La casa estaba en silencio. Cuando Olivia y Pedro hubieron intercambiado los regalos, la niña se quedó dormida en el regazo de él. Paula la llevó a la cama y luego entró con el hombre en su dormitorio, donde los dos se amaron hasta quedar satisfechos.
En aquel momento estaban abrazados en la cama después de hacer el amor.
—Hum, se está muy bien así —dijo Paula, soñadora—. Dime que no me dejarás nunca.
Pedro le acarició el cuello.
—No volveré a dejarte.
—¿Qué te ha hecho cambiar de idea?
—Es sencillo. No podía soportar vivir ni un día más sin Olivia o sin ti.
La abrazó con fuerza.
—Tengo un empleo.
—¿De verdad?
—Sí —su rostro se oscureció—. No es lo que quería…
—¿No hay posibilidad de que puedas volver a los fuegos?
—Ninguna. Aquel resbalón en el hielo acabó con todas.
—Sigo pensando que fue culpa mía.
—No digas tonterías. No fue culpa tuya. No fue culpa de nadie.
—¿Y qué vas a hacer?
—Seré supervisor de campo en la oficina principal, a unas treinta millas de aquí —sonrió—. No es lo que quería, pero no está mal.
—¿Te gustará?
—Si sé que todas las noches vendré a casa contigo, me encantará.
—Te quiero.
—Demuéstralo.
Paula obedeció y luego yació otra vez a su lado, completamente satisfecha.
—Vamos a hacer de Papá Noel —sugirió él—. Nuestra hija se levantará pronto.
La joven se conmovió al oírlo. No había duda de que ya eran una familia y era maravilloso sentirse como una.
Pedro se puso sus tejanos y ella cogió una bata. Luego entraron juntos en la sala de estar. Pedro se acercó a su saco, que estaba ya casi vacío.
—Tengo un regalo para ti —anunció.
—Tú eres el único regalo que quiero.
—Concedido —repuso él, sonriente—. Y ahora cierra los ojos.
La joven obedeció. Esperó un rato, pero no sintió que le pusiera nada en las manos.
—Ya puedes mirar —anunció él, al fin.
Paula abrió los ojos, dio un respingo y luego se echó a reír. En el suelo había una caja llena con las tallas de madera más exquisitas que había visto nunca.
Pedro se inclinó y la besó.
—Feliz Navidad, amor mío.
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