó—. Pero eso no significa que no lo vayamos a detener.


Paula suspiró.


—Sí, pero ¿qué vamos a hacer? Parece que se nos adelanta todo el tiempo.


—Como ha dicho Leandro, cometerá un error más tarde o más temprano. Sólo tenemos que insistir y esperar un poco.


—No volverá a caer en la trampa del anuncio…


—No, así que tendremos que intentarlo de otra forma. Sin embargo, yo no me preocuparía mucho por eso… Necesita los objetos robados con urgencia, así que no tenemos que salir a buscarlo. Él nos encontrará a nosotros.


—No puedo creer que ese tipo fuera amigo de mi padre —dijo, frustrada—. ¡Incluso cabe la posibilidad de que asistiera a su entierro y me diera el pésame! No entiendo que encontrarlo sea tan difícil.


—Tal vez sea difícil por eso —observó Pedro mientras caminaban hacia el coche—. Sospecha que estamos tras sus pasos y que sabemos que era amigo de tu padre, de modo que actúa con más cautela de lo normal. Pero puede que no sea tan cauteloso con otras personas.


Ella frunció el ceño.


—¿Con otras personas? ¿Cómo quién?


—Tu padre no era su único cliente. Ese hombre no robó un montón de documentos de los archivos para guardarlos después en una caja fuerte; los quería para venderlos y sacar una buena suma, aunque es evidente que recibió mucho menos dinero de lo que valen. Sólo tenemos que encontrar a otras personas con las que hiciera tratos.


—¿Y qué propones? ¿Buscar por todo Internet? ¿Visitar todas las ferias de coleccionistas hasta que tengamos un golpe de suerte? Sé sincero conmigo, Pedro. Existe la posibilidad de que no lo encontremos nunca, ¿verdad?


Pedro dudó antes de responder.


—No me gusta la palabra nunca, pero reconozco que esa posibilidad existe. A veces atrapamos al ladrón, pero no recuperamos el botín. A veces recuperamos el botín, pero no atrapamos al ladrón. Y a veces, topamos con una pared y no conseguimos nada.


Cuando llegaron al utilitario de Paula, él le abrió la portezuela y ella lo miró con intensidad.


—¿Y bien? ¿Por dónde empezamos?


—Por mi despacho —contestó él—. Si no te importa, claro está… Quiero que te sientes conmigo y que repasemos la ficha de tu padre. Sabes mucho más de tu negocio que yo. Puede que descubras algo que yo he pasado por alto.


—No me importa en absoluto. Estaré encantada.


Entraron en el vehículo y se pusieron en marcha.


—De todos modos, no sé si te seré de gran ayuda —continuó Paula—. El canalla que ha hecho esto es amigo de mi padre… ¡Dios mío! Tendría que saber quién es. Tendría que saberlo.


—No te hagas responsable, Pau. He hablado con todas las personas de la lista que me diste y hasta yo juraría que todas ellas son inocentes. O nos enfrentamos a un mentiroso magnífico, o yo me he equivocado en algún punto de la investigación. ¿Sabes si alguno de ellos tenía problemas económicos? —preguntó—. No sé, quizás por un divorcio; o tal vez por una enfermedad que…


Pedro dejó de hablar repentinamente. Paula apartó la vista de la carretera y vio que había girado la cabeza y que observaba algo con sumo interés.


—¿Qué ocurre?


—Esa mujer que acabamos de pasar… La que estaba corriendo — respondió él—. Se parece a una compañera de Archivos Nacionales.


—¿Y qué tiene de extraño? ¿Es que no sabías que sale a hacer ejercicio?


—No, no es eso. Da la vuelta —le ordenó—. Si esa mujer es quien creo que es, vive en Baltimore y tiene que viajar en coche todos los días para ir al trabajo. ¿Por qué vendría a Washington para correr? Sobretodo a estas horas de la mañana y en sábado.


—Es posible que tuviera que venir a la ciudad y que haya
aprovechado para estirar las piernas. Además, ¿qué importancia tiene eso?


—Que sólo estamos a un par de kilómetros del Theodore Roosevelt Memorial. Y que si es quien creo que es, trabaja en el departamento de adquisiciones.


Paula seguía sin entenderlo, así que se lo tuvo que explicar.


—Ninguno de los objetos robados, incluidos los que tú vendiste en Internet, estaban catalogados en el inventario. Por eso se pudieron vender con tanta facilidad… No tenían fichas, ni recibos, ni nada que indicara su pertenencia al Gobierno.


—¿Quieres decir que ella aprovechó su trabajo para robar los documentos antes de que se incluyeran en el registro? Sí, supongo que sería posible, pero ¿eso qué tiene que ver con mi padre? Estoy segura de que no era amiga suya.


—¿Cómo lo sabes?


—Lo sé porque…


Paula se detuvo y frunció el ceño.


—¡Eh, espera un momento…! —continuó—. ¿Estás insinuando que mantuvo una relación romántica con él?


—Alguien tenía una llave de la librería y el código de la alarma —le recordó—. Al igual que tú, pensé que sería un amigo de tu padre, un hombre que gozaba de su confianza y de su aprecio, pero podría haber sido una mujer. Eso lo explicaría todo.


—No puede ser, Pedro. Al entierro de mi padre no asistió más mujer que yo. Y ninguno de los amigos de mi padre la mencionaron cuando tú los interrogaste. Además, sé que si él hubiera estado con alguien, me lo habría contado.


—¿Aunque le sacara muchos años de edad?


Ella entrecerró los ojos.


—¿Cuántos años?


—Veinte.


—¿Veinte? —preguntó, asombrada.


—No sé por qué te extraña tanto esa posibilidad, Paula. Tu padre era un hombre y se sentía solo.


—No, no, te equivocas.


—Todo el mundo hace locuras…


—No.


—Es una mujer joven y bella. Cualquiera se habría sentido halagado.


—Ni en un millón de años —insistió Pau—. Mi padre no habría sido tan tonto.


Pedro pensó que Paula se engañaba a sí misma. Los hijos siempre tenían una opinión distorsionada de sus padres; además, lo había visto muy pocas veces durante los últimos años de su vida. Pero prefirió no presionarla.


—Bueno, digamos que tienes razón y que no tuvieron una aventura amorosa. Digamos que sólo eran amigos… Cuando tu padre se puso enfermo, querría que alguien de confianza tuviera la llave de la librería y el código de seguridad, por si le pasaba algo.


—¿Y ella se aprovechó de su confianza para venderle documentos robados? Vamos, Pedro, ¿qué clase de amiga sería?


—Eso es lo que tenemos que descubrir.


Paula ya había dado la vuelta en la carretera, y tardaron pocos segundos en alcanzar a la mujer.


—Es ella, Luisa Shue. Y se dirige directamente al monumento.


Pau apretó las manos sobre el volante.


—¿Qué hacemos? ¿Quieres que volvamos?


—No, vamos a mi trabajo. Mientras ella nos busca, nosotros la investigaremos y veremos si descubrimos algo interesante.